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lunes, 31 de diciembre de 2012

Pensamientos para el último día del año.




Reflexión: los conocidos “Tres pensamientos para el último día del año”, de Don Azcarate, O.S.B.:

“Cada vez que el calendario nos trae, inexorable, esta fecha del 31 de diciembre, no pueden menos que preocupar al hombre pensador, y más todavía al fiel cristiano, estos tres graves pensamientos:

el tiempo pasa,
la muerte se acerca,
la eternidad nos espera.

Efectivamente:

a. El tiempo pasa.

El presente año ha pasado como un soplo, y como él pasarán todos los que nos restan vivir, sean pocos, sean muchos; sean felices, sean desgraciados.

¿Qué se ha hecho de las penas y de los dolores? ¿qué de las alegrías locas y de los placeres de este año transcurridos?

Ni las penas ni las alegrías pasadas pueden ya volver. De ellas sólo queda el mérito de haber sufrido o gozado con conciencia pura y con alteza de miras, o, al revés, la responsabilidad de haberlo perdido todo por falta de espíritu cristiano.

El tiempo pasa para todos, este año ha pasado para todos, nadie ha podido detener el reloj. ¡Cómo hubiese deseado el gozador de la vida, el pecador disoluto, que no hubiesen pasado sus horas de placer, sus días y sus noches de miel! Sin embargo pasaron para no volver.

Ha pasado este año corriendo, volando; pero no ha pasado en vano. Muchos desearían que hubiese pasado sin dejar huella, como el vuelo del pájaro; que lo pasado, como dicen, quedará pisado, mas no es así. Todo el pasado queda sujeto al juicio de Dios.

b. La muerte se acerca.

La muerte galopa y se acerca de día en día para cada uno. A muchos, a innumerables, los ha alcanzado en este último año, y los ha alcanzado sorpresivamente. A muchos que hemos conocido sanos y alegres, en pocos minutos, o en pocas horas o en breves días, los hemos visto desaparecer.
Ni la edad, ni el bienestar, ni la dignidad, ni la ciencia, ni el vicio, ni la virtud respeta la muerte inexorable. Todos tenemos nuestro día señalado, como lo tuvieron los que nos han precedido este mismo año y los años anteriores. Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y de muchos de ellos no queda ni el recuerdo.

¡Tanto afán por vivir, para vivir tan poco y tan tristemente! ¡Tanto cuidarse del cuerpo y del vestido y del negocio y de la honra, para perderlo todo tan presto y tan sin remedio! ¡Tanto alardear de las riquezas, de la hermosura, de las simpatías, de la influencia, para quedar de súbito reducido a un cajón de podredumbre!

c. La eternidad nos espera.

Nada sería que el tiempo pasase y que la muerte se acercara, si con ello todo se acabara. Mas no es así. Al morir, el hombre no muere del todo: perece la materia, pero el espíritu perdura. El cuerpo vuelve al polvo del sepulcro, de donde brotó; pero el alma retorna a Dios, que la creó.

Todo lo que aquí es pasajero, todo fenece; sólo el alma sobrevive en este general cataclismo. Por eso el hombre, aunque muere, no muere para siempre, sólo cambia de vida: de la vida temporal pasa a la eterna, del tiempo a la eternidad.

¡La eternidad! ¡Qué realidad terrible! Muchos la niegan porque les convendría que no existiese; así sus vicios no tendrían ninguna sanción ultraterrena. Otros muchos, los más, no piensan en ella, porque no la comprenden. Mas ni por negarla ni por desconocerla, la eternidad deja de existir y de esperarnos.

Nada fuera que la eternidad existiese, si esta fuese para todos bienaventurada y feliz. Pero no es así. Hay dos eternidades: la eternidad del cielo, para premio, y la eternidad del infierno, para castigo. Hay, pues, un premio eterno y un castigo eterno. Así lo ha dispuesto Dios, y nada ni nadie podrán hacer que no sea así.

Si, pues, te espera una eternidad feliz ¡oh cristiano!, después de los sufrimientos de esta breve vida, ¿Por qué no la soportas con resignación y con una santa esperanza? Y si a ti también te espera la eternidad, pero una eternidad desgraciada, ¡oh pecador y gozador de la vida!, ¿por qué prefieres un placer sucio y fugaz a una eterna dicha?”

sábado, 29 de diciembre de 2012

Pesebre inter-religioso.




