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sábado, 1 de enero de 2011

Una observación sobre el eclipse del 8 de julio de 1842.


En la excelente obra de crítica y filosofía del arte de Hans Sedlmayr “La muerte de la luz”, el autor, nos hace una breve síntesis de lo que el hombre moderno refleja en las obras artísticas. El arte, refleja toda una época, refleja toda una manera de pensar y de creer, refleja todo un espíritu en el que se encuentra inmersa la  época. El hombre ha perdido la noción de lo verdadero y lo bello porque ha perdido la noción de Dios y esto es reflejado como espejo espiritual, en el arte.
La comparación metafórica en la que nos ubica Sedlmayr, según su delicada y certera su visión artística, es la de un eclipse solar que el poeta Adalbert Stifter ocurrido en 1842 y que ha plasmado en una de sus obras. Según Sedlmayr, el eclipse de sol total descripto por Stifter, es un buen reflejo que se ajusta a la situación actual del arte, debido al oscurecimiento de lo que reflejan los espíritus de las obras artísticas de hoy. Basta visitar cualquier galería de “vanguardia” o de “arte moderno”.
Dejemos al autor que lo haga...


Una observación sobre El Eclipse del 8 de julio de 1842, de Adalbert Stifter.

Esta observación necesita una nota previa:

PARA CADA UNO de nosotros hay personas, cosas, sucesos, cuya esencia tememos analizar y disecar, y confieso antes de empezar que para mí Adalbert Stifter y su obra pertenecen a esa categoría de realidades. Pero ese temor no debe llegar hasta negarnos a hacer partícipes a los demás de lo que esas realidades nos han revelado a nosotros mismos en el fondo. La participación en ese caso no puede hacerse en forma realmente científica, sino, más modestamente, indicando lo que creemos haber percibido y consideramos sería útil que también los demás percibiesen.

            “Hay cosas que sabemos durante cincuenta años, y al llegar al quincuagésimo primero nos maravillamos por lo importantes y tremendas que eran”.
            Creo que Stifter tenía como pocos la facultad de hacer traslucir a través de la descripción realista de un acontecimiento del mundo externo, con el ropaje de un lenguaje grandioso en su simplicidad, fenómenos muy profundos del orden del espíritu. Me refiero sobre todo en ese momento a su “reproducción” del eclipse total de la mañana del 8 de julio de 1842, que, aun literalmente, está entre lo más significativo que nos ha quedado de él. En ese magnífico trozo de prosa el oscurecimiento de la luz interior y, por lo tanto, al arte de una época que está bajo el signo de una obnubilación de esa especie. Quisiera decir algo sobre esto, mostrar cómo es posible algo semejante. Tal vez no haya ninguna necesidad de indicaciones ni explicaciones, tal vez basta advertir estas analogías para captarlas a fondo.
Stifter, a pesar de sentirse subyugado por la grandiosidad del fenómeno, distingue claramente en su descripción, con la precisión de un fiel observador de la naturaleza, dos etapas en el oscure­cimiento.
En la primera etapa, “mientras que en lo alto el bálsamo de la vida, la luz, iba languideciendo imperceptiblemente, penetraba y se extendía en la bella luz del sol la invisible oscuridad”. Los signos característicos de esta primera etapa son:
Primero: El mundo familiar se vuelve extraño: “era una desagradable enajenación de nuestra naturaleza”.
Segundo: Empalidecimiento y debilitamiento del color. El hecho sucedió paulatinamente: “Había avanzado calladamente como una oscuridad, o mejor, una luz gris plomiza, como una bestia maligna —pero podía ser una ilusión—; en nuestro observatorio todo seguía siendo claro y amable, los rostros y semblantes de los presentes eran serenos y amistosos como siempre”. Pero entonces, “se hicieron visibles los efectos también en la tierra…; el río ya no destellaba, sino que era una cinta gris-oscura, nos rodeaban pálidas sombras, las golondrinas estaban inquietas, el hermoso y suave brillo del cielo se apagó como si emanase de un hálito exhausto, una brisa fría se levantó y nos sacudió. . . y el paisaje se hacía cada vez más lívido. . . los rostros se volvieron gris ceniza”.
Tercero: El mundo se vuelve rígido y pesado: “sobre las pra­deras se congelaba una luz extraña e indescriptible, plomiza... sobre el paisaje que se hacía cada vez más inmóvil”.
Cuarto: Sobreviene una extraña calma: “en los bosques, junto con el juego de la luz había desaparecido el movimiento; yacían estáticos, pero no como dormidos sino desmayados”.
Quinto: Y un extraño vacío: “nuestras sombras estaban echadas sobre los muros vacíos y sin contenido”.
Sexto: Tristeza y silencio sepulcral[1]: “hubo un momento de tristeza normal”; “y después silencio de muerte”.
La característica de esta primera etapa del eclipse, captada con gran precisión, es, pues, la de la extinción y la muerte del mundo familiar: “era algo estremecedor esa muerte repentina en medio de la frescura de la mañana que había reinado hasta pocos mi­nutos antes”.
La segunda etapa tiene un carácter totalmente diverso; sucede algo completamente nuevo, inesperado. Sus rasgos característicos son:
Primero: La fuerza tremenda de la conmoción: “Así como antes nos había impresionado y desolado el repentino empalidecimiento y desvanecimiento de la naturaleza, y nos había dado la impresión de una muerte al acecho, ahora nos sentíamos atemorizados y sobrecogidos por la tremenda fuerza y potencia de la conmoción que observábamos en todo lo ancho del cielo; las nubes horizon­tales, que antes nos habían dado temor, colaboraban en la or­questación del fenómeno; se erguían ahora como gigantes”.
Segundo: La tremenda potencia de los colores: “de sus cum­bres fluía un rojo aterrador, y hacia abajo se abovedaban en un azul profundo, frío y pesado, y oprimían el horizonte”. “A lo lejos, en el límite (...), yacía oblicuamente una larga y pun­tiaguda pirámide de luz de un amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de azul ultraterreno”.
Tercero: Lo totalmente irreal: “colores nunca vistos estaban diseminados por el cielo”.
Cuarto: Un resplandor al mismo tiempo fascinante y terrible: “Masas de niebla, que desde hacía tiempo se levantaban en el horizonte, pero no habían tenido color alguno, se hacían ahora patentes y se henchían con un tenue y terrible resplandor”. “La luna estaba en el medio del sol..., semitransparente, inundada de una especie de brillo acerado; y a su alrededor, no un anillo de sol sino una bella, una maravillosa corona de resplandor, azulado, rojizo, en rayos que se reflejaban unos a otros, como si el sol que estaba por encima vertiese su torrente de luz sobre la esfera de la luna, y ésta a su vez la rociase a su alrededor — ¡lo más gracioso que jamás he visto en cuestión de juegos de luz!” “Nunca alumbró una luz menos terrena y más tremenda”. “Si antes nos había desolado la monotonía, ahora nos abrumaban la fuerza, el resplandor y las masas”.

