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viernes, 6 de abril de 2012

Jesús ha confirmado sus afirmaciones por su Resurrección.



Importancia de la cuestión.

En el punto a que hemos llegado en la demostración cristiana y habiendo establecido la realidad histórica de los milagros de Jesús, podría parecer que ya estaba todo hecho y que el mi­lagro de la resurrección no hace falta para atestiguar la mi­sión divina de Cristo. Aun siendo esto verdad, es, sin em­bargo, del mayor interés para el apologista demostrar la re­surrección por las pruebas más sólidas, para que no queden sin respuesta los ataques de los adversarios, pues a más de que es el prodigio de los prodigios, un milagro profetizado por Nuestro Señor mismo —por consiguiente milagro y pro­fecía a la vez— ha sido siempre como el fundamento y la clave de la predicación cristiana. Los Apóstoles han creído. y predicado que Cristo resucitó de entre los muertos; San Pedro afirmó la resurrección de Cristo en términos formales. en sus dos primeros discursos (Hechos, II, 24; III, 15). San Pablo, que vuelve muchas veces sobre este asunto, no vacila en decir a los Corintios, que su fe era vana si Cristo no había resucitado (I. Cor., XV, 17). De lo dicho se puede dedu­cir cuán importante sea esta cuestión.

Planteamiento de la cuestión.

Conviene ante todo, determinar bien cómo se plantea la cuestión del milagro de la resurrección frente a la crítica moderna. Dos cosas son necesarias para que la resurrección de Jesús tenga todo su valor apologético y pueda ser considerada como un signo divino: Es necesario: 1.° que el hecho sea histórica­mente cierto; y 2.° que se haya realizado para confirmar la misión divina de Jesús. No hace falta demostrar el carácter milagroso del hecho, pues nadie lo pone en duda; de aquí que sólo habrá dos párrafos.


La resurrección es un hecho históricamente cierto.

Adversarios.

El milagro de la resurrec­ción ha encontrado en todos los tiempos numerosos enemi­gos, pero sólo van a ocupar nuestra atención los adversa­rios actuales. De manera general se puede establecer co­mo principio que, la opinión de los enemigos del cristianismo ha estado siempre subordinada a sus prejuicios y pasiones: la de nuestros modernos racionalistas se deriva de su filoso­fía que rechaza a priori todo milagro, aun en el supuesto de que fuese aseverado por los testimonios más fuertes y más dignos de fe. “Hoy, dice M. Stapíer, para el hombre moder­no una resurrección verdadera, el retorno a la vida orgá­nica de un cuerpo realmente muerto es la imposibilidad de las imposibilidades”[1]. El asedio por parte de estos críti­cos está declarado de antemano y la sola cuestión que les preocupa es descubrir el punto débil para dar el salto a la apologética católica. Este terreno han creído encontrarlo en la crítica literaria e histórica. Ahora ya no se dice: “nos­otros no creemos en la resurrección porque el hecho es im­posible, porque está fuera de las leyes de la naturaleza”; se contentan con afirmar: “todo hecho histórico debe ser pro­bado por el testimonio de aquellos que le han podido cono­cer ; pero la resurrección, si se la quiere tomar en realidad histórica del mismo orden que la muerte, no se halla atesti­guada sino por testimonios discordantes... la muerte, hecho natural y real, ha tenido testigos y podía ser referida; la resurrección, asunto de fe, no se ha comprobado jamás..., sólo se habla de visiones y las referencias que se dan de ella son contradictorias”[2]. La resurrección es “una creencia cristiana, no un hecho de la historia evangélica. Y aunque se viera en ella un hecho de orden histórico, estaríamos obli­gados a reconocer que este hecho no tiene la garantía de testimonios suficientemente seguros, concordantes, claros y precisos”[3]. Como se puede apreciar por estas dos breves-alegaciones, se trata de negar el hecho de la resurrección en nombre de la crítica histórica, pues apoyándose en los testi­monios que la relatan y oponiéndolos entre sí, se confía en anular uno de los fundamentos principales de la creencia cristiana. De esta manera ponen el testimonio de San Pablo en parangón con el de los Evangelistas, y como el primero es menos detallado y de fecha anterior, se pretende que re­presenta la tradición primitiva, la cual no habría creído al principio más que en la inmortalidad de Jesús y no habría llegado a la fe en la resurrección corporal de Nuestro Señor, sino poco a poco y por etapas sucesivas, cuyas huellas se encuentran en las narraciones evangélicas. Vamos a ver si todas estas pretensiones están justificadas.

Pruebas de la resurrección.

Los dos principales testimonios que nos refieren el hecho de la resurrección son de orden cronológico:

A) el testimonio de San Pablo, consignado en la primera Epístola a los Corin­tios, escrita, según la opinión de todos los críticos, entre el año 52 y 57[4]; y

B) el testimonio de los Evangelios, com­puestos entre el año 67 y el fin del siglo primero.


