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domingo, 4 de marzo de 2012

No debemos desmayar cuando crece o dura la tentación.



“Fiel es Dios, dice el apóstol San Pablo, que no permitirá que seáis tentados más de lo que podéis; y si creciere la tentación, crecerá también el socorro y favor para vencer y triunfar de vuestros ene­migos, y quedar con ganancia de la tentación”. Esta es una cosa de grandísimo consuelo, y que pone gran ánimo en las tentaciones. Por una parte sabemos que el demonio no puede más de lo que Dios le diere licencia, ni nos podrá tentar un punto más. Por otra parte estamos ciertos que Dios no le dará licencia para que nos tiente más de lo que pudiéremos llevar, como dice aquí el Apóstol. ¿Quién con esto no se consolará y animará? No hay médico que con tanto cuidado mida y tase las onzas de ací­bar que ha de dar al enfermo, conforme la disposición del sujeto, como aquel físico celestial mide y tasa el acíbar de la tentación y tribulación que ha de dar o permitir a sus siervos, conforme la virtud y fuerzas de cada uno. Dice muy bien el santo Abad Efrén: Si el ollero, que hace vasos de barro, y los pone en el horno, sabe muy bien el tiempo que conviene tenerlos en el fuego para que salgan bien sazonados y templados, y sean provechosos para el uso de los hombres, y no los tiene más tiempo del que es menester, para que no se quemen y se quiebren, ni los tiene menos tiempo del necesario, para que no salgan tan tiernos que luego se deshagan entre las manos; ¿cuánto más hará esto Dios con noso­tros, que es de infinita sabiduría y bondad, y es grande el amor paternal que nos tiene?
Dice San Gregorio: La pretensión del demonio con la tentación es mala; mas la del Señor es buena: como la sanguijuela, cuando chupa la sangre del enfermo, lo que pretende es hartarse de ella, y bebérsela toda si pudiese; pero el médico pretende con ella sacar la mala sangre, y dar la salud al enfermo. Y cuando dan un botón de fuego a un enfermo, lo que pretende el fuego es abrasar; pero el cirujano no pretende sino sanar. El fuego querría pasar a lo sano; el cirujano sólo a lo enfermo, y no lo deja pasar adelante. Así el demonio con la tentación pretende destruir la virtud, y el merecimiento y gloria nuestra; pero el Señor pretende y obra maravillosamente todo lo contrario por ese mismo medio, y así las piedras que el demonio arroja contra nosotros para descalabrarnos y matarnos, las toma Dios para labrarnos de ellas una muy hermosa y preciosísima corona, como leemos del glorioso San Esteban, que estaba rodeado de sus perseguidores, y cercado de piedras que le tiraban, y ve abiertos los cielos, y allí a Jesucristo, como estaba recogiendo aquellas pie­dras para de ellas fabricarle una corona de pedrería de gloria.
San Ambrosio, sobre aquello de San Mateo: "Subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero él estaba dormido ", dice: Notad que también los escogidos del Señor, y que andan en su compañía, son combatidos por tentaciones, y algunas veces hace Él del que duerme, escondiendo como buen padre el amor que tiene a sus hijos para que acudan más a Él; pero no duerme Dios ni se ha olvidado de vos. Dice el profeta Habacuc: Si nos pareciere que tarda el Señor, esperémoslo, y estemos muy ciertos de que vendrá y no tardará. Nos parece que tarda, mas en realidad de verdad no tarda. Al enfermo le parece larga la noche, y que se tarda el día; mas no es así, no se tarda, que a su tiempo viene. Así Dios no se tarda, aunque a nosotros como al enfermo nos parezca que sí. Él sabe muy bien la ocasión y la coyuntura, y acudirá al tiempo de la necesidad.
San Agustín trae a este propósito aquello que respondió Cristo nuestro Redentor a las hermanas de Lázaro, Marta y María: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Le habían enviado a decir que estaba enfermo su amigo Lázaro, y se detuvo dos días: no quiso ir allá para que el milagro fuese más señalado. Así, dice, hace Dios muchas veces con sus siervos: los deja por algún tiempo en las tentaciones y trabajos, que parece se ha olvidado de ellos; pero no se ha olvidado, sino que lo hace para sacarlos después de ellos con mayor triunfo y gloria: como a José, que lo dejó estar mucho tiempo en la cárcel, para sacarlo después de allí, como lo sacó, con gran honra y gloria, haciéndolo gobernador de toda la tierra de Egipto. Así, dice, hemos de entender que si el Señor se detiene y permite que dure la tentación y el trabajo espe­ra sacarnos después de él con mayor aprovechamiento y acrecentamiento nuestro.
