Páginas

jueves, 25 de noviembre de 2010

Domingo primero de Adviento.

P. Leonardo Castellani

Hay cosas que no pueden saberse sin volverse loco, antes de saberlas o después de saberlas.
Imaginemos por ejemplo que un sanjuanino hu­biese conocido de antemano el terremoto de San Juan ¿no era como para volverse loco? ¿Y si hubiese tenido que anunciar eso? Pobre de él...
Cuenta el historiador Josefo, en “La Guerra Judai­ca”, que antes de la destrucción de Jerusalén apareció en sus callejas uno que no se sabía si estaba loco o ins­pirado, venido nadie sabe de dónde, que tenía el mismo nombre de Nuestro Señor (Ieshua) el cual recorría la ciudad sagrada (y deicida) gritando sin cesar “¡Ay de Jerusalén! ¡Ay del Templo!”... Fue detenido, interro­gado, reprendido, amenazado, castigado y azotado, co­mo “derrotista” y sacrílego; y todo fue inútil; nadie pudo hacerle abandonar su estéril tarea, hasta que un día fue herido en la frente por un proyectil arrojado de una catapulta ; y cayó muerto gritando: “¡Ay de mí!”.
Es un ejemplo de lo que decimos: este cuitado ha­bía visto la realidad antes que los demás. El que tiene razón un día antes, veinticuatro horas es tenido por irrazonante — dice un proverbio alemán.
Hay muchas palabras en el Evangelio que son o de un Dios o de un loco; y que no pueden ser de un hom­bre común; y el “discurso escatológico” es una de ellas. Sobrecoge el ánimo imaginarse a ese grupo de pesca-dores y labradores galileos sobre el borde Norte de la ciudad (sobre el Templo y mirando a Jericó); rodean-do a Ieshuá-ben-Nazareth y escuchando salir de sus la­bios, a manera de relámpagos que rompen la noche del futuro, palabras desmesuradas como estas:

“Será la tribulación más grande que ha existido desde el principio del mundo; más grande que el Dilu­vio...”
Se secarán los hombres de miedo y de expectativa ante las convulsiones del Universo...
Las fuerzas cósmicas se descompaginarán... Habrá signos en el sol, en la luna y en las estrellas; y gran presión entre los pueblos...
Entonces Alegraos (!) porque está cerca vuestra redención...
Verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con gran majestad y poderío...
El cielo y la tierra, pasarán; mis palabras no pa­sarán.

