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jueves, 18 de noviembre de 2010

El mito de la “sola scriptura”.


Uno de los errores protestantes, en el cual basan su postura, es el de la “sola criptura”. La hermenéutica de las escrituras “por la sola escritura” es algo totalmente contradictorio y que no tiene sustento Bíblico, como demostraremos. Hay dos fuentes de la Revelación: la Tradición oral divino-apostólica y las Sagradas Escrituras. Ninguna de las dos fuentes puede faltar, quitar una de las dos significa, pues, la misma destrucción de la Verdad revelada.
Publicamos un texto tomado del artículo “Algunos Mitos Protestantes”, capítulo “mito tercero”, escrito por autores varios. En éste caso, por de Jesús Hernández, tomado de ‘Lux Domini’. La versión digital se la debemos al excelente Blog “Biblia y Tradición”.


Mito tercero.

Sola Scriptura: dice David Muir que “un evangélico es alguien que se mantiene firme en una posición teológica muy definida, una posición teológica que nació de la Reforma. Los reformadores buscaron basar toda su teología y enseñanza sobre la autoridad de la Escritura. (…) La base única y suficiente para la Reforma en Europa fue la autoridad de la Escritura. (…) Lo mismo se puede decir de los evangélicos. Nosotros también basamos todas nuestras creencias sobre la Escritura”.

¿De veras? ¿Pues dónde dice la Escritura que la Revelación divina se limita a la Escritura? ¿Dónde dice la Escritura que todo lo que Dios manda creer se encuentra sólo en la Escritura? ¿Dónde dice la Escritura que no hay más que una fuente de la Revelación divina: la Escritura, y que, por ende, hay que aceptar la Escritura como autoridad final? En ninguna parte; es más, la propia Escritura nos certifica que son dos las fuentes de la Revelación divina: la Escritura y la Tradición oral divino-apostólica.
Veámoslo: “Manteneos, pues, hermanos, firmes y guardad las tradiciones que recibisteis, ya de palabra, ya por nuestra carta” (II Tes. 2, 15); “muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribieran una por una, creo que este mundo no podría contener los libros” (Jn. 21, 25). Está clarísimo: la misma Escritura nos enseña que existe una Palabra de Dios no escrita, transmitida por Dios a los Apóstoles, y por éstos a sus sucesores. Esta Palabra divina no escrita es la segunda fuente de la Revelación: la Tradición, que completa a la Sagrada Escritura con verdades no contenidas en ésta. Los tesoros que encierra pueden encontrarse en los escritos de los Santos Padres de la Iglesia (y en algunos sitios más: la divina liturgia, que se remonta, en su núcleo central, a Cristo y los Apóstoles; las Actas de los mártires, que contienen las verdades de fe creídas por la Iglesia primitiva, verdades por las que muchos cristianos dieron su sangre; etc.), algunos de los cuales fueron discípulos de los Apóstoles, y otros fueron discípulos de estos discípulos, formando así una cadena que llega hasta el Medievo (el último Padre de la Iglesia fue San Bernardo de Claraval). Tenía, pues, toda la razón del mundo el Concilio de Trento al definir, infaliblemente, que la Divina Revelación “se contiene tanto en los libros escritos cuanto en las tradiciones no escritas” (Denz., 783).
A lo anterior responden siempre los protestantes que los Apóstoles y evangelistas escribían lo mismo que predicaban y que, por ende, la totalidad de su predicación y de la de Cristo se contiene en las Escrituras. A esto puede contestarse que “seguramente no escribieron cosas contrarias a lo que enseñaban de viva voz; pero la dificultad está en probar que dejaron por escrito todas las verdades que predicaron sin excepción, y San Pablo asegura lo contrario. Sería imposible que este Apóstol encerrase en catorce epístolas todo lo que enseñó en treinta y tres años” (Bergier, Diccionario enciclopédico de Teología, imprenta de Tomás Jordán, Madrid 1835, voz Tradición).
Así pues: “Es evidente que no todo fue dicho por los Apóstoles en las epístolas, sino que muchas enseñanzas las hicieron sin cartas; tanto unas como otras son dignas de la misma fe, dice San Juan Crisóstomo en su comentario Homil. IV in II Thes. 2, 2. Esto mismo lo confirma San Juan: ‘Mucho más tendría que escribiros, pero no he querido hacerlo con papel y tinta, porque espero ir a vosotros y hablaros cara a cara’ (II Jn. 12); ‘muchas cosas tendría que escribirte, pero no quiero hacerlo con tinta y cálamo; espero verte pronto y hablaremos cara a cara’ (III Jn. 13). Ciertamente eran cosas dignas de ser escritas; sin embargo, no las ha escrito sino dicho, y en lugar de Escritura ha hecho tradición. ‘Retén la forma de los sanos discursos que de mí oíste, inspirados en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros’ (II Tim. 1, 13-14), decía San Pablo a Timoteo. ¿No es eso recomendar la palabra apostólica no escrita? Eso se llama tradición. Y más adelante prosigue: ‘y lo que de mí oíste ante muchos testigos, encomiéndalo a hombres fieles capaces de enseñar a otros’ (II Tim. 2, 2). ¿Hay algo más claro que la tradición? Ésta es la forma: el apóstol habla, los testigos lo ratifican, Timoteo debe enseñarlo a otros, y éstos, a su vez, a otros. ¿No es esto una santa sustitución y un fideicomiso espiritual? El mismo apóstol, ¿no alaba a los corintios por observar las tradiciones? ‘Os alabo de que en todo os acordéis de mí y retengáis las tradiciones que yo os he transmitido’ (I Cor. 11, 2). Si fuera la segunda carta a los corintios, podría decirse que este mandamiento se refería a cuanto fue dicho en la primera -si bien el sentido sería forzado; pero, para quien no quiere caminar, cualquier sombra vale-. Pero este texto es de la primera carta. No habla de ningún Evangelio. Y cuando al final dice: ‘Lo demás lo dispondré cuando vaya’ (I Cor. 11, 34), nos da pie a pensar que les había enseñado muchas cosas importantes, y, sin embargo, no tenemos ese escrito. ¿Acaso lo ha perdido la Iglesia? Por supuesto que no, sino que se ha transmitido por tradición; de lo contrario, el Apóstol lo hubiese escrito para que no lo perdiera la posteridad. Y Nuestro Señor dice: ‘Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora’ (Jn. 16, 12). Os pregunto a vosotros, protestantes, cuándo dijo esas cosas que tenía que decirles. En verdad, o bien fue después de la Resurrección, en los cuarenta días que estuvo con ellos, o bien en la venida del Espíritu Santo. ¿Acaso tiene sentido lo que entendía con las palabras ‘muchas cosas’, si todo estaba escrito? Está bien claro que permaneció con los Apóstoles durante cuarenta días, hablándoles del reino de los cielos (Hech. 1, 3), pero no conservamos por escrito ni todas las apariciones ni lo que en ellas les decía” (San Francisco de Sales, Meditaciones sobre la Iglesia [Controversias], BAC, Madrid, 1985, págs. 204-205).


Jesús Hernández , tomado de ‘Lux Domini’.