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sábado, 30 de octubre de 2010

El Ungido


“Cuando muere el hombre impío perece su esperanza”
Prov. 11,7

       
No siendo especialistas en tanatología –como de pronto parecen serlo todos nuestros conciudadanos- apenas si un par de reflexiones podríamos hilvanar ante la muerte de Néstor Kirchner.
La primera es que su deceso es un bien inmenso para el país, como lo sería el de todos aquellos de su laya que viven y obran para ultrajar a Dios y a la Patria. Disimular, omitir o atemperar este juicio nos conduciría a pagar un tributo al cinismo que no estamos dispuestos a oblar.
El difunto (ya lo dijimos largamente mientras vivió) ha sido una de las encarnaduras más completas cuanto deleznables de la degeneración intelectual, moral y política; y en un decurso histórico como el nuestro, en el que no es fácil competir por la náusea, se ha quedado limpiamente entre los primeros puestos. No dejó crimen por auspiciar, latrocinio por cometer, impiedad por poner en práctica, mentira por difundir y rencores torvos por ejecutar malignamente. Suyas fueron todas las características del hombre espiritualmente contrahecho. Desde la dicción soez y el gesto atrabiliario, hasta el corazón irreligioso y la mente ganada por las cóleras más ruines.
Halló solaz en propiciar la contranatura y sintió desdicha por las virtudes tradicionales. Gozó con la fiesta sacrílega del mundo, y lo amargaron las celebraciones genuinamente sacras. Supo odiar la identidad hispanocriolla y católica de estas tierras con el mismo frenesí con que amó la causa de los asesinos de nuestra estirpe. Encanallecido, indigno y cargado de locuras furiosas, si algún epítome abarca sus pluriformes miserias y vicios sin cuento, el mismo fue acuñado el 6 de julio de 2010 por uno de sus indiscutibles y empecinados apologistas. Dijo entonces Luis D’Elía: “Néstor Kirchner es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.  “Nuestro”, es decir de ellos, fue sin duda, el abanderado y el adalid.
La segunda reflexión guarda consonancia con la primera. Un hombre de tan negrísimo talante no podía sino creerse invulnerable y sin necesidad alguna de sobrenaturales socorros. La conciencia de la vulnerabilidad es propia de quien posee la virtud de la fortaleza, enseña el Aquinate. Mientras que, por el contrario, el pusilánime finge que nada puede ocurrirle. Para el cobarde henchido de soberbia, enfermarse no le está permitido; y llamarse a sosiego o a reposo, o mostrarse frágil con humano y humilde verismo, es una señal de derrota que no puede admitir.
Por eso Kirchner y su endemoniado entorno, a cada paso de la enfermedad que al fin acarreó la muerte, rechazaron cualquier signo sacramental que invocara la posibilidad ineludible de las postrimerías. Negado a la trascendencia y dado a la publicidad, el mensaje del patagón no podía ser el de un paciente necesitado de preces y de auxilios médicos, y en consecuencia engrandecido en el dolor y en la enfermedad. Sí, en cambio, el de una máquina ganadora que se hacía algunos ajustes técnicos para seguir compitiendo hasta la recta final. Como el acróbata que es dueño de una risa estéril y falsa, de comisuras tiesas, para probar que está intacto tras las mil volteretas, así reía Kirchner tras cada golpe que le propinaba su irremisible dolencia.
El cajón cerrado –con o sin sus restos, lo mismo da- fue el último signo de esta incapacidad de mostrarse vulnerado. Para descubrir al pueblo el rostro muerto, primero hay que estar convencido de que hay un Divino Rostro que me aguarda, transfigurante de mis miserias corporales todas. El rigor mortis, públicamente retratado como preanuncio paradojal de una movilidad aquende el féretro, es propio de quienes mueren piadosamente. Contrario es el caso de los desesperados. La mors certa, hora certa sed ignota, los tortura más que el instante súbito que los arranca definitivamente del tiempo. No saben ni quieren prepararse a bien morir, porque el activismo exitista que los domina los vuelve incapaces de todo ocio contemplativo.
No fue pues, el de Kirchner, ese consumirse como un cirio para alumbrar a otros, en un sacrificial, oblativo y extremo acto de servicio. No fue un gastarse y desgastarse sin medir las consecuencias. Esto quedará para la mitología partidocrática, siempre pronta a catalogar sandeces. Fue, sencillamente, lo que escribe Gracián en El Criticón: “los sabios mueren, los necios revientan”. Reventó agarrotado por sus tirrias y fobias, creyendo que la muerte no era para él, sino un mal siempre conveniente y deseable para sus enemigos. Tal vez no le faltó razón,  puesto que Dante, en el Canto III del Infierno, localiza a un tipo de personajes que, en virtud de sus felonías, “ni tienen la esperanza de morir”.