Hay muchos lugares en el Evangelio en que Cristo pronuncia palabras que a ningún puro hombre serían lícitas, palabras que rompen el equilibrio humano y muestran como en un relámpago los abismos de la Eternidad; y sin embargo no están pronunciadas con énfasis ni ahuecando la voz, como hacen los poetas hu­manos que se tienen por “os magna sonaturum” (y Olegario Andrade y su maestro Hugo en esto de hacerse los bíblicos llegan muy lejos) sino más bien atenuadas y como puestas en sordina. Estas palabras sobrehuma­nas fueron notadas desde el primer momento: “¿Quién es Este? Este no habla como los demás Rabbíes. ¡Nadie ha hablado jamás como este hombre!”... Efectivamente.
El “Apocalipsis” de Lucas, cuya perícopa final se lee en este domingo 1º del año litúrgico, es el más breve de todos; y aquel en que está en cierto modo indicada la división de la doble profecía; de los signos de la caída de Jerusalén hasta el versillo 25; y los de la ago­nía del Universo, del 25 al 32; puesto que lo que hay que decir, como vimos, de esta dificultosa escritura, es que predice a la vez el fin de una época de la historia del mundo y el fin de toda la historia del mundo: en dos planos subordinados, que se llaman “typo” y “an­titypo”. Pero en este Evangelio esos signos se pueden distinguir más o menos en dos secciones, de las cuales la primera mira más bien el fin de Jerusalén y el Tem­plo, y como fondo al fin de la Cristiandad y el mundo; y la segunda más bien el fin del mundo. Cosa análoga sucede, como ya hemos notado, en el discurso de la Promesa de la Eucaristía (Jo. VI, 22): trata del “Pan de Vida”, es decir, a la vez de la Fe y del Sacramento; y primeramente la fe está delante como figura y el sa­cramento detrás como fondo; y luego paulatinamente el Sacramento de la Fe ocupa sin solución de continui­dad el primer plano.
El año 1941 este mismo Domingo 19 de Adviento, pre­diqué este Evangelio en San Juan en la Iglesia de Don Bosco; tengo todavía los apuntes: el Evangelio de los Terremotos. Si hubiese sabido que poco tiempo después San Juan iba a ser probado por la Calamidad y la Ca­tástrofe, ciertamente no hubiese podido ni nombrarlo al terremoto. Mas Nuestro Señor dice aquí que habrá “entonces terremotos grandes por varios lugares, y pes­tilencias y hambre, y terrores desde el cielo, y grandes señales...” Enseguida después de la tribulación de aquellos días (especifica San Mateo) el sol se oscure­cerá, la luna se pondrá sangrienta y las estrellas caerán del cielo (sol en la Escritura es el símbolo de la verdad religiosa; luna, de la ciencia humana; estrellas son los sabios y doctores) porque “las fuerzas cósmicas se desquiciarán” que así se traduce mejor que la Vulgata vierte: “las virtudes del cielo se conmoverán”; pues el texto griego dice literalmente “las energías uránicas” (“dinámeis toon ouranoón”).
Los intérpretes se preguntan si estos “signos en el cielo” tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que tomar esas palabras del Profeta como sím­bolos de grandes desórdenes y perturbaciones morales, o si realmente las estrellas caerán y la luna se pondrá de color de sangre; en cifra, si los “terremotos” profetizados serán los terremotos de San Juan visibles o bien los invisibles (y mucho peores) terremotos de Bue­nos Aires. Probablemente las dos cosas; porque al fin y al cabo, el universo físico no está separado del mun­do espiritual (los ángeles mueven los mundos, decían los antiguos filósofos) y estas dos realidades materia y espíritu, que a nosotros aparecen como separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino como dos rostros de la misma realidad fundamental. Esas “fuerzas del cielo” de que hablamos, para los filósofos griegos eran espíritus, para los científicos modernos son vibracio­nes del éter; y esas “energías cósmicas”, que somos advertidos “se desquiciarán”, el hombre ya les ha encon­trado el quicio, porque ha penetrado en ese “éter” (áitheer) que los griegos tenían por el alma del fuego o el fuego esencial; y Santo Tomás enseñó es el domi­nio propio de los ángeles. El hombre moderno ha pe­netrado en ese dominio de los ángeles guiado quizá por uno de ellos ¿chi lo sá? Lo cierto es que los grandes astrólogos, alquimistas y hechiceros de nuestros días han realizado un enorme progreso: han inventado el instrumento con el cual se puede destruir el mundo — o por lo menos “la tercera parte de él”, como dice el Apocalipsis. “Las energías uránicas se desquicia­rán...” Bien, la bomba atómica la fabrican hoy con un metal llamado “uranio”, al cual lo “desquician” — o “desintegran”.
