Páginas

jueves, 8 de septiembre de 2011

De falsos profetas e idólatras.

           
EL evangelio de hoy (Mt VII, 15) está tomado del final del Ser­món de la Montaña, y es un aviso sobre los falsos profetas se­guido de la parábola de la Uva y del Abrojo, o sea de los frutos del buen y el mal Árbol; los cuales se dan como señal para conocer el Seudoprofeta.
Cristo previno muchas veces contra los Seudoprofetas que son sim­plemente los herejes; y los doctores, poetas, moralistas -que estas tres cosas eran los profetas hebreos- de la impiedad; y predijo que en los úl­timos tiempos los habría a bandadas.
Siempre ha habido en la historia de la Iglesia quienes “viniendo a vo­sotros con vestidura de oveja, por dentro son lobos rapaces”, como los describió Cristo; es decir, vienen con vestidura' de pastores, los cuales suelen usar zamarras o pellizas de piel de oveja. Todos los herejes han tomado una parte de la doctrina de Cristo; y exagerándola la han conv­ertido en una deformidad y en un veneno; muchos de ellos han tenido apariencias de hombres píos, benéficos y altruistas; y han sido hábiles en manejar las grandes palabras que -diferentes en cada época- conmue­ven el corazón del pueblo, como Libertad, Igualdad, Fraternidad, De­mocracia, Justicia, Compañerismo, Paz, Prosperidad, y toda la letanía. Contra ellos no es muy fácil precaverse. “Por sus frutos los conoceréis”, repite Cristo. Las obras no mienten.
Los amargos frutos de la bandada de seudoprofetas que se levantó desde fines del siglo XVIII a manera de manga de langostas, arbolando las palabras de “Ilustración, Tolerancia, Progreso, el Siglo de las Luces y la Mayor Edad del Género Humano”, de sobra los conocemos porque los estamos sufriendo: las consecuencias del aclamado “Siglo de las Lu­ces” fueron dos atroces guerras mundiales y una descompostura general del mundo, que anuncia una guerra peor. La “tolerancia” de Voltaire ha acabado en toda clase de persecuciones; la “libertad omnímoda para todos” ha producido despotismos, tiranías y lo que llaman el “Estado tota­litario”, teorizado por Hegel; el “concierto de todas las naciones” de Condorcet ha servido para romper la barrera defensiva de Europa (el “Río Eufrates”, que dice la Escritura) y abrir la puerta al Asia, que se yergue ahora amenazante sobre ella; y la “Paz Perpetua” de Kant ha producido la “Guerra Fría”. Las malas doctrinas, aceptadas y gritadas sin tasa por los pueblos borrachos, han descoyuntado los huesos del mundo; y el mundo se agita hoy enfermo y angustiado; y más borracho que nunca. “¿Por ventura se recogen uvas del abrojo o higos del cardal?”. Muy ma­lo era todo eso, pues ha producido tales frutos. Produjo lo contrario de lo prometido.
Los Seudoprofetas siempre prometen cosas fáciles y halagüeñas: de eso viven; y medran. Ésa es la nota que Isaías y Jeremías enrostran a sus fal­sificadores y perseguidores: que son aduladores, simplemente; de la es­tirpe de los sycofantes que tan bien caracterizó Platón en el Fedro y en El Sofista. Es fácil prometer mil años de paz, un viaje al planeta Marte -don­de el clima es mejor y hay grandes yacimientos de uranio- y la prolon­gación de la vida hasta los 150 años por medio de la penicilina. Leo en una revista alemana: “Dentro de dos millones de años, el Hombre habrá evolucionado en tal forma que nosotros a su lado pareceremos gusa­nos”. ¡Qué felicidad... para el que lo vea! ¡Que Dios te conserve la vista, m’hijo!
La “idolatría de la Ciencia” que domina a la época actual es una evo­lución de la “Superstición del Progreso” que fue el dogma eufórico del siglo pasado. Efectivamente, el famoso “Progreso”, prometido a gritos por Condorcet y Víctor Hugo, no se ha dado en ningún dominio, ex­cepto en el dominio de la técnica, que es lo que hoy día llaman “Ciencia”. Pero la técnica no puede ser adorada ni siquiera venerada: puede servir al bien o al desastre, sirve para hacer las bombas de fósforo líquido y las atómicas, lo mismo que la vacuna contra la poliomielitis; y puestos en una balanza los estragos espantables junto a los bienes que ha dado la “técnica” en nuestro siglo, yo no veo que ganen los bienes. Preservar a un niño de la parálisis infantil para que después sea quemado vivo por una bomba de fósforo, como los niños de Hamburgo; o de uranio, co­mo los de Hiroshima, no me parece gran negocio.
La veneración de la “Ciencia” es lo que ha sustituido a la religiosidad en las masas contemporáneas; y por tanto podemos decir que es lo que la ha destruido; porque, como dicen los franceses, “sólo se destruye lo que se sustituye”: por eso la hemos llamado “idolatría”. “No adorarás la obra de tus manos”, dice el segundo mandamiento. La ciencia actual es muy diversa de la ciencia de los griegos, o la ciencia de los grandes siglos cristianos. La ciencia antigua era una actividad religiosa o casi religiosa, movida por un amor y encaminada al bien. Hoy día la “Ciencia” es impersonal, inhumana, exactamente como un ídolo. Desde la segunda etapa del Renacimiento (siglos XVI y XVII) la concepción de ciencia es la de un estudio cuyo objeto está colocado fuera del bien y del mal; y, sobre todo, del bien; sin relación alguna con el bien. La ciencia estudia los hechos como tales: los hechos, la fuerza, la materia, la energía, aisla­dos, deshumanizados, sin relación con el hombre y menos con Dios: no hay en su objeto nada que el corazón del hombre pueda amar. Los mó­viles del “científico” actual no son móviles de amor a Dios o al prójimo; ni siquiera a su ciencia. Es reveladora la amarga confesión de Einstein que en sus últimos días decía que: “de poder volver a vivir sería plomero o vendedor ambulante, pero no físico”. Y sin embargo la física le dio todo lo que a ella el científico le pide: gloria, fama, honores, considera­ción, dinero. Más que eso no puede dar un ídolo.
Un sacerdote no puede admirar la “técnica” moderna de un modo incondicional, ni adularla para quedar bien con las muchedumbres, o aparecer como hombre adelantado y “de su tiempo”. Al contrario, debe mirarla con cierta sospecha, puesto que en el Apokalypsis están prenun­ciados los falsos milagros del Anticristo, los cuales se parecen singular­mente a los “milagros” de la Ciencia actual. “La-Segunda Bestia, la Bes­tia de la Tierra, pondrá todo su poder al servicio de la Primera, la Bestia del Mar; y la facultará a hacer prodigios estupendos, de tal modo que podrá hacer bajar fuego del cielo sobre sus enemigos...” (Ap. XIII, 12-13). Eso ya lo conocemos, eso ya está inventado. No sabemos quién será esa llamada “Bestia de la Tierra” pero sabemos que el Profeta la describe como teniendo poder para hacer prodigios falaces por un lado; y por otro, con un carácter religioso también falaz, puesto que dice que “se parecía al Cordero, pero hablaba como el Dragón”. Esa potestad o per­sona particular que será aliada del Anticristo y lo hará triunfar será el último Seudoprofeta, por lo tanto. Y por sus frutos habrá que conocerlo; porque sus apariencias serán de Cordero.
Pero se podría decir: “Si hemos de conocer al árbol por sus frutos da­ñinos ¿no será ya demasiado tarde, porque el daño ya está hecho? ¿Aca­so sirve de algo conocer los hongos venenosos después que uno los ha comido, por sus efectos? ¿No es mejor conocerlo por sí mismo, por sus hojas y su forma? Y de hecho ¿no conoce así la Iglesia a las herejías, por medio de sus teólogos y doctores, confrontándolas con la doctrina tra­dicional, y rechazándolas en cuanto se apartan de ella?”.
Eso es verdad; pero se aplica a las herejías antiguas, no a las nuevas. La elaboración de la ortodoxia se ha hecho poco a poco; y justamente en la lucha multiforme con nuevas y nuevas herejías. Ahora es fácil conocer a un arriano, un macedoniano, o un protestante; no así cuando aparecie­ron. Cuando una herejía es nueva, el “catecismo” no basta: de aquí la necesidad que los sacerdotes estudien; y que los doctores de la fe lean los libros heterodoxos; lo cual no es ninguna diversión, sino una ímproba labor, y hasta un “martirio”, como dijo Santo Tomás. La herejía actual que se está constituyendo ante nuestros ojos, consistente en definitiva en la adoración del hombre y “las obras de sus manos”, no es fácilmente discernible a todos; porque pulula de falsos profetas.