La tercera reflexión es sobre aquellos que, desde el instante mismo de su muerte, y olvidando que hasta otros instantes previos lo habían despreciado o maldecido, se dedicaron a glorificarlo, ya desde los medios masivos o rindiéndole homenaje presencial. Hablamos ante todo de esas muchedumbres mórbidas e informes que desfilaron ante su túmulo, brindando el espectáculo decadente que suscitan habitualmente estos carnavales. Masas sin veleta ni rumbo, volubles por definición e hijas de la hez democrática, esas oleadas que integraron su cortejo, ora asistieron rentadamente por disciplina sindical, ora por saltimbanquismo populista, ora por funesta afinidad con el rufián que partía. Ayer lo hicieron ante la momia de Alfonsín o de Mercedes Sosa. Mañana por quien sea el turno de rentar el olor de multitud. La Argentina real e invisible no estaba en ese cortejo desencajado y ciego. Estaba trabajando silente en vastísimas e incalculables legiones de sufridos brazos, lamentando esta patria nuestra, material y espiritualmente corrompida por el tirano que acaba de reventar.
Pero llegue también nuestro desprecio, ya no al tropel sin riendas que incensó durante horas el ataúd del déspota, entonando sin proponérselo la Marcha fúnebre para una marioneta -mas sin los sones afinados de Gounod- sino al llamado arco opositor, político o periodístico, cuya obsecuencia lacrimógena para con el occiso y sus deudos sólo prueba lo que ya sabemos de memoria: que uno solo es el Régimen, del que medran por igual oficialistas y antagonistas, en una entente trágica, maloliente y rapaz. Un único y despreciable sistema forman las llamadas derechas e izquierdas, conjugadas al unísono para que, más allá de las muertes individuales, perdure y sobreviva el infectado y podrido conjunto.
Sea la última reflexión para medir lo más grave. Aquello que verdaderamente nos sobresalta y aqueja hasta el desgarrón literal del alma. Y es constatar que, una vez más, la Iglesia no ha sabido estar a la altura de las circunstancias.
Cierto que de Roma llegaron pésames híbridos, redactados al modo de un formulario eventual. Pero algo más hacía falta decir, porque el difunto fue un persecutor explícito de la Fe Católica, a la que ofendió cuanto pudo con saña manifiesta y procaz. ¿Por qué callar que Kirchner tipificó el desdichado caso de quienes pecan contra el Espíritu, de quienes pecan con faltas que al cielo claman, de quienes pecan sin que les sea posible merecer el perdón? (Mc 3,29;  Mt 12,32; Lc 12:10).  ¿Por qué callar que tanto él como su viuda, su partido y sus gobiernos, son la quintaesencia de la endemoniada juntura de capitalismo y marxismo, de progresismo y liberalismo, de gramscismo y cultura de la muerte? ¿Por qué callar en vez de distinguir y condenar con toda la energía y la contundencia que puede y debe hacerlo la Madre y Maestra?
A su turno, el Cardenal Sandri, y siete sacerdotes argentinos, celebraron una misa por Kirchner, en la Iglesia Nacional Argentina de la Ciudad Eterna. También callaron cobardemente lo que debían decir, y afirmaron lo que no debían afirmar. Verbigracia, que el occiso se destacó por “el apasionado empeño en la vida política”, dejándonos con su partida “en la pena y la sensación de desamparo”. La pena y el desamparo –entérense de una vez desaguisados y felones pretes- lo padece la patria argentina en su conjunto, como consecuencia, precisamente, del “apasionado empeño” destructor llevado a cabo por el pérfido que acaba de finiquitar, y que han decidido convertir en héroe súbito.
Las palmas de la iniquidad, por supuesto, se las llevó Bergoglio, a estas alturas, y ya sin tapujos, devenido en el Patriarca de una secta judeo cristiana. Compartiendo el presbiterio catedralicio con el rabino Bergman, y el altar con otros varones de ínclita talla, se atrevió a sostener en su homilía del 27 de octubre, que “las manos de Dios lo acompañaron [a Kirchner], lo amaron, acariciaron su vida y lo recibieron”; y que nadie debería cometer la “grande ingratitud” de olvidar que “este hombre fue ungido por la voluntad popular”. Mérito sacro e intangible de inequívoca raigambre rusoniana, ante el cual, “el pueblo tiene que claudicar de todo tipo de postura antagónica para orar frente a la muerte de un ungido por la voluntad popular”.
Bergoglio ya no merece respuesta alguna. Que Nuestro Señor Jesucristo, el Verdadero Ungido, y a quien en nombre de la voluntad popular, Néstor Kirchner vilipendió en su perdularia vida, le prodigue el perdón, alguna vez, por haber preferido el sacerdocio de Judas al del Dios Verdadero.
Cuentan que refiriéndose a la muerte de Casimir Delavigne -el poeta y dramaturgo francés- su compatriota, el pintor Francois Desnoyer, dijo irónicamente: “hay muertos a los que conviene matar”. Tal el caso de Néstor Kirchner. Mátese de una vez su legado y su proyecto, para que pueda abrigarse la esperanza, siquiera tenue, de mejores días para esta patria en llamas. Pero no es tarea que parezca posible en el horizonte inmediato, bien lo sabemos.
             Pasadas las fiestas cristínicas del funeral montonero, y enterrado Néstor con su pañuelo blanco del odio marxista, vendrá la cruda realidad de una nación deshecha, de una mafia acechante, de unos herederos torvos, de un futuro tan ruinoso como el presente aciago que vivimos. Todo reino dividido en sí mismo perecerá (Mt. 12, 24).
Disponga Dios lo necesario para que podamos resistir y resguardar.

Antonio Caponnetto, gacetilla.