A. Testimonio de San Pablo.

San Pablo, diji­mos arriba, ha predicado frecuentemente la resurrección de Cristo, pero el pasaje más importante sobre esta materia se halla en su Epístola a los Corintios (XVI, 14). Veamos los puntos principales de este pasaje: “Yo os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os he anunciado... yo os he enseñado ante todo como lo aprendí yo mismo, que Cristo ha muerto por nuestros pecados, en conformidad con las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escritu­ras, y se apareció a Cefas, después a los Once. Luego se apareció una vez a más de 500 hermanos, de los cuales viven la mayor parte, y algunos ya murieron. También se apareció a Santiago, después a todos los Apóstoles y por último se me apareció a mí como abortivo... pero si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo hay entre vosotros al­gunos que dicen no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, Cristo tampoco ha resucita­do, y si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra predicación y vana también vuestra fe”. Del análisis imparcial de este texto se deduce que San Pablo afirma la muerte, sepultura y resurrección de Jesús:

a) la muerte de Jesús. “Yo os he enseñado... que Cristo ha sido muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras”[5]. La muerte de Jesús, la muerte redentora, Jesús inmolándose Toluntariamente en la cruz para rescatar la humanidad culpable —he aquí el tema ordi­nario de la predicación del Apóstol; ahora bien, él declara que el hecho y la doctrina con que él se relaciona lo ha reci­bido de la tradición apostólica;

b) la sepultura de Jesús “Yo os he enseñado... que Cristo ha sido sepultado”. El vocablo griego “etaphe”, que usa San Pablo y que se ha tra­ducido por “fue sepultado” designa generalmente entre los escritores sagrados del Nuevo Testamento una sepultura dis­tinguida; éste es el vocablo que usa San Lucas cuando habla de la sepultura del rico en la parábola de Lázaro (Luc, XVI, 22), y es también la palabra que encontramos en los Hechos de los Apóstoles (II, 29) a propósito de la sepultura de Da­vid. No se trata, pues, de un sepelio vulgar en la tierra como se pretende en la hipótesis de M. Loisy, según un fragmento de carta reproducido por L’ Uaivers del 3 de junio de 1907, donde no vacila en afirmar que “El entierro por José de Arimatea y el hallazgo de la tumba vacía, a los dos días después de la pasión no ofrece ninguna garantía de autenticidad y hay derecho para suponer que en la tarde de la pasión el cuerpo de Jesús, fue descolgado de la cruz por los soldados y arrojado en alguna fosa común, donde no se le podría ocu­rrir a nadie ir a buscarlo para reconocerlo cuando hubiera pasado algún tiempo”[6]. No sabemos en qué texto se puede apoyar tal hipótesis; seguramente no en el vocablo etaphe empleado por San Pablo y que designa por lo menos una sepultura ordinaria; después de esto conjeturar que Jesús fue echado en la fosa común, no es ya crítica histórica, sino crítica imaginaria;

c) el hecho mismo de la resurrec­ción. A decir verdad, este tercer punto es el que más importa al Apóstol, y el único que se dirige a la tesis que defiende. Sin embargo, conviene observar en seguida que no trata San Pablo de probar la resurrección de Jesús, por nadie puesta en duda, sino de recordarla como una verdad admitida y de servirse de ella como de punto de apoyo para la demostra­ción de otro dogma puesto en discusión. ¿Cuál es en efecto, el fin de la primera Epístola a los Corintios? Es probar a los fieles de esta iglesia anteriormente evangelizados por San Pablo, que los que entre ellos niegan la resurrección de los muertos están en el error y en el ilogismo, pues que admiten sin dificultad la resurrección de “Jesucristo. Porque, según el pensamiento del Apóstol, estas dos cosas están eslabonadas y la una implica la otra. No se puede negar la resurrección de los muertos sin negar la resurrección de Cristo, y negar la resurrección de Cristo es dar un mentís al testimonio de los Apóstoles, es decir, que han enseñado una falsedad, y por consiguiente el cristianismo no tiene valor alguno”. Si los muertos no resucitan, Cristo tampoco ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, “vana es vuestra fe” (I, Cor., XV, 16, 17). Dada la finalidad del Apóstol es muy natural que no insista en las pruebas de la resurrección de Cristo; le basta hacer una selección y retener aquéllas que son a propósito' para hacer impresión a sus lectores. Pero de los dos argu­mentos empleados por los Evangelistas: el sepulcro vacío, y las apariciones, es indudable que el primero tiene menor al­cance que el segundo, puesto que el sepulcro vacío puede explicarse por otras hipótesis que la resurrección. San Pablo, pues, deja a un lado este primer argumento o por lo menos no habla de él, sino de una manera indirecta. Decimos, sin embargo, que sólo habla de una manera indirecta porque cuando declara que “Cristo ha muerto, que ha sido sepultado, y que resucitó” es sin duda, el que resucita el mismo que murió y fue sepultado, y ¿cómo podría ser esto si el cuerpo hubiera permanecido en la tumba? Sin embargo, si el sepul­cro vacío está en el pensamiento de San Pablo, hay que reco­nocer que el Apóstol no trata de sacar de ello ningún argumento, y se contenta en insistir en el hecho de las aparicio­nes. Para probar, o mejor, para recordar a los Corintios que Jesús ha resucitado, San Pablo invoca apariciones que divi­de en tres grupos:

1. En el primer grupo dos apariciones, la una a San Pedro y la otra a los Once;

2. en el segundo, tres apariciones, la primera a quinientos hermanos, la segunda a Santiago, la tercera a todos los Apóstoles;

3. en el ter­cero una sola aparición, aquella con la cual fue beneficiado él mismo. Todas las apariciones, por lo demás, están puestas al mismo nivel, pero se puede presumir que a los ojos de San Pablo la aparición a los quinientos hermanos tenía una im­portancia señalada porque en el momento en que escribía, unos veinticinco años después del suceso, la mayor parte de estos testigos vivían aún, y es una especie de apelación a su testimonio común, que San Pablo, no teme dirigirles.

Objeción.

Las apariciones, objetan los racionalistas, están puestas por San Pablo en la misma catego­ría; todas fueron del mismo orden, puesto que el Apóstol las escribe de la misma manera y emplea siempre las mismas palabras, el verbo ophte, que se puede traducir por la ex­presión “ha sido visto” o “se ha aparecido”; tal fue la apa­rición de Jesús a Saulo en el camino de Damasco, tales tam­bién las otras apariciones. Toda la cuestión está, pues, en de­terminar lo que pretende significar el Apóstol al decir que ha visto a Jesús resucitado. Ahora bien, San Pablo no pue­de querer significar que vio a Cristo vuelto a la vida en el cuerpo que había sido depositado en el sepulcro, él no vio más que una luz, “un cuerpo de gloria” (Fil., III, 21) y aquella luz que él había visto no era una luz real y objetiva; “él tuvo la sensación de ver sin que hubiera nada al alcance de sus ojos; estaba alucinado” (1); y ¿cómo se produjo esta alucinación? Es que, según M. Meyer, San Pablo, siendo nombre de genio, pero afectado de una enfermedad nerviosa, y acostumbrado a semejantes visiones, se hallaba corpo­ral e intelectualmente predispuesto al prodigio del camino de Damasco. Las ideas de Jesús Mesías, de Jesús principio de vida, de Jesús viviente e inmortal se habían ido formando poco a poco y sin darse cuenta en la subconsciencia; cami­nando hacia Damasco, estas ideas repentinamente irrumpie­ron de la subconsciencia a la conciencia y entonces vio a Cristo en un cuerpo glorioso espiritualizado o neumático que proyectó sobre él una luz obcecadora, pero este cuerpo no era el cuerpo de Jesús vuelto a la vida. Todas las aparicio­nes mencionadas por San Pablo, concluyen los racionalistas, siendo de la misma naturaleza que la suya, no han sido otra cosa que visiones subjetivas.

Refutación.

Admitimos con los racionalistas, co­mo ya hemos dicho anteriormente, que las apariciones des­critas por San Pablo están puestas en el mismo nivel, pero ¿es verdad que el Apóstol, al recordar la aparición de que fue testigo en el camino de Damasco quiera hablar de una “visión subjetiva”? El contexto indica todo lo contrario; el pensamiento íntimo del Apóstol puede, con efecto, deducirse del fin que persigue en su Epístola. Queriendo combatir la •opinión de algunos fieles de Corinto que negaban la resu­rrección corporal de los muertos, San Pablo quiere demostrar su existencia y naturaleza apoyándose en la resurrección de Jesús; luego su razonamiento hubiera sido falso si para pro­bar que los muertos recobrarán sus cuerpos, sus verdaderos cuerpos aunque gloriosos y dotados de nuevas propiedades, hubiera comenzado por decir que la resurrección de Cristo, que era su principio y ejemplar, no había sido corpórea. Cuando declara que se le apareció Cristo resucitado, quiere decir, pues, que ha visto el mismo cuerpo que había muerto y había sido sepultado, idéntico al que tenía durante su vida terrestre, salvo la cualidad de cuerpo glorioso; tal es, no ca­be duda, el fondo del pensamiento del Apóstol. —Está bien, replican los racionalistas, “los evangelistas y San Pablo no entienden narrar impresiones subjetivas, hablan de una presencia objetiva, exterior, sensible, no de una presencia ideal y mucho menos de una presencia imaginaria; las condiciones de existencia de este cuerpo eran diferentes, pero era el mis­mo que había sido depositado en el sepulcro y que no estaba ya en él, a lo que se creía”[7]: esto será verdad, pero se­gún M. Loisy fue todo pura alucinación o simple ilusión de parte de los Apóstoles.

