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miércoles, 8 de diciembre de 2010

El privilegio de la Inmaculada Concepción.

Inmaculada Concepción, La Redonda, Logroño.
del artista español Gregorio Fernández (1576-1636)
 
La plenitud inicial en María se nos presenta bajo dos aspectos: el uno, en cierto modo negativo, sobre todo en su enunciado: la preservación del pecado original; el otro, positivo: la concepción absolutamente pura y santa, por la misma perfección de la gracia santificante inicial, raíz de todas las virtudes infusas y de los siete dones del Espíritu Santo.
 
La definición dogmática.

La definición del dogma de la Inmaculada Concepción por Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, dice así: “Nos declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la beatísima Virgen María, en el primer instante de su concep­ción, fue preservada, por singular privilegio de Dios y en virtud de los méritos de Jesucristo, de toda mancha de pecado original, es doctrina revelada por Dios, y por tanto han de creerla firme y constantemente todos los fieles” (Denzinger, Nº 1641) .
Esta definición contiene, principalmente, tres puntos importantes:
1 º Se afirma que la bienaventurada Virgen María ha sido preservada de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, es decir, de su concepción pasiva y consumada, cuando su alma fue creada y unida al cuerpo, pues que sólo entonces existe persona humana, y la definición se refiere a este privilegio otorgado a la persona misma de María. Se dice que es un privilegio especial, y una gracia particularí­sima, efecto de la omnipotencia divina.
¿Qué debemos entender, conforme al sentir de la Iglesia, por el pecado original del que María fue preservada? La Iglesia no ha definido en qué consiste la naturaleza íntima del pecado original, pero nos lo ha dado a conocer por sus efectos: enemistad o maldición divina, mancha del alma, estado de injus­ticia o de muerte espiritual, esclavitud bajo el dominio del demonio, sujeción a la ley de la concupiscencia, de los sufrimientos y de la muerte corporal, considerada como una pena del común pecado[1]. Estos efectos suponen la privación de la gracia santificante que había recibido Adán con la plenitud e integridad de naturaleza para él y para nosotros, y que per­dió para sí y para nosotros[2] Hay que decir, pues, que María no pudo ser preservada de toda mancha del pecado original, desde el instante de su con­cepción, más que habiendo recibido la gracia santificante, es decir, el estado de justicia y santidad, efecto de la amistad divina, en oposición a la maldición divina, y que por consi­guiente fue sustraída de la esclavitud del dominio del demonio, de la sujeción a la ley de la concupiscencia, y hasta de los sufrimientos y de la muerte considerados como pena del pecado de naturaleza[3], aunque en María, como en nuestro Señor, el sufrimiento y la muerte hayan sido consecuencias de nuestra naturaleza (in carne passibili) y que hayan sido ofre­cidos por nuestra salvación.
2 º Se afirma en esta definición que María fue preservada del pecado original, en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, como ya lo había declarado en 1661 Alejandro VII (Denz., 1100). No se puede, pues, admitir, como lo sostenían algunos teólogos en el siglo XIII, que María es inmaculada en el sentido de que no necesitó la redención, y que su primera gracia es independiente de los méritos futuros de su Hijo.
Según la bula Ineffabilis Deus, María fue rescatada por los méritos de su Hijo y del modo más perfecto, por una redención, no sólo liberadora del pecado original ya contraído, sino por una redención preservadora. Aun en el orden humano, el que nos preserva de un golpe mortal es nuestro salvador, más ampliamente y mejor, que el que nos cura sólo de las heridas causadas por el golpe.
Con la idea de redención preservadora se relaciona esto: que María, hija de Adán, descendiente suya por vía de generación natural, debía incurrir en la mancha hereditaria, y hubiese incurrido de hecho en ella, si Dios no hubiese decidido desde toda la eternidad otorgarle este privilegio singular de la pre­servación en virtud de los méritos futuros de su Hijo.
Este punto de doctrina se afirmaba ya en la oración propia de la fiesta de la Inmaculada Concepción, aprobada por Sixto IV (1476) y en la que se dice: “Ex morte ejusdem Filii tui praevisa, eam (Mariam) ab omni labe praeservasti.” La Santísima Virgen fue preservada del pecado original por la futura muerte de su Hijo; es decir, por los méritos de Jesús, muriendo por nosotros en la Cruz.
Se ve, desde luego, que esta inmunidad de María difiere bastante de la del Salvador, pues Jesús no fue rescatado en lo mínimo, por los méritos de nadie, ni por los suyos; fué preservado del pecado original y de todo pecado por doble mo­tivo: primero, por su unión hipostática o personal de su humanidad al Verbo, en el mismo instante en que su alma santa fue creada, pues ningún pecado, sea original o actual y personal puede atribuirse al Verbo hecho carne; segundo, por su concepción virginal, realizada por obra del Espíritu Santo, Jesús no desciende de Adán por vía de generación natural[4]. Esto es propio y privativo suyo.
