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viernes, 6 de enero de 2012

Ante la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo.


Habiendo nacido el Rey del cielo, se turbó el rey de la tierra porque la grandeza de este mundo se anonada en el momento que aparece la majestad del cielo. Mas sé nos ocurre preguntar: ¿qué razones hubo para que inmediatamente que nació en este mundo nuestro Redentor fuera anunciado por los ángeles a los pastores de la Judea, y a los magos del Oriente no fuera anunciado por los ángeles sino por una estrella, para que viniesen a adorarlo?
Porque a los judíos, como criaturas que usaban de su razón, debía anunciarles esta nueva un ser racional, esto es, un ángel; y los gentiles, que no sabían hacer uso de su razón, debían ser guiados al conocimiento de Dios, no por medio de palabras, sino por medio de señales. De aquí que dijera San Pablo: “Las profecías fueron dadas a los fieles, no a los infieles; las señales a los in fieles, no a los fieles”, porque a aquéllos se les han dado las profecías como fieles, no a los infieles, y a éstos se les han dado señales como infieles, no a los fieles.
Es de advertir también que los Apóstoles predicaron a los gentiles a nuestro Redentor cuando era ya de edad perfecta; y que mientras fue niño, que no podía hablar naturalmente, es una estrella la que lo anuncia; la razón es porque el orden racional exigía que los predicadores nos dieran a conocer con su palabra al Señor que ya hablaba, y cuando todavía no hablaba lo predicasen muchos elementos.
Debemos considerar en todas estas señales que fueron dadas tanto al nacer como al morir el Señor, cuánta debió ser la dureza de corazón de algunos judíos, que no llegaron a conocerlo ni por el don de profecía, ni por los milagros.
Todos los elementos han dado testimonio de que ha venido su Autor. Porque, en cierto modo, los cielos lo reconocieron como Dios, pues inmediatamente que nació lo manifestaron por medio de una estrella. El mar lo reconoció sosteniéndolo en sus olas; la tierra lo conoció porque se estremeció al ocurrir su muerte; el sol lo conoció ocultando a la hora de su muerte el resplandor de sus rayos; los peñascos y los muros lo conocieron porque al tiempo de su muerte se rompieron; el infierno lo reconoció restituyendo los muertos que conservaba en su poder. Y al que habían reconocido como Dios todos los elementos insensibles, no lo quisieron reconocer los corazones de los judíos infieles y más duros que los mismos peñascos, los cuales aún hoy no quieren romperse para penitencia y rehúsan confesar al que los elementos, con sus señales, declaraban como Dios.
Y aun ellos, para colmo de su condenación, sabían mucho antes que había de nacer el que despreciaron cuando nació; y no sólo sabían que había de nacer, sino también el lugar de su nacimiento. Porque preguntados por Herodes, manifestaron este lugar que habían aprendido por la autoridad de las Escrituras. Refirieron el testimonio en que se manifiesta que Belén sería honrada con el nacimiento de este nuevo caudillo, para que su misma ciencia les sirviera a ellos de condenación y a nosotros de auxilio para que creyéramos.
Perfectamente los designó Isaac cuando bendijo a su hijo Jacob, pues estando ciego y profetizando, no vio en aquel momento a su hijo, a quien tantas cosas predijo para lo sucesivo; esto es, porque el pueblo judío, lleno del espíritu de profecía y ciego de corazón, no quiso reconocer presente a aquel de quien tanto se había predicho.
Inmediatamente que supo Herodes el nacimiento de nuestro Rey, recurre a la astucia con el fin de no ser privado de su reino terreno. Suplica a los magos que le anunciasen a su vuelta el lugar en donde estaba el Niño; simula que quiere ir también a adorarlo, para sí pudiera tenerlo entre manos, quitarle la vida. Mas ¿de qué vale la malicia de los hombres contra los designios de Dios? Escrito está: “No hay sabiduría, ni prudencia, ni consejo contra el Señor”. Así la estrella que apareciera guió a los Magos, que hallan al Rey recién nacido, le ofrecen sus dones y son avisados en sueños para que no volviesen a ver a Herodes, y de esta manera sucedió que Herodes no pudiera encontrar a Jesús, a quien buscaba.
¿Quiénes están representados en la persona de Herodes sino los hipócritas, los cuales, pareciendo que sus obras buscan al Señor, nunca merecen hallarlo?
Los Magos ofrecen oro, incienso y mirra; el oro conviene al rey, el incienso se ponía en los sacrificios ofrecidos a Dios; con la mirra eran embalsamados los cuerpos de los difuntos. Por consiguiente, con sus ofrendas místicas predican los Magos al que adoran: con el oro, como rey; con el incienso, como Dios, y con la mirra, como hombre mortal.
