sábado, 31 de marzo de 2012

Domingo de Ramos.



En el Domingo de Ramos se lee durante la misa la Pasión según San Mateo; y en el curso de la Semana Santa se leen las otras tres “Pasiones” –la de San Juan, se canta. La Iglesia quisiera que toda esta Semana se recordara de continuo y meditara la Pasión de Cristo. Pero para poder hacer eso, hay que ser fraile.
La Iglesia quisiera que se meditara la Pasión de Cristo toda la vida; que eso significan los Crucifijos; y los “Calvarios” que se yerguen sobre todas las montañas y lomas en los países católico-germanos de Europa; meditación a la que no puede agotar ninguna vida de hombre. La actual devoción al “Corazón de Jesús” significa lo mismo: es la Pasión de Cristo contemplada en el interior, es decir, en sus afectos, que fueron infiernados; y en su causa, que fue el Amor –el amor no correspondido. Es decir, los dolores del alma. San Juan es el “scriba ánimæ Christi”, el notario del corazón de Jesús.
Haremos dos comentarios de la pasión y muerte de Cristo: uno sobre los dolores de su alma (sobre lo cual escribió un sermón inmortal E. Newman) y otro sobre la legalidad de la muerte de Cristo. Hoy día, después del historiador Gibbons, muchos escritores impíos sostienen que la muerte de Cristo “fue legal”.
Los dolores físicos de Cristo fueron extremos: una verdadera tempestad de horrores. Un día de intenso trabajo, el rito de la Pascua, el largo y emotivo Sermón-Testamento después del lavatorio de los pies pedían una noche de sueño: siguió la larga subida al Olivar desde la otra punta de la ciudad, rodeando el Templo: la bajada al Cedrón y la subida a Getseemáni, la doble oración del Huerto en la cual sudó sangre; y el apresamiento lleno de brutalidades; que no otra cosa significan el machetazo de Pedro a Malco y la huida despavorida de los Apóstoles. Después siguió la parada ante el Sanedrín y la bofetada; y las inmundas vejaciones, ultrajes y golpes en la galería de la Curia Sinagogal. Al amanecer Cristo tenía que estar desmayado o muerto; y entonces comienza la real pasión: le quedaba todavía doce horas de torturas sobrehumanas, a saber, los paseos horribles por toda la ciudad, los azotes a la columna (que ellos solos producían la muerte en muchos casos), la coronación de espinas, el acarreo de la cruz, el enclavamiento y las tres horas de espantosa agonía. Hasta la última gota de sangre. Despacio, diabólicamente graduado.
Los dolores de un hombre son una función de su sensibilidad; los dolores físicos al fin y al cabo desembocan en la conciencia, la cual les da su tercera dimensión: por eso un dolor físico cualquiera es infinitamente mayor en un hombre que en un animal. Y por eso la pasión física de Cristo, aunque la suma de las torturas no hubiese sido casi infinita, hubiese sido a causa de su exquisita sensitividad casi infinita; porque Cristo representa con respecto a nosotros algo como nosotros con respecto a un animal. Cristo tenía una “cuarta” dimensión.
Hay hombres que han sufrido horrores en su vida estando casi incólumes exteriormente: a causa de su sensitividad. El filósofo Kirkegor por ejemplo: yo no he vacilado en estampar hace poco a su propósito la frase sagrada: “enclavaron sus manos y sus pies y contaron todos sus huesos”. Y sin embargo Kirkegor físicamente no sufrió mucho: tenía una pequeña renta para vivir, no tuvo enfermedades agudas, su “would-be” suegro lo amenazó una vez con un puñetazo pero no se lo dio, su gigantesco trabajo de escritor (que en 8 ó 10 años produjo una obra que en la actual edición alemana tiene 52 tomos) estaba compensado por el gozo de la creación de obras geniales… Pero Kirkegor era un melancólico, tenía los nervios de un gran artista; y lastimados encima. La lectura de su “Diario” lo pone poco a poco a uno delante de los dolores de Job; y uno se queda pasmado delante de un verdadero abismo de paciencia. Fue ciertamente un “crucificado”.
La pasión del Cristo se abre y se cierra con dos frases de dimensión infinita, que indican los dolores del alma de Jesús, que sólo Él podía conocer. Al comenzar dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”; y al terminarla dijo: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Estas palabras responden al grito que puso en sus labios el profeta: “Todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor”.
Estas palabras designan un dolor abismal, casi infinito: la Muerte y el Infierno, que son los dos males supremos, hijos del Pecado. Porque el sentirse real y verdaderamente abandonado por Dios, eso es el infierno. Y Cristo no exageraba ni mentía.
La primera sangre que derramó Cristo no se la arrancaron los azotes: se la arrancó la tristeza. “Empezó a entristecerse y a atediarse y aterrorizarse” –anota el Evangelista. Vieron visiblemente los Apóstoles en el gesto de Cristo esos tres monstruos –Tristeza, Tedio y Terror– que cayeron sobre Él al ingresar en el Oliveto; y la respuesta del Maestro a su muda o hablada interrogación fue descubrirles su alma “triste hasta la muerte”. La aprensión imaginativa de un gran peligro o un gran dolor –y más de un dolor irremediable– suele atormentar a veces más aún que el mismo hecho: a muchos los ha llevado a la desesperación y al suicidio. Esa es la condición del hombre; pero esa condición, que nos ha sido dada para que luchemos y evitemos la catástrofe, a Cristo le fue dada para mayor tormento. “Y era su sudor como sudor de sangre que corría hasta la tierra” –empapadas las vestiduras por lo tanto. Púrpura real. “¿Quién es éste que viene desde Esrom, enrojecidas sus vestiduras como vestiduras de rey?”.
La tristeza de Cristo tenía tres raíces: 1ª) el Universal Pecado que había asumido como Cordero Sacrificial pesando asquerosamente sobre su conciencia santísima; 2ª) la previsión de todos los horrores próximos con la violenta y frustrada voluntad de rehuirlos y evitarlos; 3ª) la visión clarísima de la ingratitud de la humanidad. Quae utilitas in sanguine meo? ¿Para qué ha servido mi sangre? ¡Judas!
De nosotros depende que haya servido o no. Podemos consolar el corazón de Dios.
“Comenzó a entristecerse…”. Esa tristeza fue aumentando hasta el final, hasta llegar al grito de los condenados. Los Apóstoles no vieron más que la entrada al abismo. Más allá ningún hombre puede seguir al Hombre-Dios.
Es cuestión de recordar la frase ingenua y temeraria del paisano: “Si esto que dicen los curas es verdá, y todo eso fue por mí, yo tengo que hacer alguna cosa muy brava por vos”.