3 º La definición del dogma de la Inmaculada Concepción nos propone esta doctrina como revelada, y contenida, por lo tanto, al menos implícitamente, en el depósito de la revelación, es decir, en la Sagrada Escritura o en la Tradición, o en las dos fuentes.
 
El testimonio de la Escritura.

La bula Ineffabilis Deus, cita dos textos de la Escritura: Gén., III, 15 y Luc., I, 28, 42.
En el Génesis este privilegio es revelado implícitamente o confusamente y como en germen en estas palabras de Dios dirigidas a la serpiente, figura del demonio (Gén., III, 15): Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu posteridad y su posteridad; ella te aplastará la cabeza y tú atentarás contra su calcañar. Esta, es decir, la posteridad de la mujer, pues en el texto hebreo, el pronombre es masculino y designa a los des­cendientes de la mujer y lo mismo en los Setenta y en la versión siriaca. La Vulgata pone ipsa que se refiere a la mujer. El sentido, por lo demás, es casi el mismo, pues la mujer será asociada a la victoria del que representará eminentemente a su posteridad en la lucha contra el demonio en el transcurso de los siglos.
Estas palabras por sí solas no bastan para probar con certeza que el privilegio de la Inmaculada Concepción es revelado, pero los SS. Padres, en su paralelo entre Eva y María, han visto en él una alusión a esta gracia, y por esto cita Pío IX esta promesa.
Un exegeta naturalista no verá en estas palabras más que una expresión de la repulsión instintiva que el hombre experi­menta a la vista de la serpiente. Pero la tradición judía y cris­tiana ven en ella mucho más. La tradición cristiana ha visto en esta promesa, que ha sido llamada el protoevangelio, el pri­mer rasgo que sirve para designar al Mesías y su triunfo sobre el espíritu del mal. Jesús representa, en efecto, eminentemente a la posteridad de la mujer, en lucha con la descendencia de la serpiente. Pero si Jesús es llamado así, no es en razón del lazo común y lejano que le une con Eva, pues ésta sólo ha podido transmitir a sus descendientes una naturaleza decadente, herida, privada de la vida divina, sino más bien en razón del lazo que le une a María, en cuyo seno tomó una humanidad sin mancha. Como lo dice el P. X. - M. Le Bachelet, art. cit., col. 1118: “No se encuentra en la maternidad de Eva el prin­cipio de esta enemistad que Dios pondrá entre la raza de la mujer y la descendencia de la serpiente, pues Eva, lo mismo que Adán, cayó víctima de la serpiente. El principio de esta enemistad sólo se encuentra en María, madre del Redentor. En este protoevangelio, la personalidad de María, aunque todavía velada, está presente, y la lección de la Vulgata, ipsa, expresa una consecuencia, que se deduce realmente del texto sagrado, porque la victoria del Redentor es una victoria moral, pero real de su Madre”.
La antigüedad cristiana no cesa de oponer Eva, que parti­cipa del pecado de Adán al seguir la sugestión de la serpiente, con María, que participa en la obra redentora de Cristo al dar crédito a las palabras del ángel en el día de la Anunciación[5].
En la promesa del Génesis se anuncia una victoria completa sobre el demonio: ella aplastará tu cabeza, y por lo tanto, sobre el pecado que reduce al alma a la esclavitud del demonio. Desde luego, como lo dice Pío IX en la bula Ineffabilis Deus, esta victoria sobre el demonio no sería decisiva si María no hubiese sido preservada de pecado original por los méritos de su Hijo: De ipso (serpente) plenissime triumphans, illius caput immaculato pede (Maria) contrivit.
El anuncio de este privilegio está contenido en la promesa del Génesis, coma la carrasca está contenida en el germen con-tenido en la bellota; si no hubiésemos visto nunca la carrasca, no hubiésemos conocido el valor de este germen, ni para qué estaba propiamente preparado; pero una vez que conocemos la encina, vemos que este germen estaba dispuesto para producirla y no para que saliese un olmo o un álamo. Esta es la ley de la evolución que también se verifica en el orden progresivo de la revelación divina.
La bula Ineffabilis Deus, cita también las palabras de salu­tación del ángel a María (Luc., I, 28): Dios te salve, llena eres (estás) de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres, y las palabras dichas por Santa Isabel por revelación divina (Luc., I, 42). No dice Pío IX que estas palabras basten para probar por sí solas que el privilegio de la Inmaculada Concepción haya sido revelado; para que sean eficaces hay que unir a ellas la tradición exegética de los Padres.