Quinto: Pero el hombre se convierte en un espectro: “nuestras propias formas estaban aprisionadas como negros espectros, hue­cos, carentes de profundidad; el fantasma de la iglesia de San Esteban estaba suspendido en el espacio”.
Sexto: Las violentas conmociones internas agitan a los espec­tadores; hasta “los animales se aterrorizan”.
La característica de esta segunda etapa del eclipse es lo trágico: “La música indeciblemente trágica de colores y luces que resuena por todo el cielo”, es “un Dies irae” que “nos parte el corazón”; es, en resumen, el apocalipsis, la revelación de lo inimaginable, de lo tremendo, de lo inefable, de su poder y su fuerza y su terror.
En la descripción de esta etapa cada una de las palabras tiene un profundo significado simbólico, no buscado intencionalmente. Es casi imposible considerar el hecho exclusivamente como un acontecimiento natural; instantáneamente asume significación y tiene consecuencias de orden espiritual y ético; cada uno de los fenómenos evoca su analogía en el oscurecimiento del espíritu y del corazón y tiene una importancia moral, porque “en este suceso físico se encuentra una fuerza moral de esa clase”. Al mismo tiempo se transforma, sin que medie la menor intención, en una válida descripción de dos hechos espirituales, tal vez los que más conmovieron al siglo de Stifter: la extinción de la natu­raleza familiar al hombre y su tremenda desvirtuación. Esta analo­gía, ¿no estará basada en que el eclipse de la luz central del espíritu tiene como consecuencias necesarias fenómenos similares a los del eclipse de la luz del mundo externo, y, a su vez, en que el arte, con idéntica necesidad, hace visibles estos acontecimientos espirituales con los mismos medios que utiliza la naturaleza? Lo que Stifter describe en un acontecimiento natural es, en el fondo, lo mismo que Nietzsche y Dostoievski supieron y experimentaron acerca del acontecimiento espiritual más significativo de su siglo, sólo que aquí, gracias al genio de un poeta en quien habitaba además un pintor, se vuelve inmediatamente accesible a la con­templación, en un plano en el que se entremezclan lo sensible y lo espiritual y en el que el suceso natural, descrito con simplici­dad, se convierte inmediatamente, y por lo mismo más incisiva-mente que en cualquier “simbolismo”, en símbolo de su reflejo en el orden del espíritu.
Con esto Stifter va más allá de las posibilidades de su época y apunta hacia adelante, a una época que, sin volver al Medioevo, experimentando y abrevando en las profundidades de lo primi­tivo, volverá a descubrir la analogía entis.
Esto es válido para la descripción en su totalidad, pera se aplica además a casi cada una de las observaciones en particular. Al ver a Stifter describir sencillamente una de las consecuencias del eclipse total con las palabras: “El aire se volvió frío, sensi­blemente frío”, ¿cómo no caer en la cuenta de que el grito de Nietzsche: “Ha empezado a hacer frío”, es también la consta­tación de un eclipse? Yo diría que la simple frase “no se da­ban cuenta de que mientras en lo alto el bálsamo de la vida, la luz, iba languideciendo imperceptiblemente —abajo... había avanzado calladamente como una oscuridad..., coma una bestia maligna—, pero podía ser una ilusión; en nuestro observatorio todo seguía siendo claro y amable, los rostros y semblantes de los presentes eran serenos y amistosos como siempre”, yo diría que en esa sola frase está dibujada de una manera insuperable toda la situación histórico-metafísica de Biedermeier.
Puesto que el oscurecimiento del sol externo y del interno tienen efectos semejantes, y porque el arte es proclamación y espejo de esos acontecimientos interiores, las frases de Stifter asumen también una significación, totalmente involuntaria, con respecto al arte de su época. También allí los rasgos característicos de las obras de arte más significativas son, en una primera etapa, frío, pérdida de color, palidez, rigidez, agobio, tristeza y silencio sepulcral; en una segunda etapa se manifiesta una violenta con-moción apocalíptica, colores “terribles” y nunca vistos, un brillo acerado e irreal, junto con la transformación del ser del hombre y de su mundo familiar en máscaras vacías, en fantasmas, en espectros. Evidentemente en la historia, que por definición es superposición de estratos, las etapas no se siguen la una a la otra con el determinismo de un proceso natural, sino en revoluciones constantes que se van sobreponiendo. Ya en la época de Stifter, que fundamentalmente está en la prolongación de la primera etapa (cuya característica, a grandes rasgos, es la experiencia de muerte que se acostumbra a resumir con el término “clasicismo”) , en la obra de Turner o de Blechen, por ejemplo, encontramos figurado en la pintura mucho de lo que Stifter había visto en el cielo (“una larga y puntiaguda pirámide de luz de un amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de azul ultraterreno”, “colores nunca vistos estaban diseminados por el cielo”). Pero los caracteres de la segunda etapa sólo alcanzan su pleno desarrollo con el “expresionismo” del siglo XX, al que se aplican como a ninguno las categorías de irrealidad y apoca­lipsis.
A partir de aquí se le plantea a la historia del arte la tarea de considerar y examinar un acontecimiento que sin duda alguna es uno de los fundamentales en su siglo, y que sucede en el transcurso de la vida de Stifter: la muerte de la luz. Esto única-mente se podría hacer en el marco de una historia de la luz en el arte (y no sólo en el arte) que abrazase todas las épocas, donde probablemente se mostraría que la historia de la luz es un instrumento apto para captar fenómenos más fundamentales que la historia del espacio, que desde Riegl se convirtió en el gran tema central de la historia del arte[2]. En la época de Stifter la luz sufre metamorfosis radicales. Se la seculariza completamente en los edificios de vidrio y hierro de los “palacios de cristal” —el de Londres fue erigido en 1851, pero tiene un precursor desde 1838 en los proyectos de Héctor Horeaus— que adquieren una significación secular-metafísica. La cualidad irrum­pe en la cantidad; estalla una verdadera sed de luz. Si Stifter, en el momento culminante del eclipse, recuerda la poesía de Byron La oscuridad, donde se dice que “los hombres incendian sus casas... para no ver más que luz”, lo mismo debemos pensar nosotros al observar esta desmesurada sed de luz de un hombre cuya luz interior se ha apagado. Para suplir esta carencia busca la plenitud de la luz natural y material: el culto de la luz en los palacios de cristal, en el plein-air, en la fotografía; la iluminación “a día” de las viviendas (en un grado que hoy se vuelve a con­siderar nocivo), el culto de los baños de sol y la transformación de la noche en día gracias al descubrimiento de nuevas fuentes de luz que rivalizan con el sol. Pero al mismo tiempo, a partir de Cézanne, el color devora a la luz; a él pasan ahora la dignidad, el poder y la fuerza de la luz, que antes había sido independiente del color y había estado por encima de él; la luz, por decirlo así, se transforma en una realidad terrenal, pero al mismo tiempo se incendia en una apocalíptica y terrible erupción de colores. En­tonces el color se convierte en un sucedáneo de la luz, de la misma luz interior. En la queja de Egon Schiele por sus Días de cárcel, “¡la única luz era la anaranjada!”, este fenómeno fue expresado de una manera totalmente personal, pero tiene validez universal.

