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lunes, 18 de abril de 2011

Sufrimientos morales de Nuestro Señor Jesucristo durante Su Pasión.

El Cristo Sindónico de Córdoba, España.
Imágen realizada por el escultor sevillano Juan Manuel Miñarro,
basada en las marcas que se encuentran en la
Santa Sábana de Turín o Síndone.

Cada uno de los episodios de la vida de Nuestro Señor y Sal­vador es de tan insondable profundidad que nos proporciona in­agotable materia de contemplación. Todo lo que concierne y se re­fiere a Dios es infinito, y lo que percibimos primeramente es sólo lo superficial de aquello que tiene su comienzo y término en la eternidad. Sería presuntuoso para cualquiera, salvo para santos y Doctores, pretender comentar las palabras y los hechos del Salva­dor, a no ser en la forma de meditación. Sin embargo la medita­ción y la oración mental son de tal manera un deber para aquellos que desean alimentar su fe verdadera en Dios, que se nos per­mite amados hermanos míos en Jesucristo, y guiados por los san­tos que nos han precedido, discurrir y explayarnos en estos temas que de no ser así, beberíamos más adorar que escudriñar. Ciertas épocas del año, especialmente la de Pasión, nos induce a que consideremos cuidadosa y minuciosamente aquellos pasajes del Evangelio considerados como los más sagrados. Preferiría que se me tildase de poco firme u oficioso en mis comentarios del Evangelio, antes que de ajeno a este tiempo de la Pasión. Ahora, pues, prosigo, aunque cualquier otro predicador individualmente pueda abstenerse de hacerlo, encauzando vuestros pensamientos hacia un tema, acerca del cual pocos de nosotros meditamos, y que es adecuadísimo para esta época; me refiero a los sufrimien­tos que padeció Nuestro Señor en su inmaculada e inocente alma.
Bien sabéis, hermanos míos en Jesucristo, que Nuestro Señor y Salvador, aunque era Dios, era también verdadero hombre; y por lo tanto poseía no solamente un cuerpo, sino también un alma como la nuestra, aunque, claro es, exenta de toda mácula. Je­sucristo no tomó el cuerpo sin alma. ¡Dios no lo permitiera! por­que entonces no hubiera sido verdadero hombre. Pues ¿cómo hu­biera podido santificar nuestra naturaleza, si tomaba otra que no fuera la nuestra? El hombre sin alma es como las bestias de los campos; pero Nuestro Señor vino al mundo para salvar a la especie humana que es capaz de adorarlo y obedecerlo, poseído de inmortalidad, aunque ésta hubiera perdido su bendición pro­metida. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, y esa imagen está en su alma; luego cuando su Hacedor, por una condescendencia inefable, se revistió de nuestra naturaleza, tam­bién tornó un alma que estuviera de acuerdo con el cuerpo, alma que fuera el medio de su unión con el cuerpo; Tomó en primer lugar el alma y luego el cuerpo humano, ambos a la vez, pero en este orden: el alma y el cuerpo. Dios mismo creó el alma que había de tomar para sí, mientras que su cuerpo lo tomó de la carne de la Bendita Virgen María, su madre. De este modo es como Dios se convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y alma; y por eso se revistió de un cuerpo de carne y con nervios, y no sólo tomó un cuerpo de carne y nervios que admitiese las heridas y la muerte, y fuese capaz de sufrimientos, sino también un alma susceptible de estos sufrimientos, y aún más, susceptible de las penas y amar­guras propias del alma humana, por lo que, así como su cuerpo sufrió la Pasión expiatoria, así también la sufrió su alma.
