El Muro de los lamentos. Jerusalem.
Por el pintor Gustav Bauernfeind. 1904.
El problema judío a la luz de la Sagrada Escritura
Por Juan Straubinger
I
En general la
Historia mide al pueblo judío con la misma medida que a las otras pequeñas
naciones y razas, y como para dejar constancia de su insignificancia le dedica
en sus copiosos volúmenes apenas unas pocas páginas. Nada más comprensible que
esto, pues comparado con los demás pueblos de la Antigüedad el de Israel se
mostró tan inactivo y falto de poderío, que muchos escritores no tuvieron
conocimiento de su existencia, o por lo menos no lo mencionan en sus libros.
Los modernos sí lo conocen, pero debido a su modo de juzgar a todos los pueblos
con el mismo criterio, les escapa la posición singular de aquel pueblo, cuya
fuerza vital está por encima de todo criterio humano y cuyo destino es como “el
reloj de Dios a través de la historia”'.
Es muy fácil
considerar el problema judío exclusivamente desde el punto de vista económico,
nacional o político, y señalar los peligros que la actividad comercial y
financiera de los judíos implica para los pueblos cristianos; más fácil aún es
instigar los sentimientos nacionales contra un pueblo que goza de las ventajas
del internacionalismo y vive entre todas las naciones sin asimilarse a ninguna;
pero con tal método no se resuelve la cuestión judía, ni siquiera se da
comienzo a su solución.
La solución
está en otro plano. Los judíos del Antiguo Testamento fueron el “pueblo elegido”,
la “porción escogida”, la “nación santa” (Ex. 19, 5-6), “el hijo primogénito”
(Ex. 4, 22), portadores y transmisores de la Revelación (Rom. 3, 2), no a causa
de sus méritos, sino en virtud del libre beneplácito de Dios que elige a quien
quiere (Rom. 9, 11 y 18); pero una vez escogidos no están ya sometidos a las
leyes ordinarias de la historia, sino que andan por los caminos extraordinarios
de la divina Providencia, que los ha mantenido hasta hoy en evidente contraste
con lo que pasa con otros pueblos.
II
Todos sabemos
que el pueblo elegido se convirtió en el reprobado, primero a
consecuencia de sus continuas apostasías, y después por su formulismo religioso
que le ofuscó los ojos de tal manera que no reconoció al Mesías, a quien
esperaba.
El hecho de
la apostasía es tan manifiesto, que todos los profetas desde
el primero hasta el último, la denuncian y el mismo Jesucristo la llora (Mat.
13, 37-39). También San Pablo, citando a Isaías (6, 9-10), atestigua la incredulidad
judía en Hech. 28, 28: “Os sea notorio que esta salud de Dios ha sido
transmitida a los gentiles, los cuales prestarán oídos”. En vista de tan tremendos
juicios, es una provocación si el judío Max Kahn nos dice: “La judeidad es el
pueblo que en los albores de la evolución ética de los hombres descubrió los
valores imperecederos de la vida y que fue desangrándose por ellos durante más
de dos mil años” (Rev. de la Universidad Nacional de Colombia, abril 1948,
página 9). Los judíos no “descubrieron” esos valores sino que Dios se los
enseñó, y no fueron desangrándose por su fidelidad; al contrario, porque no
cumplieron la ley vinieron sobre ellos todas las calamidades hasta el destierro
y la destrucción (cfr. Lev. cap. 26; Deut. cap. 28 y la profecía de Cristo
sobre la ruina de Jerusalén en Mat. cap. 24, etc.). Kahn olvida que los judíos
tenían que ser la luz, es decir, misioneros de los paganos, deber sagrado que
cumplieron muy insatisfactoriamente. Tampoco corresponde a la verdad la
observación del mismo autor sobre los judíos como joyeros religiosos de la
humanidad. “A los judíos, afirma Kahn, les gusta ser orfebres y joyeros, porque
les gusta ser eso mismo en la vida religioso-espiritual”. ¡Ojalá hubieran sido
joyeros religiosos en la antigua Grecia y Roma! En los apóstoles no encontramos
nada de esa afición a la orfebrería, y sin embargo influyeron inmensamente más
en la vida religioso-espiritual del mundo, en tanto que, como dice San Pablo,
por causa de los judíos fue blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles
(Rom. 2, 24). Cf. Ez. 36, 20.