Esta tradición se hace explícita con S. Efrén Sirio[6] y en los Padres griegos de los tiempos posteriores del Concilio de Efeso (431), en particular en los obispos adversarios de Nes­torio: S. Proclo, uno de los sucesores de S. Juan Crisóstomo en la silla de Constantinopla (434-446) y Teodoto, obispo de Ancira (430-439), y luego en S. Sofronio, patriarca de Jerusalén (634-38), Andrés de Creta (t 740), S. Juan Da ­ masceno, muerto a mitad del siglo VIII, cuyos testimonios son aducidos muy por extenso por el P. Le Bachelet, Dict. Apol., art. Marie, col. 223-231.
A la luz de esta tradición exegética las palabras del ángel a María: Dios te salve, llena de gracia, o completamente agra­dable a Dios y amada por El, no están limitadas en el tiempo, de manera que excluyan algún período inicial de la vida de María; al contrario, la Santísima Virgen no hubiese recibido esta plenitud de gracia si su alma hubiese estado ni un instante en el estado de muerte espiritual, coma consecuencia del pecado original, si hubiese estado privada un momento de la gracia, aparrada de Dios, hija de ira, en una servidumbre bajo el poder del demonio. S. Proclo dice que fue “formada de un barro puro”[7]. Teodoto de Ancira dice que “el Hijo del Altísimo nació de la Excelsa”[8]. S. Juan Damasceno escribe que María es la hija santísima de Joaquín y Ana y que “escapó de los dardos inflamados del maligno”[9], que es un nuevo paraíso” en donde la serpiente no tiene entrada furtiva”[10], que está exenta de la deuda de la muerte, una de las conse­cuencias del pecado original[11] y debió estar exenta, por lo tanto, de la común ruina.
Si María hubiese contraído el pecado original, la plenitud de gracia hubiese estado restringida, en el sentido de que no hu­biese abarcado toda su vida. La Iglesia, interpretando las palabras de la salutación angélica a la luz de la Tradición y con la asistencia del Espíritu Santo, vio en ellas, implícitamente revelado, el privilegio de la Inmaculada Concepción, no como el efecto en la causa que puede existir sin él, sino como una parte en el todo y la parte está actualmente, en el todo, anunciada implícitamente al menos esta verdad. S. Justino[12], S. Ireneo[13], Tertuliano[14], contraponen a Eva, causa de la muerte, y a María, causa de la vida y de la salvación. Esta antítesis es constantemente re­novada por los Padres[15] y se encuentra en los documentos más solemnes del magisterio supremo, en particular en la bula Ineffabilis Deus. Esta antítesis nos la presentan como perfecta, sin ninguna restricción y para que lo sea, es necesario que María haya sido superior a Eva en todo momento, y por lo tanto no haya sido inferior a ella en el primer instante de su vida. Los SS. Padres dicen frecuentemente de María que fue inmaculada, que fué siempre bendecida por Dios por respeto de su Hijo, que es intemerata, intacta, impolluta, intaminata, illibata, sin mancha alguna.
S. Efrén al comparar Eva y María dice: “Ambas son en su origen inocentes y puras, pero pronto Eva se convierte en causa de la muerte, y María, de la vida”[16]. Dirigiéndose al Señor, dice también: “Vos, Señor, y vuestra santa Madre sois los únicos perfectamente hermosos bajo todos los conceptos. En vos no hay ninguna falta, y en vuestra Madre, ninguna mancha. Los demás hijos de Dios no se acercan, ni con mucho, a esta hermosura”[17].
S. Ambrosio dice, igualmente, de María, que está exenta de toda mancha del pecado “per gratiam ab omni integra labe peccati”[18], y S. Agustín nos dice que “el honor de Cristo no permite ni promover siquiera la cuestión del pecado, res­pecto a la Santísima Virgen María”[19] mientras que si se les pregunta a los santos: ¿Estáis sin pecado?”, todos nos responderán con el Apóstol S. Juan (I Joan., t, 8): “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros”. Otros dos textos de S. Agustín parecen indicar que la afirmación referente a la exención de María de todo pecado se refiere y se puede extender a la inmaculada Concepción[20]. Se encontrarán otros muchos textos y testimonios de los SS. Padres en las obras de Passaglia[21], Palmieri[22] y Le Bachelet[23].
Hay que agregar que, desde los siglos VII y VIII, se celebraba en la Iglesia, sobre todo en la griega, la fiesta de la Concepción de la Bienaventurada Virgen María; en Sicilia en el siglo IX , en Irlanda en el X, y en el en casi toda Europa.
