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miércoles, 11 de abril de 2012

Palabras en guerra.




Por Juan Carlos Monedero (h)

1. Cómo hablamos y cómo discutimos
2. Cada palabra, una llama. Criminalización de los términos
3. La confusión instalada. Cuatro ejemplos
4. Cómo se nos confunde
5. Un momento: ¿no estamos exagerando?
6. Eliminar toda palabra que remita a un “en sí”
7. Conclusión

 “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios
mientras sigamos creyendo en la gramática”.
Nietzsche, El ocaso de los ídolos

“Hay mentiras expresas que corren el mundo,
mentiras completas en cuanto a su fórmula;
pero hay también mentiras que forman parte de lo sobreentendido”.
Ernest Hello, El hombre

“Quien considere debidamente estas cuestiones,
encontrará que hay una cierta brujería o fascinación en las palabras,
que las hace actuar como una fuerza que va más allá de lo que podemos explicar”.
South[1]

–“Cuando yo uso una palabra”, dice Humpty Dumpty en tono de desprecio,
 “significa justamente que yo entiendo darle ese significado, ni más ni menos”.
–“La cuestión es saber”, contesta Alicia,
“si usted puede hacer escribir a las palabras tantos significados diversos”.
–“La cuestión es quién debe ser el amo. Eso es todo”.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las Maravillas

1. Cómo hablamos y cómo discutimos

La palabra humana, como todas las cosas hechas por Dios, posee una determinada naturaleza. No podemos tratarla de cualquier manera so pena de inhabilitarla para el fin que fue pensada. Ella es la moneda de intercambio más usada por nosotros: todos los días la pronunciamos, se encuentra en todas partes; en los diarios, en los locales, en los programas de televisión, en los libros, en los apuntes de estudio, en las revistas de entretenimiento, en la radio, en las marcas de ropa, en los nombres comerciales; cada vez que conversamos, que pedimos un favor, que damos una clase, que redactamos algo. No terminaríamos nunca de enumerar las cosas que portan palabras.
Por lo general, tanto una conversación pero, sobre todo, una discusión estaba caracterizada por la confrontación de posturas que se disputaban el trofeo –tener o estar en la razón– apelando a distintos argumentos, luego de haberse enunciado. Todo debate veía la realidad como medida de las tesis: aquélla las juzgaba y las tesis eran comparadas con la realidad, ya para confirmarlas o desecharlas, con el fin de conducir a nuestro oyente ocasional hasta el borde mismo de la contradicción. Éste era y sigue siendo el presupuesto natural –frecuentemente implícito– de toda polémica. La contradicción siempre tuvo un enorme valor aleccionador porque

“cuando la inteligencia se percata de que no es posible afirmar una cosa y su contradictoria, atisba con ello la existencia de lo verdadero y lo falso. Y, por allí, se da cuenta del ser”[2].

Sin embargo, los rumbos del pensamiento actual introducen un imperceptible pero fundamental viraje en este punto. Porque esta evidencia –una realidad objetiva e independiente del pensamiento, una realidad que juzga nuestras ideas y frente a la cual nosotros debemos adecuarnos– es cuestionada justamente por el relativismo, que es como sabemos una ideología absolutamente dominante. Dominación que no sólo genera un descreimiento respecto de la verdad de las cosas sino también una incapacidad para que posiciones encontradas se escuchen mutuamente. ¿Cómo podría importarme lo que otro puede decirme si mis opiniones valen únicamente porque “emanan” de mi subjetividad?
El sólo hecho de comparar una con la otra –buscando la correcta– se convierte en odioso. Han convertido a la verdad y, por ende, a la palabra verdad en algo odioso. La Verdad, uno de los Nombres de Dios, causa escozor en muchos oídos. Permanecer callado ante quien desea transmitirnos algo equivale a restringir nuestra libertad de expresión. Se olvida que sólo es posible percibir la realidad –es decir, filosofar– guardando silencio:

solo el que calla oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la voluntad de oír, tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio. Y así el filosofar… significa: oír en forma tan absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[3].

Se trata de un largo proceso que lleva mucho tiempo y que, en el punto que nos interesa, afecta principalmente al lenguaje. En la etapa actual, este cambio tiene lugar mediante la negación de las notas arriba mencionadas, modificándose el modo en que las personas discuten. Ésto, por un lado. Pero otro rasgo consiste, además, en que ya no se enuncia lo que uno piensa, sino únicamente aquello que se rechaza. Dice Juan Pablo Vitali: “A veces no nos damos cuenta hasta dónde estamos influidos por esa forma de pensar. Elegimos palabras pensando en su opuesto, como ideas que no representan lo que se es, sino que son el reflejo de aquello a lo cual nos queremos oponer…”[4]. Inadvertidamente hacemos una opción por el no-ser, por la nada.
El abuso de las descalificaciones, previamente acordadas y nunca examinadas, se encuentra también a la orden del día. No se lleva al otro a la contradicción, ni se explica en qué consiste el error, ni se pretende sumar ejemplos particulares que refuten una tesis universal, amén de otros recursos. Simplemente se escupe con la palabra, sin perseguir otro fin que no sea la desautorización del adversario, desentendiéndose de la de-velación de un mensaje: “En la fraseología política de nuestro tiempo aparecen constantemente términos-pretexto como autocracia, absolutismo, sistema autoritario, dictadura, despotismo, tiranía, totalitarismo o, en la vereda de enfrente, liberalismo, democracia, socialismo: muletillas que, cada una en su “frente ideológico”, se usan indistintamente para designar tal o cual preferencia, tal o cual enemistad…”. Y sigue diciendo nuestro autor:

“Conveniente será apuntar de entrada que los primeros de estos términos-pretexto, empleados, sea para condenar situaciones supuestamente definidas por ellos, sea para sostenerlas con vistas a su mejor cumplimiento final, no corresponden en absoluto a la verdad de las cosas”[5].

Resulta imposible confrontar cualquier posición en términos de verdad o falsedad: ya no hablamos con quien disentimos sino con el hipotético interlocutor que, de antemano, coincidirá con nosotros. Las tesis no se rozan siquiera, quedando encapsuladas cada una en su mundo, como si no hubiese comunicación posible. El método socrático, que dejaba hablar al interlocutor para cual judoka utilizar “su propia fuerza”, se encuentra ausente. Ya no se expresa un qué. Se recubren ideas únicamente con palabras de –como mínimo– discutible significado.
Tiene lugar, pues, una verdadera guerra de las palabras, como muchos autores ya han alertado al respecto. Puesto que no son ya tesis, falsas o verdaderas, las que entran en combate; no son ya contenidos los que luchan, al menos explícitamente. Son términos, son vocablos que se “revolean” a fin de calificar de antemano a una postura, en la esperanza de que cierto sector no se atreverá a sostenerla viéndola adjetivada de esa forma. Y son palabras huecas, términos vacíos, locuciones enmascaradas, porque ya no hay un pensamiento que las sustente.
Las palabras –volando como dardos– no resultan vehículos de una significación previamente acordada. Tampoco tiene lugar un discernimiento sobre su comprensión y extensión. Léase: a nadie le importa ni qué significan ni a cuántos se les pueden aplicar. Como bien dice Falcionelli, se entremezcla todo aquello que se quiere eliminar”. Es decir, se confunde deliberadamente aquellas realidades que se desea suprimir, volviéndolas sinónimos de aquéllas que, pálidamente, las imitaron. Los ejemplos son conocidos. Se suprime la autoridad presentándola exclusivamente en su faz abusiva; se elimina la justa discriminación emparentándola con la discriminación injusta; se desacredita al varón como cabeza de su esposa haciéndolo pasar por machista; se desautoriza la moral católica asemejándola a la protestante. En una palabra, se convierten en odiosas todas las cosas buenas.
Para los que manosean las palabras no existen verdades a manifestar sino impulsos que conducir, previamente desencadenados por los abusos lingüísticos. Esta adulteración del lenguaje es resabio de la influencia marxista sobre el mismo, tan bien descripta por Jean Ousset:

“¿Y las palabras? No serán utilizadas en razón del ser que representan, sino por la fuerza que irradian, una suerte de encantamiento, por su sentido dinámico, no literal. Por ejemplo, las palabras pueblo, progreso, libertad, democracia, fascismo, etc. ¿Se piensa que sirven para designar el ser? No. Lo que se busca con su uso es poner fuerzas en movimiento”.

Y señalaba los motivos de esta práctica: “Estas palabras no tienen, para el marxista, realmente ningún sentido real. No sirven para expresar el pensamiento. Sirven para la acción”[6]. Lo que cuenta –y no sólo para la mentalidad de izquierda–, lo único que tiene sentido, es el movimiento, la acción, porque nos da el poder sobre las personas. Somos tratados como animales, buscando que reaccionemos condicionadamente; hemos sido adiestrados para responder de manera particular ante determinados términos. De ahí que Lewis Carroll, en Alicia en el país de las Maravillas, ponga la siguiente afirmación en boca de un inescrupuloso Humty Dumpty, mientras discutía con la protagonista:

–Cuando yo uso una palabra significa justamente que yo entiendo darle ese significado, ni más ni menos.
–La cuestión es saber si usted puede hacer escribir a las palabras tantos significados diversos.
–La cuestión es quién debe ser el amo. Eso es todo.

Este programa de domesticación supone el conocimiento de las facultades humanas, tanto superiores como inferiores. Debido a esto, la lógica de los discursos va dirigida a la psicología y no a la inteligencia de la persona. La gente se distancia de ciertas posturas al experimentar la descalificación social y mediática que padecen quienes la sostienen. No se distancia porque las juzgue falsas. Por otra parte, la persona sólo avala aquello que “todos” parecen avalar, aunque un breve análisis resultara suficiente para impugnarlo[7].
Sus ideas, lejos de ser responsables adhesiones a lo visto como verdadero, terminan siendo el modo de integrarse, de ser “tenido en cuenta” en el medio social en que se desenvuelve, de estar “en la corriente” y no en la “minoría”. En una palabra, su forma de pensar le permite a la persona no quedar aislada del afecto grupal o del entorno, creyendo obtener así cierto “reconocimiento”.
La mentalidad de grupo –otros piensan como yo; yo pienso como otros– y la posibilidad de descalificar a los réprobos le infunde seguridad, lo colocan en el lado de “los muchos”. Comienza a gestarse así ese criterio que oportunamente Don Quijote reprochó a Sancho: En esto se nota que eres villano: en que eres capaz de gritar ¡viva quien vence!
No siempre fue así.

2. Cada palabra, una llama. Criminalización de los términos

         La finalidad de la palabra se cumple cuando remite a la realidad, cuando ella se convierte en signo de las cosas, tal como son. Por ende, cumple su objetivo si designa los objetos lo más claramente posible. La infinidad de cosas existentes reclama por lo mismo una infinidad de palabras distintas para convocarlas ante nuestra mente.
De ahí la importancia de un vocabulario rico, pues en la medida en que incorporemos más palabras –conociendo, claro, su significado– entendemos mejor la realidad. Esto no responde a una vana erudición sino al habla más correcta de las cosas.
Mientras más palabras conocemos, mejor podemos llamar a las cosas por su nombre. Enriquecer el lenguaje, profundizar las significaciones, diferenciar los sentidos o matices de las palabras y agudizar al máximo la capacidad de nombrar las cosas, implica borrar la confusión en la medida en que mejor conocemos la naturaleza de la realidad. “La palabra humana constituye la última perfección de las cosas sensibles”, afirma el Padre Petit de Murat. Se encuentra en el horizonte entre la realidad sensible y no sensible. Y por eso la palabra

“Cuando nombra a una de ellas (las cosas sensibles), la define, manifiesta su peso y medida ónticos y, por último, le señala su lugar en el orden del universo con respecto de las causas y dentro de las concertadas multitudes de las criaturas. Por eso se puede afirmar que el logos humano corona con una epifanía del ser al mundo sensible”[8].

La manifestación del ser se da por la palabra. Ella es más propia del hombre que el cuerpo mismo, dejó dicho Aristóteles desde las páginas de la Retórica. Ha sido dada para mostrar la identidad de su propia inteligencia con la realidad. Por eso es muy útil la aclaración del Padre Castellani:

“La mentira no es un mal en cuanto es palabra, la palabra es un bien, sino en cuanto es palabra desviada del fin de la palabra, palabra torcida, palabra que carece de identidad con la mente, carece de verdad moral. Uno toma una cosa creada por Dios para el bien, que es la palabra, y la desvía de su fin”[9].

            Si lo anterior es cierto, advertiremos los males que pueden seguirse del empobrecimiento del lenguaje, tanto si ocurre una adjetivación superficial de las ideas como si son relegados al olvido ciertos vocablos incorrectos. Porque, efectivamente, hay toda una gama de palabras abandonadas. Mientras que la cantidad y diversidad de las cosas no cambia, esta práctica conduce paulatinamente a su olvido: palabras omitidas son el preámbulo de realidades que ya no “pesan” en nuestra existencia, porque no aparecen ante nuestra mente. Por tal razón, su sola mención trae aparejada un resquemor, una incomodidad y hasta una desconfianza para el que la ha pronunciado. Como los nacidos de probetas en Un mundo feliz de Aldous Huxley –que se ruborizaban ante la “obscenidad” de la palabra madre– hoy existe un generalizado desconcierto cuando ciertos vocablos son pronunciados. Entre ellos la palabra normal, que por contraste permite referir conductas anormales. Si la pronunciación de este término supone la posesión del discernimiento entre normalidad y anormalidad, no tardaremos en escuchar «¿Usted quién se cree que es? ¿El dueño de la verdad? ¡Defina qué es normal!»:

“Cuanto más limitada sea nuestra habla, más limitados serán nuestro poder de reflexión, nuestra profundidad de pensamiento y, también, la elevación de nuestro espíritu”[10].

