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viernes, 30 de marzo de 2012

Un Fallo que falla.



A propósito del Fallo del la Corte sobre el aborto “no punible”.

Los diversos constructivismos a la moda, al negar la existencia de todo orden natural creado, engendran inevitables consecuencias en el ámbito de la política (me  refiero a la política en su acepción más lata de “vida ciudadana”) en punto,  básicamente, a la novedosa significación que, entonces, adquiere la dimensión  legislativa y jurídica del Estado: vacua ratificación legal de ciertos usos  sociales (ordinariamente invertidos según la fórmula gramscista), sin  vinculación alguna con la justicia, relegada como queda a la estratosfera de  los conceptos metafísicos inalcanzables y carentes de todo contenido  verificable.
El  constructivismo (o los constructivismos) constituye más que una escuela o  tendencia filosófica, una “ideología” que, consecuente con el racionalismo  precursor, reduce el mundo de lo real a las meras “construcciones  culturales humanas”, disociando –tal como en Hegel– “cultura” y “naturaleza”  y colocando al hombre como un sujeto sin relación, único demiurgo de sus  propias estructuras sociales y políticas, desvinculándose éstas de toda “traba”  predeterminada por cualquier modo de objetividad.
El “todo es  cultura, nada es natura” hegeliano expresado hasta los extremos más  conflictivos de su postulación idealista (separación de la realidad “nacida” – naturaleza– por un quehacer humano antojadizo que nada debe a una  trascendencia creadora ajena al hombre mismo).
Como se ve,  el constructivismo sitúa al hombre en el plano de una pura artificialidad y lo  desliga, por lo tanto, ya no sólo de todo nexo con el pasado, con la historia o  con la tradición, sino también con cualquier potencialidad generadora de  expectativas reales a futuro, esto es, de todo contacto con los casos  concretos que, de algún modo, lo religuen (al menos en situación de  nostalgia) a aquello que las corrientes intelectuales de todos los siglos, al  menos en Occidente, han denominado “ser”: el ser de las cosas reales.
En este clima  enrarecido de subjetivismo constructivista, donde únicamente es válido el hacer  inmanente de cada tiempo, con positiva repulsa a toda jerarquía axiológica  recibida, heredada o meramente conocida, en esta atmósfera –digo– ha de  colocarse el reciente fallo de la Corte   Suprema de Justicia de la Nación acerca de la interpretación del art. 86  inc. 2° del Código Penal de la   Nación.
Va de suyo,  por ello, que no se trata de una sólita exégesis técnica de carácter  “constitucional”, encerrada en el derecho positivo (ley vigente).
De ninguna  manera. Estos jueces que unánimemente se expidieron en un sentido unívoco con  referencia al tema en cuestión, han sido “formados” en derroteros del  pensamiento en los cuales no tienen cabida ni la naturaleza analógica del  fenómeno jurídico plasmado por Roma, ni la objetividad de la cosa justa (“res  iusta”) que Roma recibió (y sistematizó) cuidadosamente de los griegos (“to  dikaion”).
Estos jueces  habrán estudiado (o no) derecho romano, pero no son romanistas. Habrán  incursionado (algunos escribieron tratados) en el derecho civil, pero no son  civilistas. Habrán revolucionado el derecho penal, pero no a la medida de un  Francesco Carrara, o de un Giuseppe Maggiore, ambos significados  iusnaturalistas.
¿Qué falta  para esto? Nada menos que el conocimiento jurídico como contemplación de la  realidad dada y la praxis jurídica como actividad específicamente humana, es  decir, ordenada a la ejecución de un orden, valga decirlo así, objetivamente  justo y al discernimiento de “lo justo” en cada asunto determinado, al cual  accede la labor “indicadora” (“iudex”) del juez.
Éste ha sido por  siglos el mester de los juristas: descubrir en el caso concreto bajo análisis  la conexión con el orden natural, contemplado por la inteligencia y canalizado  en la jurisprudencia positiva.
Claro que,  para ellos, jurisprudencia no era un conjunto más o menos esclerótico de fallos  judiciales inconexos y caprichosos, sino la sana e imprescindible “iuris  prudentia”, o prudente ciencia del derecho.