1. Por lo que concierne al caso de San. Pablo, ¿puede decirse que él fue víctima de la alucinación? Es verdad que muchas veces en su vida tuvo visiones, pero siempre ha pro­curado distinguir entre ésta y aquéllas; la visión del camino de Damasco era a sus ojos el fundamento de su vocación; él reivindicaba el título de Apóstol porque había visto a Cris­to glorioso y se había encontrado con él y había oído su lla­mamiento. Jamás hubiera él osado prevalerse de este, título si no hubiera tenido la convicción de que había visto a Cristo tan realmente como los otros Apóstoles, y que había oído su voz llamándole al Apostolado.
Sin duda, prosiguen nuestros adversarios, San Pablo fue sincero, pero esto no impide el que fuese víctima de alucina­ción. Aun persiguiendo a los cristianos se fue operando en el fondo de su ser un trabajo inconsciente, sospechó la posible verdad de la doctrina de Jesús, dudó de la legitimidad de sus persecuciones, en una palabra, tuvo remordimientos. Es­tas impresiones latentes en un principio en el interior de su ser, surgieron súbitamente de la subsconciencia al campo de la conciencia provocando alucinaciones de la vista y del oído y produciendo en su espíritu nuevas convicciones que deter­minaron su conversión.; —Pero nada de todo esto es histórico. Este pretendido trabajo preparatorio para la conversión, rea­lizado en la conciencia subliminar de San Pablo no aparece por ninguna parte, pues Saulo siempre obra de buena fe cuando persigue a los cristianos y cree hacer bien, defienden do las “tradiciones” de sus “mayores”, como lo ha declarado él mismo (Gal., I, 14; Hechos, XXVI, 9). Lo que hizo, lo hizo por “ignorancia” (I, Tim., I, 13); la hipótesis de los recprdimientos no tiene ninguna base en los docu­mentos escritos; sino que Saulo, en un instante, se halló con­vertido y creyó en aquél cuyos discípulos perseguía.

2. Pero supongamos, si se quiere, que San Pablo fue un alucinado; ¿se podrá decir que los otros testigos, que cita San Pablo y los Evangelistas fueron todos alucinados? No hay duda que favorezca esta suposición; las condiciones de nú­mero de tiempo, y de circunstancias no permiten tal hipótesis.—1. El número. No es razonable suponer que tantos testi­gos y de tan diferente carácter hayan sido víctimas en sus sentidos de una ilusión; porque no es una vez, sino muchas las que el Señor se muestra resucitado y no a una sola per­sona, y no sólo se aparece a sus Apóstoles, sino a quinientos hermanos a la vez.—2. El tiempo; las apariciones han tenido lugar a raíz de la muerte de Jesús, esto es, en un momento en que los discípulos estaban desamparados y sólo pensaban en ocultarse; en tal estado de espíritu, lo menos que podían imaginar es que el Crucificado se les apareciese rodeado de gloria; luego las apariciones han debido imponerse de fuera en tales condiciones de objetividad que han determinado una fe irresistible en la resurrección.—3. Las circunstancias. Es verdad que San Pablo no menciona circunstancia alguna; pero si nos atenemos a la exposición de los Evangelios vemos que los Apóstoles se muestran incrédulos al principio y. se figuran ver un espíritu. Jesús entonces les hace tocar sus lla­gas (Luc, XXIV, 37, 40; Juan, XX, 27), come delante de ellos (Luc, XXIV, 43), les hace notar que “un espíritu ni tiene carne ni huesos” (Luc, XXVIII, 9). ¿Se dirá todavía que las alucinaciones tal como se entienden han sido verda­deras alucinaciones objetivas producidas directamente por Dios para obtener la fe de los Apóstoles, en Jesús viviente y triunfante? Esta hipótesis a más de no ser más histórica que las otras, es blasfema además, puesto que considera a Dios causa directa del error.

Conclusión.

Los ataques de los adversarios care­cen de base sólida y tenemos derecho a concluir que según el testimonio de San Pablo, la resurrección es un hecho histó­ricamente cierto, demostrado por seis apariciones. De estas apariciones San Pablo puede certificar una, pues tiene con­ciencia de haber sido él el afortunado testigo; en cuanto a, las otras, afirma haberlas conocido por referencias que se le hicieron al encontrarse por primera vez en Jerusalén con los Apóstoles, y particularmente con San Pedro y Santiago, tres años después de su conversión (Gal., I, 18), esto es, unos cuatro años después del acontecimiento mismo, si seguimos la cronología adoptada por M. Harnack que sitúa la conver­sión de San Pablo en el año mismo de la muerte de Jesús. Así, en una época tan próxima de los hechos, los Apóstoles creían ya en la resurrección corporal de su Maestro, luego es imposible admitir con la escuela mística que la resurrección sea una leyenda elaborada en la mitad del siglo segundo, ni con ciertos críticos contemporáneos (Loisy), que los Após­toles y los discípulos ni hayan creído ni predicado que el cuerpo de su Maestro había salido vivo del sepulcro al ter­cer día después de su muerte, y que los cristianos no habrían llegado a esta fe sino desfigurando las creencias primitivas y las impresiones de los primeros discípulos.