Muy acertadamente –aunque no compartimos su postura sobre otros temas– la periodista británica Melanie Phillips dijo, respecto de la promoción de la ideología homosexualista, que se trataba de “una campaña implacable y despiadada… para destruir el concepto mismo de conducta sexual normal”. La claridad de la cita nos exime de profundizaciones, limitándonos a señalar “el ring de pelea”: la mente humana. Los conceptos. Lo mismo reconoció Pierre Trotignon[11] durante el mayo francés, asumiendo la función de saboteador de las cabezas humanas:

“Somos los vietcongs del pensamiento.

¿Qué determina la omisión de ciertas palabras? Su criminalización. Vocablos estigmatizados hasta el punto de ensuciar la fama del que los pronuncia. Términos y personas acosadas. Palabras que huelen mal y dicciones que comprometen la vida social tanto como la continuidad laboral. De este modo, el nombre original de las cosas comienza a caer en desuso hasta perderse. El ser humano se encuentra en oscuridad respecto de estas cosas “no dichas”. Cada vez más realidades van quedando fuera de su alcance, porque se manejan cada vez menos palabras.
Cada palabra era una llama, era fuego, era luz; al ser omitida, la realidad por ella ilumina se desvanece, queda en la oscuridad.
Es el proceso exactamente inverso al aprendizaje de la infancia, en que cada vez que el niño expresa una idea a través de un vocablo –por más frágil e imperfecta que sea– parece como si una lucecita se encendiese en su inteligencia. Por motivos distintos, el programa de calculadas omisiones que estamos criticando es también semejante al deterioro que ocurre a cierta edad en las facultades de la memoria: las “velas” de nuestra inteligencia –que irradiaban luz– son “sopladas”, apagadas, alguien las apaga. Como si en una habitación se cerrara completamente las ventanas, se cortara la luz y todas las cosas que se encuentran allí dejaran de ser vistas. Como si fueran quedando negras, oscuras, veladas, sin color.
Adelantándose, Juan Ramón Jiménez reclamaba esta función docente e iluminadora del lenguaje: “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!”:

“Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.

…que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas”[12].

Los que las olvidan, las olvidan porque la palabra ya no es la cosa misma. Su nombre exacto es sistemáticamente ocultado.
Por el poder de la palabra, el hombre puede iluminar lo que desee: igual que con la televisión, la realidad termina siendo únicamente “lo mencionado”. Lo que no se dice es como si no existiera:

“La palabra implica, pues, un cierto y misterioso poder. Consideremos también (…) dos momentos claves y antitéticos en los que el lenguaje juega un papel central: Babel (Gén. 11, 9) y Pentecostés (Hechos 2, 4). Allí lo vemos degradado y exaltado. La palabra que lleva confusión y la palabra que ilumina. Todo acto de lenguaje humano tiende hacia uno de estos dos extremos”[13].

Examinaremos ciertos vocablos extraviados. Los discursos sociales, políticos y religiosos están padeciendo, a nuestro entender, un intencionado empobrecimiento del lenguaje.

3. La confusión instalada. Cuatro ejemplos

         Proponemos considerar ciertos ejemplos que nos permitan advertir la vigencia y efectos de la guerra de las palabras. Señalaremos el reemplazo y el olvido de ciertos vocablos. Conciente o inconcientemente, con culpa o sin ella, hablamos mal pero podemos hablar mucho mejor.
Respecto del discutido proyecto de “matrimonio” entre homosexuales, se escuchó decir que tanto sus promotores como sus objetores sostenían un pensamiento intolerante, pretendiendo imponer a las mayorías una forma de pensar propia de una minoría (ejemplo N°1).
Las facciones encontradas se calificaron recíprocamente como sostenedoras de ideas ilegales y anticonstitucionales (ejemplo N°2).
Las acusaciones de discriminación también fueron mutuas: el lobby pro homosexualista «acusaba» a los defensores del Orden Natural de discriminar, mientras que de nuestro lado algunos hacían lo mismo. La palabra quedó tan desvalorizada que la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) –según la cual “no sería discriminación” negar el seudo matrimonio homosexual– fue festejada y pronunciada como un argumento de los que se oponían al proyecto. De pareceres semejantes dan cuenta, dentro del mundo católico, las declaraciones con ocasión de las persecuciones en Medio Oriente e Irak, pero también en Europa, atribuidas nuevamente a la discriminación (ejemplo N°3) tanto como a la intolerancia[14].
Veremos por último la denominación de desadaptados e intransigentes (ejemplo N°4) dirigida a quienes ofenden y ridiculizan imágenes sagradas.
         Pediremos encarecidamente que no se utilicen estas palabras para calificar estos hechos. ¿Por qué? Si desea conocer nuestra respuesta, siga leyendo.

Examen del primer ejemplo

Muchas veces fue acusado el INADI –entidad promotora, entre otras, del “matrimonio igualitario”– de practicar la intolerancia y de imponer un determinado pensamiento frente a quienes no lo aceptaban. Fue un argumento que se barajó numerosas veces. Veamos detenidamente las palabras. Parece elemental distinguir entre el modo en que una idea es difundida y su admisibilidad. Yendo a nuestro ejemplo, la ideología antidiscriminatoria es inaceptable de cualquiera manera en que se presente; tanto impuesta a sangre y fuego como pacíficamente consensuada.
Estas ideas –como las entidades que las promuevan– deben ser calificadas por sus verdaderos nombres: falsedades, estafas, imposturas, fraudes. Es el fondo y no la forma lo repudiable.
Si nos limitáramos a críticas decorativas; si nos atáramos a objetar el maquillaje de estas ideas, cabría preguntarse: ¿sería menos perjudicial la ideología del género, si sus promotores dialogaran en vez de combatir por ella? Si sus conclusiones fuesen consensuadas, ¿serían legítimas porque ya no son fruto de una imposición? En una palabra: ¿el problema está en lo que imponen o en el hecho mismo de imponer?
Dígase lo mismo de cierto reproche a la energía con que suele calificarse su verborragia. Sin embargo, nos animamos a decir que esta energía es –en sí misma– lo único que no sería reprensible. Se trata sólo de una fuerza, de una voluntad que ante nada se doblega. Su calificación depende de los motivos que defienda. Fortaleza sin Justicia es palanca para el mal, dice San Agustín. Lo cual no es una razón para extirpar la Fortaleza sino para ordenarla a lo Justo.
De ahí que el término intolerancia sea el leitmotiv de quienes pretenden la coexistencia pacífica del trigo y la cizaña, de San Miguel y el demonio. El adalid de la tolerancia no está contra el error sino contra el ardor, provenga de donde provenga. Y por eso la proclamación categórica de la verdad le quita el sueño:

“Muchas personas que nada saben, acusan a la verdad de ser intolerante. Es necesario explicarse acerca de esta palabra.
            Al escucharlas, dijérase que la verdad y el error son dos seres que pueden tratar de igual a igual; dos monarcas, ambos legítimos, que deben vivir en paz cada cual en su reino; dos divinidades que comparten el mundo, sin que la una tenga el derecho de arrancar a la otra su dominio”.

