Uno de los
tomos de la preciosa colección de «Enseñanzas Pontificias», publicado por los
Monjes de Solesmes en 1958, tiene un nombre sorprendente: El Problema Femenino. Aunque no nos tendría que sorprender tanto,
pues en el último siglo los Papas fueron prestando cada vez mayor atención a la
crisis de la sociedad moderna, y la mujer es el quicio en que gira toda la
sociedad. La sociedad está en crisis, y lo está la mujer, y la declaración
pública y oficial de que la mujer está en problemas, está en que se estableció
su Día. Si hubo Día del Trabajador,
fue porque los trabajadores estaban en problemas, como pasa con el Día del Medio Ambiente y el día del Animal. Y lo mismo para el Día de la Mujer, 8 de marzo.
Y las cosas han empeorado tanto que el
pasado 8 de marzo se sufrió el general desconcierto de una «huelga mundial de
mujeres». ¿Qué puede pasar en una sociedad en que las mujeres entran en huelga,
cómo se arregla? Todas sienten que algo no va, que la situación las enferma,
pero a la hora de diagnosticar la enfermedad, el desconcierto es abismal. Se
reclaman los derechos de la mujer, pero por poco que se investigue se hace
evidente que ya nadie sabe bien qué es la mujer, ni cuál es su lugar. Para
calmar los ánimos, a un presidente se le ocurrió elogiar las virtudes
domésticas de la ama de casa, y se le volvieron furiosas por su discurso machista. Se renuncia al
hogar, al matrimonio, a la maternidad. Es un hecho patente que la Iglesia
restituyó a la mujer en su verdadera dignidad, pero ahora prenden fuego delante
de la Catedral. Se llega al extremo de blasfemar contra el purísimo ideal de
toda mujer, la Santísima Virgen María. O restauramos el ideal de la mujer
cristiana, o todo se acaba.
1º La verdadera belleza femenina.
Es verdad que,
como se ve en el Génesis, la mujer fue creada por Dios para el hombre, pero no
para ser su sierva o esclava, sino como su auxiliar: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante
a él» (Gen. 2 18). En términos
más precisos, no es sierva del bien personal del hombre, sino auxiliar para el
bien común de la familia y de la sociedad: para que el hombre no esté solo,
porque por naturaleza es social. La mujer es el complemento del hombre en orden
a la vida temporal, es su gran bien, porque por ella el hombre se prolonga y
multiplica en la sociedad. Y por eso es su gloria y alegría. Lo dice San Pablo,
al explicar por qué la mujer debe cubrir sus cabellos en la Iglesia: «El varón no debe cubrirse la cabeza, pues
es imagen de la gloria de Dios, pero la mujer es gloria del varón» (I Cor. 11 7).
Como Dios todo
lo hace bien, y la mujer debía ser complemento del varón en una tarea tan
grande como la transmisión de la vida y el establecimiento de la sociedad, la
hizo amable al varón: atractiva.
Pero con el uso de esta palabra se produce una nefasta confusión. Cuando se
dice que la mujer es atractiva para el varón, inmediatamente se piensa en el
atractivo físico. Pero la mujer no es un maniquí sino un ser humano, con cuerpo
y alma, y con un cuerpo que debe estar subordinado al alma como lo secundario a
lo principal. Dios hizo a la mujer como un complemento atractivo del varón
principalmente por el alma, por lo espiritual. Y también en lo corporal, pero
subordinado al espíritu, como instrumento de lo espiritual. La verdadera
belleza de la mujer no está en sus formas femeninas, sino en sus virtudes femeninas, que son justamente
el complemento de las virtudes del varón.
El orden virtuoso que la gracia debe ir
poniendo en el hombre va de lo espiritual a lo corporal, y de lo interior a lo
exterior. Primero debe poner sabiduría y prudencia
en la inteligencia; luego justicia
en la voluntad; después fortaleza en
el apetito irascible, que es como la fuente en el alma de todas las pasiones
que tienen que ver con los bienes dificultosos y los males agresivos, sobre
todo de la ira (de allí su nombre); y por último, la gracia tiene que poner
orden por la templanza en el apetito
concupiscible, que es fuente de las pasiones del amor y del odio, del deseo y
del gozo.