Hay algunos herejes que creen en Jesús como Dios, pero niegan su reino universal; éstos le ofrecen incienso, pero no quieren ofrecerle también el oro. Hay otros que le consideran como rey, pero no lo reconocen como Dios: éstos le ofrecen el oro y rehúsan ofrecerle el incienso. Y hay algunos que lo confiesan como Dios y como rey, pero niegan que tomase carne mortal: éstos le ofrecen incienso y oro, y rehúsan ofrecerle la mirra de la mortalidad.
Ofrezcamos nosotros al Señor recién nacido oro, confesando que reina en todas partes; ofrezcámosle incienso, creyendo que Aquel que se dignó aparecer en el templo era Dios antes de todos los siglos; ofrezcámosle mirra, confesando que Aquel de quien creemos que fue impasible en su divinidad, fue mortal por haber tomado nuestra carne.
En el oro, incienso y mirra puede darse otro sentido. Con el oro se designa la sabiduría, según Salomón, el cual dice: “Un tesoro codiciable descansa en boca del sabio”. Con el incienso que se quema en honor de Dios se expresa la virtud de la oración, según el Salmista, el cual dice: “Diríjase mi oración a tu presencia a la manera del incienso”. Por la mirra se representa la mortificación de nuestra carne; de aquí que la Santa Iglesia diga de los operarios que trabajan hasta la muerte por Dios: “Mis manos destilaron mirra”.
Por consiguiente, ofrecemos oro a nuestro rey recién nacido si resplandecemos en su presencia con la claridad de la sabiduría celestial. Le ofrecernos incienso, si consumimos los pensamientos carnales, por medio de la oración, en el ara de nuestro corazón, para que podamos ofrecer al Señor un aroma suave por medio de deseos celestiales. Le ofrecemos mirra, si mortificamos los vicios de la carne por medio de la abstinencia. La mirra, como hemos dicho, es un preservativo contra la putrefacción de la carne muerta. La putrefacción de la carne muerta significa la sumisión de este nuestro cuerpo mortal al ardor de la impureza, como dice el profeta de algunos: "Se pudrieron dos jumentos en su estiércol" (Joel, 1, 17). El entrar en putrefacción los jumentos en su estiércol significa terminar los hombres su vida en el hedor de la lujuria. Por con siguiente, ofrecernos la mirra a Dios cuando preservamos a este nuestro cuerpo mortal de la podredumbre de la impureza por medio de la continencia.
Al volver los Magos a su país por otro camino distinto del que trajeron nos manifiestan una cosa que es de suma importancia. Poniendo por obra la advertencia que recibieron en sueñas, nos indican qué es lo que nosotros debemos hacer.
Nuestra patria es el paraíso, al que no podemos llegar, conocido Jesús, por el camino por donde vinimos. Nos hemos separado de nuestra patria por la soberbia, por la desobediencia, siguiendo el señuelo de las cosas terrenas y gustando el manjar prohibido; es necesario que volvamos a ella, llorando, obedeciendo, despreciando las cosas terrenas y refrenando los apetitos de nuestra carne. Por consiguiente, volvemos a nuestra patria por un camino muy distinto, porque los que nos hemos separado de los goces del paraíso con los deleites de la carne, volvemos a ellos por medio de nuestros lamentos.
De aquí que sea necesario, hermanos carísimos, que con mucho temor y temblor pongamos siempre ante nuestra vista, por una parte las culpas de nuestras obras, y por otra el estrecho juicio a que se nos ha de someter. Pensemos en la severidad con que ha de venir el justo juez, que nos amenaza con un estrechísimo juicio y ahora está oculto a nuestra vista; que amenaza con severos castigos a los pecadores, y, no obstante, todavía las espera: que está dilatando su segunda venida para encontrar menos a quiénes condenar. Castiguemos con el llanto nuestras culpas, y prevengamos su presencia por medio de la confesión.
No nos dejemos engañar por fugaces placeres, ni tampoco nos dejemos seducir por vanas alegrías. No tardaremos en ver al juez que dijo: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis”. Por eso dijo Salomón: “La risa será mezclada con el dolor, y el fin de los goces será ocupado por el llanto”. Y en otro lugar dice: “He considerado la risa como un error, y he dicho al gozo: ¿por qué engañas en vano?”
Temamos mucho los preceptos de Dios, si con sinceridad celebramos las fiestas de Dios; porque es un sacrificio muy grato a Dios la aflicción de los pecados, como dice el Salmista: “El espíritu atribulado es un sacrificio para Dios”. Nuestros pecados antiguos quedaron borrados al recibir el bautismo; mas después de recibido hemos cometido muchísimos, pero no nos podemos volver a lavar con su agua.
Puesto que hemos manchado nuestra vida después de recibido el bautismo, bauticemos con lágrimas nuestra conciencia, para que, volviendo a nuestra patria por distinto camino del que llevamos, los que nos hemos separado de él atraídos por los bienes terrenales volvamos a él llenos de amargura por los males que hemos obrado, con el auxilio de Nuestro Señor Jesucristo.

San Gregorio Magno, Homilía X in Evangelia.