Ernest Hello se sorprende de estas personas que se consideran a sí mismos como “por encima” de la verdad y el error, rindiendo culto a la indiferencia. Pues para nuestro autor el odio que grita es mucho más explicable, dado el pecado original, que el odio que se calla”. El «odio que grita» es la herejía o el error militante. Y continúa: “Lo que asombra es no oír la blasfemia salir de una boca humana. El pecado original está ahí; la libertad del hombre está ahí; la blasfemia tiene su explicación. Pero lo que me hunde en una estupefacción absolutamente indecible, es la neutralidad”. Por eso desenmascara el corazón de los que eluden tomar partido:

“La indiferencia es un odio de un género aparte, odio frío y durable, que se disfraza a sí misma y algunas veces, a los demás odios, tras de un aire de tolerancia, pues jamás es real la indiferencia. Esta es el odio forrado de mentira” [15].

Pensemos también en el binomio mayoría–minoría; se suele hablar tanto de protección de las minorías como de posturas mayoritarias. Y desafortunadamente no falta quien use como argumento –pretendiendo defender, por ejemplo, la permanencia de los crucifijos en los lugares públicos– que tal o cual cosa “está respaldada por la mayoría del pueblo”.
Ahora bien, ¿algo es válido porque es apoyado por muchos? Podríamos preguntarnos, entonces, si retiraríamos el crucifijo cuando su permanencia ya no tenga respaldo mayoritario. Si fuese así, Cristo sería como un vendedor ambulante al que puede despacharse con la misma naturalidad con la que le abrimos la puerta de nuestra casa. ¿Tiene sentido esto? Obviamente, NO. ¿Qué agrega decir que tal cosa es mayoritaria para quienes afirman que la realidad es independiente de la subjetividad humana? Los únicos que pueden ser conmovidos por este argumento son quienes juzgan que la verdad varía con las opiniones.
Lamentablemente, para defender nobles causas muchos apelan a la mentalidad democrática, sin advertir que ella es precisamente el problema[16]. En atención a este tipo de dificultades, Charles Maurras decía: La Revolución verdadera no es la Revolución en la calle, es la manera de pensar revolucionaria”.
En relación al precitado vocablo tolerancia, cabe decir que no es casual que este término constituya una carta de presentación que abre infranqueables puertas. Ser tolerante significa ser potable, políticamente correcto. Una persona tolerante no desentona. Es un invitado que cae siempre bien porque cree que todas las opiniones son igualmente válidas.
Mientras que los grupos pro homosexualistas «acusaban» de intolerancia a quienes negamos legitimidad al entonces proyecto legislativo, algunos de los que acertaban al defender la naturaleza del matrimonio devolvían la acusación en los mismos términos. De suerte que la palabra más dura que salía para adjetivar a los promotores de estos vicios era la de intolerantes. Lo malo del INADI y otros grupos sería, en este planteo, su intransigencia.
Ampliemos, pues, nuestra primera respuesta a fin de desmontar los supuestos del uso del término: todos son intolerantes con aquello que realmente rechazan y los cultores de la tolerancia no son excepción. En sí mismo, tolerar es un acto neutro. La salud de nuestro cuerpo está garantizada por la intolerancia de los glóbulos blancos; los mártires de los primeros siglos del cristianismo no toleraron los falsos dioses romanos; los idólatras de la corrección política tampoco toleran los factores desestabilizadores. Véase cómo el mismo John Locke –en su Carta sobre la tolerancia– señalaba una serie de personas que no debían ser toleradas. Otro tanto puede leerse en El Contrato Social. Y Karl Popper tiene la suficiente astucia para no llevar la tolerancia hasta el suicidio[17].
Todos son intolerantes; lo hemos dicho, pero no todos destruyen el Orden Natural. No queda la ideología del INADI, así, designada según lo que es. La palabra resulta confusa.
Pero más aún: si desaprobamos toda intolerancia, desautorizamos sin advertirlo también a aquellos que defienden con firmeza la Verdad. De esta manera, el celo por lo sagrado comienza imperceptiblemente a entibiarse: acabamos defendiendo con menos ímpetu y ardor lo inalterable, por temor a ser blanco de tramposos adjetivos.
Tal recurso, al tiempo que desmoviliza las propias filas –creando un sinfín de artificiales problemas de conciencia–, no detiene en absoluto al lobby pro homosexualista. Tiene razón por tanto Gómez Dávila cuando caracterizó a la tolerancia como “una firme decisión de permitir que insulten todo lo que pretendemos querer y respetar, siempre que no amenacen nuestras comodidades materiales”.
El único efecto de estos argumentos pacifistas es paralizar el ímpetu de los nuestros, perturbados por escrúpulos. Por el contrario, tómese nota que tal recurso jamás ha servido para intimidar a los ideólogos y militantes de la Revolución Permanente. El abandono de este argumento es urgente. Es excelente al respecto la frase del P. Garrigou Lagrange:

“La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no aman”.

Examen del segundo ejemplo

Respecto del precitado debate sobre el seudo matrimonio, se habló muchas veces en términos de legalidad o ilegalidad, como también se argumentó según la adecuación, o no, del proyecto legislativo con la Constitución Nacional. No sería justo decir que los argumentos relativos al Orden Natural fueron omitidos, pues no fue así. Pero demasiadas veces el argumento puramente legal fue la regla.
Es evidente que leyes injustas son reprobables, principalmente, por ser inmorales, ilegítimas. Desde ya que lo óptimo sería ver la injusticia en el marco de lo ilegal, pero centrar el debate sobre la ley del seudo matrimonio en torno a su concordancia con leyes positivas preexistentes –y relegar su contenido como “materia opinable”– comporta la adopción del lenguaje propio del positivismo jurídico, ciego para distinguir entre legalidad y legitimidad.
El binomio legalidad-legitimidad puede aplicarse al proyecto aprobado de “matrimonio” entre personas del mismo sexo –recientemente discutido en nuestro país– pero también puede extenderse a temas como el divorcio y el aborto.
Esta forma de hablar, independientemente de las intenciones, provoca una enorme confusión.
         Entiéndase bien lo dicho, a fin de no desestimar acciones justas. No estamos diciendo que la resistencia legal a estas iniquidades no es legítima. Siempre estará bien que las aberraciones jurídicas encuentren un freno: todos los recursos legales y legítimos que impidan o demoren un mal no deben ser desaconsejados. Así lo hicieron numerosos profesionales y ha sido un gran bien.
Lo objetado no es el retraso legal de estas infamias sino la reducción del argumento de fondo a los argumentos secundarios. Por efecto de esta reducción queda impedido el camino hacia los últimos grados de resistencia, pues –en efecto– la resistencia legal no comporta el máximo grado de oposición ante leyes injustas.
Obsérvese además que el argumento puramente legal es un callejón sin salida: si barajamos únicamente cuestiones legales, entonces no tendríamos razones ante la legislación argentina para oponernos al aborto en los casos en que ya está permitido, al divorcio, al “matrimonio igualitario”, ni a otros tantos engendros jurídicos ya existentes, ya legales.
En una palabra: si el seudo matrimonio está mal sólo “porque es ilegal”, el aborto en caso de violación de mujer idiota o demente estaría bien “porque es legal”.
Lo diremos una vez más, a fin de justipreciar los esfuerzos de aquellos que con todos los recursos de la ley defendieron y defienden la cultura de la vida. No objetamos lo que ellos hacen. Objetamos la adopción del vocabulario positivista, definida –como dijimos– por la reducción del planteo moral al planteo legal.
Cabe remarcar que esta forma de hablar es solidaria de determinada cosmovisión: el positivismo jurídico. Y su principal efecto es mucho menos la demora de los males –que es un bien– y mucho más el olvido respecto de la misma doctrina de la resistencia legal. Doctrina que enseña que una vez agotada la primera, el camino queda abierto a otros tipos resistencia, más enérgicos. Si nuestro vocabulario no deja entrever la existencia de una resistencia más robusta, caemos en el error de defender causas verdaderas con argumentos y palabras equivocadas. Legalizada una injusticia, nuestros motivos para oponernos públicamente no pueden ser legales. Neguémonos a hablar según el agnosticismo kelseniano.