III
La apostasía
de Israel tuvo por consecuencia la transmisión de la salud a los gentiles,
proclamada definitivamente por San Pablo (Hech. 28, 28) y muchos siglos antes
anunciada por los profetas. Citamos por testigos solamente a los más grandes,
Moisés e Isaías. En Deut. 32, 21-22 leemos: “Yo (Dios) esconderé mi rostro y
ahora veré el fin cierto de ellos (es decir, de los judíos), pues son hijos
desleales, una generación perversa. Me provocaron con no-dioses, me irritaron
con vanos simulacros. Por eso Yo también los provocaré con un no-pueblo y los
irritaré con gente insensata”. Bover-Cantera añade aquí la siguiente nota: “Por
medio de estos bárbaros, que no merecen el nombre de pueblo, Dios dará a Israel
pena adecuada a su culpa de adorar a quien no merecía el nombre de Dios”.
La interpretación auténtica nos la da San Pablo en Rom. 10, 19-11, 12. El “no-pueblo”,
la “gente insensata”, somos nosotros, los cristianos, hijos de pueblos
gentiles, que para Israel no eran más que una masa insensata.
En Isaías dice
el Todopoderoso: “Déjeme buscar por los que antes no me preguntaban; déjeme
hallar por aquellos que no me buscaban. Dije: Heme aquí, heme aquí, a una
nación que no invocaba mi nombre. Mantuve mis manos siempre extendidas hacia un
Pueblo rebelde, hacia aquellos que no caminaban por el buen camino” (Is.
65, 1-2). San Pablo explica este pasaje en el sentido de que la
salud ha sido transmitida a los gentiles que antes no conocían a Dios (Rom. 10,
20-21), de modo que “por la caída de los judíos vino la salud a los gentiles”
(Rom. 11, 11).
Pero no nos
engriamos por ser sustitutos del pueblo escogido, pues también a nosotros nos
eligió El “conforme a la benevolencia de su voluntad, para celebrar la gloria
de su gracia” (Ef. 1, 5-6), no en atención a nuestros méritos. “Si algunas de
las ramas (del pueblo judío), dice San Pablo, fueron desgajadas, y tú (¡oh gentil!),
siendo acebuche, has sido injertado en ellas y hecho partícipe con ellas de la
raíz y de la grosura del olivo, no te engrías contra las ramas; que si tú te
engríes, (sábete que) no eres tú quien sostienes la raíz, sino la raíz a ti”
(Rom. 11, 17-18). Si no seguimos esta regla de humildad, nos acarreamos el
mismo castigo que los judíos.
San Pablo Apóstol
IV
Lo
extraordinario en el pueblo hebreo no es su reprobación sino la solemne promesa
de la futura anulación de la misma. Es esta una de las más
estupendas verdades, que San Pablo nos revela con toda su
autoridad apostólica en II Cor. 3, 16, donde habla de la vuelta de los judíos
al Señor, y especialmente en el cap. 11 de la Carta a los Romanos, donde dice
que los judíos serán injertados de nuevo en el propio olivo (Rom. 11, 24) y
agrega: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio —para que no seáis
sabios a vuestros ojos—, el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel
hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado en la Iglesia y de esta
manera todo Israel será salvo” (Rom. 11, 25 ss.).
El Apóstol de
los gentiles anuncia en este capítulo un “misterio” (v. 25), la conversión
de Israel, y para aumentar nuestro asombro, nos hace vislumbrar que tal
acontecimiento será de gran provecho para el mundo, pues “si el repudio de
ellos es reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino la vida de
entre muertos?” (v. 15); y “si la caída de ellos ha venido a ser la riqueza del
mundo, y su disminución la riqueza de los gentiles, cuántos más su plenitud”,
(V. 12). Palpamos aquí el misterio de la infinita misericordia de Dios que un
día perdonará a su pueblo, “porque los dones y la vocación de Dios son
irrevocables” (v. 29) y los judíos, respecto a su elección, siguen siendo “muy
amados a causa de los padres”, los patriarcas.