B. Testimonio de los Evangelios.

Se­gún el testimonio de los cuatro Evangelios, la fe en la resu­rrección de Jesús, nació de una doble causa: —a) del descu­brimiento del sepulcro vacío; y b) de las apariciones del Re­sucitado.

a) Argumento del sepulcro vacío. Según la narra­ción de los cuatro Evangelistas, las mujeres y los discípulos que se dirigieron al sepulcro para embalsamar a Jesús, en­contraron el sepulcro vacío, la piedra que cerraba la entrada del sepulcro estaba apartada a un lado (Marc, XVI, 4), en el interior del sepulcro las ropas yacían en tierra, los lienzos y el sudario separadamente (Juan, XX, 7), el cuerpo de Je­sús no estaba ya (Luc, XXIV, 3), un ángel les anunció la resurrección, los guardias, espantados, habían huido y fueron a anunciar la nueva a los príncipes de los sacerdotes, que les dieron una fuerte suma de dinero para que dijeran que los discípulos les habían arrebatado el cuerpo de Jesús mientras ellos dormían (Mat., XXVIII, 11, 13).
Así el primer argumento, invocado por los Evangelistas en favor de la resurrección, está tomado del hecho que al día siguiente del sábado, domingo por la mañana, el cuerpo de Jesús había desaparecido del sepulcro donde había sido en­terrado la antevíspera por José de Arimatea.

Objeción.

El argumento del sepulcro vacío ha sido objeto en todos los tiempos, de los más vivos ataques por parte de los adversarios del cristianismo. —1. Algunos han admitido la materialidad del hecho pero se han ingenia­do en buscar explicaciones naturales:

1. Los judíos del pri­mer siglo recurrieron a la hipótesis de la substracción; acu­saron a los discípulos de haberse llevado el cuerpo de su Maestro durante la noche mientras que la guardia dormía[8].

2. Entre los críticos modernos, unos han abandonado completamente la hipótesis de la substracción por los Após­toles, y así la escuela naturalista alemana (Bretsehneider, Paulus, Hase) supuso que Jesús en la cruz no había muerto, sino que había padecido un deliquio, pero luego la frialdad de la tumba, la virtud de los bálsamos, y el fuerte olor de los aromas, le volvieron a la vida ,y él entonces se desemba­razó de los lienzos y sudarios que le cubrían la cabeza, y pudo salir del sepulcro gracias a un temblor de tierra que hizo caer la piedra que sellaba la entrada; en seguida pudo aparecer a sus discípulos, que le creyeron resucitado. Por el contrario otros han reproducido la hipótesis de la substrac­ción con algunas modificaciones. Como el abatimiento de los Apóstoles aparta de ellos toda sospecha de impostura, han supuesto que la substracción había sido hecha por los judíos[9] que pretendían impedir la afluencia de visitantes o por el propietario del huerto que quiso limpiar su tumba del cuerpo muerto que se había instalado en ella[10] o ya por el mismo José de Arimatea que no siendo discípulo de Jesús y no habiendo prestado su sepulcro sino por caridad, pasado el sábado, se apresuraría a sacar el cuerpo y transportarlo a otro lugar[11].

2. No pocos han negado la materialidad del hecho y han pretendido que la relación del sepulcro vacío es una leyenda inventada por la segunda o tercera generación cristiana y quieren ver una prueba de ello en el silencio de San Pablo. Si San Pablo, dicen, cuyo testimonio es anterior al de los Evangelios, no menciona el argumento del sepulcro vacío es porque no lo conocía y que la leyenda aun no se había for­mado cuando él escribía.

Refutación.

No nos entretendremos en responder largamente a aquellos que teniendo a los Apóstoles por im­postores, afirman que fueron ellos los autores del rapto. ¿Qué interés podrían tener ellos en inventar la fábula de la resurrección, y hacer adorar como Dios a un seductor, del cual fueron ellas las primeras víctimas? Un tal proyecto, además, no era razonable, ¿cómo hubieran podido ellos subs­traer el cuerpo de Jesús por la violencia, por el soborno, o por la astucia? Ninguna de las tres hipótesis es bastante se­ria. La violencia no es admisible por parte de hombres que habían mostrado tan poco valor en el trance de la pasión de su maestro, el soborno no es posible sino con mucho dinero, y los Apóstoles eran pobres; queda   el  tercer  medio: llevarse el cuerpo por medio de la astucia. Se trataba, pues, de sor­prender a los guardias valiéndose de algún camino secreto, o durante la noche cuando estuviesen dormidos, rodar la pie­dra sin el ruido más leve después de arrebatar el cuerpo sin despertar a nadie y ocultarlo luego en un escondite bastante seguro para que no se le pudiera descubrir, pero tal empresa ¿no sobrepasa los límites de lo verosímil?

2.  La hipótesis de la muerte aparente de Jesús ha caído hoy en el más completo descrédito, porque es necesario ele­gir: o se acepta la relación de los Evangelistas tal cual es, y entonces nada autoriza a creer que la muerte de Jesús no fue real, pues si los sufrimientos de la cruz y la herida de la lanza no le hubieran hecho morir, seguramente hubiera muerto asfixiado por las cien libras de aromas y por la es­tancia en la tumba, o se mira la relación evangélica como una leyenda y entonces se cae en la objeción que niega la materialidad del hecho, a la cual responderemos más ade­lante .