El Concilio de Letrán del 649 (Denz., 256) llama a María “inmaculada”. En 1476 y 1483, Sixto IV habla en favor del privilegio a propósito de la fiesta de la Concepción de María (Denz., 734). El Concilio de Trento (Denz., 792) declara, al hablar del pecado original que alcanza a todos los hombres, que no es su intención, incluir en él a la inmaculada Virgen María. En 1567 es condenado Bayo por haber enseñada lo contrario (Denz., 1073). En 1661, Alejandro VII afirma este privilegio, al decir que casi todas las iglesias de la cristiandad lo admiten aunque no haya sido definido todavía (Dent., 1100). Y finalmente, el 8 de diciembre de 1854, se promulga la definición solemne (Denz., 1641).
Es necesario reconocer que en los siglos XII y XIII, grandes doctores, como S. Bernardo[24], S. Anselmo[25], Pedro Lombardo[26], Hugo de S. Víctor[27], S. Alberto Magno[28], S. Buenaventura[29], Santo Tomás[30], fueron poco favorables al privilegio porque no habían considerado el instante mismo de la animación o de la creación del alma de María, y no distinguieron con precisión, con la idea de redención pres ervadora, que María, que debía incurrir en la mancha heredtaria, no incurrió de hecho. No han distinguido entre “debebat contrahere” y “contraxit peccatum”. Veremos después, sin embargo, que existen en la vida de Santo Tomás tres períodos distintos sobre este punto, y que si en el segundo no afirma el privilegio y hasta parece que lo niega, en el primero lo afirma y también, según parece, en el último.
 
Razones teológicas del privilegio de la Inmaculada Concepción.

La principal razón de conveniencia de este privilegio es el desarrollo de la que aduce Santo Tomás para demostrar la conveniencia de la santificación de María en el seno de su ma­dre antes de su nacimiento (IIIª, q. 27, a. 1): “Hay que creer razonablemente que la que debía engendrar al Hijo único de Dios, lleno de gracia y de verdad, ha recibido más que persona alguna los privilegios mayores de la gracia. Si Jeremías y S. Juan Bautista han sido santificados antes de su nacimiento, habrá que creer razonablemente que lo mismo sucedió con María”. Santo Tomás dice también, ibid., a. 5: “Cuanto más cerca está uno de la fuente de las gracias, más se recibe de ella y María ha sido la que más cerca ha estado del principio de la gracia que es Cristo”[31].
Pero es necesario desarrollar esta razón de conveniencia para llegar hasta el privilegio de que estamos hablando.
Fue una gloria de Scoto (y los tomistas deben tributarle el honor de reconocer que su adversario vio claro en este punto) el haber puesto en claro la gran conveniencia de este privilegio respondiendo a esta dificultad propuesta por muchísimos teó­logos y por Santo Tomás: Cristo es el Redentor universal de todos los hombres sin excepción (Rom., III, 23; v, 12, 19; Gil., III, 22; II Cor., v, 14; I Tim., II, 16). Ahora bien, si María no contrajo el pecado original, no fue redimida por Cristo, no fue, pues, rescatada por Él.
Duns Scoto[32] responde a esta dificultad con la idea de la redención no libertadora, sino preservadora; hace ver toda la conveniencia, y por lo menos en ciertos lugares, sin aludir a su opinión especial sobre el motivo de la Encarnación, de tal manera que esta importantísima razón de conveniencia se puede admitir independientemente de esta opinión.
Esta razón es la siguiente: Conviene que el perfecto Reden­tor ejerza una redención soberana, por lo menos con respecto a la persona de María que debe asociársele más íntimamente que ninguna otra en la obra de la redención de la humanidad. Ahora bien, la redención suprema no es la liberación del peca-do ya contraído, sino la preservadora de toda mancha; de la misma manera que el que libra a alguno de un golpe mortal, es más salvador todavía que si le curara las heridas producidas por el golpe. Es, pues, conveniente en sumo grado que el per­fecto Redentor haya preservado, por sus méritos, a su Ma­dre de todo pecado original y también de toda falta actual. El argumento había sido esbozado anteriormente por Eadmero[33] y tiene evidentemente raíces profundas en la Tra­dición.
Esta razón de conveniencia está, en cierta manera, indicada en la bula Ineffabilis Deus, con algunas otras más. Se dice en ella que el honor, lo mismo que el deshonor de los padres repercute en sus hijos y no convenía que el perfecto Redentor hubiese tenido una Madre concebida en el pecado.
Además, como el Verbo procede eternamente de un Padre santo por excelencia, convenía que en la tierra naciese de una Madre a la que jamás hubiese faltado el resplandor de la santidad.
En fin, para que María pudiese reparar la caída de Eva, vencer las artimañas del demonio y darnos a todos, con Cristo, por El y en Él, la vida sobrenatural, convenía que ella misma no hubiese estado jamás en el estado humillante de la esclavi­tud del pecado y del demonio.