De
desobedientes e incrédulos se harán fieles y obedientes a la fe. Entonces será
quitado de sus ojos el velo que produjo su ceguera (II Cor. 3, 13 ss.), y el
endurecimiento de su corazón, será ablandado por los golpes de la divina
misericordia. Sobre este punto no hay divergencias entre los exégetas, tampoco
sobre la fecha en que la cristiandad tendrá el gozo de presenciar tan fausto
acontecimiento. Se cumplirá cuando “la plenitud de los gentiles haya entrado”
(Rom. 11, 25), es decir, terminado el tiempo destinado a la conversión de los
gentiles (cfr. Lc. 21, 24).
V
Mucho más
difícil es la explicación de los vaticinios referentes a Israel como
pueblo. El primero de los profetas que en nombre de Dios se pronunció sobre
el futuro destino de Israel, fue Moisés. En los capítulos 26 del Levítico y el
28 del Deuteronomio promete el gran profeta al pueblo fiel las más maravillosas
bendiciones: “Yahvé te abrirá su rico tesoro, el cielo, concediendo a
su tiempo la lluvia necesaria a tu tierra y
bendiciendo toda obra de tus
manos; de suerte que prestarás a muchas naciones, y tú mismo no tomarás
prestado. Yahvé te constituirá cabeza y no cola, y estarás siempre encima y
nunca debajo, si obedeces al mandato de Yahvé, tu Dios, que hoy te intimo para
que cuides de practicarlo, y no te apartarás ni a la derecha ni a la izquierda
de ninguno de los mandatos que hoy te ordeno” (Deut. 28, 12-14). Cf. Deut.
30, 3.
No faltan
quienes buscan en estas palabras una predicción del dominio mundial de la raza
hebrea y las ven cumplidas en la posición actual de los judíos como banqueros
del mundo, lo que les da enorme influencia y prácticamente la superioridad
sobre otras naciones, pues con el dinero se puede estar “siempre encima y nunca
debajo” y hasta ganar las guerras. Sin embargo no hay fundamento exegético para
tal interpretación Su realización depende, según Moisés, del fiel cumplimiento
de la Ley antigua, de la cual, como todos sabemos, los judíos de hoy cumplen
solamente una parte, si es que la cumplen, pues les falta el centro del culto
mosaico, el Templo y las sacrificios.
Moisés no
olvida la otra eventualidad, a saber, la apostasía de Israel, y le predice como
castigo la dispersión entre otros pueblos: “Yahvé te desparramará por todas
las naciones, de un extremo al otro de la tierra, y allí servirás a dioses
extraños que no conoces tú; ni tus padres, a leño y a piedra. En aquellas
naciones no lograrás descanso ni tendrá punto de reposo la planta de tu pie.
Yahvé te dará allí un corazón trémulo, desfallecimiento añorante de ojos y
congoja de espíritu. Tu vida te parecerá a lo lejos como pendiente de un hilo,
y noche y día temerás, sin estar seguro de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién
me diera fuese la tarde!, y a la tarde exclamarás: ¡Quién me diera fuese la
mañana!” (Deut., 28, 64 ss.).
El profeta
Isaías se refiere más de una vez al porvenir de Israel, por ejemplo en 10, 21
ss., donde dice: “Un resto volverá, un resto de Jacob, al Dios fuerte,
pues aunque fuera tu pueblo Israel como la arena del mar, (sólo) un resto
volverá”. La interpretación de esta profecía está asegurada por San Pablo,
que la cita en Rom. 9, 27, en conexión con la conversión de Israel. En Is. 59,
20-21 habla el profeta de un futuro Redentor y sigue: “He aquí mi
alianza con ellos, dice Yahvé: Mi espíritu que está sobre ti, y las palabras
que Yo he puesto en tu boca, no se apartarán de ella…” Felizmente poseemos
la interpretación auténtica de este lugar en Rom. 11, 26, donde el Apóstol de
los gentiles lo relaciona con la futura salvación de Israel. Encontramos aquí
la idea de un nuevo pacto,
distinto de los pactos anteriores hechos con Abrahán y Moisés. Será un pacto
espiritual, idéntico con la Nueva Alianza, a la cual los judíos convertidos se
asociarán y con ello recobrarán sus prerrogativas antiguas[i] (Rom. 11, 29).