Lo que tiene que ser, será. El tiempo no vuelve atrás. La creación madura. El drama de la Humanidad pecadora, redimida y predestinada, tiene que tener su desenlace. El Bien y el Mal han ido creciendo en ten­sión desde el principio del mundo, como dos campos eléctricos; y algún día tendrá que saltar la chispa. Ese día no es un día perdido en la lejanía de lo ilimitado, porque Cristo por San Juan pronunció categóricamente que sería (relativamente) Pronto: y por San Lucas y los otros sinópticos recomendó que estemos ojos abier­tos para verlo venir. “Mirad la higuera: cuando reverdece vosotros sabéis que está cerca el verano; así cuando veáis que comienzan estas cosas, sabed que está cerca vuestra redención”.
Las primeras generaciones cristianas vivieron en la ansiosa expectativa de la Parusía, conducidas a ello por el versículo oscuro y ambivalente de cuya dificul­tad hemos hablado; mas no es verdad lo que dicen los racionalistas actuales, que se “han equivocado” propiamente, pues una cosa es temer, otra es afirmar; y así vemos por ejemplo que San Pablo reprende a los de Tesalónica los cuales temerariamente “afirmaban”; declara y reitera que él no sabe, ni nadie, cuando será el Advenimiento; reta a los temerarios o perezosos que arreglaban su vida sobre la base de esa “afirmación”; y les notifica que no puede aparecer el Anticristo mien­tras no sea retirado el “Obstáculo” (ese misterioso “ka­téjon-katéjos” que está una vez en género neutro y otra en masculino) y que el “Obstáculo” todavía está allí. “¿No recordáis que os lo dije?” — reprende el Apóstol. “A ellos se lo dijo, a nosotros no” — se queja San Agustín.
A pesar de eso, este eco del versículo difícil se di­lató y resuena aun en la epístola CXXI, § 11 de San Jerónimo, siglo V ; cuando vencido y muerto el “Impe­rátor” Estilicón por el vándalo Alarico, los reyes bár­baros desbordaron la frontera de Milán y tomaron y saquearon a Roma, haciendo temer al solitario de Be­lén que había sido “retirado el Obstáculo”; el cual para él no era otra cosa que el Imperio y la Civilidad Romana; lo mismo que para Agustín (De Civ. Dei, XX, 19) y la mayoría de los Santos Padres antiguos.
Solamente cuando los sucesos mismos mostraron que aquella raya de “Esta Generación no pasará” se aplicaba solamente a la Pre-Parusía (el fin de la Sina­goga) y no a la Parusía, repararon bien los cristianos en los varios rasgos que en el Evangelio indican el In­tersticio; — como por ejemplo el patente versillo de Lucas (XXI, 24) donde se predice la matanza y la dis­persión de los judíos por todo el mundo, y que “Jeru­salén será pisoteada por los Gentiles hasta que llegue el tiempo (del Juicio) de las naciones”. Luego uno fue el Juicio de Israel, otro será el Juicio de las Naciones: dos sucesos separados contemplados como en uno.
Este versillo dice con claridad un intersticio o in­tervalo entre los dos sucesos (Pre-Parusía y Parusía) claridad que resulta meridiana si se repara en que el versillo alude a la Profecía de las 70 Semanas de Daniel, donde paladinamente se predice la destrucción de Salem y su Santuario por un Príncipe y su ejército, y después la “Abominación de la desolación que durará sobre la Ciudad Santa y Deicida hasta que el mismo Devastador (el Imperio Romano, la Romanidad) sea a su vez devastado”; que es lo que se diría está pasando o por pasar, ahora; a 1.900 años de la devastación de Salem por Tito César.
Del “Libro de las Instituciones Divinas” de Lactan­cio, libro XII, Cap. 15.
Título. — Que la submersión del Faraón y los Egip­cios, y la liberación de los Hebreos de la servidumbre egipcia prefigura la liberación de los elegidos y la re­probación de los condenados que ha de ser en el fin del mundo. Y que muchas señales precederán a la li­beración ésta, igual que aquella.
Tenemos en los arcanos de las Sacras Letras —escribe Lactancio— que el Patriarca de los Hebreos pasó al Egipto con toda su familia y parentela apremiado por la carestía de alimentos ; y que su posteridad, ha­biendo habitado mucho tiempo en Egipto y crecido en sector numeroso, siendo oprimida con yugo de esclavi­tud grave e intolerable, hirió Dios a Egipto con llaga insanable y libertó a su pueblo sacándolo por el medio del mar, rasgadas las aguas y apartadas a una y otra parte, para que el pueblo caminara por lo seco; mas tentado el Rey de los Egipcios seguir a los fugitivos, volvió el piélago a sus cauces, y el Rey fue atrapado con todo su ejército. Prodigio tan claro y tan asombroso, aunque por el momento mostró el poder de Dios a los hombres, sin embargo fue principalmente signo y pre­figuración de