Mientras estos solemnes días van transcurriendo, nos de­tendremos, especialmente, hermanos míos en Jesucristo, a consi­derar los sufrimientos corporales de la prisión de Jesús, su pere­grinación ante los jueces, sus golpes y heridas, sus azotes, la corona de espinas, los clavos, la Cruz. Todo esto' está compen­diado en el Crucifijo que pende ante nuestra vista: todo esto está representado en su sacrosanta carne, pendiente de la Cruz, y al verlo se nos facilita la meditación. Pero con los sufrimientos de su alma ocurre de modo muy distinto. Esos sufrimientos no podemos representarlos ni investigarlos debidamente: se hallan muy por encima de todo sentimiento y pensamiento; y sin em­bargo se anticiparon al sufrimiento de su cuerpo. La agonía, sufrimiento del alma, no del cuerpo, fue el primer paso de su tremendo sacrificio: “Mi alma siente angustia de muerte”, nos dijo Jesús. Es más, todo lo que padecía en su cuerpo también lo padecía en su alma; y de este modo es como el cuerpo no era más que el conducto por el cual se vertían todos sus sufrimientos al verdadero centro de su pasión, que era su alma. Piemos de insis­tir en este hecho: os afirmo que no era el cuerpo el que sufría, sino el alma en el cuerpo; era el alma y no el cuerpo el centro de los sufrimientos del Verbo Eterno. Consideremos, entonces, que no existe pena en realidad, aunque haya un sufrimiento aparente, cuando se carece de sensibilidad interna o espiritual, ver­dadero centro o núcleo del sentir. Un árbol, por ejemplo, tiene vida, órgano, crece y decae, puede ser dañado e inutilizado; se seca y muere, pero no sufre, porque no tiene espíritu, ni prin­cipio sensitivo. Más donde existe este don del principio inmate­rial, es posible el dolor, siendo éste mayor en proporción a la cali­dad de dicho don. Si careciéramos de espíritu, sentiríamos lo que siente un árbol; si careciéramos de alma racional, no sentiríamos el dolor más de lo que lo siente el bruto, pero siendo hombres sen­timos el dolor como solamente lo sienten aquellos que poseen al­ma racional.
Por esto, afirmo que los seres vivientes sienten de acuerdo al espíritu que los anima; el bruto siente mucho menos que el hombre, al no poder reflexionar acerca de lo que siente y al carecer de conciencia directa de sus sufrimientos. Por ende, el dolor es una prueba tan penosa que no podemos apartar el pen­samiento de él, mientras nos acosa. Flota ante nosotros, se po­sesiona de nuestro espíritu, se adueña de nuestros pensamientos para fijarlos en sí. Si logramos distraer la mente, parece que el do­lor se amortigua; por eso los amigos tratan de entretenernos cuando el dolor nos atormenta, porque el entretenimiento es dis­tracción. Este método suele dar buen resultado, cuando nos aque­ja un dolor leve, llegando hasta la insensibilidad del dolor mismo aún cuando suframos. Sucede generalmente que durante ejerci­cios violentos, o en el trabajo, los hombres se golpean o hieren de consideración, atestiguando la profundidad de sus heridas el sufrimiento que deben haber sentido en el momento de produ­círselas, aun cuando nada recuerden de ello. También en el fragor de la lucha los combatientes se infligen heridas que no se advier­ten por el dolor que les producen sino por la pérdida de sangre que experimentan.
Os demostraré muy pronto, hermanos en Jesucristo, cómo aplicaré lo que os acabo de exponer a los sufrimientos de Nues­tro Señor; pero primero quiero haceros otra observación: pode­mos soportar un instante de dolor, pero éste, si persiste, se torna intolerable. Tal vez llegaríais a exclamar que no podríais sopor­tar más; por eso los pacientes quisieran detener la mano del ci­rujano solamente porque éste les causa un sufrimiento continua­do; con esto digo que no es la intensidad lo que hace insoportable el dolor, sino su persistencia. ¿Acaso no son verdaderos filos de dolor el recuerdo de los momentos precedentes que actúan agu­damente sobre el doliente? Si el tercer, cuarto o vigésimo instante de dolor pudiera olvidarse, no existiría más que el primer momen­to, llevadero por ende, salvo el choque producido por ese primer dolor; pero lo que lo torna en insufrible es precisamente que es el vigésimo; pues, el primero, segundo, tercer momento hasta llegar al decimonono instante de dolor se concentran en el vigésimo; por eso cada instante adicional tiene toda la fuerza, la creciente fuerza, de todos los que le han precedido. Esta es la causa por la que los brutos parecen sentir tan poco el dolor, por carecer de reflexión y de conciencia. Ignoran su existencia, no reflexionan acerca de sí mismos, no miran ni al pasado ni hacia el futuro, pues cada ins­tante a medida que va sucediendo comprende su todo; camina por la superficie de la tierra, viendo esto o aquello, sufriendo las pe­nas, gozando en las alegrías, tomando las cosas como son y aban­donándolas luego, como les acontece a los hombres cuando sueñan. Tienen memoria, pero no memoria de ser racional. Reciben sensa­ciones particulares, pero no llegan a ejecutar nada por propia ini­ciativa, pues su capacidad no les permite reunir los elementos del que brotaría la consecuencia. Nada es para los animales ni reali­dad ni substancias, a no ser las sensaciones; aunque perciben suce­sivamente todas y cada una de sus impresiones. De esta manera es como, a semejanza de sus otros sentidos, el que percibe el dolor no es más que débil y oscuro, a pesar de su manifestación exterior. Lo que otorga especial poder y agudeza al dolor es la compresión intelectual del mismo, como difusión total a través de sucesivos momentos, y solamente el alma, que no posee el bruto, es capaz de aquella comprensión.