Poco importan  aquí las infinitas variables que el derecho natural haya ofrecido en el curso  de la historia, que van desde el mínimo imprescindible “don de la naturaleza”  (propio del derecho romano clásico), al catálogo preceptivo del iusnaturalismo  racionalista del siglo XVIII.
Tampoco  interesa mucho abordar ahora qué es derecho romano clásico, ya que la  compilación justinianea cosificó, de algún modo, todos los extremos  legislativos y jurisprudenciales sobre los cuales han trabajado después los  romanistas posteriores.
Aquello que  sí resulta destacable es que jamás se había arribado al extremo de convertir el  “derecho” en una simple codificación de las “manías” transitorias de un ciclo  histórico, juzgado por sus fautores como el paradigma de toda organización  social.
En este  contexto los tales jueces han demostrado, sin duda, ser hijos legítimos de su  momento, al que no me atrevo a llamar “histórico”, dado el furor inconciliable  de todo constructivismo con la misma historia como continuidad sucesiva y  cualificada del pasado, que cristaliza en el presente y se proyecta  fecundamente hacia el porvenir.
Para fallar  como fallaron debieron incluso renunciar a caros principios dogmáticos del  derecho constitucional argentino, entre ellos aquellos que sostienen que la Corte sentencia sobre el  “caso concreto” y no se expide sobre una cuestión devenida abstracta, por  desaparición del objeto litigioso.
Aquí la Corte, en asunto asaz  espinoso y complejo, ha formulado una “doctrina legal” (por denominarla de  alguna manera) que, más que interpretación del precepto normativo, semeja una  “cuasi labor legisferente”, ajena por completo a la función judicante que le  atribuye la Constitución  nacional.
Las  sentencias de la Corte Suprema  de Justicia fijan, ciertamente, un criterio de orientación para los tribunales  inferiores, obligatorias en la medida en que se expiden, v.g., sobre la  constitucionalidad de una norma concreta, si se tiene  en cuenta que en nuestro sistema  instrumental, no es viable una declaración genérica, abstracta o apriorística  acerca de la constitucionalidad de la ley (en su acepción más amplia), supuesto  que la Corte no  opera (como en algunos regímenes del derecho comparado) a modo de tribunal  constitucional expreso, sino que, en rigor, actúa como contralor indirecto del  precepto específico sometido a su consideración.
Precisamente,  en el precedente que comento, la   Corte, contra toda lógica constitucional se pronuncia sobre  un tema ya fenecido en su dinámica jurídica (el aborto ya se consumó),  pretendiendo vincular a toda la estructura jurisdiccional del país, con  protocolos y directivas subsecuentes de carácter administrativo, en franca  oposición con sus propios criterios anteriores (en la actual, o con otras  integraciones, ya que la estabilidad del Órgano es una exigencia esencial de la Constitución del  Estado) y (ya lo podemos advertir) en franca, también, resistencia de algunas  provincias que han incorporado restricciones a las pautas interpretativas fijadas  por la Corte  nacional (Salta, Corrientes, La   Pampa, etc.).
“En la duda,  a favor de la parte más débil”, es un aforismo devenido un tópico de toda  disciplina jurídica, como fundado que está en la naturaleza misma de las cosas  que el constructivismo efectivamente (como antes lo vimos) niega.
En la  especie, la Corte  ni tan siquiera se ha dignado dirigir su atención (“una dulce mirada de  misericordia”) al “nasciturus”, es decir, a la persona por nacer, no obstante  cuente ésta con un derecho positivo a su favor, reconocido por el texto  constitucional por recepción de los tratados internacionales, tal como la Convención Americana  sobre Derechos Humanos incorporada según arts. 75 incs. 22 y 23 de la Constitución nacional con la cláusula de reserva que establece el art. 2° de la ley 23849: “se  entiende por niño todo ser humano desde el momento de la concepción…”, eco y  glosa actualizada de los arts. 63 y 70 del Código Civil que fijan la existencia  de las personas físicas desde el instante mismo de su concepción en el seno  materno.