Examen del tercer ejemplo

         Tanto se ha dicho respecto de la palabra “discriminación”, que antes que explicar nada no podemos sino preguntarnos por qué quienes conocen la ideologización de este término, lo utilizan ideológicamente[18].
Es imposible que las persecuciones a los católicos –tanto en Irak como en Europa– sean fruto de la discriminación; sencillamente porque todos discriminamos, pero no todos realizamos persecuciones.
Al condenar toda discriminación, deberíamos por lo mismo reprocharle a la membrana plasmática su función separatista, tan pronto como objetarnos a nosotros mismos cuando distingamos lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo natural de lo contranatural. Si alguno pensaba que el sistema de donaciones de sangre se salvaba de las críticas, se equivocó. El 14 de junio de este año, Día Mundial del Donador de Sangre, la Comunidad Homosexual Argentina presentó un recurso de amparo ante la Justicia de Buenos Aires, protestando por el reglamento guía para donaciones de sangre[19], porque tales exigencias “serían igualmente discriminatorias para nuestra comunidad”. El sistema circulatorio sería próximamente demandado.
Repitámoslo una vez más: usar peyorativamente la palabra discriminación es hacerle el juego a la ideología del género: “Se trata aquí de emplear la lengua como arma. Se obliga a la gente a aceptar determinada idea sin que tenga clara conciencia de ello, «contrabandeando» contenidos más o menos encubiertos por formas de decir”[20]. Ya decía Santo Tomás, citando a San Jerónimo, que

“con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”[21].

¿Cómo nosotros nos atrevemos a consentir esta adulteración del lenguaje?

“El lenguaje es un inapreciable instrumento de penetración y dominio. Es la savia misma de la vida social y cultural. Quien imponga un determinado lenguaje impondrá junto con éste un modo de entender la realidad, una cosmovisión subyacente, valores morales, culturales y políticos, pautas de conducta”[22].

Todo un «modo de entender la realidad, una cosmovisión subyacente», se pretende difundir condenado esta palabra: odio a la inteligencia, desprecio de las distinciones, rechazo de las diferenciaciones naturales, aversión al Orden Natural. No nos quedaremos con las ganas de citar nuevamente a Ernest Hello:

“Hay mentiras expresas que corren el mundo, mentiras completas en cuanto a su fórmula; pero hay también mentiras que forman parte de lo sobreentendido, mentiras inconscientes que se deslizan en el mundo por la conversación, por la lectura, por el hábito de lo que se llama la vida, y que es en realidad la muerte. Esas mentiras son las que dominan el mundo; consisten en una falsa asociación de ideas”[23].

Si la inteligencia es la imagen de Dios en el hombre, mal podemos nosotros aceptar el bastardeo ideológico de esta bella palabra. Discriminar es distinguir. Y distinguir es lo contrario de confundir.

Examen del cuarto ejemplo

Fueron denominados como desadaptados e intransigentes aquellos que ofendieron, profanaron, destruyeron o impidieron la exhibición de imágenes religiosas[24]. Vayamos sobre este último ejemplo.
Es significativo que tal adjetivo no saliera de la boca de un intendente, sino de una figura eclesiástica. Por lo pronto, la reprobación en estos términos de las profanaciones no deja de ser insuficiente: un policía honesto estará «desadaptado» en una comisaría corrupta, tanto como un buen médico practicará la más rigurosa «intransigencia» con la enfermedad de su paciente.
¿Es algo reprochable, en sí mismo, estar desadaptado o no transigir algo?
Hablando así, se oculta el verdadero problema –la ofensa de lo sacro– detrás de términos como “perturbación del orden social”, perspectiva horizontalista que así ocupa el primer plano. Y el hombre, ante una nueva oportunidad, ya no quiere hablar de Dios.
“Los que Lo odian se pasan toda la vida recordando Su Nombre”, escribió Papini. No son ni desadaptados ni intransigentes. No son vándalos ni intolerantes: tales profanaciones fueron obra de personas inmorales, resentidas, tal vez posesas. Personas cuya obsesión principal es Nuestro Señor: caso representativo fue Gramsci, compositor de jaculatorias ateas, pensadas a fin de evitar ‘sucumbir’ a la conversión, cuando permanecía preso por conspirar contra su patria. Como resulta también gráfico ese desdichado médico abortista –que Hugo Wast noveló en Autobiografía del hijito que no nació– que en su lecho de muerte invocaba al demonio junto con sus colegas ateos, a fin de impedir su propio arrepentimiento.
Los verdaderos nombres de los que atacan los sagrados iconos son otros: cristofóbicos, inmorales, impiadosos, sacrílegos. El que destruye una imagen religiosa está «desadaptado» si es el único.
Estos otros términos, tan pronto como califican inequívocamente, operan como resonancias de realidades: un Cristo que es temido por quienes lo odian, una moral vulnerada, una piedad ultrajada. Será imposible que tales profanaciones muevan a la indignación de los fieles si reducimos el lenguaje utilizando palabras medrosas y timoratas –que no definen. La guerra cristera no se hizo para defender espacios administrativos. Y Satanás no es el desadaptado de las falanges angélicas.
Cabe señalar el auténtico origen de las persecuciones y profanaciones: ellas son fruto del odium Christi. Su explicación última se encuentra en la oposición entre las dos ciudades. Omitido ésto, la atmósfera general –indiferente en materia religiosa– sigue sin oír ni leer lo que podría ser su remedio: una palabra que hable de Cristo, que remita a Nuestro Señor.
Muchos hombres aún creen en Dios, ciertamente, pero no tanto. No tanto como para abandonar explicaciones mundanas o por lo menos horizontales y proclamar respuestas trascendentes que expliquen por qué sus fieles son perseguidos, por qué sus iconos son derribados. Comúnmente no se observa ninguna referencia al misterio sobrenatural, que debería ser normativo a la hora de entender estos acontecimientos. La permisión divina de estas persecuciones, las pruebas por la que pasan los fieles, el carácter anticristiano del mundo, todo queda disimulado bajo la cortina de humo de perfil puramente sociológico cuando no ideológico.
La palabra que confunde pareciera ser elegida con la misma precisión con que se evita nombrar el vocablo correcto.
 