El 2º comentario al “Passio” de San Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.
Hace tiempo leímos en un diario yanqui una noticia curiosa: que los israelitas de Nueva York querían hacer una revisión jurídica del proceso a Cristo; es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever testimonios y pruebas, y dictar sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo curioso sería que lo hubiesen hecho y hubiesen condenado de nuevo a muerte al Nazareno ese, que tanto ha dado que hacer. La verdad es que en todo rigor debían hacer eso; porque si llegaran a absolverlo, tenían que volverse todos cristianos; o mejor dicho, ya lo serían [1].
Pero si lo han hecho, lo probable es que la sentencia no ha sido ni “guilty”, ni “non guilty”; sino una sentencia de “not proven” o “out of legality”: nulo por irregularidad de forma jurídica. El proceso de Cristo ha sido altamente ilegal.
El P. Luis De La Palma S. J. en su clásica obra “Historia de la Pasión” ha reseñado en una página maestra las ilegalidades de ese rabioso proceso, que fue una monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se reunió en el tiempo pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un defensor; al responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal; la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue deferido a la Autoridad Romana, que ellos no reconocían como legítima y que (como les advirtió el mismo Pilatos) no entendía jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el Pretorio (“éste, se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión, antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: “Ibis ad crucem”, sino que dijo malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”, cosa que un juez no puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber hecho la fantochada de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios, con los judíos y con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la inocencia del acusado: “Non invenio in eo culpam” –no encuentro culpa en él–, lo mandó al patíbulo.
No sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero con la mitad de estas irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía el deber estrictísimo de absolver al acusado; hacer administrar “cuarenta menos uno” a Caifas por los malos tratamientos que había permitido infligirle; y hacer barrer a golpe de lictor a la turba con Barrabás y todo, que al pie de la escala de mármol (no querían pisar el pretorio para no mancharse y poder comer la pascua, los angelitos), bramaban como leones y toros (“toros bravos me han cercado, líbrame de la boca del león” –dijo el Profeta), y atropellaban el decoro del Procónsul con amenazas absurdas. Lo único que hay que anotarle al pollerudo de Pilatos es que no recibió ninguna “coima” (no se acordó) cosa que no se puede decir de todos los jueces cristianos.
Pero donde se equivoca La Palma es en enrostrar a los fariseos todas estas fallas del “procedimiento”; en este caso no tienen importancia maldita [2]. Si Cristo no era lo que Él decía, había que darle muerte por encima de todo procedimiento; y eso en virtud del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y por cierto, el blasfemo más extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no tuvieron reparos en des-responsablar a Pilatos: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Esto era un juramento tremendo, que los latinos llamaban “exsecración”. En eso se sentían seguros: “creían (perversamente) hacer un obsequio a Dios”. Si el Nazareno no era Dios; ni el pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Efeso, ni Calígula que violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás-Beckett en su catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable: “Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que le digamos a este romanacho incircunciso…”. Si la acusa de conspiración contra el César, y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido efecto, poco les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres asesinos para matar a Pilatos, su mujer y su hijo. (Pilatos no tuvo hijos en vida; aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos).
Pero la cuestión en causa no era la sedición contra el César (que ellos deseaban con toda el alma, los hipócritas) ni si Cristo había dicho que iba destruir el Templo y reedificarlo en tres días (que ellos sabían no había dicho) ni nada por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es lo que Él dijo o no? Esta es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la historia de la humanidad: cuestión de vida o muerte.
Todavía se pone, se pone continuamente; y la prueba son los honestos judíos de Nueva York. El proceso de Cristo se reproduce continuamente en el alma de cada hombre: Cristo es acusado, da testimonio de sí, deponen contra él falsos testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan, Judas lo besa, inmundos herodes se burlan de él, y muchos pilatillos lo crucificamos. Es la cuestión de un simplicísimo si o no que se produce en lo más profundo del alma: “Sí, es Dios. No, no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte… ¡Que desaparezca, que sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que no sepa más de él ni de su memoria!… Tremendo pensamiento.
Los cristianos creemos que la dispersión secular del pueblo judío (que ahora se está por terminar) es la respuesta a aquella “exsecración” de los fariseos: “caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¿Por qué sobre nuestros hijos? ¿No es injusto eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo judío que por su culpa no se vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo; porque ellos tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la pieza maestra del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como ellos puede entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en realidad lo es. Pero la cuestión es esta: o fue Dios o no fue Dios y no hay evasiva ni respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.
Dejemos en paz a los judíos si no es para rogar por ellos, como ruega la Iglesia el Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo es la segunda crucifixión de Cristo (“rursum crucifigentes Filium Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida tengo bastante que considerar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la vida pública de las naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un largo e infausto Vía Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifas, los judas, los pedros, los herodes, los pilatos se multiplican; y todos los gestos de aquella nefasta hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se lo calumnia, se lo impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.
Las naciones parecen en camino de crucificar nuevamente a Cristo; y de gritar al cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

«Hasta el cielo en dolor anegado
Llega el grito de un ruego execrable
Cubre el ángel su rostro espantado
Dice Dios: “Yo lo voy a cumplir”
Y esa sangre, que el padre imprecaba,
A la prole infeliz aún enlima
Que hace siglos la lleva y de encima
No la pudo hasta hoy sacudir…
Padre nuestro, pues tanto le cuesta
Por Él cese tu ardor vengativo
De los ciegos la insana respuesta
Vuelve en bien, oh piadoso Señor.
Sí, esa sangre sobre ellos descienda
Pero en lluvia que limpie sus lodos
Todos hemos errado, y de todos
Esa sangre redima el error».[3]

Leonardo Castellani, S.J. Tomado de El Evangelio de Jesucristo, capítulo sobre el Domingo de Ramos.
Tomado de: Tradición Católica.
__________
[1] Esta noticia ha dado origen a una obra dramática: “El proceso de Jesús”, que se está viendo mucho ahora en Buenos Aires.
[2] Esta sentencia es de Santo Tomás de Aquino.
[3] En la Argentina se ha visto mucho una película “holliwoodense” llamada “El manto sagrado”, en la cual el proceso de Cristo y sus promotores están escamoteados, y la idea que saca el vulgo es que a Cristo lo mataron los romanos; es decir, ¡los fascistas! –y que Cristo murió por la “democracia”. Han aplicado a la teología la técnica de los dibujos animados: el manto (no la “túnica”, que es lo que los soldados echaron a suertes) obra brujerías; pero no se sabe si Cristo es Dios, o qué. La “cinta” está inspirada por ese “neomahometismo culto” que parece ser la teología de una gran parte del pueblo yanqui; conforme a lo que predijo hace más de un siglo y medio el Conde Joseph de Maistre: “El protestantismo vuelto sociniano (negada la divinidad de Cristo) no se diferencia ya esencialmente del mahometismo”.
También se ha visto muchísimo aquí “El Proceso a Jesús” de Diego Fabbri, pieza teatral que como obra de arte es muy deficiente y como sermón en pro de Jesucristo (intención del autor) nos parece ineficaz.