La tercera etapa es el retorno de la luz: “de repente desapareció el mundo ultraterreno y apareció el terreno, una sola gota de luz surgió en el borde superior como metal fundido, y recuperamos nuestro mundo...”; “rayo tras rayo fue volviendo victorioso, y, por pequeño, por diminuto que fuese en este primer momento el círculo brillante, parecía como si nos hubiesen concedido un océano de luz —es imposible describirlo—, y quien no lo haya vivido no podrá creer el alivio que sentimos en nuestros corazo­nes”. Y nosotros, ¿estamos ya viendo esa gota? ¿Estamos ya nosotros «más allá de la línea»?[3].
Como sucede siempre, lo profundamente optimista del eclipse vivido por Stifter estriba en que precisamente la desaparición de la luz revela dolorosamente su santidad, que normalmente apenas percibimos: “Qué santo, qué incomprensible y qué terrible es aquello que siempre nos inunda, que disfrutamos sin tener con ciencia, y que hace estremecer de esa manera a nuestro globo terráqueo al desaparecer, la luz, aunque sólo se aleje por tan breve tiempo”. Por eso, en el momento culminante de cada una de las dos etapas la descripción del fenómeno se transforma brus­camente en confesión y adoración. En el silencio de muerte se manifiesta el dador de vida: “y entonces, silencio sepulcral, era un momento en el que Dios hablaba y los hombres escuchaban”; y en la experiencia del Dies irae, que “parte el corazón, porque Dios y sus fieles difuntos observan”, se manifiesta su omnipo­tencia: “Señor, qué grandiosas... son tus obras, somos como polvo en tu presencia, con un simple soplido que hace desapare­cer la pequeña dicha de la luz nos puedes aniquilar, y transformas nuestra morada querida y familiar en un espacio completamente extraño, habitado por rígidas máscaras”.
A esta experiencia se asocia entonces la primera de las dos interrogantes con que Stifter cierra su descripción: “¿Por qué siendo así que todas las leyes de la naturaleza son maravillas y creaturas de Dios, casi no tomamos conciencia de su existencia en ellas, salvo cuando acontece una súbita modificación, por así decir una perturbación, y entonces, de improviso y con terror, descubrimos su presencia?” Y también esta pregunta tiene alcan­ces que van mucho más allá de la situación concreta en 1848, tiene una importancia no limitada a ningún tiempo en particular: muestra el ordenamiento del hombre al sol externo-interno como un fenómeno original de su existencia, que, sin embargo, se puede oscurecer por debilidad y acostumbramiento, y hasta se puede ocultar y eclipsar.