4. Cómo se nos confunde

Aún cuando el juicio temerario sobre las conciencias nos está prohibido, debemos desentrañar un ardid que –independientemente de las intenciones– no sería razonable negar que “ha sido pensado” por alguien. Pasemos a desarmarlo teniendo presente la distinción entre esencia y accidentes.
Ante la multiplicidad de individuos existentes, si los denomináramos en virtud de sus accidentes nunca lograríamos entendernos: efectivamente, las cosas coinciden con facilidad en sus accidentes. Lo que existe son las cosas rojas, por ejemplo, pero no existe el color rojo como algo en sí. Las sustancias existen en sí, los accidentes –en cambio– existen en otro. Si agrupáramos las cosas sólo por sus accidentes –no por su esencia– tendríamos en el mismo grupo a las manzanas rojas, a los libros rojos, a las banderas rojas, etc.
La primera distinción de las cosas no pasa por sus accidentes, sino por sus esencias. La palabra tiene por fin significar principalmente su definición, que debe manifestar su esencia; y sólo secundariamente sus accidentes. Teniendo ésto presente, veamos a partir de Ferrater Mora lo que sigue:

“La falsa ecuación, llamada también sofisma del accidente, es la adscripción del atributo de una cosa a cada uno de los accidentes de esta cosa”[25].

Sostenemos que los errores comentados tienen su origen en la confusión de los atributos esenciales y accidentales. Pero, ¿cómo demostramos ésto? Poniendo bajo nuestra consideración que estas palabras pueden ser usadas para cosas muy diversas, según hemos adelantado más arriba:

·        El poseso y el laicista no tolera el crucifijo tanto como el santo no tolera el pecado.
·        La imposición puede ser tanto un acto de orden, subordinado a una norma justa, como aplicación de una ley injusta.
·        Las mayorías pueden estar en el error y las minorías acertadas.
·        Algo puede ser ilegal y anticonstitucional pero legítimo. Y al revés.
·        Los hombres pueden discriminar tanto con justicia como sin ella.
·        Un médico será intransigente con las enfermedades de su paciente
·        Un policía honesto se sentirá desadaptado en un espacio donde la corrupción sea habitual.

Agrega entonces Ferrater Mora:

“Se llama impropiamente ‘definición por el accidente’ a la que tiene lugar mediante la indicación de los caracteres o notas accidentales del objeto-sujeto. Cuando esta determinación pretende ser una verdadera definición se habla de ‘sofisma del accidente’”[26].

         El sofisma del accidente provoca la confusión entre lo esencial y lo que no lo es.

5. Un momento: ¿no estamos exagerando?

         Tal vez el lector, llegado este punto, respire aliviado al leer este subtítulo y aproveche para formular una objeción que permanecía hace rato en su cabeza: ¿No estamos exagerando con esta preocupación por la higiene verbal? ¿No ha traspasado acaso los límites del justo medio? ¿No es acaso excesiva? Además: ¿discutimos palabras o discutimos cosas? ¿Es necesario pelear por las palabras? ¿No deberíamos ocuparnos en cosas más importantes que los vocablos?
Aceptemos la legitimidad de esta inquietud. Hay algunos que piensan que las palabras no importan tanto como parece. Otros, extremando el argumento, afirman que se pierde tiempo discutiendo palabras. Que da igual los términos mientras todas tengan una buena intención detrás. Que es propio de un puntillismo y erudición inútiles, hasta arrogantes. Que los que discuten palabras deberían utilizar mejor su tiempo en otras cosas: «hablar menos y hacer más». Y que estas palabras pueden usarse tanto en un buen sentido como en uno malo, indistintamente.
Que la pluma de Félix Sardá y Salvany nos ahorre explicaciones: “¡Que las palabras, dices, no tienen importancia! Más de lo que te figuras, amigo mío. Las palabras vienen a ser la fisonomía exterior de las ideas, y tú sabes cuán importante es a veces en un asunto una buena o mala fisonomía”. Y ponía como ejemplo a los mismos enemigos de la Iglesia:

“Si las palabras no tuviesen importancia alguna, no cuidarían tanto los revolucionarios de disfrazar el Catolicismo con feas palabras; no andarían llamándole a todas horas oscurantismo, fanatismo, teocracia, reacción, sino pura y sencillamente Catolicismo; ni harían ellos por engalanarse a todas horas con los hermosos vocablos de libertad, progreso, espíritu del siglo, derecho nuevo, conquistas de la inteligencia, civilización, luces, etc., sino que se dirían siempre con su propio y verdadero nombre: Revolución[27].

También Chesterton nos respalda desde su novela La esfera y la Cruz:

–Matar es pecado –dijo el inconmovible montañés–. Verter sangre no es pecado.
–Bueno, no disputemos por una palabra –dijo el otro, bromeando.
–¿Y por qué no? –dijo MacIan con súbita aspereza–. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre una palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para disputar sobre ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras si no difieren entre sí? Si a una mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel, ¿no habría disputa por una palabra? Si usted no quiere discutir sobre palabras, ¿sobre qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme moviendo las orejas?[28].

Otro tanto el precitado Hello:

“Una palabra cuanto más bella, resulta más peligrosa. Es indecible la importancia del lenguaje. Los vocablos son pan o veneno, y es la confusión universal uno de los caracteres de nuestra época. Los signos del lenguaje son instrumentos temibles por lo complacientes. De ellos se puede hacer el abuso que se quiera, pues no protestan, dejan que se les deshonre, y la alteración de las palabras revélase tan sólo por la íntima perturbación que produce en las cosas”[29].

Sardá y Salvany hundirá aún más el bisturí analítico, declarando el origen de las cuestiones religiosas que la Iglesia en el orden dogmático ha padecido: “Todas las herejías han empezado por ser juego de palabras, y han acabado por ser lucha sangrienta de ideas”[30]. No en vano San Atanasio disputó con los herejes arrianos por la palabra homoiousios, contraponiéndola a homoousios, esta última la expresión correcta: en esa iota unum, se jugaba nada más y nada menos que la Divinidad de Cristo.

A fin de aventar dudas respecto al tiempo dedicado en estudiar y analizar el lenguaje, será oportuno tomar nota de las coincidencias con adversarios ideológicos. Veamos lo que dice Eduardo Grüner en el espacio que el diario absolutamente subsidiado y mantenido por el gobierno actual (también conocido como Página 12) le concede:

“la “industria cultural” en general, y los grandes media en particular, pero también una “sedimentación” de odios de clase larvados (…) han conseguido enfermarnos a todos con la creencia de que las palabras no tienen más importancia que la de proyectiles lanzados contra el enemigo, disimulando el hecho de que es al interior de esas mismas palabras, en sus diferenciales acentuaciones sociales, que se juega la línea divisoria amigo/enemigo”.