Citas magistrales de J.R.R. Tolkien.



Siempre se ha sabido que Tolkien ha sido un ferviente católico, fiel a la doctrina tradicional de la Iglesia. Nos pareció interesante compartir esta cita “magistral” -como la llama el autor que la publicó- y que, verdaderamente, a nosotros también nos resulta magistral. También podemos decir al respecto, que no nos deja de sorprender la actualidad que encierran estos consejos de Tolkien a su hijo Michael.

Citas magistrales de J.R.R. Tolkien.

Las herejías de la antigüedad aparecieron, se desarrollaron y se extinguieron (con más o menos huella y/o eco). Por causas y en circunstancias muy variadas. Sumariamente, las herejías son parcializaciones del Credo originadas por una falta de asunción/profesión de la fe, ya sea por insuficiencia/exceso o por perversión. El cisma consumado y estructurado, confirió más estabilidad a las heterodoxias doctrinales, siendo este el caso de la pervivencia hasta la actualidad de algunos de los grandes cismas antiguos, aunque su presencia y estadísticas humanas sean, muchas veces, poco significativas.
La única herejía que se ha desarrollado y extendido - si bien degenerando constantemente desde sus propios orígenes - coincidió con un momento cultural definitivo e irreversible, marcado por la invención de la imprenta y la divulgación de la lectura y la propaganda escrita. No se entiende el luteranismo-protestantismo y sus derivados prescindiendo del fenómeno cultural anejo a su génesis: Sin libros y difusión de prensa, la reforma protestante hubiera terminado circunscrita y abortada en más o menos tiempo.
El medio de comunicación “virtual” que conecta a un mundo cada vez más ocioso y dependiente de la comunicación/intercomunicación, está suponiendo una muy particular y extensiva (la “intensidad” dependerá de personas y circunstancias) animación de las heterodoxias: Hay más gente “opinante”, imbuida de un “derecho a opinar”, y abundantes medios para la fácil difusión de las opiniones, con una marcada proclividad “sensacionalista” para la difusión de lo peor y más nocivo.
Cada vez es más frecuente que los seglares, sin una específica vocación personal, accedan a los estudios teológicos como a una cualquier otra formación, de la que en muchas ocasiones -dependiendo del centro de formación y sus docentes- sacarán impresiones/juicios sin referencia a la Iglesia y en contra de la fe. Igualmente aparecen nuevas publicaciones de nuevos autores, muchos de ellos sacerdotes o “gente de Iglesia”, que enrarecen, desvirtúan o pervierten la teología, al margen del Magisterio (sin hablar de la competencia, información y garantías de esas publicaciones pseudo-teológicas).
Para contrarrestar el fenómeno, urge la presencia/actividad de una “ortodoxia on line”. El “oportune et inoportune” paulino, nunca ha sido tan urgente; el recurso a la solidez y fecundidad de la Tradición, pocas veces tan necesario.
Dos amiguetes me han recordado una cita que han visto hace poco en internet, no recuerdan ni me saben decir dónde. Por eso he tenido que ponerme a buscarla yo, que soy el que tiene libros -no sólo de internet se nutre el enterado- y los maneja. Y ahí va la cita, a ver qué tal:


“... Pero tú hablas de «fe debilitada»... En última instancia, la fe es un acto de voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun los pecados de la Iglesia y sus ministros; pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (menos que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico).

El «escándalo» a lo más es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de la lujuria (a la que no hace, sino que la despierta). Resulta convincente porque tiende a apartar los ojos de nosotros mismos y de nuestros propios defectos para encontrar un chivo expiatorio... La tentación de la «incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la tentación interior, más pronta y gravemente nos «escandalizarán» los demás.

Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los «escándalos», tanto del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de estos motivos: debería abandonarla porque no creo o ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara.

Si Él fuera un fraude y los Evangelios, fraudulentos, es decir, episodios seleccionados con la mala intención de un loco megalómano (que es la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la historia y en la actualidad, sería una simple prueba de un fraude gigantesco. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos y debemos estar muy apenados.

Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no podemos «tolerar» a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante.

Exige una fantástica voluntad de incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo lugar», y más todavía suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han registrado (tan incapaz era nadie en el mundo de aquella época de «inventarlas»): tales como «antes de que Abraham existiera Yo soy» (Juan VIII); «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan IX); o la promulgación del Santísimo Sacramento en Juan VI: «El que ha comido mi carne y bebido mi sangre tiene vida eterna».

Por tanto, o bien debemos creer en Él y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o rechazarlo y atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que haya tomado la Comunión, aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda nunca volver a rechazarle sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada una de las almas singulares y sus circunstancias).

La única cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque siempre es Él Mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de Fe, debe ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos...

A mí me convence el derecho de Pedro, y mirando el mundo a nuestro alrededor no parece haber muchas dudas (si el Cristianismo es verdad) acerca de cuál sea la Verdadera Iglesia, el templo del Espíritu, agónico pero vivo, corrupto pero sagrado, autorreformado y reestablecido.
Pero para mí esa Iglesia, de la cual el Papa es la cabeza reconocida sobre la tierra, tiene como principal reclamo el que sea la que siempre ha defendido (y defiende todavía) el Santísimo Sacramento, lo ha venerado en grado sumo y lo ha puesto (como Cristo evidentemente lo quiso) en primer lugar. Lo último que encomendó a san Pedro fue «alimenta a mis ovejas»; y como Sus palabras deben siempre entenderse literalmente, supongo que se refieren en primer término al Pan de la Vida. Fue en contra de esto que se lanzó la revolución del Oeste de Europa (o Reforma) -«la blasfema fábula de la Misa»- y la oposición entre las obras y la fe, un mero falso indicio...