3.  Decir que el rapto ha sido obra de los judíos es una hipótesis aun más absurda y en contradicción con los he­chos; pues hay que tener en cuenta que los Apóstoles predi­caron la resurrección de Jesús no sólo ante el pueblo, sino también ante los jefes de la nación. Pedro y Juan por esto fueron encarcelados y obligados a comparecer ante el tribu­nal judío (Hechos, IV, 1, 2). ¿Se concibe entonces el silencio de los Sanhedrinitas? “La pieza convincente estaba entre sus manos; con un gesto, con una palabra, podían derrumbar la nueva fe cuyo rápidos progresos les inquietaba... Si los Sanhedrinitas se callaron, si no han opuesto un rotundo men­tís, es porque no estaban en condiciones de presentarlo. Sin su consentimiento y sin su cooperación el sepulcro había sido despojado del difunto”[12]. ¿Quién lo había quitado? “No fue un amigo; no fue un enemigo; tampoco fue un extraño. Desde más de diecinueve siglos (Mat., XXVIII, 12, 14) se han agotado ya todas las hipótesis para escapar al milagro; a ninguna se le ha podido dar visos de verosimilitud. Sólo, hay una respuesta posible. Cristo ha salido del sepulcro por sí mismo; ha resucitado corporalmente”[13].

4. ¿Tiene más fundamento la suposición de que es una leyenda de la segunda o tercera generación cristiana el ha­llazgo del sepulcro vacío?[14]. ¿Cómo explicar entonces la fe de los Apóstoles, la transformación total en ellos operada a poco de la tragedia de la cruz que tanto los había acobar­dado y desanimado? Si no hubo nada nuevo para alentarlos tras su profunda decepción, si la fe en la resurrección del Maestro se fue elaborando poco a poco ¿cómo se explica que los tímidos y cobardes en el curso de la pasión se hayan vuelto en seguida intrépidos y valientes para predicar la Resu­rrección hasta ofrendar el sacrificio de su vida?,
272. —b) Argumento tomado de las apariciones. —Mien­tras que el argumento del sepulcro vacío es sólo una prueba indirecta, pues admite otras explicaciones que la resurrec­ción, las apariciones constituyen una prueba directa.

Si se comparan los dos testimonios de San Pablo y de los Evangelistas se pueden contar once apariciones, sin comprender la del camino de Damasco a San Pablo. Dos apari­ciones mencionadas por San Pablo no figuran en los Evan­gelistas: la aparición a los quinientos discípulos y la de San­tiago. El total de las apariciones referidas por los Evange­listas es de nueve, siete de las cuales tuvieron lugar en Jerusalén y sus alrededores y dos en Galilea. En el primer grupo —las apariciones hierosolimitanas—, se cuentan las aparicio­nes:
1. a María Magdalena (Marc, XVI, 9; Juan, XX, 14, 15):

2. a las santas mujeres que volvían del sepulcro (Mat., XXVIII, 9);
3. a San Pedro (Luc, XXIV, 34);
4. a los dos discípulos de Eminaüs (Marc., XXI, 12; Luc., XXIV, 13 y siguientes);
5. a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, estando ausente Tomás (Marc., XVI, 14; Luc., XXIV, 36 y siguientes; Juan XX, 19, 25). Estas cinco primeras aparicio­nes tuvieron lugar en la Pascua.
6. ocho días después en Jerusalén todavía, Jesús se apareció a los once Apóstoles, presente Tomás, a quien invita el Señor a tocar sus llagas de manos y costado (Juan, XX, 26, 29);
7. en Galilea, se apareció a siete discípulos en el lago de Tiberíades (Juan, XXI, 1, 14); después
8. a los once Apóstoles sobre una mon­taña de Galilea (Mat., XXVIII, 16, 17);
9. en fin, la última aparición, inmediatamente antes de la Ascensión, tuvo lugar en el monte Olivete, en presencia de todos los Apóstoles re­unidos (Luc, XXIV, 50).

Objeción.

Se objetan, contra el argumento sa­cado de las apariciones, las divergencias que ofrecen los re­latos evangélicos.

1. Se hace notar que los Evangelistas no están acordes en el número de mujeres que fueron al sepul­cro ni en el número de ángeles que vieron.

2. Pero se invo­ca sobre todo la llamada oposición entre los autores, sagrados sobre el lugar de las apariciones. Según los críticos liberales y racionalistas, habría en los relatos evangélicos como dos tradiciones sobrepuestas e inconciliables: la una representa­da por San Mateo y San Marcos, situando las apariciones en Galilea conforme el mensaje que el ángel transmite a las san­tas mujeres para los Apóstoles,  la  mañana de resurrección; la otra representada por San Lucas y San Juan, poniendo el teatro de las apariciones exclusivamente en Judea.

Refutación.