—¿Simona Weil fue herética o no?
—Unos dicen que sí y otros que no.
—¿Y usted qué dice?
—Por sus frutos la conoceréis.
—¿Y cuáles son sus frutos?
—No tengo lugar para decirlos aquí.

Oh Señor, quédate conmigo, porque la noche se acerca, y no me abandones.
¡No me pierdas con los Voltaire, y los Renán, y los Michelet y los Hugo y todos los otros infames!
Son muertos, y su nombre mismo después de su muerte es un veneno y una podredumbre.
Su alma está con los perros muertos, sus libros están juntos en el chiquero.
Porque Tú has dispersado a los orgullosos y no pueden estar en uno,
ni comprender, mas solamente destruir y disipar -ni poner las cosas en uno...
Sabios, epicúreos, maestros del noviciado del Infierno, prácticos de la Introducción a la Nada,
bramanes, bonzos, filósofos ¡tus consejos Egipto! vuestros consejos,
vuestros métodos, y vuestras demostraciones y vuestra disciplina.
¡Nada me reconcilia, yo estoy vivo en vuestra noche abominable, levanto mis manos en el desespero, levanto mis manos en el trance y el transporte de la esperanza salvaje y sorda...!
Quien no cree más en Dios, no cree en el Ser; y quien odia al Ser, odia su propia existencia...[1].


R.P. Leonardo Castellani, sermón para el domingo Séptimo después de Pentecostés [Mt 7, 15-21] Lc 6, 39-45. “El Evangelio de Jesucristo”, Vórtice, Buenos Aires 1997, págs., 225-228.
 

[1] Paul Claudel.