San Juan Crisóstomo nota también esto: advertid, dice, que no dijo el profeta: Librásteme, Señor, de las puertas de la muerte, sino: Ensálzasme. Porque el Señor no solamente libra a sus siervos de las tentaciones, sino pasa adelante haciéndolos con esto más aventajados y señalados. Y así, por muy apretado que nos veamos, aunque nos parezca que llegamos hasta las puertas del infierno, hemos de tener confianza que de ahí nos sacará Dios: Él es el que mortifica y vivifica, y el que deja llegar hasta las puertas de la muerte, y el que saca y libra de ella cuando ya pensábamos perecer. Y así decía el santo Job: Aunque me mate, en El esperaré. San Jerónimo pondera aquí muy bien aquello del profe­ta Jonás, que cuando pensó que estaba ya perdido, y que no había remedio, sino que dan con él en el mar: Ahí le tenía el Señor a punto una ballena que le recibiese, no para despedazarlo, sino para sal­varlo y echarlo a tierra, como en navio muy seguro: Advertid y considerad, dice el glorioso San Jerónimo, que lo que los hombres pensaban que era su muerte, eso fue su guarda y su vida. Pues así, dice, nos acontece a nosotros, que lo que pensamos muchas veces que es pérdida es ganancia, y lo que pensamos que es muerte es vida: como la redoma de vidrio en manos de hombre que juega de manos, que la echa muchas veces en alto, y piensan los otros que cada vez se le ha de caer y hacer pedazos; pero después de dos o tres veces se les quita el miedo a los que lo ven, y tienen por tan dies­tro al jugador, que se admiran de su destreza. Así los siervos de Dios, que saben muy bien cuán dies­tro oficial es Dios, y conocen prácticamente y por experiencia que sabe muy bien jugar con nosotros, levantándonos y humillándonos, mortificándonos y vivificándonos, hiriendo y sanando, no temen ya en las adversidades y peligros, aunque se tengan por flacos y de vidrio; porque saben que están en bue­nas manos, que no se le quebrará la redoma, ni la dejará caer.
En la Historia eclesiástica se refiere que decía el Abad Isidoro: Cuarenta años hace que soy com­batido por un vicio, y nunca he consentido. Y de otros muchos de aquellos santos monjes antiguos leemos semejantes ejemplos de tentaciones muy continuas y largas, en que peleaban con gran fortale­za y confianza. Pues a estos gigantes, que sabían bien pelear, habernos nosotros de imitar.
El glorioso San Cipriano para animarnos a esto trae aquello de Isaías: No quieras temer, dice Dios, porque yo te redimí; tú eres mío, y bien te sé el nombre: cuando pasares por las aguas estaré con­tigo, y no te hundirás: cuando anduvieres en medio del fuego no te quemarás, ni la llama te hará mal alguno; porque yo soy tu Dios, tu Señor y Salvador. También son para esto muy tiernas y rega­ladas aquellas palabras que dice Dios por el mismo Profeta: Mirad con qué amor y ternura recibe la madre al niño, cuando teniendo miedo de alguna cosa se acoge a ella: cómo lo abraza y lo lleva al pecho, cómo junta su rostro con el suyo, y lo acaricia y regala. Pues con mayor amor y regalo sin comparación acoge el Señor a los que en las tentaciones y peligros acuden a Él. Esto decía el Profeta que lo consolaba y animaba mucho a él en sus tentaciones y trabajos: Recuerda la palabra dada a tu servidor, de la que has hecho mi esperanza. Éste es mi consuelo en mi miseria: que tu promesa me da vida. Esto nos ha de consolar y animar también a nosotros, y hacer que tengamos gran ánimo y confianza en las tentaciones, porque no puede faltar Dios a su palabra: para Dios es imposible men­tir, dice el apóstol San Pablo. En ti Señor he esperado, no seré confundido eternamente.

Padre Alonso Rodríguez, S.J., Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas”, p. 2a, t. 4o, c. Io.