Esta persona  (art. 30 del Código Civil) no merece para la Corte ni un tangencial párrafo de consideración,  pese a que, por la sencilla razón de existir, no tan sólo adquiere derechos  para sí, sino que también los genera a favor de terceros (art. 64 C.C.).
La  implicancia jurídica civil (digamos así) no interesa en absoluto, obnubilado el  Alto Tribunal por las secuelas psicologicistas de una temática abortiva  controvertida, que no es, por lo demás, objeto alguno de análisis, quedando  todo subordinado a las eventuales consecuencias, para la mujer, de una  gestación no querida.
Con una  declaración jurada se satisface la esencialidad procesal de una acción cuya única  y evidente razón de ser es la celeridad para finiquitar con la vida nacida y en  desarrollo que, protegida por la teoría constitucional, es sometida a otras  prevalencias que, por muy atendibles, razonables y dolorosas que sean, no  pueden en modo alguno primar sobre la más alta razón de la existencia.
La Corte, asimismo, resuelve de  un plumazo la vieja polémica respecto de si el inc. 2° del art. 86 alcanzaba a  toda mujer gestante o tan sólo a la mujer “idiota o demente”, sexualmente  ultrajada.
La tesis eugenésica  (restringida), de tan claro sabor discriminante (y racista) es ahora extendida  a cualquier clase de abuso sexual (no necesariamente comprobado).
Se erigen los  jueces supremos en una instancia superior al mismo desenvolvimiento del proceso  penal, sustituido por exclusivas manifestaciones de voluntad, sin contralor ni  del Ministerio Público Fiscal, ni de órgano jurisdiccional alguno ni, y es  verdaderamente un entuerto o desafuero contrario a todo derecho y sentido  común, a la participación eventual del genitor masculino, descalificado sin  producción de pruebas.
Todavía más: la Corte modifica de  hecho la figura legal del art. 86, adentrándose en las funciones exclusivas del  Congreso de la Nación  y ello así porque, con su osada interpretación, desconoce las excusas  absolutorias que en el aludido precepto se contienen, debiéndose notar que el  aborto, practicado por los sujetos activos allí mencionados (médicos  diplomados), según la mayor parte de la doctrina anterior a la reforma  constitucional del 94’, era impunible pero típico, es decir, operaba a favor de aquéllos  una suspensión de la pena, por motivos (bastante discutibles) de política  criminal, pero no modificaba, alteraba ni, mucho menos, derogaba el tipo penal  protector de la vida en gestación.
Digo anterior  a la reforma del 94’ ya que, como antes noté, la inclusión de Tratados internacionales que ponen el  inicio de la personalidad en la concepción, neutralizaron toda ulterior  discusión sobre los alcances del art. 86, en cualquiera de sus dos incisos.
Con todo, una  vez más se advierte la fragilidad de jugarse todas las fichas a la defensa del  niño por nacer tan sólo en normas positivas movedizas que hoy están y mañana no  y que, incluso cuando están, son descaradamente desconocidas por los  intérpretes. (De hecho, las proyectadas reformas al Código Civil ponen en  crisis el estatus jurídico de los embriones y amenazan, en general, con  subvertir todo el régimen legal de la familia).
No quiero decir con ello que la batalla por la dignidad integral de la persona humana dependa únicamente del derecho natural y que importe poco el derecho positivo. Todo lo contrario, en rigor, quiero valorar la norma positiva en su verdadera y  posible proyección, esto es, en el marco de una “paideia” que se funde en la  natura humana tal como ésta se nos manifiesta objetivamente y tal como ha sido  conocida y reconocida por los juristas de todas las épocas, y aún por cualquier  sujeto no afectado por prejuicios o estereotipos dialécticos de dudoso origen  intelectual: “sicut recta ratio diffusa in omnes”: “según una recta razón  difundida en todos”. (Digesto).
El derecho (y  el interés) superior del niño (Convención de los Derechos del Niño) es  violentado a favor de una situación subjetiva de la madre, con cuya mera  deposición testifical alcanza para suprimir la vida ya engendrada y no nacida.

En fin, la Corte falla. Nunca mejor  dicho, FALLA.

Ricardo Fraga, publicado en el diario “El Cóndor” de Morón, provincia de Buenos Aires.