Si se objetase que sólo Cristo es inmaculado, es fácil responder: Sólo Cristo lo es por sí mismo, y por el doble título de la unión hipostática y de su concepción virginal; María lo es por los méritos de su Hijo.

Las consecuencias del privilegio de la Inmaculada Concepción pueden desarrollarse tal como lo hacen los grandes escri­tores místicos. María ha sido preservada de las consecuencias deshonrosas y desastrosas del pecado original, que son la con­cupiscencia y la inclinación al error.
Hay que reconocer, después de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, que el foco de la concupiscencia no sólo estuvo dominado en María desde el seno de su madre, sino que no existió en ella jamás. Ningún movimiento de su sensibilidad podía ser desordenado y prevenir su juicio y su consentimiento. Existió siempre en ella la subordinación per­fecta de la sensibilidad a la inteligencia y a la voluntad, y de la voluntad a Dios, como en el estado de inocencia. Y por esto María es la virgen de las vírgenes, purísima, “inviolata, inte­merata”, torre de marfil, el espejo purísimo de Dios.
María, igualmente, no estuvo jamás sujeta al error, a la ilu­sión; su juicio fue siempre claro y recto. Si no tenía luz sufi­ciente sobre alguna cosa, suspendía el juicio y evitaba la preci­pitación que es la causa del error. Es, como lo dicen las letanías, Sede de la Sabiduría, la Madre del Buen Consejo. Todos los teólogos reconocen que la naturaleza le hablaba del Creador más profundamente que a los mayores poetas, y que tuvo, ya en este mundo, un conocimiento profundo y sencillamente superior de lo que dicen las Escrituras acerca del Mesías, de la Encarnación y de la Redención. Estuvo, pues, exenta por completo, de la concupiscencia y del error.
Pero ¿por qué el privilegio de la Inmaculada Concepción no sustrajo a María del dolor y de la muerte, consecuencias del pecado original?
El dolor y la muerte de María, en verdad, lo mismo que en Jesucristo, no fueron como en nosotros, consecuencias del pecado original que no los había ajado ni manchado. Fueron consecuencias de la naturaleza humana, que de por sí, como la naturaleza del animal, está sujeta a los dolores y a la muerte corporal. Sólo por privilegio especial estaba exento de los dolores y de la muerte, Adán, si hubiese conservado la ino­cencia.
Jesús, para ser nuestro Redentor con su muerte sobre la cruz, fue virginalmente concebido en carne mortal, in carne passibili, y aceptó voluntariamente los sufrimientos y la muerte por nuestra salvación. María, a su ejemplo, aceptó volunta­riamente el dolor y la muerte para unirse al sacrificio de su Hijo para expiar en unión de Él y por nosotros y para rescatarnos.
Y, cosa sorprendente y admiración de las almas contempla­tivas, el privilegio de la Inmaculada Concepción y la plenitud de gracia, lejos de sustraer a María al dolor, aumentaron enormemente en ella la capacidad de sufrir por las consecuen­cias del mayor de los males, el pecado. Precisamente porque era absolutamente pura, porque su corazón estaba abrasado por la caridad divina, María sufrió excepcionalmente los mayores tormentos, de los que nuestra ligereza nos libra. Sufrimos por lo que hiere nuestra susceptibilidad, nuestro amor propio, nues­tro orgullo. María sufrió por el pecado, en la misma medida de su amor para con Dios a quien el pecado ofende, en la me­dida de su amor por su Hijo al que crucificó el pecado, en la medida de su amor por nuestras almas, a las que destruye y mata el pecado. El privilegio de la Inmaculada Concepción, lejos de sustraer del dolor a María, aumentó tanto sus sufri­mientos y la dispuso tan bien para soportarlos que no desper­dició el mínimo y los ofreció con los de su Hijo por nuestra salvación.
 
Pensamiento de Santo Tomás sobre la Inmaculada Concepción.

Se puede, según parece, y como lo han indicado algunos comentaristas, distinguir sobre este punto, tres períodos en el pensamiento de Santo Tomás.
En el primero, al principio de su carrera teológica (1253-54), afirma el privilegio, por el motivo, probablemente, de la tradición clara y manifiesta de la fiesta de la Concepción celebrada en muchas Iglesias y por el piadoso fervor de su admiración por la santidad perfecta de la Madre de Dios. Escribió enton­ces (I Sent., d. 44, q. 1, a. 3, ad 3): “Puritas intenditur per recessum a contrario quod nihil purius esse potest in rebus creatis, si nulla contagione peccati inquinatum sit; et talis fuit puritas beaty Virginis, quae a peccato originali et actuali inmu­nis fuit. Según este texto, la pureza de la bienaventurada Virgen fue tal que quedó exenta del pecado original y actual.