1. Estas divergencias prueban la in­dependencia de los historiadores, en vez de debilitar sus re­latos; versan, además, sobre puntos secundarios, como el número de mujeres, el número de ángeles; pero dejan intac­to el hecho mismo de la resurrección; donde aparece con evi­dencia que las variantes en los pormenores no impiden en manera alguna la identidad del fondo.

2. La oposición que se señala entre los Evangelistas a propósito del teatro de las apariciones no es tan evidente como se afirma, pues no se ha demostrado la existencia de dos tradiciones distintas, la de Jerusalén y la de Galilea, y mucho menos, que cada evan­gelista sólo conociera una de las dos tradiciones. ¿Cómo se puede pretender que San Mateo, que con San Marcos repre­senta la tradición de Galilea, ignore la tradición de Judea, si le vemos referir una aparición de Jesús a las santas mu­jeres en el momento en que se retiraban del sepulcro? (Mat., XXVIII, 8, 9). El final de San Marcos trae también dos apa­riciones en Jerusalén, pero no queremos insistir en este hecho, pues nuestros adversarios consideran apócrifo este final. El Evangelio de San Juan, tomado en su totalidad, con su apéndice, refiere apariciones de Judea y de Galilea. Única­mente San Lucas se limita a las apariciones en la Judea. Luego, en definitiva, exceptuando este último, los Evange­listas conocen los dos teatros de apariciones de Cristo, y el exclusivismo que se quisiera encontrar en sus narraciones no existe realmente más que en el espíritu de los críticos racio­nalistas. Tres Evangelistas, por lo menos, entre cuatro, han recogido la doble tradición: la de Jerusalén y la de Galilea.

Por lo demás, podemos observar que la mayor parte de las diver­gencias se explican perfectamente por el fin diverso que se propusie­ron los Evangelistas. Así San Mateo, escribiendo para el mundo judío en el cual se susurraba Que los discípulos habían Quitado del sepul­cro el cuerpo de Cristo, muestra la inverosimilitud de una tal acusa­ción, por el relato de la guardia puerta en el sepulcro y por el hecho de haber sido sellada la piedra del mismo. San Marcos, escribiendo para el mundo romano, muy aficionado a las formas jurídicas, explica primeramente que la muerte de Jesús fue comprobada oficialmente por una encuesta de Pilatos con el Centurión, encargado de la ejecución de la sentencia, y después insiste sobre la incredulidad de los discípulos que no querían dar fe al relato de María Magdalena. San Lucas, escri­biendo para el mundo griego, en el cual el testimonio de las mujeres no era válido en justicia y en el cual la resurrección de los muertos era considerada como un absurdo, no menciona más que las aparicio­nes a los hombres (a los dos discípulos de Emaús, a Pedro, a los Once y sus compañeros) y aporta una serie de detalles materiales a fin de demostrar que el cuerpo resucitado de Cristo no era un fantasma, sino un cuerpo real, puesto que se dejaba tocar y comía y bebía en presen­cia de todos. Siguiendo, pues, caminos diferentes, los Evangelistas se apropiaron cada uno lo que entraba de lleno en su plan particular y lo que más podía convenir a sus lectores; sería, por tanto, un error manifiesto el concluir que ellos ignoraban los hechos que dejan de referir en   sus escritos.

Conclusión.

Así, del examen de documentos, resulta que desde los primeros días, los Apóstoles, tanto por el des­cubrimiento del sepulcro vacío, cuanto por las apariciones, creyeron que su Maestro había resucitado y se lo represen­taron superviviente, no sólo en su alma inmortal, sino tam­bién en su cuerpo. Ellos creyeron que su cuerpo no quedó ten el sepulcro sino que vivía de nuevo y para siempre trans­formado y glorificado[15].


El milagro de la resurrección se hizo para confirmar la misión divina de Jesús.

La conexión entre la resurrección de Jesús y su misión divina es tan patente que jamás ha sido objeto de controversia. Entre los adversarios del cristianismo y sus apologistas, el debate ha tenido lugar, pero únicamente sobre el hecho de la resurrección; pues siempre se dio como indis­cutible que si Jesús había resucitado, su misión era Divina, era el Mesías, el Hijo de Dios.
Luego no hace falta entretenernos demasiado en este punto. El pensamiento de Jesús de relacionar el milagro de la Resurrección con su misión, se desprende:

1. de que él predijo este acontecimiento varias veces, como señal revela­dora del Mesías: “Entonces (tras la confesión de Pedro) comenzó a enseñarles (a los Apóstoles) que era preciso que el Hijo del hombre sufriera mucho... que fuera condenado a muerte y que resucitaría al tercer día” (Marc., VIII, 31). En otras tres ocasiones Jesús predijo su muerte y resurrec­ción (Marc., IX, 8, 9, 30; X, 32, 34);

2. del hecho que, en dos ocasiones Jesús apelara a su resurrección futura como el único signo que se daría para probar su misión.

1) Un grupo de fariseos le pide un signo de su misión: “Maestro, quisiéramos ver un prodigio tuyo”. El respondió: “Esta ge­neración mala y adúltera pide un signo, y no se le dará otro que el del profeta Jonás; pues así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así el hijo del hom­bre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra” (Mat., XII, 38, 40).