...Pero me enamoré del Santísimo Sacramento desde un principio...pero, ¡ay!, no he vivido a su altura. Ahora rezo por vosotros todos, sin descanso, para que el Curador (el Haelend, como el Salvador era por lo general llamado en el inglés antiguo) corrija mis defectos y ninguno de vostros deje de nunca exclamar: Benedictus qui venit in nómine Dómini!”

Es una carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael, 1 de Noviembre de 1963 (cfr. J.R.R.Tolkien Cartas, selección de Humphrey Carpenter; carta 250, pp. 393-96. Minotauro, Barcelona 1993).


Me pregunto qué efecto tendrá (o no) entre los adictos-ilusos tolkienianos este texto. También si no hubiera sido mejor que master Tolkien se hubiera dedicado un poco ex profeso a la apologética, con ese estilo tan contundente que expresan estos párrafos de su epistolario familiar.
De todas formas, es un valioso testimonio de uno de los hombres que han marcado con su obra la Literatura Universal. Con plena (y afectada) conciencia, el Tolkien que se fundamenta y hace fuerte en la tradición más genuinamente católica, es un buen maestro/consejero para los perplejos: Los perplejos de buena voluntad, of course.

Visto en el Blog El Rincón de Tolkien.

viernes, 30 de marzo de 2012

Un Fallo que falla.



A propósito del Fallo del la Corte sobre el aborto “no punible”.