En el segundo periodo, al ver mejor las dificultades del problema, Santo Tomás duda y no se decide y pronuncia, pues los teólogos de su tiempo sostienen que María es inmaculada independientemente de los méritos de Cristo. Rehuye admitir esta posición por el dogma de la redención universal que, sin excepción, proviene del Salvador (Rom., III, 23; v, 12, 19; Gil., III, 22, II Cor., v, 14; I Tim., u, 6). Entonces fue cuando en la III ª, q. 27, a. 2, planteó así la cuestión: ¿Fue santificada la bienaventurada Virgen, antes de la animación, en la concep­ción de su cuerpo? Pues según él y otros muchos teólogos, la concepción (inicial) del cuerpo se distingue de la animación o creación del alma, posterior en mes poco más o menos, y que hoy se llama concepción pasiva consumada.
El santo doctor da, al principio de este articulo, cuatro argu­mentos en favor de la concepción inmaculada, aun anterior, cronológicamente, a la animación. Después responde: “La san­tificación de la bienaventurada Virgen no se concibe antes de la animación: 1 º, porque esta santificación debe purificarla del pecado original, el cual no puede ser borrado más que por la gracia, que tiene por sujeto al alma misma; 2°, si la Virgen María hubiese sido santificada antes de la animación, no hu­biese incurrido jamás en la mancha del pecado original y no hubiese tenido necesidad de ser rescatada por Cristo... Y esto es un inconveniente porque Cristo es el Salvador de todos los hombres” (I Tim., II, 6. — Item ad 2).
Aun después de la definición dogmática de 1854 es verdad afirmar que María no fue santificada antes de la animación; pero añade Santo Tomás, al fin del cuerpo del artículo: “Unde relinquitur, quod sanctificatio B. Virginis fuerit post ejus animationem”. Sólo queda, según él, que haya sido santificada después de la animación. No distingue, como lo ha hecho mu chas veces en otras partes, la posteridad de naturaleza, que puede y se debe admitir todavía hoy, de la posterioridad de tiempo, que es contraria al privilegio de la Inmaculada Con­cepción. E igualmente, ad 2, dice Santo Tomás de la Virgen María: “Contraxit originale peccatum”[34].
Todo su argumento tiende a demostrar que Mara, siendo descendiente de Adán por generación natural, debía incurrir en la mancha original. Pero no distingue bastante, este debitum incurrendi del hecho de incurrir en esta falta.
En cuanto a la cuestión de saber en qué momenta exacto fué santificada la Virgen María en el seno de su madre, no se pronuncia. Declara que la santificación siguió inmediatamente a la animación, cito post, dice en los Quodlibetos w, a. 7; pero el momento se ignora, “quo tempore sanctificata fuerit, ignoratur” (IIIª, q. 27, a. 2, ad 3).
En la Suma, Santo Tomás no examina la cuestión: María ha sido santificada, en el mismo instante de la animación. S. Buenaventura había planteado también el problema y lo había resuelto negativamente. Santo Tomás no se pronuncia claramente; se inspira probablemente en esto, en la actitud reservada de la Iglesia Romana que no celebraba la fiesta de la Concepción, celebrada en otras iglesias (cf. ibídem, ad 3). Esta es, por lo menos, la interpretación del P. Norb. del Prado, O. P., Santo Tomás y la Inmaculada Concepción, Ver­gara, 1909; del P. Mandonnet, O. P., Dict. de theol. cath., art. Frères Prêcheurs, col. 899, y del P. Hugon, Tractatus dogma­tici, t. II, 5ª edic., 1927, p. 749. Según estos autores, la opinión de Santo Tomás, aun en este período de su carrera profesional, sería la expresada mucho tiempo después por Gre­gorio XV en sus cartas de 4 de julio de 1622: “Spiritus Sanctus nondum tanti mysterii arcanum Ecclesiae sum patefecit”.
Los principios aducidos por Santo Tomás no concluyen del todo contra el privilegio, y subsisten perfectamente si se admite la redención preservadora.
Se objeta, sin embargo, un texto difícil que se encuentra in III Sent., dist. III, q. 1, a. 1, ad 2ª q: “Sed nec etiam in ipso instanti infusionis (animae), ut scil. per gratiam tune sibiinfusam conservaretur ne culpam originalem incurreret. Christus enim hoc singulariter in humano genere habet, ut redemptionem non egeat” El P. del Prado y el P. Hugón, loc. citat., responden: “El sentido puede ser: la Santísima Virgen no estuvo preservada en el sentido de que no debía incurrir en la mancha original, pues no hubiese tenido necesidad de redención”. Se echa de menos, evidentemente, la distinción explícita entre el debitum incurrendi y el hecho de incurrir en la mancha original.