Grüner reprueba esta posición: “Las palabras son, así, como pares de medias que uno se saca o se pone según haga frío o calor: meros instrumentos que se usan según la ocasión”[31].
Hernán Fair –formado en la UBA y en FLACSO– recordando al mismo Grüner en su precitado artículo, escribió:

“el discurso no es un componente superestructural, en el sentido que le otorgaba la clásica metáfora arquitectónica marxista, sino que es el lugar principal donde se realiza la lucha política”.

Y por eso, asumiendo la camiseta propia de un pensamiento de izquierda, escribe: “Hoy en día, cuando el concepto de clase social ha perdido la centralidad identitaria que en su momento tuviere (…) podríamos decir mejor que la lucha de clases se realiza y adquiere sentido en la lucha cultural por la definición legítima de las palabras”. Por eso hablará más adelante de una “lucha ideológica inclaudicable” por los términos. De ahí que afirme de forma categórica:

“la actual lucha de clases es, y lo será siempre (…) la lucha por imponer legítimamente las significaciones sociales”[32].

         El último testimonio lo tomamos prestado de Ionesco, dramaturgo del “teatro del Absurdo”:

“Renovar el lenguaje es renovar la concepción, la visión del mundo. Una revolución consiste en llevar a cabo un cambio de actitudes mentales”[33].

6. Eliminar toda palabra que remita a un “en sí”

Demostrada la importancia del lenguaje y la palabra –tanto por amigos y enemigos, tirios y troyanos– debemos desplegar finalmente nuestro juego. ¿Por qué se pretende la eliminación de ciertos vocablos? ¿Qué llevan estas palabras? ¿Qué tienen de especial? Para responder esto, sigamos haciendo un poco de historia porque es en la observación de las diferencias donde se descubre la razón de los cambios.
A la hora de pronunciarse sobre los grandes temas –como adelantamos al principio de nuestro trabajo–, el hombre siempre había hablado en estos términos: verdadero, correcto, falso, equivocado, incorrecto, erróneo. Respecto del mundo moral, siempre utilizó las palabras: legítimo, justo, honesto, inmoral, ilegítimo, injusto, deshonesto.
Ahora bien, ¿por qué nos acostumbramos –lenta pero inexorablemente– a calificar las ideas en mayoritarias o minoritarias, tolerantes o fanáticas? ¿Por qué hablamos de ideas discriminatorias frente a ideas inclusivas? ¿Por qué nos cuesta tanto hablar, simplemente, de ideas verdaderas y falsas?
No puede desconsiderarse lo dicho por el precitado Juan Pablo Vitali, quien explica agudamente:

“Toda guerra es semántica. De significados y conceptos. De palabras, de símbolos, de «dadores de sentido». Así se marcan los límites, se generan los contenidos que representan la existencia o la inexistencia de valores, se dibuja el mapa que nos guía en la acción”.

Juega un papel importante, dentro de la guerra de las palabras, la confrontación semántica. Mientras Vitali recuerda su paso por la militancia política juvenil, afirma la razón de sus progresos: “Imponíamos nuestra agenda semántica, por eso avanzábamos”. Creemos innecesario marcar una distancia con el autor en este punto, pues no compartimos su opción política. Pero sí es importante atender a lo esencial de su mensaje, resumido magníficamente:

“Si los demás hablan con nuestro lenguaje, estamos avanzando. Si nosotros hablamos con el lenguaje de los demás, estamos retrocediendo”[34].

Nuestro lenguaje lo conocemos bien: remite a la verdad, a lo que es bueno objetivamente, a la realidad plena de sentido, llena de logos (λóγος). Una realidad que en sí misma es maravillosa, que provoca admiración. Una realidad que existe en sí, sin depender del pensamiento ni de la voluntad humana para ser lo que es. Una realidad que procede de Dios y sobre la cual Él se ha revelado: ha quitado el velo que la cubría, manifestando el secreto de Su Intimidad. Pero hay otro lenguaje, expresión de otro pensamiento, que sólo ve lo accidental, lo puramente adjetivo y fenoménico, porque no cree en la capacidad de conocer realmente las cosas. Sólo sabe de fuerzas capaces de ser desencadenadas.
Ahora estamos en condiciones de dar a conocer la máxima principal de la guerra de las palabras, al menos en este punto que venimos estudiando. Creemos no equivocarnos al caracterizarla de esta manera:

ESCONDER las palabras claras, que evocan la realidad, que las denominan según su verdadero nombre –y que por tanto remiten a lo que es “en sí”– para REEMPLAZARLAS por otras que las califiquen extrínsecamente o que las definan en relación al ser humano; de modo tal que el orden natural de las cosas –anteriormente señalado por esos términos precisos– sea, primero, desdibujado y quede tambaleante en la mente del hombre hasta llegar a su posterior ANIQUILACIÓN.
Por ese camino también será abolida la diferencia entre lo verdadero y lo falso, junto con el discernimiento de lo bueno y lo malo.

Se busca enterrar aquella palabra que remita al SER, porque éste es emisario de la ciencia suprema, la Metafísica, que –como enseña Aristóteles– pertenece a Dios. Visto de arriba para abajo, la verdad me lleva a la Verdad porque las verdades que el hombre conoce no son sino participaciones de una Única Fuente Superior. Quien trae un mensaje que no se quiere escuchar –por esta razón– es eliminado. Sin embargo, no se trata sólo de abolir una o muchas palabras: se trata también del lenguaje mismo. Son atacadas las mismas estructuras lingüísticas y gramaticales. Aquí cobra sentido el aserto de Nietzsche que principió nuestro trabajo:

“Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática” (El ocaso de los ídolos).

¿Por qué la gramática es un enemigo? Porque ella nos remite, quieras que no, al orden natural. Y el orden natural nos remite a su Autor: por éso se la combate. Veamos cómo.
La gramática fue, para Nietzsche, la estructura lingüística que impregnó en los hombres el pensamiento metafísico, pero no por una aceptación deliberada sino por el simple hecho de hacer uso de ella. La gramática, por sí misma, estaba embebida de orientación metafísica. Las razones de esto podrían ser tres:

1.      La estructura de Sujeto y Predicado.
2.    La primacía del verbo ser en toda oración.
3.    La capacidad de la palabra de significar varias y/o muchas cosas a la vez.

