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jueves, 13 de enero de 2011

La confianza en la Providencia. Respuesta a algunas objeciones.


“Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la tierra, los caminos del Señor superan a los nuestros” (Isaías). De ahí surgen un sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el hombre que no sea muy rico en fe y abnegación. Señalaremos cuatro.
La Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar a nuestra fe, y nosotros querríamos ver. Dios se oculta tras las causas segundas, y cuanto más se muestran éstas más se oculta Él. Sin Él nada podrían aquéllas; ni aun existirían; lo sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta Él, cometemos la injusticia de pararnos en el hecho exterior, agradable o molesto, más o menos envuelto en el misterio. Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de tener una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi osaríamos pedirle explicaciones. Por ventura, ¿no llega el enfermo incluso a confiar su salud, su vida, la integridad de sus miembros al médico, al cirujano? Es un hombre como nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos tener infinitamente más confianza en Dios, médico omnipotente, Salvador incomparable? Dios quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos en Él, con corazón tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera causa de la pena!
La Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya sobre el fin que se propone, ya sobre los medios destinados a su consecución. En tanto no nos hayamos despojado por completo del amor desordenado a las cosas de la tierra, querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él por camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior, etc., y que se saboree tan poco la humillación, las contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas. Las consolaciones y el éxito se nos presentan más o menos como la recompensa de la virtud, la sequedad y la adversidad como el castigo del vicio; nos maravillarnos de ver con frecuencia prosperar al malo, y sufrir al justo aquí abajo.
Dios, por el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra, sino hacer que lo merezcamos tan perfecto como sea posible. Si el pecador se obstina en perderse, es necesario que reciba en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien. En cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se hagan ricos en méritos. “Considera mi vida toda llena de sufrimientos -dijo a Santa Teresa-, persuádete que aquel es más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la medida de su amor es también la medida de las cruces que envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que deseando para vosotros lo que deseé para mí mismo?” Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.
La Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras pasiones, el orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente heridos por el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio sino en la amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios, cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este doloroso servicio. En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios, humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los que liga y aprieta el miembro gangrenado, le hiere la parte más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar a lo vivo.
La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha, porque este rudo tratamiento es la curación, es la vida. Estos males que de fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner límites a nuestra libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros trabajos tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan inoportunas desigualdades.
A derecha e izquierda somos acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así probada, estrechada y fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no busque sino la sola voluntad de Dios. Más ella se resiste a morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos.
La Providencia emplea a veces medios desconcertantes. “Sus juicios son incomprensibles”; no sabríamos penetrar sus motivos, ni atinar con los caminos que escoge para ponerlos en ejecución. Dios comienza por reducir a la nada a los que encarga alguna empresa, y la muerte es la vía ordinaria por la que conduce a la vida. Y, por otra parte, ¿cómo su acción va a contribuir al bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y frecuentemente creemos ver lo contrario. Mas adoremos la divina Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las cosas estemos bien persuadidos de que los mismos obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a sacar de los males que permite el invariable bien que se propone. Si consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la conclusión de que muchas veces los males en este mundo no son males, los bienes no son bienes, hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que son un castigo.
Citemos algunos ejemplos entre mil. Dios se compromete a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no: mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el brazo. Se propone someter a José la tierra de los Faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna, conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa en la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo, por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos destinos. Después de las ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido, abandonado, negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado y crucificado. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación. Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la conquista del mundo. Los reyes y los pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es, sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento que Él ha escogido, “el Hijo del carpintero, el Galileo”, siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en un ataúd y los citará a su tribunal.
Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes. San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, "su bienaventurada soledad es su única beatitud". Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el tráfago de mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de reposo en Dios. No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se inquieta. “Mi vida -dice- es monstruosa y mí conciencia está atormentada. Soy la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo cómo tal. ¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos”.
Dios no le escucha, por lo menos en este sentido. El santo aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, prédica la cruzada. Y en medio de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.
¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en muestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.
En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra voluntad.
Si nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien que Él deseaba hacernos.

Dom Vital Lehodey, O.S.B. Tomado de “El Santo Abandono”.