En el último período de su carrera, en 1272 6 1273, Santo Tomás, al escribir la Expositio super salutationem angelicam, ciertamente auténtica[35] dice: Ipsa enim (beata Virgo) puris­sima fuit et quantum ad culpam, quia nec originale, nec mortale, nec veniale peccatum incurrit.
Cf. J. F. Rossi, C. M., S. Thomae Aquinatis Expositio salutatione angelicae, Introductio et textus. Divus Thomas (Pl.), 1931, pp. 445-479. Separata, Piacenza, Collegio Alberoni, 1931 (Monografía del Colegio Alberoni) in 8. En esta edición crítica del Comentario del Ave María, se demuestra, pp. 11-15, que el pasaje relativo a la Inmaculada Concepción se encuentra en 16 de los 19 manuscritos consultados por el editor, que se decide por su autenticidad, y pone en el apéndice fotografías de los principales manuscritos[36].
Sería de desear que se hiciese para cada uno de los prin­cipales opúsculos de Santo Tomás un estudio tan concienzudo[37].
Este texto, a pesar de las objeciones hechas por el P. P. Synave[38] parece que es muy auténtico. Si así fuera, Santo Tomás, al fin de su vida, después de madura reflexión habría vuelto a la afirmación del privilegio que había sostenido primeramente en el I Sent., dist. 44, q. 1, a. 3, ad 3, guiado sin duda de la piedad hacia la Madre de Dios. Se pueden notar también otros indicios de este retorno a su primera manera de pensar[39].
Esta evolución, por lo demás, no es rara en los grandes teó­logos, que afirman, llevados de la Tradición, primero un punto de doctrina sin ver todavía todas las dificultades; se vuelven luego más reservados y finalmente la reflexión los conduce al punto de partida, al darse cuenta de que los dones de Dios son más ricos de lo que nos parece, y que no hay que limitarlos sin justas razones. Como lo hemos visto, los argumentos invo­cados por Santo Tomás no concluyen contra el privilegio y hasta nos conducen a él cuando se tiene la idea explícita de la redención preservadora.
Recientemente, el P. J. M. Vosté, O. P., Commentarius in III am P. Summae theol. S. Thomae (in q. 27, a. 2), 2 edición, Roma, 1940, acepta la interpretación de J. Rossi y sostiene él también que Santo Tomás, al fin de su vida, llegó, después de reflexionar, a la afirmación del privilegio que había soste­nido en el principio de su carrera teológica. Por lo menos, es seriamente probable que así fue.


R.P. Reginald Garrigou-Lagrange, O.P. Tomado de “La Madre del Salvador y nuestra vida interior”, Ediciones Desclée, de Brouwer, Buenos Aires, 1947.




[1] Cf. Segundo Concilio de Orange, DENZ., 174-175. —Concilio de Trento, DENZ., 788-9.
[2] Concilio de Trento, DENZ., 789: “Si quis Adae praevaricationem sibi soli et non ejus propagini asserit nocuisse, acceptam a Deo sanctitatem et justitiam, quam perdidit, sibi soli et non nobis eum perdidisse; aut inquinatum illum per inobedientia: peccatum mortem et pcenas corporis tantum in omne genus humanum transfudisse, non autem peccatum quod est mors anima; A. S.” El pecado es la muerte del alma, por la privación de la gracia santificante, que es la vida sobrenatural del alma y el germen de la vida eterna.
[3] Este aspecto de la definición dogmática está muy bien explicado por el P. X. - M. LE BACHELET, S. J., en el Dictionnaire apolo­gétique, art. Marie, sección Immaculée Conception, t. III, col. 220 ss.
[4] Según las palabras de S. AGUSTÍN, De Genesi ad litteram, lib. X, c. 19 y 20, Cristo fue en Adán “non secundum seminalem rationem”, sino sólo “secundum copulatam substantiam”.
[5] Sobre la interpretación de esta profecía del Génesis, cf. TERRIEN, La Madre de Dios y de los hombres, Editorial Poblet, Buenos Aires, 1945, t. II. La antítesis entre Eva y María es expuesta por S. Justino, S. Ireneo, S. Cirilo de Jerusalén, S. Efrén, S. Epifanio, S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Juan Crisóstomo, etc. Cf. Dict. Apol., art. citado, col. 119.
[6] Cf. Dict. de Théol., art. Ephrem, col. 192.
[7] Orat. VI, 2; P. G., LXV, 733; cf. 751 s., 756.
[8] Horn. VI, in sanctam Mariam Dei genitricem, 11-12; P. G., LXXVII, 1426 ss.
