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lunes, 17 de enero de 2011

Toda esperanza y toda confianza se deben poner solo en Dios.


Señor, ¿cuál es mi confianza en esta vida? o ¿cuál mi mayor contento de cuantos hay debajo del cielo? Por ventura ¿no eres Tú mi Dios y Señor, cuyas misericordias no tienen número? ¿Dónde me fue bien sin Ti? o ¿cuándo me pudo ir mal estando Tú presente? Más quiero ser pobre por Ti, que rico sin Ti. Por mejor tengo peregrinar contigo en la tierra, que poseer sin Ti el cielo. Donde Tú estás, allí está el cielo, y donde no, el infierno y la muerte. A Ti se dirige todo mi deseo, y por eso no cesaré de orar, gemir y clamar en pos de Ti. En fin; yo no puedo confiar cumplidamente en alguno que me ayude oportunamente en mis necesidades, sino en Ti solo, Dios mío. Tú eres mi esperanza y mi confianza; Tú mi consolador y el amigo más fiel en todo.
Todos buscan su interés, Tú buscas solamente mi salud y mi aprovechamiento, y todo mi lo conviertes en bien. Aunque algunas veces me dejas en diversas tentaciones y adversidades, todo lo ordenas para mi provecho; que sueles de mil modos probar a tus escogidos. En esta prueba debes ser tan amado y alabado, como si me colmases de consolaciones espirituales.
En Ti, pues, Señor Dios, pongo toda mi esperanza y refugio; en tus manos dejo todas mis tribulaciones y angustias; porque fuera de Ti todo es débil e inconstante. Porque no me aprovecharán muchos amigos, ni podrán ayudarme los defensores poderosos, ni los consejeros discretos darme respuesta conveniente, ni los libros doctos consolarme, ni cosa alguna preciosa librarme, ni algún lugar secreto y delicioso defenderme, si Tú mismo no me auxilias, ayudas, esfuerzas, consuelas y guardas.
Porque todo lo que parece conducente para tener paz y felicidad, es nada si Tú estás ausente; ni da sino una sombra de felicidad. Tú eres, pues, fin de todos los bienes, centro de la vida, y abismo de sabiduría; y esperar en Ti sobre todo, es grandísima consolación para tus siervos. A Ti, Señor, levanto mis ojos; en Ti confió, Dios mío, padre de misericordias. Bendice y santifica mi alma con bendición celestial, para que sea morada santa tuya, y silla de tu gloria eterna; y no haya en este templo tuyo cosa que ofenda los ojos de tu majestad soberana. Mírame según la grandeza de tu bondad, y según la multitud de tus misericordias, y oye la oración de este pobre siervo tuyo, desterrado lejos en la región de la sombra de la muerte. Defiende y conserva el alma de este tu siervecillo entre tantos peligros de la vida corruptible; y acompañándola tu gracia, guíala por el camino de la paz a la patria de la perpetua claridad. Amén.

Tomás de Kempis, “Imitación de Cristo”, Libro 3, Cap. 59, 1-4.