Pesebre “inter-religioso” en la Iglesia del Sagrado Corazón en Bellinzona, Suiza.
(La Biblia y el calefón)


Pensaba que burlarse de la Navidad, haciendo de ella una Navidad “laica” con el “Papá Noel” de Coca Cola era algo grave pero que se hacía fuera del ámbito eclesiástico. Hasta ahí, era tolerable. Pero, el afán de los hombres de contemporizar y de agradar al mundo, bajo los respetos humanos, utilizando el falso ecumenismo que tanto gusta de ser predicado por los “nuevos curas” y la “nueva Iglesia”, con su imaginación desbordante, llegó a realizar un pesebre como el que vemos en la foto, un pesebre inter-religioso. Cosa inaudita en la historia de la Iglesia católica. Parafraseando a Discépolo: nada es mejor, todo es igual, lo mismo el Islam que el Niño Jesús. Lo mismo la Verdad que el error.

Fuente de la foto Catapulta.

Islam y Fe Revelada.




Un abismo infranqueable.

El desarrollo cotidiano de la historia actual nos invita a precisar sin equívocos la elección fundamental con base en la cual se juzgará a moros y cristianos al término de su existencia terrenal, es decir, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Enseguida nos hallamos aquí en presencia del abismo insuperable que separa al Islam de la fe cristiana, un abismo que ninguna voluntad ecuménica, por bien intencionada que sea, tiene derecho a cancelar o franquear.
Se trata de dos “revelaciones” enfrentadas, y con una oposición tan marcada sobre lo esencial, que, por fuerza, una debe ser totalmente verdadera y la otra totalmente falsa.

¿Incoherencia o impostura?

Dejemos las consideraciones de menor importancia para recordar que sólo una revelación salida de Dios tiene derecho a hablar de Éste con autoridad y certeza. Ahora bien, ¿qué vemos en el antagonismo susodicho?
1) En Jesucristo todo es divino: su nacimiento, su vida, su doctrina, su muerte, su resurrección, su ascensión, su asistencia permanente a la Iglesia. Sus Apóstoles y evangelistas lo afirmaron con energía: nadie puede conocer y amar a Dios sino por medio de su Hijo, que salió de Él y en quien tiene puestas “todas sus complacencias”.
2) En cambio, todo es humano, muy humano, demasiado, en la persona de los fundadores del Islam (sobre todo en la del principal de ellos). Se halla en éstos muchos rasgos de aquel hereje [Lutero] que sobrevino en la Iglesia del siglo XVI: vértigo del pensamiento, de los sentidos, voluntad de poder y carencia de escrúpulos en la acción; en pocas palabras: idéntico influjo inicial del pecado, un influjo que falsea desde el principio la aventura espiritual emprendida.
Puesto que Dios es santidad infinita, su revelación no tolera mescolanzas con el pecado. Así las cosas, considerar profetas o reformadores cualificados a Mahoma y Lutero, como pretende hoy el ecumenismo, cae de lleno en el campo de la incoherencia absoluta, si es que no de la impostura. En ausencia de ejemplos edificantes, que eran harto incapaces de dar, dichos individuos consiguieron imponer sus doctrinas imaginarias sólo mediante una presión permanente, haciendo palanca en la complicidad que les brindaba ese oscuro deseo que empuja a todo hombre a esforzarse por organizarse una vida en la cual los placeres terrenales y el deseo del cielo puedan conciliarse sin demasiada dificultad.

El cielo cerrado.

