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martes, 6 de marzo de 2012

La Sagrada Familia.



Después que ellos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estáte allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a bus­car al niño para matarle». El se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estu­vo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño». Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado Nazareno. (Mt 2,13-15, 19-23).

Cayo Cornelio Tácito cuenta, en sus Anales, que, cuando en el quinto consulado de Nerón, éste comenzó a mostrar los primeros signos de lo que, luego, sería su desenfrenada locura, apareció un cometa “cuya aparición pronostica —escribe Tácito—, según la creencia vulgar, un cambio de gober­nante”. Así, pues, como si Nerón hubiera sido ya destronado, todo el mundo se preguntaba quién sería su sucesor. Como se barajaron varios nombres, Nerón, según Suetonio, no tuvo recurso más expedi­tivo que mandarlos matar a todos juntos, con sus hijos pequeños, también posibles herederos. En estas materias de sucesión y de golpes siempre los gobernantes han sido extremadamente “quisquillosos”.
Especialmente “quisquilloso” fue Herodes el Grande, hijo de Antípatro, un importantísimo jeque de los idumeos, pueblo ubicado al sur de Israel, en Edom, y que había sido conquistado y convertido al judaismo por Juan Hircano, uno de los Asmoneos descendientes de Judas Macabeo. Antípatro, con ayuda de Pompeyo, había conseguido el poder en Judea, bajo jurisdicción romana, deponiendo al legí­timo gobierno de los Asmoneos. Luego -y a pesar de haber estado junto a Pompeyo en Farsalia- obtu­vo el favor de Julio César y consolidó con el título de Procurador el poder de los idumeos sobre Judea.
Antípatro fue, luego, envenenado y, brevemente, volvieron al poder los Asmoneos; pero Herodes, hijo y heredero de aquél, huyó a Roma y, consiguiendo el apoyo de Marco Antonio y Octavio, fue nombrado por el senado rex amicus et socius populi romani, rey amigo y socio del pueblo romano. Rey, por supuesto, de Judea.
Volvió a Israel y tomó a Jerusalén en el año 37 A.C. Desde entonces reinó sobre el territorio con el odio unánime de todos los judíos. Lo consideraban un extranjero que no sólo nada tenía que ver con David, sino que ni siquiera pertenecía a ninguna de las tribus de Israel.
Herodes, más tarde se equivocó y apoyó a Marco Antonio y Cleopatra en su lucha contra Octavio. A pesar de ello pudo lograr hacerse perdonar por éste -llegándose a arrodillar a sus pies- y, desde entonces, su trono estuvo seguro hasta su muerte. Sabía que lo que importaba, al fin y al cabo, era el beneplácito romano.
Pero lo mismo vivió siempre con la obsesión de que el pueblo no lo quería y que se tejían cons­tantes conspiraciones a su alrededor. No sólo no dudó en asesinar a su mujer y a su suegra, sino que mató a tres de sus hijos, innumerable parientes y miles de adversarios y sospechosos. Cinco días antes de su propia muerte hizo matar a otro de sus hijos y, falleció, gravemente enfermo, cuando estaba pla­neando una gran matanza entre sus cortesanos, porque decía que, como todos lo odiaban, ninguno iba a derramar una lágrima cuando falleciera, y con la matanza, en cambio, se iban a quedar llorando unos cuantos.
De hecho, no había hecho mal gobierno. Desde los legendarios tiempos de David y Salomón, nunca los judíos habían tenido un territorio más grande, próspero y bien administrado que este de Herodes el Grande (a quien no hay que confundir con el tetrarca Herodes-Antipas, uno de sus hijos, el que apa­rece más tarde durante la vida pública de Jesús; el que hace degollar a Juan Bautista). Sin embargo, los judíos no lo querían, por ser idumeo y porque culturalmente era más heleno que judío, a pesar de la magnificencia con la cual había reconstruido el templo de Jerusalén.
Aunque nuestro Evangelio sea la única fuente en relatar el episodio de la muerte de los Infantes de Belén, la cosa entra bien dentro de los esquemas de la época y las características de nuestro persona­je. Si Belén, como parece, contaba en aquella época con dos mil o tres mil habitantes, se calcula que habría allí unos diez o quince varones de menos de dos años. Noticia, pues, insignificante para las crónicas de ese tiempo.
Y no se crea tampoco que, en aquella época, irse a Egipto era un terrible destierro. De hecho había más judíos al borde del Nilo que en Palestina. Alejandría tenía un millón de judíos y Jerusalén sólo quinientos mil o menos. Ir a Egipto era como hoy, para un israelí irse a Nueva York o venirse a Buenos Aires, que son las dos ciudades con más judíos en el mundo. Tel Aviv es, recién, la tercera.
En cuatro o cinco días de caminata se podía, pues, llegar de Belén al lugar desconocido en Egipto que eligió José para poner a salvo a su familia. Allá, sin duda, habrán encontrado parientes con los cuales instalarse durante un tiempo considerable.
En el año 4 A.C. muere Herodes el Grande, El Carnicero de los Santos Inocentes.
