Páginas

lunes, 1 de noviembre de 2010

La Santa y Desoladora desobediencia de Monseñor Lefebvre.

Encontramos un interesante artículo publicado por la ya tradicional Revista Cabildo. Víctor Eduardo Ordóñez, quién hubiese sido jefe de redacción hasta su fallecimiento, sostiene en éste artículo una clara y contundente posición al respecto de lo que ocurría (y ha ocurrido) con Monseñor Marcel Lefebvre y las relaciones con la Santa Sede, frente al combate doctrinal que, hasta hoy, continúa llevándose ediante la Fraternidad Sacerdotal fundada por el insigne obispo y las autoridades vaticanas.


 
 Mons. Marcel Lefebvre,
verdadero guardián de la ortodoxia católica.

Toda esta cuestión de mon­señor Lefebvre, tan traída y llevada por los periódicos y por las usinas de opinión y generalmente tan mal interpretada, tan maliciosamente interpretada por la Jerarquía, esconde una actitud que está llamada a tener una resonancia trascendental en la historia de la Iglesia. Es nada menos que la reacción, “non possum” del espíritu frente al misterio de iniquidad actuante dentro de la Iglesia misma.
Hay en la actualidad y especialmen­te desde el Concilio y dentro de su marco ideológico, una tendencia a desconocer, a desfigurar o a disminuir el modo misterioso en que la fe se presenta y actúa en la historia. Ten­dencia que se registra en una forma singular en los más altos niveles de la Iglesia. Agnosticismo, inmanentismo, positivismo o naturalismo, lo mismo da. Su denominador común es la falta de fe para comprender (y aceptar) las distintas formas de la fe,
Y he aquí que la desobediencia, una santa desobediencia, una desoladora y aún trágica desobediencia, viene a ser una actitud de fe.
Esta desobediencia es la de mon­señor Marcel Lefebvre, ¿Contra quién? Contra una autoridad vacilante, car­gada de contradicciones y de dudas, que no atina a defender la fe, que no atina a cerrar las puertas al enemigo, ¿Contra qué? Contra la Iglesia falsa que se ha instaurado a partir del Vaticano II. La reacción de la Santa Sede ha sido conciliadora, se nos dice, o caritativa, arriesgan otros. Ni lo uno ni lo otro. Cuidadosa, quizá, medrosa, con más certeza. Pero fundamental­mente ha sido naturalista, El punto central del enfoque vaticano consiste en encarar el asunto Lefebvre como una cuestión de política temporal, a la que se le podría dar una “solución eficaz” o, lo que es peor, una u otra respuesta. Se lo trató como un problema fastidioso, sin referencia a la doctrina; planteado y resuelto fuera del margen de los principios. Se trata de “sacar adelante”, neutralizar el efecto, diluido en una cuestión dis­ciplinaria o inelegante.
Semejante enfoque es no sólo erróneo de por sí sino demostrativo de las carencias espirituales y doctrinales de la Santa Sede en la actualidad. Por­que no es casual que se eluda el enfrentamiento del planteo espiritual y doctrinal que formuló monseñor Lefebvre con tanta claridad tomo serenidad. Resulta irritativo y casi ridículo que la única respuesta que se articula, frente a un cuestionamiento total como éste, consista en una in­vitación a conversar (negociar), que el único fundamento jurídico o teológico que se invoque sea el resguardo de la unidad cristiana.
Táctica, prudencia, falta de fe en los propios principios, reconocimiento de la indigencia de la doctrina que se sostiene y que se aplica en forma tan cruel y drástica. Dios juzgará. No­sotros, los contemporáneos de Paulo VI y de monseñor Lefebvre simple­mente advertimos que la reivindi­cación del tradicionalismo intentada por éste, tanto en lo que tiene de programa a seguir como de denuncia, merecía una respuesta más clara que la del silencio. Si hubo una oportu­nidad para cotejar las dos Iglesias —la de la tradición y la del modernismo razón de la Iglesia, hasta casi dejarlo sin aliento? Son ellos, los reforma­dores, los que rompieron esa realidad y ese símbolo de la comunión, que es ¡la Santa Misa!
Monseñor Lefebvre ha efectuado el más total de los planteos frente a la Nueva Iglesia de la Nueva Misa. No se podía entonces callar ni conciliar, ni perdonar. Paulo VI tenía y tiene el deber y el derecho de condenar y de castigar a quien no cree en la verdad progresista, esto es en el historicismo, en el relativismo, en la dialéctica y también a quien no ama al mundo por el que Jesús no oró, a quién no está dis­puesto a substituir las verdades eternas por las temporales, a quien siga creyendo que la Misa es un Sacrificio... Si Paulo VI es Papa y Papa in­falible, tiene la obligación, corno sucesor de Pedro, de sancionar a Mon­señor Lefebvre y a cualquier otro que sostenga otros dogmas. Paulo VI tiene que decidirse y condenar a los Con­cilios de Nicea y de Trento, a los doc­tores de la Iglesia que precedieron a Maritain, a San Pío V y a San Pío X, a Santo Tomás y a San Agustín, a Santo Domingo y a San Ignacio y a la Tradición entera. Debe mantenerse leal, como jefe que es de ella, a la Nueva Iglesia, fundada en ocasión del Concilio Vaticano II. La Nueva Iglesia que pone el acento en la reivindicación social de los humildes y no ya en la salvación de todos.
Es decir, el Papa tiene que optar como lo hizo Monseñor Lefebvre. O la Nueva Misa o la de siempre. O la Nueva o la Antigua Iglesia. Que nos diga él, como pastor, como responsable de la barca, dónde está la verdad y dónde el error, dónde está el puerto, dónde la salud y la luz. Y que nos diga qué se debe hacer con nuestra herencia de 2000 años.
Si calla o si sigue eludiendo el gran debate que le propone Monseñor Lefebvre, no solamente se verá con toda claridad, que la preocupación por la unidad es una trampa, una trampa más, sino que, simple y terriblemente, carece de la verdad. Es la hora de rendir cuentas y no la de perderse en consideraciones elusivas, La situación no le permite el paso atrás ni al costado. Este es un reto a todo su pontificado y a sus bases doctrínales,
Si la respuesta no llega, aunque sea en forma de condena o de rectifica­ción, ante los ojos de los católico quedará indubitable que el cismático y el hereje no es Monseñor Marcel Lefebvre.

Víctor Eduardo Ordóñez, Revista Cabildo, 2ª época, Nº3, Octubre 1976. Págs. 19-20.