Los diversos constructivismos a la moda, al negar la existencia de todo orden natural creado, engendran inevitables consecuencias en el ámbito de la política (me  refiero a la política en su acepción más lata de “vida ciudadana”) en punto,  básicamente, a la novedosa significación que, entonces, adquiere la dimensión  legislativa y jurídica del Estado: vacua ratificación legal de ciertos usos  sociales (ordinariamente invertidos según la fórmula gramscista), sin  vinculación alguna con la justicia, relegada como queda a la estratosfera de  los conceptos metafísicos inalcanzables y carentes de todo contenido  verificable.
El  constructivismo (o los constructivismos) constituye más que una escuela o  tendencia filosófica, una “ideología” que, consecuente con el racionalismo  precursor, reduce el mundo de lo real a las meras “construcciones  culturales humanas”, disociando –tal como en Hegel– “cultura” y “naturaleza”  y colocando al hombre como un sujeto sin relación, único demiurgo de sus  propias estructuras sociales y políticas, desvinculándose éstas de toda “traba”  predeterminada por cualquier modo de objetividad.
El “todo es  cultura, nada es natura” hegeliano expresado hasta los extremos más  conflictivos de su postulación idealista (separación de la realidad “nacida” – naturaleza– por un quehacer humano antojadizo que nada debe a una  trascendencia creadora ajena al hombre mismo).
Como se ve,  el constructivismo sitúa al hombre en el plano de una pura artificialidad y lo  desliga, por lo tanto, ya no sólo de todo nexo con el pasado, con la historia o  con la tradición, sino también con cualquier potencialidad generadora de  expectativas reales a futuro, esto es, de todo contacto con los casos  concretos que, de algún modo, lo religuen (al menos en situación de  nostalgia) a aquello que las corrientes intelectuales de todos los siglos, al  menos en Occidente, han denominado “ser”: el ser de las cosas reales.
En este clima  enrarecido de subjetivismo constructivista, donde únicamente es válido el hacer  inmanente de cada tiempo, con positiva repulsa a toda jerarquía axiológica  recibida, heredada o meramente conocida, en esta atmósfera –digo– ha de  colocarse el reciente fallo de la Corte   Suprema de Justicia de la Nación acerca de la interpretación del art. 86  inc. 2° del Código Penal de la   Nación.
Va de suyo,  por ello, que no se trata de una sólita exégesis técnica de carácter  “constitucional”, encerrada en el derecho positivo (ley vigente).
De ninguna  manera. Estos jueces que unánimemente se expidieron en un sentido unívoco con  referencia al tema en cuestión, han sido “formados” en derroteros del  pensamiento en los cuales no tienen cabida ni la naturaleza analógica del  fenómeno jurídico plasmado por Roma, ni la objetividad de la cosa justa (“res  iusta”) que Roma recibió (y sistematizó) cuidadosamente de los griegos (“to  dikaion”).
Estos jueces  habrán estudiado (o no) derecho romano, pero no son romanistas. Habrán  incursionado (algunos escribieron tratados) en el derecho civil, pero no son  civilistas. Habrán revolucionado el derecho penal, pero no a la medida de un  Francesco Carrara, o de un Giuseppe Maggiore, ambos significados  iusnaturalistas.
¿Qué falta  para esto? Nada menos que el conocimiento jurídico como contemplación de la  realidad dada y la praxis jurídica como actividad específicamente humana, es  decir, ordenada a la ejecución de un orden, valga decirlo así, objetivamente  justo y al discernimiento de “lo justo” en cada asunto determinado, al cual  accede la labor “indicadora” (“iudex”) del juez.
Éste ha sido por  siglos el mester de los juristas: descubrir en el caso concreto bajo análisis  la conexión con el orden natural, contemplado por la inteligencia y canalizado  en la jurisprudencia positiva.
Claro que,  para ellos, jurisprudencia no era un conjunto más o menos esclerótico de fallos  judiciales inconexos y caprichosos, sino la sana e imprescindible “iuris  prudentia”, o prudente ciencia del derecho.
Poco importan  aquí las infinitas variables que el derecho natural haya ofrecido en el curso  de la historia, que van desde el mínimo imprescindible “don de la naturaleza”  (propio del derecho romano clásico), al catálogo preceptivo del iusnaturalismo  racionalista del siglo XVIII.
Tampoco  interesa mucho abordar ahora qué es derecho romano clásico, ya que la  compilación justinianea cosificó, de algún modo, todos los extremos  legislativos y jurisprudenciales sobre los cuales han trabajado después los  romanistas posteriores.
Aquello que  sí resulta destacable es que jamás se había arribado al extremo de convertir el  “derecho” en una simple codificación de las “manías” transitorias de un ciclo  histórico, juzgado por sus fautores como el paradigma de toda organización  social.
En este  contexto los tales jueces han demostrado, sin duda, ser hijos legítimos de su  momento, al que no me atrevo a llamar “histórico”, dado el furor inconciliable  de todo constructivismo con la misma historia como continuidad sucesiva y  cualificada del pasado, que cristaliza en el presente y se proyecta  fecundamente hacia el porvenir.
Para fallar  como fallaron debieron incluso renunciar a caros principios dogmáticos del  derecho constitucional argentino, entre ellos aquellos que sostienen que la Corte sentencia sobre el  “caso concreto” y no se expide sobre una cuestión devenida abstracta, por  desaparición del objeto litigioso.
Aquí la Corte, en asunto asaz  espinoso y complejo, ha formulado una “doctrina legal” (por denominarla de  alguna manera) que, más que interpretación del precepto normativo, semeja una  “cuasi labor legisferente”, ajena por completo a la función judicante que le  atribuye la Constitución  nacional.
Las  sentencias de la Corte Suprema  de Justicia fijan, ciertamente, un criterio de orientación para los tribunales  inferiores, obligatorias en la medida en que se expiden, v.g., sobre la  constitucionalidad de una norma concreta, si se tiene  en cuenta que en nuestro sistema  instrumental, no es viable una declaración genérica, abstracta o apriorística  acerca de la constitucionalidad de la ley (en su acepción más amplia), supuesto  que la Corte no  opera (como en algunos regímenes del derecho comparado) a modo de tribunal  constitucional expreso, sino que, en rigor, actúa como contralor indirecto del  precepto específico sometido a su consideración.
Precisamente,  en el precedente que comento, la   Corte, contra toda lógica constitucional se pronuncia sobre  un tema ya fenecido en su dinámica jurídica (el aborto ya se consumó),  pretendiendo vincular a toda la estructura jurisdiccional del país, con  protocolos y directivas subsecuentes de carácter administrativo, en franca  oposición con sus propios criterios anteriores (en la actual, o con otras  integraciones, ya que la estabilidad del Órgano es una exigencia esencial de la Constitución del  Estado) y (ya lo podemos advertir) en franca, también, resistencia de algunas  provincias que han incorporado restricciones a las pautas interpretativas fijadas  por la Corte  nacional (Salta, Corrientes, La   Pampa, etc.).
“En la duda,  a favor de la parte más débil”, es un aforismo devenido un tópico de toda  disciplina jurídica, como fundado que está en la naturaleza misma de las cosas  que el constructivismo efectivamente (como antes lo vimos) niega.
En la  especie, la Corte  ni tan siquiera se ha dignado dirigir su atención (“una dulce mirada de  misericordia”) al “nasciturus”, es decir, a la persona por nacer, no obstante  cuente ésta con un derecho positivo a su favor, reconocido por el texto  constitucional por recepción de los tratados internacionales, tal como la Convención Americana  sobre Derechos Humanos incorporada según arts. 75 incs. 22 y 23 de la Constitución nacional con la cláusula de reserva que establece el art. 2° de la ley 23849: “se  entiende por niño todo ser humano desde el momento de la concepción…”, eco y  glosa actualizada de los arts. 63 y 70 del Código Civil que fijan la existencia  de las personas físicas desde el instante mismo de su concepción en el seno  materno.
Esta persona  (art. 30 del Código Civil) no merece para la Corte ni un tangencial párrafo de consideración,  pese a que, por la sencilla razón de existir, no tan sólo adquiere derechos  para sí, sino que también los genera a favor de terceros (art. 64 C.C.).
La  implicancia jurídica civil (digamos así) no interesa en absoluto, obnubilado el  Alto Tribunal por las secuelas psicologicistas de una temática abortiva  controvertida, que no es, por lo demás, objeto alguno de análisis, quedando  todo subordinado a las eventuales consecuencias, para la mujer, de una  gestación no querida.
Con una  declaración jurada se satisface la esencialidad procesal de una acción cuya única  y evidente razón de ser es la celeridad para finiquitar con la vida nacida y en  desarrollo que, protegida por la teoría constitucional, es sometida a otras  prevalencias que, por muy atendibles, razonables y dolorosas que sean, no  pueden en modo alguno primar sobre la más alta razón de la existencia.
La Corte, asimismo, resuelve de  un plumazo la vieja polémica respecto de si el inc. 2° del art. 86 alcanzaba a  toda mujer gestante o tan sólo a la mujer “idiota o demente”, sexualmente  ultrajada.
La tesis eugenésica  (restringida), de tan claro sabor discriminante (y racista) es ahora extendida  a cualquier clase de abuso sexual (no necesariamente comprobado).
Se erigen los  jueces supremos en una instancia superior al mismo desenvolvimiento del proceso  penal, sustituido por exclusivas manifestaciones de voluntad, sin contralor ni  del Ministerio Público Fiscal, ni de órgano jurisdiccional alguno ni, y es  verdaderamente un entuerto o desafuero contrario a todo derecho y sentido  común, a la participación eventual del genitor masculino, descalificado sin  producción de pruebas.
Todavía más: la Corte modifica de  hecho la figura legal del art. 86, adentrándose en las funciones exclusivas del  Congreso de la Nación  y ello así porque, con su osada interpretación, desconoce las excusas  absolutorias que en el aludido precepto se contienen, debiéndose notar que el  aborto, practicado por los sujetos activos allí mencionados (médicos  diplomados), según la mayor parte de la doctrina anterior a la reforma  constitucional del 94’, era impunible pero típico, es decir, operaba a favor de aquéllos  una suspensión de la pena, por motivos (bastante discutibles) de política  criminal, pero no modificaba, alteraba ni, mucho menos, derogaba el tipo penal  protector de la vida en gestación.
Digo anterior  a la reforma del 94’ ya que, como antes noté, la inclusión de Tratados internacionales que ponen el  inicio de la personalidad en la concepción, neutralizaron toda ulterior  discusión sobre los alcances del art. 86, en cualquiera de sus dos incisos.
Con todo, una  vez más se advierte la fragilidad de jugarse todas las fichas a la defensa del  niño por nacer tan sólo en normas positivas movedizas que hoy están y mañana no  y que, incluso cuando están, son descaradamente desconocidas por los  intérpretes. (De hecho, las proyectadas reformas al Código Civil ponen en  crisis el estatus jurídico de los embriones y amenazan, en general, con  subvertir todo el régimen legal de la familia).
No quiero decir con ello que la batalla por la dignidad integral de la persona humana dependa únicamente del derecho natural y que importe poco el derecho positivo. Todo lo contrario, en rigor, quiero valorar la norma positiva en su verdadera y  posible proyección, esto es, en el marco de una “paideia” que se funde en la  natura humana tal como ésta se nos manifiesta objetivamente y tal como ha sido  conocida y reconocida por los juristas de todas las épocas, y aún por cualquier  sujeto no afectado por prejuicios o estereotipos dialécticos de dudoso origen  intelectual: “sicut recta ratio diffusa in omnes”: “según una recta razón  difundida en todos”. (Digesto).
El derecho (y  el interés) superior del niño (Convención de los Derechos del Niño) es  violentado a favor de una situación subjetiva de la madre, con cuya mera  deposición testifical alcanza para suprimir la vida ya engendrada y no nacida.