Volvamos al pecado propio del Islam.
El que sostiene, contrariamente a la vida y milagros de Jesucristo, que el Hijo no es Dios, le infiere a Éste la mayor injuria que cabe hacerle a quien es consustancial con Aquél a quien envió para que estuviera con nosotros. Quien empuja a los hombres a profesar tamaña negación les inflige el mayor de los daños, como que los priva con ello del único camino de acceso a la vida eterna... Por último, puesto que la gracia redentora no existe en el Islam al no bajar Dios a nosotros en tal religión, es imposible que se dé en ella la santidad, por lo que el hombre permanece en su desgracia original. La presencia de Dios le será inaccesible después de su muerte; de ahí que el “Profeta” se viera reducido a imaginar un paraíso de delicias que tenía por modelo los goces terrenales. En tal clima de tinieblas espirituales, ¿cómo pueden conseguir los cinco pilares del Islam –profesión de fe, azalá, azaque, ayuno en Ramadán y peregrinaje a La Meca-, cómo pueden conseguir, decíamos, que los hombres, agradecidos, se vuelvan a Dios?
Puesto que el conocimiento de Dios se halla pervertido en el Islam desde el principio, y puesto que el cielo está cerrado, ¿qué tiene de extraño que el pensamiento musulmán se absorba en el dominio de lo temporal y se lo anexione, transfiriendo a éste la sed de absoluto del hombre? Pero bajo esa losa asfixiante no hay sacramentos, ni liturgia, ni sacerdocio capaces de ayudar a la humanidad a salir de sí misma y a merecer ver a Dios en la eternidad.

Un retroceso vertiginoso respecto de la verdad revelada.

La “revelación” que, al decir de la morisma, le hizo el arcángel Gabriel a Mahoma cae expresamente bajo la solemne condena de San Pablo (Gál. 1, 8): «Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea maldito». Es menester sacar la conclusión de ello: lejos de ser el Islam, como pretende éste, el término y cumplimiento de todas las revelaciones precedentes, constituye un retroceso la verdad revelada por el Dios vivo y respecto de sus obras. Más aún: se ha destacado a menudo el influjo considerable que ejercieron el pensamiento judaico y las herejías cristianas en la formación del pensamiento islámico. El favor de que éste goza hoy entre ciertos cristianos proviene también del hecho de que estos últimos perdieron lo esencial de su fe.
La revelación no sólo vino de Dios con Nuestro Señor Jesucristo, sino que la enseñó el mismo Verbo divino; se puede decir asimismo que se incorporó en Él a partir del momento en que se encarnó en el seno de la santísima Virgen María. Sólo esta revelación es divina, santa y cierta a la vez, porque sólo Dios no puede engañar a la humanidad. La misma exigencia de santidad se halla en los intermediarios humanos que el Altísimo quiso para realizar esta gran obra: inmaculada concepción de María, santidad sublime del precursor y del padre adoptivo, conversión exigida a todos.
Es menester tener la franqueza de decir que, en cambio, el error es inseparable de los fundadores del Islam, porque se alzaron abusivamente contra Dios al negar la divinidad de Jesús; falsearon la fe en su nivel esencial, el de la realidad divina, al rechazar el monoteísmo trinitario; se cerraron a las fuentes de la gracia al negar la Encarnación, y sustituyeron la religión por un formalismo nacido “ex voluntate viri”, de la voluntad del varón, un sucedáneo de lo auténticamente sobrenatural.

Responsabilidad de los cristianos.

Resta por decir que la supervivencia de este mundo inmenso cerrado a la revelación del Hijo de Dios apela tanto a nuestra responsabilidad de cristianos como a la de los eclesiásticos.
Algunas grandes almas anunciaron que la evangelización de los moros se verificará después de tribulaciones que, sin duda, serán proporcionales a la magnitud del intento de que hablamos. Ante la perspectiva de esta hora de gracia, conviene renunciar al presupuesto, adoptado demasiado a menudo incluso por católicos no “ecuménicos”, según el cual la morisma no puede abrirse al mensaje cristiano. Cierto, la empresa es ardua para los fieles del Islam en la medida en que se les impide acceder a la Buena Nueva; pero no debe olvidarse que el omnipotente le habla a cada hombre en lo más secreto de su conciencia y que puede hacer que todos se beneficien de su gracia como Él quiera. En este sentido, sería sin duda más exacto decir que el islamita puede convertirse porque debe hacerlo y porque Alguien lo llama a la conversión.
Es aquí donde tiene su sitio nuestra plegaria para obtener una gracia tan insigne. Sorprende mucho que hoy la jerarquía jamás invite, por decirlo así, a orar en tal sentido, cuando su primer deber es el de anunciar a todos los hombres la salvación en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Frente a esta omisión, el mundo islámico se engolfa en contradicciones cegadoras, se exaspera en una violencia que renace sin cesar, y se hunde cada vez más en su infelicidad espiritual. Uno de sus diplomáticos declaró clara y rotundamente «no deseamos que el mensaje cristiano se difunda en los países islámicos».
Dado que nos hallamos frente a la misma y constante oposición plurisecular, le sigue incumbiendo a la cristiandad el mismo deber misionero.
 