Es de público conocimiento que, en el siglo VI, cuando se encomendó al monje Dionisio el Exiguo, archivero de Roma, datar los documentos oficiales a partir del nacimiento de Cristo, este fijó la fecha con un error de seis o siete años. Así que, en realidad, Cristo nació el año ¡6 ó 7 antes de Cristo!
De todos modos, a la muerte de ese Herodes se repartió el reino en tres pedazos:
El título de rey lo heredó Arquelao, el mayor, pero, como el pueblo judío aprovechó para suble­varse, tuvo que reprimirlo a costa de grandes matanzas. Éstas le valieron la fama de cruel y temible, que hace que José, desde Egipto, fuera a instalarse a Nazaret de Galilea, donde, como tetrarca, había quedado Filipo, el tercer hijo de Herodes. Como en Galilea la población era minoritariamente judía Filipo no tuvo problemas con ella y gobernó tranquilo, sin pena ni gloria.
El segundo hijo vivo de Herodes el Grande fue Herodes Antipas, que cuando Arquelao fue depuesto por los romanos, acusado de sanguinario por los judíos -lo cual nos hace pensar que no sería tan malo- tomó su lugar.
No obstante, y mientras tanto, José, María y Jesús se habían ya instalado definitivamente en Nazaret.
Lo que importa no son, de todos modos, estos pocos acontecimientos históricos, sino la reflexión sobre ellos que, con citas del Antiguo Testamento nos brinda San Mateo.
En resumen, San Mateo percibe en todas las grandes vicisitudes del pueblo elegido -desterrado a Egipto, perseguido por el faraón {imagen de Herodes), desterrado a Babilonia, etc.- la figura de la letanía de enfrentamientos, traiciones, amarguras y dolores que debió sufrir Jesús, ya desde su prime­ra infancia.
La persecución por parte de los judíos y de los poderes de este mundo; la apertura, manifestación o epifanía a los no-hebreos -representados por los Reyes Magos y por la Galilea de los Gentiles-; el dolor incomprensible de la muerte y fracaso representados por los Santos Inocentes, ya son como un resumen de la vida futura de Jesús, prefigurada en el Antiguo Testamento.
Es importante destacar que la pacífica imagen de la Sagrada Familia a la que nos hemos ido acos­tumbrando a lo largo de los siglos -desde el luminoso Pesebre, pasando por la Circuncisión y la Huida, hasta la armonía de Nazaret enfocada en el laborioso fragor de la carpintería de José- no es la que, en realidad, nos quiere mostrar San Mateo. Al contrario, el Evangelista nos describe una historia terri­ble, aciaga, marcada por la dificultad, la lucha, la hostilidad, la persecución y la sangre. Nuestros pese­bres adornados y con lucecitas y ciertas estampitas edulcoradas nos han desviado del verdadero drama de los primeros años del Señor.
Esto es bueno recordarlo en nuestra época. Destruida la cristiandad y en liquidación la sociedad cristiana, ya hace mucho tiempo que se quedó en el pasado, para las familias cristianas, la posibili­dad romántica y tranquila de vivir la Paz de Nazaret.
Ya no se huelen solamente las cacerolas humeantes de María, ni se oyen sus arrorrós, o la sierra afanosa de José, o se ve al Niño jugando con el aserrín. Se oyen, más bien, las desviadas enseñanzas modernistas de tantísimos sacerdotes, sus eucaristías extrañas, insólitas y hasta increíbles; también se oye el llanto mudo de tantos niños salvajemente asesinados antes de nacer o, luego, en sus mentes y corazones por una “cultura” y ambiente que asfixia y corrompe y mata eternamente.
No nos embauquemos con el falso ecumenismo de los que no buscan la conversión de las gentes a la Verdadera Fe; no nos engañemos con las sonrisas melosas y los abrazos (¡y aún besos...!), ni con la oración “en común” con no-católicos; ni con la trampa de que “todos somos hermanos” así nomás.
No estamos en paz. La familia cristiana está en guerra y el enemigo es poderoso y cruel.
Quien no se da cuenta de esto, quien -en el limbo de los benditos, tomando sol en la cara oscura de la luna- piensa que todo anda más o menos bien, que el pluralismo es normal, que el que cada vez haya menos cristianismo es fruto de la casualidad o del progreso, que todo el mundo es bueno, que no existe el enemigo, que se puede seguir adelante sin alertas, sin cautela ni combate..., pues ése tal per­derá inexorablemente, para Cristo, a su familia y, con la familia, a la única esperanza de la Patria.
Hay que huir a Egipto. Hay que lamerse las heridas, defender a los nuestros, educarlos -en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad, en el propio ejemplo- para el combate, para la virilidad, para la forta­leza, para el martirio. La peor tragedia que nos puede suceder es no querer enterarnos que estamos siendo implacablemente atacados y arrinconados.
Todos hoy debemos saber -y educar a los nuestros sabiendo- que ser cristianos no es fácil. Es duro. Y está siempre para recordárnoslo, más allá de la capa dulce de nuestras tradiciones navideñas, el destino doloroso y severo que, en la realidad desnuda leída en nuestros evangelios, marca, desde el comienzo, la vida de la Sagrada Familia de Jesús, María y José.
Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía.
Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía.
Jesús, José y María, que muera en vuestros brazos en paz y en armonía.


Architriclinus, publicado originalmente en el boletín dominical “Fides” Nº 992.