En fin, la Corte falla. Nunca mejor  dicho, FALLA.

Ricardo Fraga, publicado en el diario “El Cóndor” de Morón, provincia de Buenos Aires.

Aborto, familia y otros temas.



“Así como fue posible esconder a Júpiter del Tiempo que todo lo devora, y al Niño Cristo de Herodes, así también el niño que todavía no ha nacido está todavía escondido contra el opresor que todo lo sabe. El ser que todavía no vive, él y sólo él queda; y ya buscan su vida para quitársela”.
“La respuesta a cualquiera que hable del “exceso de población” es preguntarle si él mismo es parte de ese exceso de población, o si no lo es, cómo sabe que no lo es”.

“El sexo es un instinto que produce una institución; y es algo positivo y no negativo, noble y no ruin, creador y no destructor, porque produce esa institución. Esa institución es la familia: un pequeño estado o comunidad que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales. Incluye adoración, justicia, festividad, decoración, instrucción, camaradería, descanso. El sexo es la puerta de esa casa; y a los que son románticos e imaginativos naturalmente les gusta mirar a través del marco de una puerta. Pero la casa es mucho más grande que la puerta. La verdad es que hay cierta gente que prefiere quedarse en la puerta y nunca da un paso más allá”.

“Este triángulo de verdades evidentes -de padre, madre y niño- no puede ser destruido; pero puede destruir las civilizaciones que lo desprecian”.

“Que nadie alardee de que abandona a su familia por amor al arte o a la ciencia; la abandona porque huye del desconcertante conocimiento de la humanidad y del arte imposible de la vida”.

“El voto es al hombre como el canto al pájaro, o como el ladrido al perro; es su voz, por la que es reconocido. Así como un hombre que no es fiel a una cita no es digno ni siquiera de luchar en un duelo, de la misma manera el hombre que no es fiel a una cita consigo mismo no es ni siquiera lo suficientemente cuerdo para suicidarse. No es fácil mencionar algo de lo que se pueda decir que depende el enorme aparato de la vida humana. Pero si de algo depende, es de ese frágil lazo arrojado desde las colinas olvidadas del ayer hacia las montañas invisibles del mañana”.

“Si los americanos pueden divorciarse por “incompatibilidad de temperamentos”, no puedo entender por qué no están todos divorciados. He conocido muchos matrimonios felices, pero nunca uno “compatible”. La idea del matrimonio es luchar y sobrevivir el instante en que la incompatibilidad se hace incuestionable. Porque un hombre y una mujer, en cuanto tales, son incompatibles”.

“El verdadero y normal control de la natalidad se llama control de uno mismo”.

G. K. Chesterton, tomado de “El amor o la fuerza del sino”. Selección de textos de Álvaro de Silva.

La inocencia del niño.



“El diablo puede citar la Escritura para sus propios fines; y el texto de la escritura que ahora cita más usualmente es “El reino de los cielos está dentro de vosotros”. Este texto ha sido apoyo y soporte de más fariseos, hipócritas y otros arrogantes del espíritu que todos los dogmas del mundo; ha servido para identificar lo que es la pura satisfacción de uno mismo con la paz que sobrepasa todo entendimiento. Y el texto que debe darse como respuesta es aquel que declara que nadie puede recibir el reino si no lo recibe como un niño pequeño. Lo que hemos de tener dentro es el espíritu del niño; pero el espíritu del niño no está obsesionado con lo que tiene dentro. Y de hecho, la primera señal de poseerlo es que uno se interesa por lo que está afuera. Lo más propio del niño en cuanto niño es su curiosidad y su apetito y su capacidad de maravillarse ante el mundo. Podríamos decir que la gran ventaja de tener el reino dentro es que lo buscamos afuera, en alguna otra parte”.

G. K. Chesterton, tomado de “El amor o la fuerza del sino”. Selección de textos de Álvaro de Silva.

Lo que está mal en el mundo.



“Empiezo con el cabello de una niña. Sé que eso al menos es algo bueno. Sea el mal lo que sea, el orgullo de una madre buena en la belleza de su hija es algo bueno. Es una de esas ternuras adamantinas que son la piedra de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en contra, esas cosas deben desaparecer. Si los arredandores y las leyes y las ciencias están en su contra, los arredandores y leyes y ciencias deben desaparecer. Con el pelo rojo de una rapazuela traviesa de las cloacas prenderé fuego a toda la civilización moderna. Cuando una niña quiere llevar el pelo largo, tiene que tenerlo limpio; como tiene que tenerlo limpio, no tendrá que tener una casa sucia; como no tiene que tener una casa sucia, tendrá que tener una madre libre y llena de tiempo; como tiene que tener una madre libre, no tendrá que tener un arrendatario que es un usurero; como no tendrá que existir un arrendatario que sea un usurero, tendrá que haber una redistribución de la propiedad; como tendrá que haber una redistribución de la propiedad, habrá una revolución. (...) Su madre puede mandarle que se haga un moño con su pelo, porque la suya es una autoridad natural; pero el Dueño del mundo no le mandará que se lo corte. Esa niña es la imagen humana y sagrada; alrededor de ella todo el edificio social se tambaleará y se romperá y se caerá; los pilares de la sociedad serán sacudidos con estrépito, y los tejados de las edades pasadas se vendrán abajo; y ni un sólo cabello de su cabeza será dañado”.

G. K. Chesterton, tomado de “El amor o la fuerza del sino”. Selección de textos de Álvaro de Silva.

jueves, 29 de marzo de 2012

Algunas conversiones de intelectuales.