La segunda pregunta preludia la gran nostalgia del arte mo­derno, que ya había resonado en los románticos —de quienes sin duda lo ha heredado Stifter[4], la nostalgia por una música “pura” de luces y colores. Aún no ha sido satisfecha, porque no sólo “los fuegos artificiales, las transparencias, las iluminaciones... eran comienzos demasiado burdos como para que valga la pena mencionarlos, de esa música de luz”, sino que los mismos intentos de la pintura no son más que sucedáneos de aquella música de luz que añoraba Stifter, y están a mucha distancia de lo que allí se le ofreció a él, por la razón de que no pueden liberarse de la materialización de los colores en elementos gro­seros, que guardan la misma proporción con lo ambicionado, que el gusano en relación a la mariposa. Tal vez el moderno hombre “ilustrado” no se anime a llevar hasta el fin las consecuencias necesarias de este sueño de una música de luz, porque lo condu­ciría a resultados que no quiere asumir.
Para concluir, quisiera volver a recalcar enérgicamente que estas observaciones nos han llevado a una región donde lo espi­ritual y los fenómenos naturales están entremezclados insepara­blemente, y que no se trata de una zona científica sino pre-científica, aunque opino que es la fuente de la que beben los planteos de la ciencia.


Hans Sedlmayr, “La Muerte de la Luz, perspectivas generales sobre el arte, ensayos”. Monte Ávila editores S.A. 1969, Caracas, Venezuela.


[1] Pensemos, por ejemplo, en las afirmaciones de Walter Rehms en su exposición Serenidad de dioses y tristeza de dioses. Anuario del Ca­bildo de Alemania Occidental. Frankfurt a. M. 1924.
[2] En el ensayo Señales del sol he bosquejado un somero esbozo de este tema; ha sido publicado en 1946, bajo el seudónimo de Hans Schwartz, en la revista Wort und Wahrheit. (Reproducido en Epochen und Werke II 249 y sig.)
[3] Ernst Jünger, Más allá de la línea. Frankfurt am Main. 1951.
[4] Con toda probabilidad de Ludwig Tieck; comparar con el pasaje sobre “la música maravillosa que hoy compone el cielo” y con el otro de Las andanzas de Sternbald. La cita que va a continuación está tomada del ensayo de Klaus Lankheit Los pre-románticos y los fundamentos de la pintura “sin tema”. En “Anuario Heidelberg 1951”.