Un deseo.

Mil años son como un día para el Señor, quien le confió a su cuerpo místico los medios de salvación. Por eso formulamos el deseo, a guisa de conclusión de estas pocas reflexiones, de que la Iglesia vuelva a dotar de un esplendor especialísimo a la celebración del descenso del Verbo Encarnado en el seno de la Santísima Virgen María. Es lícito pensar que la glorificación de este gran misterio atraería una gracia excepcional de visitación sobre el mundo entero, particularmente sobre los musulmanes de buena voluntad, cerrados hasta el momento a la única Palabra salvadora.
La hora es grave para todos: al procurar adherirnos a los movimientos sucesivos de una civilización  paganizada y privilegiar indebidamente, en detrimento del anuncio de Jesucristo, las exigencias de una libertad pervertida, lo único que hacemos es acortar esos tremendos plazos de tiempo que, en medio de un dolor acerbísimo, reducirán a moros y cristianos al cumplimiento de sus deberes esenciales, es decir, llevarán a los primeros a una conversión necesaria y a los segundos a una perfecta fidelidad.
Bienaventurados los que vean a los hombres del Islam tomar el camino del santo pesebre y los oigan exclamar con el corazón compungido, pero con el alma exultante: «¿Quién no amaría a Aquél que tanto nos amó?» (Adeste, Fideles); «¡Venimos a adorarlo!» (San Mateo 2, 2).


Pyrenaicus, visto en el Blog de “Si Si No No”.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Quebracho en la 9 de Julio: ¿tránsito caótico o gimnasia revolucionaria?



Quienes viajamos el jueves 20 de diciembre por el Centro, Microcentro, Tribunales, Palermo, Retiro, etc., padecimos en carne propia todo tipo de demoras en los medios de transporte, sin contar las condiciones en que nos vimos obligados a circular. Todos los diarios registraron el detestado caos vehicular, generalizada gripe que nos agobia. Ya fuera de la ciudad de Buenos Aires, también la Panamericana resultó insoportable debido a los saqueos en un supermercado de Campana (Km. 74). Por otra parte, en tanto el Acceso Sur está íntimamente ligado al Microcentro, también las autopistas y caminos que allí conducen se vieron afectados.
Al cansancio natural y previsible de todo un año, se suma esta agresión. Pero, ¿cuál fue la causa? Ella se encuentra en la fecha y los numerosos actos, marchas, manifestaciones e incluso operativos policiales. En estas líneas, sin embargo, nos interesa destacar las acciones que buscaron deliberadamente el caos. Por eso no hablaremos del acto de la CGT-CTA, ni de los hinchas de Ferro y Huracán sino únicamente de Quebracho, que quemó decenas de neumáticos en la Avenida 9 de Julio “recordando” la caída del ex Presidente Fernando De la Rúa y los muertos en la protesta, allá por diciembre del 2001.
Hemos escrito “marchas y manifestaciones” pero es un término suave. Deberíamos hablar, en realidad, de la comisión de delitos: ¿son otra cosa el bloqueo de una avenida principal? Estamos hablando –y es muy importante usar los términos correctos– de delitos. Y de la violación de derechos elementales, como el derecho al libre tránsito. Pero la palabra derecho requiere una breve aclaración.
Estamos tan acostumbrados a los abusivos reclamos por los derechos que, a veces, podemos perder de vista su espacio propio, legítimo. Es un reflejo natural: tantos sinvergüenzas se han amparado en “derechos” para pedir cualquier cosa, que espontáneamente cualquiera desconfiaría. En efecto, ¿quién no puede escandalizarse cuando el paro de 200 personas que claman por sus derechos perjudica a 200.000? ¿Quién no advierte la desproporción entre el mal que se provoca y el bien buscado? Sin embargo, a pesar de todo, existen los derechos. Y, entre ellos, la libre circulación. Y existe, en consonancia con este derecho, el deber de la fuerza pública –la Policía– de proteger y custodiar los derechos de las personas.
Pero hay acá mucho más que el mero bloqueo de una avenida. Concretamente: ¿por qué Quebracho puede cometer sus delitos –una vez más– sin ser reprimida por la Policía? Los uniformados fueron colocados “al margen” de las manifestaciones, debiendo tolerar cómo verdaderos delincuentes abusaban de su libertad frente a sus ojos. ¿Qué mensaje se esconde detrás del humo de los neumáticos quemados?: “Acá mandamos nosotros. Los que decimos qué se puede hacer y qué no, somos nosotros. Hacemos lo que queremos y andá sabiendo que si en determinado momento se nos da la gana de cortarte la calle y demorarte 3 horas, podemos hacerlo y lo vamos a hacer”.
No es sólo bloquear una avenida principal. Es otra cosa: la destrucción está legitimada. El caos es bueno. Los argumentos más deshonestos y las justificaciones de lo indefendible “dan letra” a un núcleo importante de personas organizadas y dispuestas a bloquear avenidas. Conclusión: la Policía, atada de manos. Los delincuentes, convertidos en dueños de las calles.
El 20 de diciembre la ciudad de Buenos Aires no fue testigo de un tránsito caótico sino víctima de un ensayo de gimnasia revolucionaria. No tuvo lugar, principalmente, una saturación vehicular sino la legitimación social de una mentalidad revanchista y llena de resentimiento, que –por supuesto– generó infinitas saturaciones vehiculares. Por eso, no nos confundamos ni dejemos que Doña Rosa limite el alcance de estos indicios. Que las notas periodísticas no nos hagan colocar estos hechos bajo la etiqueta de Sociedad. Nada de éso. Se ha confirmado, por enésima vez, un marco de subversión: todo está al revés. Si por subversión se entiende “dar vuelta todo”, “invertir el fondo de las cosas” –cuyo resultado es considerar bueno a lo malo y malo a lo bueno–, armados de esta definición tendremos una clave para entender los procesos políticos y sociales cotidianos. El fenómeno subversivo está confirmado no tanto por los hechos sino por las explicaciones que los acompañan:

Quienes participan en la comisión de delitos, son “manifestantes que reclaman por sus muertos” y reivindican “la calle como escenario principal y casi excluyente de la producción política popular”[1].
“Reprimir un delito” es un delito. Por ende, la Policía no puede –no debe– reprimir porque “violentarían la legítima libertad de expresión de los que se manifiestan”. De esta manera, sólo puede tolerarse, a regañadientes, que la Policía irrumpa cuando todo esté suficientemente mal, suficientemente podrido. La fuerza pública no puede actuar antes sino sólo después.

Observada la realidad mediante estos engañosos cristales, tanto el bloqueo de la Av. 9 de Julio como la tolerancia para con el delito, pierden su nitidez: estamos ciegos. No importa que cientos de miles de personas hayan perdido su tiempo, llegados a sus casas más tarde, impedidos de continuar sus tareas. No importa que muchos hayan perdido su presentismo. No importa que incontables turnos y acuerdos se hayan demorado. No importa que infinitas personas vean sus trabajos problematizados. No importa que este tipo de acciones no produzcan nada bueno ni generen nada valioso. Todo desaparece frente a la legitimidad del reclamo de Quebracho. Importa una sola cosa.

–Lo que importa es que no estamos a favor de la represión. Lo que importa es que somos buenitos y no somos como los militares que reprimían a los que pensaban distinto.

            Porque, en el fondo, ésta es la tiranía que padecemos: estamos tan pero tan agobiados por el peso del fantasma de “la represión”, que nos hemos vuelto incapaces de ejecutar –y de admitir su licitud– los más sencillos y elementales actos de autoridad: fenómeno que ocurre en el orden familiar y educativo pero también en el orden público, con resultados a la vista.
Entendámonos: no es sano vivir así. No es sano estar preso del influjo de una ideología, no una realidad, hasta el punto de sacrificar la realidad –que tenemos delante de los ojos– en el altar de esa ideología que no podemos ver.
            ¿Hasta cuándo nos vamos a permitir esta esclavitud mental? ¿Seremos genuflexos espirituales toda nuestra vida? ¿O tendremos el valor de romper con ese conjuro que nos aplasta?

Juan Carlos Monedero (h)Buenos Aires, 23 de diciembre de 2012.


[1] http://www.quebracho.org.ar/inicio/index.php?option=com_content&view=article&id=708:ante-un-nuevo-aniversario-del-argentinazo-acto-homenaje-av-&catid=63:noticias