También por boca de Jeremías (cap. 31) y Ezequiel (cap. 37) promete Dios hacer
una nueva alianza con su pueblo. Dice el profeta Jeremías: “He aquí que
vienen días, afirma Yahvé, en que pactaré con la casa de Israel y la casa de
Judá una alianza nueva... Este será el pacto que Yo concertaré con la casa de
Israel después de aquellos días, dice Yahvé: Pondré mi ley en su interior y la
escribiré en su corazón y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no
necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano,
diciendo: “Conoced a Yahvé”; pues todos ellos me conocerán, desde el más
pequeño hasta el mayor, dice Yahvé; porque perdonaré su culpa y no recordaré
más sus pecados” (Jer. 31, 31 34).
Nótese ante
todo que este vaticinio se dirige a ambos reinos judíos, el de Israel y el de
Judá, no obstante la ruina total de aquél y la situación desesperada de éste, y
que su fin es consolar a todas las tribus de Israel, no solamente a las dos que
formaban el reino de Judá. Los que entienden por Israel a la Iglesia, han de
reconocer que no se ha cumplido aún, o sólo muy imperfectamente, pues se
necesitan todavía instrucción, catequesis y predicación y estamos muy lejos de
aquel estado feliz en que no habrá más necesidad de enseñanza religiosa.
Tomarlo en
sentido hiperbólico es igualmente peligroso, pues es Dios quien habla en el
pasaje citado, y El no exagera como lo hacen los hombres. Además aplicar
exclusivamente a la Iglesia todos los vaticinios que hablan de un glorioso
porvenir de Israel significaría acusar a la Iglesia de las iniquidades a que
ellos aluden, como por ejemplo en el vaticinio citado, que no solamente habla
de la nueva alianza con Israel sino también de su “culpa” y de sus “pecados”
(Jer. 31, 34).
Más peligroso
aún es el método de reservar para los judíos todas las profecías desagradables,
y para nosotros todas las agradables, aunque el profeta las dirige expresamente
a las tribus de Jacob, a Israel, Jerusalén, Sión, etc. En el último número de “Estudios
Bíblicos” enero-marzo de 1949, pág. 99, el P. Ramos García C.M.F., criticó este
sistema con las siguientes palabras: “Si en lugar de conceder a cada uno lo que
es suyo como piden de consuno la justicia y la Hermenéutica, se emplea el
arcaduz de la espiritual alegoría para escanciar de buenas a primeras el
contenido de los magníficos vaticinios en la Iglesia de la primera etapa,
mientras Israel no está con ella, es obvio que al Israel converso no le han de
quedar más que las esculladuras de las divinas promesas, no obstante mirar a él
primera y principalmente. Y de pasar la cosa así como esa interpretación pretende,
habría razón para aplicar a las grandiosas promesas, tan repetidas, ponderadas
y precisas, hechas por Dios a ese pueblo, el dicho del profeta
Venusino: “Parturient montes, nascetur ridiculus mu”,
lo que haría de la mayor parte de ellas algo así como una broma pesada.”
Los Profetas Isaías y Jeremías.
Por Duccio.
VI
Como se ve,
las profecías del Antiguo Testamento respecto del porvenir de Israel son muy
complicadas. Parecen referirse no solamente a su conversión, sino también a su
restauración como nación. Claro está que, como dice San Pablo, las promesas de
Dios en favor de su pueblo son irrevocables (Rom. 11, 29), es decir, se
cumplirán indefectiblemente. Pero, ¿tenían ellas realmente carácter
incondicional o sólo condicional? Si eran incondicionales, no faltará su
cumplimiento; si en cambio eran condicionales, su cumplimiento debe estar vinculado
a la conversión de Israel. Realizándose ésta, han de realizarse también las
promesas. Ahora bien, San Pablo nos dice que la futura conversión de los judíos
es cosa segura; no hay, pues, ningún obstáculo que se oponga al cumplimiento de
las demás promesas y vaticinios acerca de Israel. [i]
Más luz
arrojan sobre nuestro problema las profecías que citamos a continuación.
Leernos en Jeremías (30, 3): “He aquí que vienen días, dice Yahvé, en
que haré volver a los desterrados de mi pueblo de Israel y Judá, y lo haré
tornar a la tierra que di a sus padres, y la poseerán”. El lector piensa
tal vez en la vuelta de los judíos del cautiverio, más el hecho es que del
cautiverio volvieron solamente las dos tribus de Judá y Benjamín, mientras que
el profeta se refiere también a las diez tribus de Israel, que nunca volvieron.