Por eso la última de las virtudes que se
establecen en el alma es la castidad:
el varón prudente, justo y fuerte tiene que tener siempre cuidado respecto de
la castidad, porque estando seguro en las otras virtudes, no puede estarlo en
ésta hasta que no ha alcanzado una perfecta santidad. Por eso San Pablo pone en
conexión la santidad con la castidad: «Porque la voluntad de Dios es vuestra
santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa
poseer su cuerpo con santidad y honor, […] pues no nos llamó Dios a la
impureza, sino a la santidad» (I Tes. 4
3-7). Y recién con el reino de la castidad aparece la virtud al exterior, pues
llega la obra de la santificación a su plenitud: de la castidad brota la
modestia exterior, que manifiesta hacia afuera el esplendor de un alma
ordenada.
Ahora bien, no hace falta demasiada
penetración sicológica para saber que en el varón predominan las pasiones
propias del irascible, mientras que en la mujer las propias del concupiscible.
El varón tiene pasiones más prontas e impetuosas, propias para el combate, y
con objetos más complejos, porque el bien difícil o arduo propio de estas
pasiones es como un bien envuelto de mal, de la dificultad de alcanzarlo. En
cambio en la mujer predominan los afectos más simples del concupiscible, el
amor y el odio. Por eso –digámoslo– la mujer es un pésimo enemigo. Porque el
varón puede combatir a su enemigo, herirlo y hasta matarlo, y sin embargo
distingue su valor, e inmediatamente después del combate puede brindar con su
adversario –si sigue vivo– con leal amistad de la paz. En cambio la mujer no
siente tanto ira con sus enemigos, sino odio, que es muy distinto: o ama u
odia, todo o nada, no anda con distinciones. Con ella la guerra –si la declara–
es siempre de exterminio: no termina hasta que no desapareció el enemigo. En
los conflictos matrimoniales, el esposo ve en la mujer un adversario con el que
luchar para pactar la paz; en cambio la mujer ve en el esposo el mal, y es
verdad que no cabe pactar con el mal, sino sólo quitarlo de la propia
vida.
Pero si el varón entiende la ira y más
fácilmente adquiere las virtudes que tienen que ver con la fortaleza, la mujer
entiende el amor y tiene como una facilidad natural para las virtudes que lo
moderan, en especial la castidad. Y estas virtudes son las últimas, las que se
manifiestan más hacia afuera, las que vuelven espiritualmente hermosa a la
persona, como la modestia o fineza exterior. Por eso la fisonomía espiritual de
una buena mujer es más manifiesta y más hermosa que la del buen varón. Tiene
más hermosa apariencia una virtuosa madre de familia, refugio de los afligidos,
que un virtuoso militar que le parte la cabeza a los enemigos de la Iglesia. La
belleza de la mujer está, pues, en su facilidad para adquirir las virtudes
dependientes de la templanza, como la mansedumbre y la humildad, pero
principalmente la más exigente de todas: la castidad. Por eso la Mujer por
excelencia tiene como nombre propio la Virgen, y siempre había sido la castidad
el ornamento más hermoso de la mujer cristiana, sinónimo de su belleza.
Y para todo
aquel que aún guarda un poco de sentido común, es evidente que las virtudes
femeninas son justamente el complemento y auxilio de las del varón, porque por
el carácter impetuoso de las pasiones del varón, hecho para la guerra, la
castidad se le hace muy problemática, y es la mujer la que lo contiene y
modera, la que le comunica este complemento de las virtudes bellas, ayudándolo
a ser casto, y más manso y humilde de corazón.
La castidad de la familia cristiana, y por lo
tanto la santidad, dependen muy especialmente de la buena mujer. Ella debe ser
el muro de contención que conserva en la pureza al esposo y a los hijos, la que
amansa el ejercicio de la autoridad del padre de familia, y la que conserva en
la obediencia al resto de la familia. Por eso, en la medida en que la mujer es
verdadera mujer, la familia y la sociedad encaja en sus verdaderos quicios, y
se alcanza la felicidad temporal, que proviene de un orden pleno. La buena
mujer es causa de la alegría familiar y social, como la Santísima Virgen es
causa de la alegría de toda la Iglesia. Y si hoy la sociedad se hunde en la
depresión y en la tristeza, es porque la mujer tiene un problema.
2º El problema de la mujer moderna.