una cosa mayor, la cual parecidamente Dios ha de hacer en la última consumación de los tiem­pos. Pues liberó a su gente de la pesada esclavitud del mundo. Pero como entonces era uno solo el pueblo de Dios, y estaba en una sola nación, entonces sólo Egipto fue golpeado. Mas ahora, porque el pueblo de Dios con­gregado de entre todas las lenguas, habita entre todas las gentes, y es dominado y oprimido por ellas, ocurre que todas las naciones, es decir, el orbe entero, sea azo­tado con justo flagelo, para librar al pueblo santo y cultor de Dios. Y como entonces acontecieron prodigios con que la futura derrota de Egipto se mostrara, así en el final sucederán portentos asombrosos en todos los elementos, por los cuales se entienda por todos el final inminente. (Traduzco en el mismo tono retórico del autor)
“Aproximándose pues el término de este ciclo, es forzoso que se inmute el estado de las cosas humanas y caiga más abajo aún, a causa de la maldad creciente; de tal modo que aun estos tiempos nuestros en que la injusticia y la malignidad creció al sumo grado, en comparación con aquel mal extremo e insanable, se podrían tener como felices y realmente aureos.
“Pues de tal manera escaseará la justicia; y crece­rán de tal modo la codicia y la lascivia, que si algunos entonces fueren buenos, serán presa de los malevos y atropellados de todos modos por los injustos; sólo los malos serán opulentos, y los buenos se debatirán en la pobreza y en las vejaciones.
“Se confusionará todo el derecho y perecerán las leyes. Ninguno entonces poseerá nada si no fuere ad­quirido o defendido malamente: la audacia y la fuerza lo poseerán todo. No habrá confianza en los hombres ni paz ni humanidad ni pudor; ni verdad. Y así tam­poco habrá seguridad ni gobierno derecho, ni refugio contra los males.
“Toda la tierra se alborotará, y rugirán guerras por doquiera; todas las gentes andarán en armamentos y se resistirán mutuamente. Las naciones fronterizas pe­learán entre sí. Y Egipto el primero de todos pagará el castigo de sus estúpidas supersticiones y será cubierto de un río de sangre. Entonces la espada recorrerá la tierra, segándola toda y postrando las cosas como mies madura. (Egipto: figura de la Capital agresora, sea cual fuere. Ver Apoc. XI, 8).
“Y de esta confusión y devastación, la causa será que el nombre Romano, por el cual hoy se rige el orbe (me horroriza el decirlo, pero lo diré porque ha de suceder) será quitado de la tierra y el dominio volverá al Asia, y de nuevo mandará el Oriente; y el Occidente servirá.
“Ni debe extrañar a nadie que un reino tan po­tentemente cimentado, tanto tiempo y por tan magnos varones valido, y con tan grandes munimentos confir­mado, todo no obstante un día caerá. Nada hay creado por fuerzas humanas que las mismas fuerzas humanas no puedan destruir: porque mortales son las obras de los mortales; pues los otros reinos anteriores, habiendo luengamente florecido, sin embargo también murieron...”
No sabemos de dónde sacó el insigne predecesor y maestro de San Agustín en el siglo III esta descrip­ción y predicción de unos tiempos que, en nuestra opi­nión, se dan un aire a los del siglo XX... Pero allí está ella; y yo la he copiado al pie de la letra.
Cristo quizá advirtió a sus oyentes (como algunos quieren creer) que los dos Grandes Sucesos no eran Uno sino en reflejo; pero no así el Evangelista a sus lectores. San Pablo dijo a los de Tesalónica cual era el “Obstáculo” que impedía la manifestación del Anticris­to; “pero no a nosotros”, exclama dolido San Agustín. La primera Venida de Cristo fue marcada por Daniel profeta con una cifra exacta de años[1]; pero no así la Segunda. Varias veces la Cristiandad (siglo IV, siglo X, siglo XIV) ha temido ya estar delante de “la Hora temida y el Día definitivo”, como decía San Jerónimo el año 409 — y se ha equivocado; pero algún día no se equivocará.
Yo sé decir que si todos mis conciudadanos supieran algo que yo sé, habría más golpes de pecho y menos risotadas en la República Argentina. Desdichado del que ha sido escogido para saber cosas que no se pueden decir; pero feliz en definitiva el que ha sido escogido para saber cosas; y mil veces feliz si esas co­sas son “las que te van a salvar”: ea quae sunt ad pacem tibi (Lc. XIX, 42). Como el pobre loco Jeshua de Jerusalén, que las pasó muy malas; pero al fin y al cabo, él sabía, y los demás estaban ciegos.

Leonardo Castellani. Tomado de “El Evangelio de Jesucristo”.



[1] Daniel dio una cifra exacta, aunque referida a una cronología con­vencional; y los exégetas difieren en la aplicación de esa cifra.