En todas las épocas se han registrados grandes conversiones al catolicismo de hombres de ciencia. La estulta objeción de que la ignorancia en las cosas de ciencia hacía posible la fe, siempre fue refutada por estos grandes testimonios de todos los siglos. Dejamos que el autor, Bernardo Gentilini, nos relate algunas en este pequeño pero interesante libro titulado “La ciencia y la Fe” editado por “Difusión”.

Otras conversiones.

Eugenio de Genoude fué un escritor que tomó gran parte en las controversias religiosas del siglo pasado. Su obra, La razón del Cristianismo, ha llevado a la fe a mu­chas almas que flotaban entre el error y la verdad.
Su testimonio tiene mucha autoridad por haber sido él en sus primeros años una de las víctimas del filosofis­mo del siglo XVIII.
Imbuido su espíritu en los escritos de Voltaire, ha­bíase  desarrollado  en  una  atmósfera  antirreligiosa.
Un día empero, encontró en Rousseau unas palabras sobre Jesucristo las cuales le impresionaron vivamente.
Esa pluma parecía haberse despojado, mientras traza­ba esa página, de sus asperezas, enconos y mentiras, para destilar sólo verdad,  alabanzas y adoración a Jesucristo.
Entonces Eugenio se dijo a sí mismo:
—Si Rousseau habla de tal modo de Jesucristo, a pesar de las imposturas de Voltaire, la religión cristiana, sin duda, merece ser discutida.
Y se puso a estudiarla.
El escepticismo no le parecía ya posible, y tomó en­tonces la resolución de consagrar toda su vida entera, si hubiese sido necesario, a la grande cuestión de saber lo que era Jesucristo: si Hombre enviado por Dios, o Dios.
Cumplió su promesa, y he aquí el resultado de sus estudios y el triunfo de la gracia.
Comenzó por leer las obras espirituales de Fenelón. La primera carta del Obispo de Cambray al duque de Orleáns, que parecía escrita para él mismo, lo conmo­vió hondamente.
A medida que leía, se evaporaban de su mente ciertas objeciones que los filósofos impíos habían sembrado en sus escritos contra la religión así como se evaporan las nubes ante el sol que se levanta.
Y  el sol de la verdad se levantó en el alma de Euge­nio cada día más brillante.
Después de la lectura de Fenelón, le parecía imposi­ble no creer.
Leyó después el libro Entvetiens du chevalier de Ramsay et de Fenelón [1]; esta lectura acabó de correr el velo que encubría la verdad a sus ojos.
Ese caballero de Ramsay se había encontrado en la misma situación de Eugenio, y había entablado ante Fe­nelón estas mismas cuestiones cuya resolución él, Eugenio, andaba buscando.
En esas Conversaciones, Fenelón, con una lógica irre­sistible, ataca al adversario, le atrinchera entre las vallas del raciocinio, y le rinde. Platón jamás escribió algo tan sublime.
Y   el sabio hombre iba comprendiendo que la ver­dad es tan necesaria al espíritu como el sol a la vista.
Si al leer los libros del hombre, experimentó Euge­nio tan vivas emociones, no son para descritas las que pro­bó al leer el libro de Dios, la Sagrada Escritura.
Leyó el Génesis, Job, Salomón, los Salmos, el Can­for de los Cantares, Isaías, y quedó pasmado ante el mun­do de maravillas que encontraba en cada página.
La historia de José le enternecía, las desgracias de Job le hacían derramar lágrimas, los cánticos de David le elevaban al cielo, las lamentaciones de Isaías le partían el alma...
Sobre todo, hizo viva impresión en él la lectura de este profeta.
“Cada versículo, decía él, me parecía una revelación; y yo desafío a cualquier hombre de buena fe a que lea a Isaías, sin hacerse cristiano. Jesucristo está ahí predicho a cada página.
“Entonces yo sentía la verdad de esas palabras de Rousseau: —Yo os confieso que la majestad de las Es­crituras me encanta y la santidad del Evangelio habla a mi corazón.
“La Biblia me ponía en comunicación con Dios mis­mo. Yo conocía, por medio de ella, su palabra y su cora­zón.
“El espectáculo de la naturaleza me había dado, en el más alto grado, la idea de la omnipotencia de Dios, la religión me revelaba su sabiduría, la Biblia me manifesta­ba su amor.
“En la Biblia todo tiene por objeto la Redención, y por consiguiente, la salvación del hombre. No hay un acontecimiento, un hecho, una palabra que no se refiera a Jesucristo. Se diría que Dios en el tiempo ha trazado un círculo del cual Jesucristo es el centro, y todos los si­glos son rayos que en El van a parar”.
En ese tiempo hacía frecuentes visitas a San Sulpício, donde Mr. Teysseyre, su amigo, vivía entregado a Dios.
Ese  santo sacerdote había  ganado toda  el  alma  de Eugenio: eran dos almas en un solo corazón. Hablando  de las  dificultades  que  algunos  hombres encuentran para practicar las  enseñanzas de la fe,  aquél decía a Eugenio:
“Si las verdades matemáticas obligasen en la práctica, habría muy pocos que creerían en las verdades matemáticas”. Y le repetía sin cesar:
“Es necesario arrostrar con entereza al mundo: ha­ced altamente profesión de vuestras creencias, y se os res­petará”.
Dejemos la palabra al mismo De Genoude:
“Teysseyre me hablaba de la necesidad de confesar­me y comulgar. Yo sabía todo lo que los protestantes y los filósofos habían objetado a este respecto. Pero me era imposible, después que yo reconocía la autoridad de Je­sús, dejar de ver en sus palabras dichas a los apóstoles: Todo lo que atareis o desatareis en la tierra, atado y desa­tado será en los cielos, el establecimiento del poder de ab­solver los pecados: y en aquellas palabras: Este es mi cuer­po, el establecimiento de la Comunión.
“El argumento que más ha sorprendido, respecto de la confesión auricular y de la transubstanciación, es que los griegos, los nestorianos y otras sectas separadas de la Iglesia Romana, después de más de doscientos años, pien­san sobre este particular como los latinos.
“Yo hice todo lo que Mr. Teysseyre quiso, y me encontré feliz.
“Dióme esta gran lección.
—“Haced todas vuestras acciones como si debieseis morir después de haberlas hecho.
“La comunión me hizo conocer el amor divino; yo no pensaba más que a servir a Dios, y a ser útil a los hombres.
“Todos los bienes del mundo me parecieron vani­dad, quise consagrarme al servicio de los enfermos en los hospitales, deseé entrar en el Seminario e irme a las mi­siones. No podía comprender que yo hubiese podido amar a otra cosa fuera que a Dios.
“Mi vida se puede dividir en dos etapas:
“El trabajo de la luz para echar las tinieblas de mi espíritu.
“El trabajo del amor divino para echar de mi cora­zón los amores terrenales” [2].