La mujer entra
en problemas cuando deja de entender que lo propio de ella es ser
espiritualmente atractiva, lo que se da especialmente por la castidad, y quiere
ser atractiva por lo corporal. Cuando –como le fue pasando cada vez más a la
mujer moderna– su ideal ya no es la mujer pura sino la mujer sexy, entra en una
espiral viciosa que pasa del deseo a la exasperación, y de allí a la violación
de la naturaleza y autodestrucción de la sociedad.
Cuando el hombre ama a su mujer por su
honestidad cristiana, todas las demás dimensiones se subliman y dignifican: los
sentimientos se hacen más estables y delicados; aun si no fuera linda se vuelve
bella, porque la fisonomía transparenta las profundidades del alma; y la misma
sexualidad adquiere su verdadera dimensión humana y cristiana, pues es unión de
cuerpos y de almas. Esta mujer no sufre celos ni se angustia porque pase el
tiempo.
La mujer que atrapa al varón por la
atracción física prepara su desgracia, porque todas sus dimensiones se
carnalizan. No importa que sea dulce, sino sugestiva; la honestidad pasa a ser
bobería. La mujer sexy es una mujer invertida; tan es así que ya ni el rostro
es lo que se le mira. Es una mujer que no domina su vida, porque la virtud se
adquiere por el mérito de la buena voluntad, mientras que la forma física depende
del puro azar, y ante el paso del tiempo aquélla permanece y crece, mientras
que ésta muy pronto se desvanece.
Es cierto que la mujer sexy despierta inmediatamente la atención de
todos, mientras que la mujer pura tarda en conquistar el interés de uno, porque
aquella es mercadería en vidriera, mientras que ésta es tesoro escondido. Pero
la relación con el varón la ofende, porque la pasión, divorciada del atractivo
espiritual, se vuelve egoísta y despreciativa. Y es así como comienza el
conflicto: para manejar al varón, esta mujer sólo cuenta con el acelerador del
deseo para atraerlo, y con el freno de sus resistencias para lograr el respeto.
Pero en lugar de amansar al varón, como le pasa a la mujer pura, lo exaspera,
pues se le vuelve el más arduo de los bienes y el más agresivo de los males.
El gravísimo
problema está en que ya no se trata de la conducta personal de algunas o muchas
mujeres, sino de todo una subversión social que se ha transformado en
legislación internacional. La mujer tiene derecho a introducirse y mezclarse en
todas partes, y mostrarse como quiera; su imagen provocativa todo lo invade,
multiplicada por millones de pantallones y pantallitas. Y ¡ay de aquel varón
que ose propasarse! Hoy ya no hace falta ser profeta para señalar cuáles son
las vertientes que se originan: o el hombre se enloquece de ira, o renuncia a
su hombría. Femicidio o afeminamiento, ¿qué puede haber de más destructivo para
una sociedad?
3º Restaurar la mujer en Cristo.
«No es bueno que el hombre esté solo». No
era bueno que Adán estuviera solo, y se le dio como auxiliar a Eva. Pero la
Serpiente la sedujo y por ella envenenó a Adán, y Satanás sigue siempre la
misma estrategia. Mas tampoco era bueno que Jesucristo estuviera solo, y se le
dio como auxiliar a María, que aplastó la cabeza de Satanás. Por Ella Nuestro
Señor restauró su Iglesia, y Jesucristo también sigue siempre la misma
estrategia. La restauración de la sociedad cristiana pasa muy especialmente por
la restauración de la mujer.
Que nuestras
mujeres no se dejen seducir por el falso ideal de la mujer moderna, que ya
vemos cómo arrastra la sociedad a un pozo sin salida. «Engañosa es la gracia, fugaz la belleza; la mujer que teme a Dios, ésa
es de alabar» (Prov. 31 30). La
Mujer ideal es la Santísima Virgen. Así llama siempre Nuestro Señor a su Madre
en los Evangelios: Mujer. Imiten a la
Santísima Virgen, sean femeninas a su manera.
Se le hace muy
difícil a una jovencita cultivar ese ideal cuando no lo ve de cerca, ni siente
que nadie lo aprecie. Pero si nuestras jóvenes comienzan a conocer verdaderas
mujeres cristianas, mujeres fuertes, mucho más femeninas y más amadas, entonces
se animarán a imitarlas. Y si tenemos verdaderas mujeres, tendremos verdaderos
varones, y habrá familias y habrá sacerdotes. Para restaurar todas las cosas en
Cristo hay que empezar por la mujer.
Tomado de Hojitas de Fe, nº 189, Seminario
Internacional Nuestra Señora Corredentora.