Ahora bien, apliquemos todo esto a los sufrimientos de Nues­tro Señor. ¿Recordáis cuando se le ofreció vino mezclado con mirra, en el instante de su crucifixión? No quiso beberlo. ¿Por qué? Porque tal bebida habría adormecido su mente, y Cristo es­taba decidido a sufrir el dolor en toda su amargura. Sacad en con­clusión de todo esto, amados hermanos míos, el carácter de aque­llos sufrimientos. Jesús gustosamente hubiera escapado de ellos si hubiese sido la voluntad de su padre: “Si es posible —dijo— aparta de mí este cáliz”, pero dado que no era posible, explica cal­mosamente y decididamente al Apóstol que quería salvarle de esos sufrimientos: “El cáliz que mi Padre me ha dado ¿no he de be­berlo?” Si tenía que sufrir, El mismo se entregaría al sufrimiento. Cristo no vino a sufrir lo menos posible, ni a desviarse del su­frimiento, sino que lo enfrentó, y lo acometió, para que hasta la más pequeña porción de dolor cumpliera su cometido causán­dole la debida impresión. Y así como los hombres son superio­res a los animales y el dolor les afecta más que a éstos, ya que poseen inteligencia que les capacita para el dolor, lo que es imposible en el caso del bruto; así de la misma manera Nuestro Señor padeció el dolor corporal con tal observación y conciencia, y por ende con tan aguda intensidad, con tal unidad y percepción, que ninguno de nosotros puede ni rastrear ni mucho menos alcan­zarlo. Y esto era así porque su alma estaba absolutamente en su poder, y tan simplemente dueño de su atención, tan entregada al dolor y a la pena, tan absolutamente subordinada, tan sujeta al sufrimiento, que bien se puede decir que sufrió la totalidad de su pasión en cada instante de la misma.
Recordad que Nuestro Señor era en este aspecto diferente a nosotros, pues aunque hombre perfecto, sin embargo existía en El un poder superior a su alma y que la gobernaba, pues Cristo era Dios. El alma de los hombres mortales está sujeta a sus deseos, sentidos, impulsos, pasiones y perturbaciones; el alma de Cristo esta­ba sujeta únicamente a su Eterna y Divina Persona. Nada le acon­teció a su alma por azar o súbitamente; Nuestro Señor nunca fue sorprendido, nada le afectó sin haberlo El deseado antes, nunca padeció pesares, ni temores, ni deseos, ni regocijos de espíritu, sin que El no hubiese deseado estar apesadumbrado, o temeroso o de­seoso o regocijado. Cuando nosotros sufrimos, es a causa de agen­tes exteriores y emociones incontrolables de nuestro espíritu. Cae­mos involuntariamente bajo el yugo del dolor, sufrimos más o menos agudamente ciertas circunstancias accidentales, y ve­mos nuestra paciencia puesta a prueba por el dolor de acuer­do al estado de nuestro espíritu, por lo que tratamos, en lo posible de aliviarlo y evitarlo. Nos es imposible anticipar la ex­tensión del dolor que hemos de padecer, y tampoco calcular la ca­pacidad que poseemos para soportarlo. Tampoco