Debe, pues, tratarse de un acontecimiento futuro relacionado con la salvación
de los judíos. Así lo expresan entre los modernos el P. Páramo S.J. y el P.
Réboli S.J. en sus ediciones de la Biblia de Torres Amat. Cf. Jer. 23, 3 y 8;
Is. 11,11ss.
Ezequiel
completa la profecía de Jeremías, anunciando a su pueblo no sólo la vuelta,
sino también la posesión perpetua de Palestina. Dice Dios por boca del profeta:
“He aquí que Yo tomaré a los hijos de Israel de entre las naciones adonde
emigraron, y los congregaré de todo alrededor, y los introduciré en su
territorio… Los salvaré de todos los lugares donde pecaron, y los purificaré, y
serán mi pueblo, y Yo seré su Dios... Y habitarán sobre la tierra que Yo di a
mi siervo Jacob, donde moraron sus padres; y habitarán sobre ella ellos, sus
hijos y los hijos de sus hijos por siempre” (Ez. 37, 21-25).
Lo mismo
promete Dios por Amós: “Los plantaré en su tierra, y ya no serán arrancados de
su territorio, dice Yahvé, tu Dios” (Am. 9, 15) y por Miqueas: “En aquel tiempo,
dice Yahvé, reuniré a la (nación) que cojea y congregaré a la extraviada, a la
que Yo había dañado. Y convertiré los restos de la que cojea y formaré de la alejada
un pueblo fuerte, y reinará Yahvé sobre ellos en el monte Sión desde ahora y
para siempre” (Miq. 4,
&7).
Zacarías añade
a este cuadro consolador algunos rasgos nuevos: “Vendrán a Jerusalén muchos
pueblos y naciones poderosas para buscar al Señor de los Ejércitos y orar en su
presencia… y sucederá que diez hombres de cada lengua y de cada nación tomarán
a un judío, asiéndole de la falda (del manto) diciéndole: Iremos contigo,
porque hemos conocido que con vosotros está Dios” (Zac. 8, 22-23).
¿Cómo explicar
tan estupendas profecías? ¿Hay que decir simplemente que todo se cumplió en los
primeros cristianos que en parte eran judíos y maestros de los gentiles?
Santiago no lo explica así, sino que ve en ellas un acontecimiento futuro,
cuando cita a Amós en el Concilio de los Apóstoles: “Después de esto
volveré y reedificaré el tabernáculo de David que está caído; reedificaré sus
ruinas y lo levantaré de nuevo, para que busque al Señor el resto de los
hombres y todas las naciones, sobre las cuales ha sido invocado mi nombre, dice
el Señor que hace estas cosas” (Hech. 15, 16-17). El exégeta francés Boudou
observa sobre este pasaje: “Según la profecía de Amós, Dios realzará el
tabernáculo de David; reconstruirá el reino davídico en su integridad y le
devolverá su antiguo esplendor. Entonces Judá e Israel conquistarán y poseerán
el resto de Edom, tipo de los enemigos de Dios, y todo el resto de las naciones
extranjeras, sobre quienes el nombre de Dios ha sido pronunciado”.
Plena
seguridad exegética nos proporciona el discurso escatológico del Evangelio de
San Lucas, donde Jesucristo revela que los judíos “serán deportados a todas las
naciones y Jerusalén será pisoteada hasta que el tiempo de los gentiles
sea cumplido” (Lc.
21, 24). Este último término es a la vez el tiempo de la conversión de Israel,
según nos dice San Pablo en Rom. 11, 25, de modo que la conversión de los
judíos está conectada con el fin de su dispersión, o sea, con su restauración
como pueblo.
Con esto
quedan definitivamente descartadas las soluciones de aquellos que creen que los
vaticinios referentes al porvenir de Israel se han cumplido ya, sea en la
mezquina restauración después del cautiverio de Babilonia, sea en forma
alegórica en la Iglesia (véase párrafo V).