Bautaín, profundo filósofo e ilustre literato, cuenta con estas palabras su conversión:
“Yo también me creí filósofo, porque he sido aman­te de la sabiduría humana y admirador de vanas doctri­nas... he golpeado a las puertas de todas las escuelas hu­manas, me he entregado a todo viento de doctrinas, y no he encontrado sino tinieblas e incertidumbres, vanidades y contradicciones.
“He raciocinado con Aristóteles, he querido rehacer mi entendimiento con Bacón, he dudado metódicamente con Descartes, he procurado determinar con Kant lo que me era imposible y lo que me era permitido conocer; y el resultado de mis raciocinios, ha sido que yo no sabía nada y que tal vez no podía saber nada.
“Me refugié con Zenón en mi fuero interior, buscan­do la felicidad en la independencia de mi voluntad, y me hice estoico. En balde.
“Me volví hacia Platón... y en medio de los sueños de virtud, yo sentía siempre en mi seno la hidra viviente del egoísmo que se reía de mis teorías y esfuerzos.
“Estaba al punto de perecer, consumido por la sed de la verdad y el hambre del bien. Un libro me ha sal­vado, un libro que por largo tiempo había despreciado y que no creía bueno sino para los crédulos e ignorantes. He leído el Evangelio de Jesucristo, y he sido sobrecogido de admiración. Las escamas han caído de mis ojos. Ahí he vis­to al hombre tal cual es y cuál debe ser; he comprendido su pasado, su presente y su porvenir, y me he sentido inun­dado de júbilo al encontrar lo que la religión me había enseñado desde la infancia y al sentir renacer en mi cora­zón la fe, la esperanza y la caridad”.
Mr. Bautain, iluminado con la luz de la verdad, es un apóstol. Maestro de gran reputación, atrae tras su ejem­plo, al buen camino a sus discípulos, entre los cuales se notaba Adolfo Carl, hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias de Estrasburgo.
Hasta en el seno del judaísmo y en medio de la sina­goga, su mágica palabra debía suscitar cristianos y sacerdo­tes. La conversión de Teodoro Ratisbonne, Isidoro Goschler, Julio Lewel, los tres abogados israelitas, se debe a M. Bautain.
Su doctrina expuesta en sus cartas ha hecho sacerdote a Néstor Lewel y cristianos a cuatro miembros de la fami­lia de éste; y de muchos jóvenes, ha hecho otros tantos apóstoles.
Ordenado sacerdote en 1820, ocupó diversas cátedras, que honró con la santidad de su vida y la ilustración de su mente.
En 1848 dio en la iglesia de Notre Dame una serie de conferencias sobre la armonía entre la religión y la li­bertad con éxito sorprendente y frutos copiosos.
Fue escritor fecundo. Recomendamos en modo espe­cial sus obras de controversia: “La religión y la libertad consideradas en sus relaciones. Respuesta de un cristiano a las palabras de un creyente (libro de M. de Lamennais). —La moral del Evangelio comparada con la moral de los filósofos.
Y su obra moral: “Filosofía del Cristianismo”.

José Droz, miembro de la Academia francesa, después de haber empezado su carrera en la incredulidad del si­glo XVIII, la acaba en la fe de Jesucristo.
El sabio escritor nos ha dejado la historia de las luchas de su alma, los motivos y las fases sucesivas de su conver­sión, en dos escritos célebres: Pensées sur le Christianisme [3], y Aveux d'un philosophe chtétien [4].
Traduciremos algunos párrafos de este libro último:
Lector, yo he desconocido largo tiempo la verdad, la fuerza y los encantos de la religión de! Salvador...
“A la edad de la reflexión, me acostumbré a observar y reflexionar...
“Leí el Evangelio... Su moral conmovía mi corazón y cautivaba mi razón... Ese lenguaje inimitable, esas pa­rábolas que salen en abundancia de los labios del Salvador, nos trasmiten las lecciones de la más dulce e imponente sa­biduría. Los judíos decían en su admiración: Jamás hombre alguno hablaba como Este.
“El Cristo reúne cualidades que se excluyen en los hombres. Se le ve humilde de corazón y sin que pueda ima­ginar que su humildad se altere, dice: Los cielos y la tierra pasarán: pero mis palabras no pasarán jamás.
“Yo conocía a un sacerdote venerable, y en mi deseo de salir de la duda, me decidí a consultarme con él...
“Le abrí mi alma y terminé diciendo: —Yo debo a las pruebas del sentimiento, el deseo que la religión sea verda­dera. Acabad de traer a mi espíritu la entera convicción que anhela mi corazón. Mas, sí en lugar de buscar convencer mi razón, vos me mandáis creer sacrificando este noble presente del cielo que es la razón, sería imposible entendernos.
“El buen sacerdote me contestó: Si en las palabras que yo os dirigiré, encontrarais algunas que os parecieran herir los derechos de la razón, interrumpid mi discurso, pues yo no habría sabido hacerme comprender...
“Ese buen sacerdote pensaba que una sola prueba de la religión, incontestable, bastaba para abrir los ojos a un hombre de buena fe.
Me convidó a prestar toda mi atención al milagro de la Resurrección de Cristo, milagro sobre el cual San Pa­blo hace estribar la verdad de nuestra religión.
Mi excelente guía me expuso hechos, raciocinios, y me indicó lecturas útiles.
—Id —me dijo al fin— tomad tiempo para exami­nar y reflexionar, y pedid a Dios con confianza que se digne haceros conocer la verdad.
Fui a ver de nuevo al digno sacerdote y le dije que mis dudas se habían del todo disipado.
“—Demos gracias a Dios —me contestó—: vos le habéis pedido con confianza que os iluminase, y su bondad os ha escuchado”.

P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión, Buenos Aires, 1944. Capítulo 9 Págs. 39-46.


[1] Conversaciones  entre  el  caballero  de  Ramsay y  Fenelón.
[2] Huguet, Célebres conversions contemporaines.
[3] Pensamientos sobre el Cristianistno.
[4] Confesión de un filósofo cristiano.