podremos de­cir después por qué lo liemos sentido, o por qué no lo hemos so­portado mejor. De modo muy distinto sucedió con Nuestro Señor. Su Persona Divina no estaba subordinada, ni podía ser expuesta al influjo de afectos y sentimientos humanos!, excepto cuando El lo consentía. Lo repito, cuando Cristo quería temer, temía, cuando quería acongojarse, El se acongojaba. No estaba su Corazón abier­to a las emociones, sino que voluntariamente daba cabida a los impulsos con los cuales El se enternecía. Por consiguiente, cuando se decidió a soportar los dolores de su Pasión, lo hizo, como afirma el Sabio formalmente, con todo su poder, no a medias; no apartó su mente del dolor, como solemos nosotros hacer (¿cómo podría hacerlo Jesús, que vino a sufrir, y que sufría por propia volun­tad?), no dijo que sí y luego se desdijo, sino que lo que Cristo dijo, Cristo lo cumplió. Y así nos dice en el Evangelio: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad, ¡oh Dios mío! Tú 410 quieres el sacrificio y la ofrenda que no sea el Cuerpo que Tú me has con­cedido”. Cristo tomó cuerpo mortal para poder sufrir, se hizo hombre para poder sufrir como hombre; y cuando hubo llegado su hora —aquella hora de Satanás y de tinieblas, en la cual el pecado iba a derramar toda su malicia sobre El—, aconteció que se ofreció completamente en holocausto, y así como todo su Cuerpo pen­día de la Cruz, así también entregó a sus verdugos toda su Alma, dándose cuenta plenamente, con total conocimiento e inteligencia despiertísima, con cooperación viviente e intensidad absoluta, no como quien concede un permiso virtual o sumisión pusilánime. Todo esto fue lo que Cristo entregó a los que lo atormentaban. Su Pasión no fue un mero estado pasivo, sino verdadera acción. Cristo vivió enérgica e intensamente, mientras languidecía, se des­mayaba y moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues al inclinar su cabeza, lo hizo tanto en señal de acatar una orden como en señal de resignación. Por eso dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Cristo dio la orden: entregó su Al­ma, pero no la perdió.
Así vemos, amados hermanos míos, que si Nuestro Señor hu­biese sufrido solamente en su cuerpo, y aunque su sufrimiento no hubiese sido tan intenso como el que otros padecieron, sin embar­go, con relación al dolor, sería infinitamente mayor; pues el dolor se mide por el poder que se tiene para soportarlo y realizarlo. Dios era el que sufría, y sufría en su naturaleza humana. Los sufri­mientos pertenecían a Dios, y Cristo los bebió y apuró hasta el final del cáliz. No los probó o sorbió, como el hombre toma los me­dicamentos amargos que le ofrecen. Esto que os acabo de decir me sirve para refutar una objeción que voy a indicaros, y que tal vez ya bullía en la mente de muchos: algunos se olvidan la parte que el Alma de Nuestro Señor tuvo en la satisfacción por nuestros pecados.