¿Será
restaurada también Jerusalén y el Templo? Es esta
una pregunta ociosa. Los profetas predicen tanto la restauración de Israel como
la de Jerusalén. Oigamos solamente al profeta Isaías: “La luna se
pondrá roja y se oscurecerá el sol cuando Yahvé, Dios de los ejércitos reinare
en el monte Sión y en Jerusalén y fuere glorificado en presencia de sus
ancianos” (Is. 24, 23). “Será Jerusalén mi alegría, y su pueblo mi gozo, y en
adelante no se oirán más en ella llantos ni clamores… y los días de mi pueblo
serán como los días del árbol y mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus
manos largo tiempo” (Is. 65, 19-22). “Congratulaos con Jerusalén y regocijaos
con ella todos los que la amáis; rebosad con ella de gozo cuantos por ella
estáis llorando, a fin
de que chupéis la leche de sus
consolaciones y quedéis saciados, y saquéis delicias de la plenitud de su
gloria” (Is. 66. 10-11). Cambiando el estilo nos dicen lo mismo los demás
profetas. Ezequiel nos trazó el plano de un nuevo Templo que no se ha realizado
hasta ahora (Ez. cap. 40-46). En caso de realizarse se convertirá en centro
principal de la Cristiandad, previa la conversión del pueblo judío a Cristo.
Recién después de la restauración de Israel en el país de sus padres y su
incorporación al Cuerpo Místico de Cristo [ii] tendrán su pleno cumplimiento
las magníficas profecías sobre la gloria de Jerusalén. Léase al respecto el
misterioso Salmo 86, donde se dicen de ella cosas tan gloriosas que
necesariamente ha de considerarse como “la metrópoli espiritual de todos los
pueblos” (Prado, Nuevo Salterio, p. 502). Cf. Is. 2, 20; 54, 1-3; 60, 3-9; Ez.
37, 28; Am. 9, 11 s.; Miq. 4, 1 ss; S. 47, 2 s; 67, 29 ss; 86, 4 ss; 101, 5 ss;
Tob. 13, 11. En todos estos y muchos otros pasajes contemplamos a
Sión bañada en la luz lejana de las esperanzas mesiánicas e inundada de gentes
de todas las naciones y razas, rebosantes de júbilo y trayendo regalos. “La
misma gloria divina, dice Calés, está interesada en la restauración de Israel.
Naciones y reyes temerán y honrarán a Yahvé cuando comprueben que Él ha
reedificado a Sión y ha desplegado su magnificencia; que ha escuchado la
plegaria de aquellos a quienes los enemigos habían despojado y que parecían
perdidos sin esperanza”.
Los que toman
en sentido escatológico la última de las setenta semanas de Daniel (cap. 9),
tienen en la Jerusalén cristiana y su templo también un escenario para las
fechorías del Anticristo y la victoria final de Cristo (II Tes. 2, 4 y 8; Is.
11, 4).[iii].
Judíos en el Muro de los Lamentos.
Por Gustav Bauernfeind.
VII
Se oye
frecuentemente la pregunta: ¿Qué dicen los profetas acerca de la vuelta de los
judíos a Palestina? Nada impide ver en este hecho el cumplimiento de los
vaticinios citados, aunque su pleno cumplimiento está en conexión con la
conversión de Israel. Cf. las notas que pusimos en la nueva versión del
Salterio (Edit. Desclée), especialmente las notas a S. 105, 47; 106, 3; 124, 3;
125, 1 y 2; 147, 1.
Es verdad que
según el derecho internacional ningún pueblo puede reclamar la posesión del
país donde sus antepasados habitaron hace dos o tres mil años. ¿Qué sería del
mapa de Europa si quisiéramos restablecer el orden demográfico de los tiempos
de Jesucristo? ¿Y qué dirían, p. ej., los norteamericanos si los pieles rojas
les reclamasen los territorios que hoy ocupan los blancos y negros? Los judíos
son el único pueblo que no está sometido a la regla general, porque Palestina
les corresponde por ley divina, mejor dicho, por misericordia divina, lo cual
testifica el mismo Dios en Deut. 9, 4-6.