2) Otra vez, cuando acababa de expul­sar a los mercaderes del Templo, los judíos admirándose de que obrara de aquella manera, le piden un signo que le au­torice a usar de tal proceder. Jesús responde en estos térmi­nos: “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días”. Los judíos contestaron: “¡Cuarenta y seis años se emplearon en levantar este templo y tú lo quieres reconstruir en tres días!” Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo; y cuan­do resucitó, sus discípulos recordaron estas palabras de Je­sús  (Juan, II, 18, 22).

Conclusión.

Así el único signo que Jesús quiso dar a sus enemigos sobre su misión divina fue su resurrección; y corno ella es un hecho históricamente cierto, podemos con­cluir que Cristo nos ha dejado el testimonio más auténtico y más grande de su origen divino.


R.P. Dr. A. Boulenger, “Manual de apologética. Introducción a la doctrina cristiana”, Ed. San Francisco, Chile, 1938.


[1] Stapfer, La mort et la resurrèction de Jésus-Christ.
[2] Loisy, Quelques lettres sur des questions  actuelles  et sur des evéuements récents.
[3] Loisy, les Evangiles synoptiques.
[4] Al establecer nosotros el valor histórico de los escritos del Nuevo Testamento, nuestro estudio se ha limitado a los Evangelios y no se ha tratado allí de las Epístolas de San Pablo, cuyo testimonio invocamos aquí. No ha sido esto una omisión. La razón por la cual no nos hemos detenido, en demostrar la historicidad de la primera Epís­tola a los Corintios, es porque hasta ahora no ha sido puesta en duda por los  críticos racionalistas.
[5]Según las Escrituras”. Esta expresión repetida dos veces por San Pablo, es invocada equivocadamente por los racionalistas que se sirven de ella para desvirtuar el valor del testimonio. No hay motivo, en efecto, de maravillarse que los Apóstoles hayan tomado interés en mostrar los puntos de contacto entre la vida de Jesucristo y las pro­fecías del Antiguo Testamento. A los ojos de los judíos que no juraban más que por las Escrituras y que ponían el argumento profético por encima de todo otro argumento, la concordancia entre otras predicciones de los profetas y los acontecimientos de la vida de Jesucristo tenía, mucho más valor que el mismo testimonio de los Apóstoles, afirmando que habían visto a Jesús resucitado. Mas este recurso a las Escrituras nada quita a la verdad del testimonio, y los Apóstoles no dejaban de ser testigos bien informados y sinceros cuando los hechos que ellos relataban  habían  sucedido  “según  las  Escrituras”.
[6] Esta hipótesis ha sido  renovada  por M. Loisy en  su  extensa obra Les evangiles Synoptiques.
[7] M. Loisy, Les Evangiles synoptiques.
[8] Esta tesis no pudo resistir por mucho tiempo a la réplica de­ los apologistas cristianos. Así bien pronto los judíos dirigieron su acusación al hortelano- del lugar donde estaba colocado el sepulcro, di­ciendo que había hecho desaparecer el cuerpo a fin de que las idas y venidas de los piadosos visitantes no echaran a perder sus hortalizas (Tertuliano, Tr. de Spectaculis).
[9] Alberto Reville y Eduardo Le Roy han supuesto que las au­toridades judías que detestaban a Jesús y no podían sufrir que tuviera él un sepulcro honroso, habían mandado quitar el cuerpo para que tuviese la misma suerte que la ley señalaba para los cadáveres de los ajusticiados.
[10] Renán, Les Apôtres.
[11] Holtzmann, La Vie de Jésus.
[12] P. Rose, Etudes sur les Evangiles. Es esta, sin duda, la razón que ha determinado a los racionalistas contemporáneos a imaginar la hipótesis de la fosa común. Creen así escapar a la necesidad que les ata­ñe de explicar por qué los judíos no han confundido a los Apóstoles, presentándoles de nuevo el cadáver.
[13] Ladeuze, ob. cit.
[14] Los racionalistas suponen dos estadios en la formación de la leyenda. En el primer estadio hay las alucinaciones. Después de la grande prueba de la Cruz, el amor de los Apóstoles hacia su Maestro triunfa de su desaliento. Pedro, primero y después los demás Apósto­les sugestionados por Pedro, tienen visiones, en las cuales creen con­templar a Jesús resucitado. Tal es la primera etapa de la creencia en la resurrección en la cual sólo se trata de Jesús viviente e inmortal, etapa cuyo eco hallamos en el testimonio de San Pablo. En el segundo estadio, los Apóstoles, a fin de justificar su predicación, empiezan a materializar la fe en la sobrevivencia de Cristo. Para las necesidades de la causa que defienden, van forjando toda clase de circunstancias de la resurrección: el amortajamiento, la guardia del sepulcro, el des­cubrimiento del sepulcro vacío, Jesús mostrando sus llagas y haciéndo­las tocar, etc.
[15] V. Lepin, Christologrie.