Nuestro Señor nos dice al comienzo de su agonía: “Mi Alma siente angustias de muerte”. Todavía podéis haceros, hermanos míos, esta pregunta: ¿Es que acaso no poseía Cristo algún consuelo peculiar, desconocido para los demás, que disminuyera e impidiera la angustia de su Alma, y le hiciera sentir por lo tanto menos que a cualquier mortal? Por ejemplo, tríe diréis, Cristo poseía una se­guridad y certeza de su inocencia cual ninguna otra víctima podía tener. Aun sus perseguidores, hasta el apóstol mendaz que lo trai­cionó, el juez que lo sentenció, y los soldados que llevaron a cabo su ejecución, atestiguaron su inocencia. “He pecado, entregando la sangre de un inocente”, dijo Judas. “Yo soy inocente de la sangre de este Justo”, afirmó Pilatos. “En verdad que, este hombre era un justo”, clamó el Centurión. Si aun todos esos, que eran pe­cadores, fueron testigos de su inocencia, ¡cuánto más lo habrá sen­tido su alma! Sabemos perfectamente que hasta en nuestro caso, siendo pecadores, gira principalmente acerca de la conciencia que tengamos de nuestra inocencia o de la culpa nuestro poder para soportar la oposición de nuestros enemigos y la calumnia: cuánto más, me diréis, habrá compensado esa certeza, en el caso de Nues­tro Señor. También podréis objetar que Cristo sabía que sus su­frimientos eran cortos, que su fin sería glorioso. Si se tiene en cuenta que la incertidumbre por el futuro es uno de los más agu­dos tormentos que angustian al hombre, Cristo no pasaba esa an­siedad, pues El no estaba en suspenso, ni sentía desaliento o deses­peración, ya que nunca, me diréis, fue abandonado. Para confir­mar todo esto podéis relatarme palabras de San Pablo, que expre­samente nos dice: “Gracias a la gloria que le aguardaba, Nuestro Señor despreció la vergüenza”. Ciertamente que en todo lo que Cristo hace se manifiesta maravillosa calma y dominio de sí mis­mo. Ejemplo de ello, sus consejos a los Apóstoles: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está pron­to, más la carne es flaca”, o sus palabras a Judas: “Amigo, ¿a qué has venido?” y “Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del Hom­bre?” o a Pedro: “Todos los que tomaren espada, perecerán con la espada”, o al hombre que le abofeteó: “Si he hablado mal, mues­tra en qué está el mal, y si bien, ¿por qué me hieres?”, o a su Ma­dre Bendita: “Mujer, he ahí a tu Hijo”.
Todo esto es verdad, y mucho más se podría aducir de acuerdo, y para ilustrar lo que acabo de comentar. Hermanos míos amadísi­mos, únicamente habéis confirmado con estos ejemplos, y para emplear un lenguaje humano, que Cristo fue siempre el mismo. Su espíritu fue su centro, y ni por un instante perdió su equilibrio celestial y perfecto. Lo que Cristo sufrió, lo sufrió porque se colo­có a sí mismo, deliberada y tranquilamente, bajo el sufrimiento. Así como dijo al leproso: “Lo quiero: queda limpio”, y al paralíti­co : “Que, tus pecados te sean perdonados”, y al Centurión: “Yo iré y lo curaré”, y a Lázaro: “Levántate y anda”, y así dijo: “Aho­ra comenzaré a sufrir”, y comenzó su sufrimiento. Esto es la prue­ba de cómo gobernaba por completo su espíritu. En el momento pre­ciso, Cristo abrió las compuertas y el torrente se precipitó sobre El con todo ímpetu. Esto es lo que nos dice San Marcos, de quien se afirma que escribió su Evangelio oyéndolo de los propios labios de San Pedro, uno de los tres testigos presentes en ese momento: “En esto llegaron al huerto llamado Gethsemianí, y dijo a sus discí­pulos: “Sentaos aquí mientras Yo hago oración”. Y llevándose a Pedro a Santiago y a Juan comenzó a atemorizarse y angustiarse”. Ved en esto cómo actuaba deliberadamente; El se aparta a un lugar próximo y allí lanza la palabra de mando, retira de su alma el apoyo de la Divinidad, y entonces la desesperación, el terror y la melancolía hacen presa de El. Cristo penetra en una agonía mental de acción tan definida, como lo serían para el cuerpo hu­mano, el fuego o el potro.
Dado este hecho, amados hermanos míos, no es justo decir que Cristo estaba sostenido durante su prueba por la certeza de su inocencia y la anticipación del triunfo, pues, casualmente, la-prue­ba que padecía consistía precisamente en la falta absoluta de esa seguridad y anticipación. El único acto que admitió una sola an­gustia sobre su Alma, admitía todas las angustias simultáneamente. No se trata de impulsos y puntos de vista antagónicos, provenientes del exterior sino de la acción de una resolución interior. Mucho más de lo que los hombres que poseen un dominio total sobre sí mismos y que pueden trasladar su pensamiento de uno a otro asun­to, según su deseo, hizo Jesús negándose el consuelo, y saciándose de sufrimientos. En ese momento su Alma no pensó en el futuro, sino solamente en la carga del presente, por la cual había venido al mundo a padecer.