[9] Horn. I in Nat., 7; P. G., XCVI, 672.
[10] Horn. II in dormit., 2, col. 725.
[11] Horn. II in dormit., 3, col. 728.
[12] Dial. cum Tryphone, 100; P. G., VI, 709 ss.
[13] Adv. Haereses, III, XXIl, 3, 4; P. G., VII, 858 ss., 1175.
[14] De carne Christi, XVII; P. L., II, 782.
[15] Por ejemplo S. Cirilo de Jerusalén, S. Efrén, S. Epifanio, S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Juan Crisóstomo, etc.
[16] Oper. Syriaca, edic. Roma, t. II, p. 327.
[17] Cf. G. BICKELL, Carmina Nisibena, Leipzig, 1866, pp. 28-29. G. Bickell deduce de este y otros pasajes que S. Efrén es un testigo del dogma de la Inmaculada Concepción.
[18] In Psal. CXVIII, 22, 30; P. L., XV, 1521.
[19] De natura et gratia, XXXVI, 42; P. L., XLIV, 267.
[20] Contra Julianum pelagianum, V, XV, 57; P. L., XLIV, 815; Opus imperfectum contra Julianum, IV, CXXII; P. L., XLV, 1418.
[21] De immaculato Deiparae conceptu.
[22] Thesis 88.
[23] Dict. Apol., art. Marie, Immac. Concep., col. 210-275.
[24] Epist. ad canonicos Lugdunenses.
[25] De conceptione virginali.
[26] In III Sent., dist. 3.
[27] Super Missus est.
[28] Item Super Missus est.
[29] In III Sent., dist. 3, q. 27.
[30] III, q. 27, a. 1 y 2.
[31] III, q. 27, a. 5. SANTO Tomás da también ibid., a. 3, 4, 5, 6, los argumentos de conveniencia a propósito de la primera santificación y que están aducidos en la bula Incafabilis Deus, para la Inmaculada Concepción, en particular (a. 4), que María, predestinada para ser Madre del Salvador, debía ser digna de Él, porque el honor de los padres y también su deshonra se refleja sobre sus descendientes, y porque tenía una “afinidad singular” con el Hijo de Dios hecho carne, concebido por ella, que en ella moró y al que dio a luz.
[32] In III Sent., disp. III, q. 1 (ed. Quaracchi) y edit. Vives, XIV, 159; y Reportata, lib. III, dist. III, q. 1, edic. Vives, XXIII, 261.
[33] Tractatus de Conceptione sancta. Maria; P. L., CLIX, 301, 318. Eadmero, discípulo de S. Anselmo, comenzaba así, en el siglo XIII, la síntesis de los elementos de la Tradición Griega.
[34] Fundados en estos textos, muchos intérpretes han dicho que Santo Tomás negaba el privilegio y así piensa el P. LE BACHELET, Diet. Théol., art. Immaculée Conception, col. 1050-1054.
[35] S. Thomae Aq. opuscula omnia, edic. Mandonnet, París, 192 7 , t. I, introd., pp. XIX-XXII.
[36] El Bulletin Thomiste de julio-diciembre 1932, p. 564, dice: “Este excelente trabajo, probo y serio, será bien acogido... por la paciente elaboración del texto parece excelente bajo todos los con­ceptos”.
[37] Se ha objetado, no obstante (Bulletin Thomiste, julio-diciem­bre 1932, p. 579): en el mismo opúsculo se dice, un poco más arriba: “Ipsa (Virgo) omne peccatum vitavit magis quam alius sanctus, praeter Christum. Peccatum autem aut est originate et de isto fuit mundata in utero; aut mortale aut veniale et de istis libera fuit. Sed Christus excellit B. Virginem in hoc quod sine originali conceptus et natus fuit. Beata autem Virgo in originali concepta, sed non nata.
Existe contradicción entre este texto y el que aparece bien auténtico, unas líneas más abajo. Es inverosímil que a pocas líneas de distancia se encuentren el sí y el no. La dificultad desaparece si se tiene en cuenta que para Santo Tomás la concepción de cuerpo, en el principio de la evolución del embrión, precede, por lo menos en un mes, a la animación, que es la concepción pasiva consumada, antes de la cual no existe la persona, pues todavía no existe el alma racional.
[38] Bulletin Thomiste, julio-diciembre 1932, p. 579.
[39] En particular en el Compendium theologiae, redactado en Nápoles en 1272-73 e interrumpido por la muerte, Santo Tomás escribió, cap. 224: “Non solum a peccato actuali immunis fuit (B. M. Virgo), sed etiam ab originali, speciali privilegio mundata... Est ergo tenen­dum quod cum peccato originali concepta fuit, sed ab eo, quodam speciali modo, purgata fuit”.