Es interesante
que el Sionismo, que no se inspira en ideas religiosas, sino nacionalistas y
racistas, parece ser el instrumento mediante el cual Dios empieza a dar cuerpo
a los planes que tiene reservados para Israel. Y no menos interesante es el
hecho de que los pueblos cristianos por medio de las dos guerras mundiales han
contribuido a llevar a cabo los proyectos del Sionismo. En reconocimiento de
los servicios que los judíos prestaron a Inglaterra en la primera guerra
mundial, lord Balfour dirigió a Rothschild el siguiente mensaje: “El gobierno
de S. Majestad ve con agrado el establecimiento en Palestina de un hogar
nacional para el pueblo judío y empleará sus mejores esfuerzos para el logro de
este objeto…” Y después de la segunda guerra mundial les pagó Norteamérica su
deuda, ayudándolos con su enorme influencia en la ocupación de la mayor parte
de Palestina, incluso el Négueb (Edom) de modo que el nuevo Reino de los judíos
se extiende de mar a mar, del Mar Mediterráneo hasta el golfo de Akaba, como en
los tiempos de Salomón. Triunfaron sobre siete reinos árabes y su próximo
objetivo es ocupar también el resto del país, incluso su capital, Jerusalén.
Antes de la
primera guerra mundial había en Palestina 35.000 judíos, hoy su número es
veinte veces mayor y en breve pasará de un millón. En todo esto vemos el dedo
de Dios. Pero no es todavía el fin. Los judíos que bajo la bandera del Sionismo
inmigraron al país de Abrahán, Isaac y Jacob, no piensan en adherirse a la
Iglesia. Su conversión a Cristo es un misterio y es muy posible que no se
realice así como soñamos nosotros. Será una de las grandes obras que sólo Dios
puede hacer, y si lo hace con la pedagogía que hasta ahora ha aplicado, los
judíos, y especialmente su nuevo reino palestinense, han de pasar por una
catástrofe decisiva que les abrirá los ojos.
Entonces se
verificará lo que dice San Pablo: “Si la caída de ellos ha sido la
riqueza del mundo, y su disminución la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su
plenitud?” (Rom. 11, 12). El Apóstol quiere decir que los judíos, una
vez partícipes del Reino de Jesucristo, serán la riqueza espiritual del mundo,
quizás sus nuevos misioneros, en aquellos tiempos de apostasía que San Pablo
predice en II Tes. 2, 3 y el mismo Cristo en Lc 18, 8. No nos atrevemos a
ahondar en este tema, que contemplado en toda su profundidad es tan difícil
corno la explicación del Apocalipsis. Con todo queremos hacer notar, con
Bover-Cantera (Sagrada Biblia, pág. 996), que es “tradición fundada”, que “la
restauración de Israel tendrá por coronamiento la conversión de los pueblos
gentiles a la Verdadera religión”.
Temas muy poco
tratados son también: la santidad prometida a Israel, la restauración
del trono de David, la Reunión de Israel y Judá. A estos hechos se
refiere tal vez la misteriosa pregunta de los Apóstoles el día de la Ascensión:
“Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el Reino para Israel?” (Hech, 1,
6). Para muchos esta pregunta es tan incomprensible, que la toman como prueba
de la poca inteligencia de los Apóstoles y de su falta de espíritu.
Sin embargo,
dice la Escritura que Jesús fue visto por ellos después de la Resurrección por
espacio de cuarenta días y habló con ellos del Reino de Dios (Hech. 1, 3).
¿Eran los Apóstoles realmente faltos de espíritu? ¿No lo son más bien sus
críticos, que quieren negar a los judíos la futura gloria después de su
sumisión a Cristo? [iv] Cf. Jer. 31, 33-34; Zac. 8, 22-23; 12, 10; 14, 8-11;
Hech. 3, 21; Apoc. 10, 7.
El presente
trabajo no pretende resolver el problema judío; su único fin es mostrar que,
según las Escrituras, los judíos son un pueblo extraordinario, al que Dios
mantiene para cumplir sus promesas. Si hoy reclaman el país de sus antepasados
y lo ocupan poco a poco, obedecen, sin darse cuenta, a la voz de Dios, que los
congrega de nuevo en aquel pequeño territorio, para obrar en ellos el misterio
predicho por San Pablo y los profetas del Antiguo Testamento. Nada sabemos
sobre el modo de su realización, pero estamos seguros de que será la obra más
estupenda entre la primera y la segunda venida de Cristo, y probablemente el
acto preliminar de esta última.
Revista Bíblica, 1949,
pág. 99 ss.
Publicado en InfoCaótica, 14-Feb-2014. Imágenes tomadas de la versión publicada en Cova in Deserto, 16-Feb-2014.