Y ahora hermanos míos, ¿qué era eso que Cristo tenía que so­portar, cuando así abrió su Alma al torrente de la pena ya predes­tinada? ¡Ay! Jesús tenía que soportar lo que es bien conocido de nosotros, lo que nos es familiar, pero que para El era pena inefable. Tenía que soportar aquello que es tan fácil para nosotros, tan na­tural, tan bienvenido, que no podemos pensar que se necesite tan­ta tolerancia para sufrirlo, pero que para El tenía el sabor de mor­tal veneno. Cristo tenía, amados hermanos míos, que soportar el peso de nuestros pecados; tenía que soportar los pecados de la humanidad entera. El pecado es cosa fácil para nosotros; pensa­mos muy poco en él y no comprendemos cómo pudo preocupar tanto al Creador; no podemos forzar nuestra imaginación a creer que merece justo castigo, y aun cuando en el mundo reciba su merecido, lo justificamos o alejamos de nuestra mente. Mas, con­siderad lo que es el pecado en sí; es la rebelión contra Dios; es la acción de un traidor cuyo fin es el destronamiento y la muerte de su Soberano; es. si se me permite expresarme con rudeza, lo suficiente como para que el Conservador Divino del mundo cesará de serlo. El pecado es el mortal enemigo del Altísimo. Esta es la razón por la que El y el pecado no pueden nunca convivir; y así como el Altísimo lo arroja de su presencia a las tinieblas, de la misma manera si Dios pudiera dejar de ser Dios, sería el pecado el que tendría el poder de hacerlo. Y aquí observad, amados hermanos míos, que una vez que el Amor Todopoderoso al tomar la carne, entró en este sistema de la creación y se sometió a Sí Mismo a sus leyes, entonces e inmediatamente este antagonista del bien y de la verdad, tomando ventaja de la ocasión, se arrojó sobre la carne que Cristo había tomado, y se afirmó en ésta, siendo cau­sante de su muerte. La envidia de los Fariseos, la traición de Judas, y la locura de las gentes, fueron los instrumentos o medios de expresión de la enemistad que sintió el pecado hacia la Eterna Pureza, no bien Dios, en su infinita misericordia hacia los hom­bres, púsose a Sí Mismo dentro de su alcance. El pecado no podía tocar a su Divina Majestad; pero podía acometerlo del modo como El permitiera ser acometido, esto es, por medio de su Humanidad. Al final, en la muerte de Dios Encarnado, aprendemos, hermanos míos en Jesucristo, lo que es el pecado en sí mismo, y lo que era mientras caía, en aquella hora y con toda su fuerza, sobre su Hu­mana Naturaleza, para que Cristo se sintiera tan lleno de horror y consternación a la sola imaginación anticipada.
Entonces en aquella triste hora, arrodillóse el Salvador del mundo, desprendiéndose de las prerrogativas de su Divinidad, despidió a los Ángeles, que por millares estaban prontos a su solo llamado, y abrió sus brazos, desnudó su pecho, puro como era, al asalto de su enemigo —un enemigo cuyo aliento era pestilente, y cuyo abrazo era una agonía. Helo arrodillado, inmóvil y mudo mientras la vil y horrible fiera vestía su espíritu con el ropaje odio­so y atroz del crimen humano, que prendiéndose en su corazón, lle­nó su conciencia, y encontró la entrada para todos sus sentidos y hasta la ínfima partícula de su mente, extendiendo sobre Él una lepra moral, hasta que Cristo se sintió casi convertido en lo que El nunca podría ser y en lo que su enemigo gustosamente lo hubiera transformado. ¡Oh, qué horror cuando al mirarse no se conoció y se sintió cual impuro y aborrecible pecador, a través de la vivida percepción de aquella masa de corrupción que se derramaba sobre su cabeza y se esparcía hacia abajo hasta la orla de sus vestiduras! ¡Oh, qué confusión cuando encontró sus ojos, manos, pies, labios y corazón como si fueran miembros del Maligno y no de Dios! ¿Eran éstas sus manos antes inocentes, pero ahora tintas en san­gre de diez mil acciones crueles? ¿Son éstos sus labios que ya no se abren para alabar, orar, bendecir, sino que están manchados con juramentos, blasfemias y doctrinas demoníacas? ¿Y sus ojos, pro­fanados por todas las visiones diabólicas y fascinaciones idólatras por las cuales los hombres han abandonado a su adorable Creador? ¡Y sus oídos! Vibra en ellos el sonido de las orgías y las disputas. Su corazón está yerto por la avaricia, la crueldad y la falta de fe; y su misma memoria hállase colmada con todos los pecados que han sido cometidos desde la caída del hombre, en todos los ámbitos de la tierra, plena del orgullo de los antiguos gigantes, y la lujuria de las cinco ciudades, y de la obcecación de Egipto, y la ambición de Babel, y de la ingratitud y ludibrio de Israel. ¿Quién no co­noce la miseria que trae un pensamiento que nos ronda continua­mente a pesar de que tratamos de rehuirlo y persiste en molestar­nos si no nos puede seducir? ¿O de una odiosa y enferma imagina­ción, no nuestra, pero que es introducida en nuestras mentes por fuerzas extrañas? ¿O de los conocimientos satánicos alcanzados con o día culpa del hombre, y por cuyo desprendimiento y olvido para siempre, daría el hombre un alto precio? Adversarios como éstos se reunieron a tu alrededor, Bendito Señor, en número de millones; vienen en tropeles más numerosos que las plagas de langostas o del gorgojo, que los azotes del granizo, o de las moscas o de las ranas, enviadas contra Faraón. Allí están pre­sentes todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los que se han perdido y de los que se han salvado, de tu pueblo y de los gentiles, de pecadores y de Santos. Tus más queridos, tus santos y tus elegidos, pasan sobre Ti. Tus tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan tam-bién se hallan contigo pero no para consolarte, sino como acusado­res, como los amigos de Job, "arrojando tierra hacia el cielo", acumulando maldiciones sobre tu cabeza. Todos se encuentran ahí: sólo falta una persona; y no estaba porque Ella que no tuvo parte en el pecado, era la única que podía consolarte; por eso no estaba cerca de los pecadores. María estaría cerca de Ti en la Cruz, y lejos de Ti en el huerto. Ha sido tu compañera y tu confidente durante tu vida; intercambió contigo los puros pensamientos y san­tas meditaciones de treinta años; pero su oído virginal no puede percibir, ni su corazón inmaculado concebir, lo que ahora se te pre­senta cual visión delante de tu vista. Sólo Dios pudo soportar tal prueba; algunas veces has mostrado a tus Santos la imagen de un pecado, como aparecen a la luz de tu faz, o de pecados ve­niales, y no de mortales; y ellos nos han dicho que su vista les acarreó todos los horrores menos la muerte, y, los hubiera muerto si no hubieran sido instantáneamente retirados. La Madre de Dios aun con toda su Santidad, ni aun en razón de ella, podría haber soportado ni una parte de aquella innumerable progenie de Sata­nás que  ahora te cerca. Es la eterna historia del mundo, y Dios solamente puede soportar su peso. Las esperanzas marchitas, los juramentos quebrantados, las luces extinguidas, los consejos despreciados, las oportunidades perdidas, la inocencia traicionada, la juventud encallecida, los pecadores reincidentes, los justos ven­cidos, los ancianos malogrados, el sofisma del error, la terquedad de la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía de la mala cos­tumbre, el cáncer del remordimiento, las fiebres extenuantes de la preocupación, la angustia de la vergüenza, los alfilerazos de la des­ilusión, la enfermedad de la desesperación, los espectáculos crueles y lastimosos, las escenas repugnantes, detestables y enloquecedo­ras : aún más, los rostros macilentos, los labios convulsos, las mejillas arrebatadas, el ceño fruncido de los esclavos voluntarios del demonio, todos y todas estas maldades se hallan ahora delante de Cristo, pesan sobre El y en El. Se encuentran en Cristo, en vez de aquella paz inefable que habitaba en su Alma desde el momento de su concepción. Se hallan ahora sobre Cristo, como si le perte­necieran. Jesús clama a su Padre cual si fuera el criminal, y no la víctima. Su agonía toma la forma de culpa y de arrepentimiento. Cristo hace penitencia, Cristo se confiesa, Cristo se ejercita en la contrición, con una realidad y virtud infinitamente mayores que la de todos los Santos y penitentes juntos, pues El es la única víctima, la única satisfacción, el verdadero penitente, y todo, menos el ver­dadero pecador.
Cristo se levanta lánguidamente de la tierra y se vuelve para enfrentarse con el traidor y sus secuaces que ya rápidamente se acercan en medio de sombras profundas. Cristo se vuelve, y, ¡mi­radle! Se ve sangre en sus ropas y en sus huellas. ¿De dónde pro­ceden estos frutos primeros de la Pasión del cordero? Todavía ningún soldado ha azotado su cuerpo, ni sus manos ni pies han sido taladrados por el verdugo. Hermanos míos, Cristo sangró an­tes de tiempo; Cristo derramó su sangre, pues su Alma agónica rompió su envoltura humana y fluyó en sangre al exterior. Su Pasión comenzó por su interior. Aquel atormentado corazón, centro de ternuras y de amor, comenzó a trabajar y golpear vehemente y más de lo que podía soportar según las leyes naturales; “los ci­mientos del abismo profundo se quebraron”; el rojo fluido vital circuló tan abundante y vigorosamente por todo su cuerpo, que desbordando las venas y aflorando por los poros, detúvose como copioso rocío sobre su sacrosanta piel, convirtiéndose luego en go­tas que rodaron henchidas y pesadas empapando la tierra.
Mi Corazón siente angustias de muerte”, dijo el Salvador. Así se ha definido aquella terrible peste que se cierne sobre todos y que llega con la muerte, queriéndose con esto afirmar que no tiene principio, que no hay posibilidad de esquivarla, que la esperanza ya no existe cuando llega, y que lo que parece ser su curso no es más que agonía de muerte y verdadera disolución. Así es como vuestro Sacrificio Reparador, ¡ Oh Jesús!, con un sentido mucho más elevado, comenzó en ti esta pasión de dolor, no llegando a morir porque obedeciendo vuestra orden omnipotente no se rom­pió tu Divino Corazón, ni el Alma se separó del Cuerpo, hasta que Vos mismo, padecisteis en la Cruz.
No; Cristo no había aún vaciado aquel cáliz rebosante hasta los bordes, y del cual al principio su débil naturaleza deseaba apar­tarse. La aprehensión en el Huerto, la bofetada del soldado, la prisión, el juicio, las mofas, la peregrinación de tribunal en tri­bunal, la corona de espinas, el lento camino hacia el Calvario y la Crucifixión todavía tenía que padecerlas Nuestro Salvador. Ha­bía de transcurrir una noche y un día completos, hora tras hora, tiempo terriblemente largo antes de que llegara su fin y de que satisficiera su misión.
Luego, cuando el momento señalado hubo llegado, y Cristo lo ordenó, así como su Pasión había comenzado en su Alma, en su Alma terminó. Cristo no murió de agotamiento o de dolor corporal. Cuando lo ordenó, su atormentado Corazón se quebró, y Jesús en­comendó su Espíritu al Padre.
“¡Oh, Corazón de Jesús, todo amor, te ofrezco estas humildes oraciones por mí y por todos aquellos que se unen a mí en espíritu para adorarte! ¡Oh, Sagrado Corazón de Jesús, muy amado!, deseo renovar y ofrecerte estos actos de adoración y oraciones por mí, miserable pecador, y por todos aquellos que se me unen para ado­rarte, durante todos los instantes, mientras me quede un soplo de vida hasta el final de mis días. Te pido, ¡Oh, mi buen Jesús!, pol­la Santa Iglesia, tu amada esposa, y nuestra verdadera Madre, por todas las almas de los justos y por todos los pobres pecadores, por los afligidos y por los moribundos, y en fin, por toda la hu­manidad. No has de permitir que tu Sangre sea derramada en va­no. Finalmente, dígnate aplicarla para aliviar las penas de las al­mas del purgatorio, y particularmente las de aquellos que en su vida practicaron esta santa devoción de adorarte en la Cruz”.

John Henry Cardenal Newman, “Antología, selección de sus principales obras en prosa”, editorial Difusión, Buenos Aires 1946, págs. 181-192.