En cuanto a lo primero, la sola existencia de un sujeto y un predicado muestra cómo una determinada propiedad (ser mortal) puede decirse de un determinado individuo (el hombre). Por ejemplo: Todo hombre es mortal. El juicio “Todo A es B”, por su lado, toma el verbo ser como elemento unificador de dos realidades distintas. Esto significa que una oración tan simple –que apela a una estructura que, dándonos cuenta o no, usamos cotidianamente– desmiente con su sola pronunciación tanto al escepticismo como al nominalismo, dos ideas que dominaban en época de Nietzsche como también dominan hoy. Al escepticismo, porque algo del hombre se puede inferir a partir de otra cosa; más aún, porque algo se puede decir de otra cosa. Y al nominalismo, porque hemos llegado a un juicio universal: no se trata de “algún A” o “algunos A” sino de “Todo A”, juicio que supone la generalización.
Ahora bien, si hay generalización no hay nominalismo: las cosas no son absolutamente distintas sino que existe algo común que puede darse en muchas a la vez. La filosofía tradicional triunfa por el sólo hecho de que los hombres hablar respetando las leyes gramaticales, observando cosas distintas bajo la óptica de su semejanza. De esta suerte el mencionado escepticismo –negador de juicios universales y conocimientos válidos para todos los casos– es rechazado, antes por la estructura gramatical que por las ideas mismas.
Para Nietzsche –pero también para los actuales nominalistas–, la capacidad humana de generalizar es un espejismo que el hombre proyecta en las cosas, sin ningún fundamento. Yo “construyo” a las cosas y yo soy el que cree ver en ellas una propiedad “general” o “común” para, luego, sentirme autorizado a “generalizar”. Pero no pasa de una percepción personal y arbitraria. El mundo no sería un cosmos sino un caos[35].
Todo concepto metafísico, que remita a la regularidad, tendría un origen pura y exclusivamente psicológico: sólo existe en nuestra cabeza y no fuera. Si el intelecto, como dice Nietzsche, opera “fingiendo”, también finge cuando cree ver “cosas” que permanecen a pesar de los cambios. La inteligencia congela una realidad que, de por sí, es puro dinamismo. Por eso hablará de “la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la permanencia...”, arremetiendo duramente el “fetichismo” del lenguaje. Dice en El ocaso de los ídolos:

“Ese fetichismo ve por todos los lados a gentes y actos: cree que la voluntad es la causa en general; cree en el «yo», que el yo es un ser, una sustancia, y proyecta sobre todo la creencia en el yo como sustancia. Así es como crea el concepto de «cosa»”.

Para Nietzsche, “el error relativo al ser” –cuyo origen ubica en la doctrina de Parménides de Elea– se alimenta

“con cada palabra, con cada frase que pronunciamos”.

El odio a la razón, como producto de estas fábulas y supercherías, le hizo escribir: “¡Esa vieja embustera que es la razón se había introducido en el lenguaje!”.
Si gracias a una única palabra el hombre da a entender muchas cosas a la vez, este “poder significante” no puede ser para Nietzsche sino una alucinación. Su crítica es total: todo lenguaje está al asedio. Explica Eugenio Molera:

La misma palabra no puede servir para referirnos adecuadamente a dos cosas distintas, pues si cubre bien la realidad de una de ellas no puede cubrir también la de la segunda, ya que la primera es inevitablemente distinta de la segunda (pues no existen las esencias o realidades universales presentes en varios objetos)”[36].

El verbo ser, como hemos adelantado, tiene una importancia decisiva en la gramática; la palabra “ser” –que conecta sujeto y predicado– remite además a la cosa real, concreta, fuera de mi pensamiento. No se trata de la cosa pensada –lo único que puede conocerse para buena parte de la filosofía actual– sino del ser que piensa. Piensa porque es, se conoce porque antes de conocerse, existe. Exactamente a contracorriente de las orientaciones filosóficas y lingüísticas contemporáneas.
Nietzsche vio que la gramática recorre el pensamiento incluso a niveles inconscientes, fortaleciendo involuntariamente una determinada cosmovisión:

“allí donde se da una comunidad lingüística es inevitable que en virtud de la común filosofía de la gramática [...] todo esté desde un principio preparado para un paralelismo de desarrollo y orden de sucesión de los sistemas filosóficos, estando por otra parte como cortado el acceso a ciertas otras posibilidades de interpretación del mundo”[37].

Si para Nietzsche no existen hechos sino interpretaciones, entonces no hay “cosas en sí” que puedan ser conocidas. Todo es interpretación, opinión, perspectiva, punto de vista, pero las cosas en su intimidad nos serían inalcanzables: “la mayor fábula que se ha inventado nunca es la del conocimiento. Siempre quiere saberse cómo está constituida la cosa en sí: pero lo cierto es que no hay cosas ‘en sí’”.
Por ende, hablar a la manera tradicional (aunque conscientemente se la niegue y combata) comporta una concesión a la mentalidad “substancialista”, que en su imperdonable candidez creía que existían cosas en sí: substancias capaces de permanecer más allá de los cambios. Ahora bien, si no hay substancias, ¿por qué hablar como si las hubiera?
En una palabra, la gramática fuerza a la mente de antemano hacia supersticiosas conclusiones, que sólo son efecto de un inadvertido punto de partida:

“la gramática actúa como una especie de gafas que nos obligan a mirar el mundo de una determinada manera, desenfocando, convirtiéndolo o mejor dicho: degradándose la pluralidad de las cosas en la (falsa) unidad de los conceptos” [38].

Debido a las razones comentadas, es evidente que por el simple hecho de hablar podemos estar peleando la más trascendental de las batallas. Mostrar esta evidencia, hacerla patente, es el objetivo de nuestro trabajo. He aquí por qué existen palabras que no pueden ser pronunciadas: están vedadas, reprobadas, estigmatizadas. Quien las pronuncie se convierte en reo de un crimen imperdonable: quien pretenda discutir en términos de “verdad” y “falsedad” comete el sacrilegio de creer, todavía, en algo más allá de las opiniones humanas. Quien en un debate busque alcanzar la postura “correcta”, admite tácitamente una objetividad, un orden dado –no construido– hacia el cual debe ordenar los pensamientos. Pero esto es inaceptable.
Otras palabras –empapadas también de contenido metafísico– llevan la misma suerte, como la palabra normal. Un término que, como dijimos, comienza a tener mala prensa: ¿Cómo atrevernos a distinguir entre lo normal y lo anormal? ¿Qué sería lo anormal? ¿La homosexualidad, la bisexualidad? Pero esto no es tolerable para el relativismo.
Ahora bien, quien no pronuncia estas palabras –hoy prohibidas– se degrada.
Porque lo que diferencia a las voces y sonidos de bestias, animales e insectos de las voces humanas –es decir, lo que define al lenguaje humano en tanto humano– es precisamente el pronunciarse sobre las esencias. Dice Aristóteles:

“Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales…”[39].

Renunciando a los juicios categóricos y absolutos, el ser humano queda castrado en su vocación metafísica, trascendente y más aún religiosa. Y entonces, la palabra humana es deshonrada y desciende en caída libre hacia los niveles biológicos más elementales, prácticamente sin distinguirse de las voces sonoras de los irracionales. Ella quedaría ceñida a expresar “la alegría y el dolor”, tal como el perro chilla contento y gime triste, pero incapacitada para pronunciarse sobre la verdad de las cosas:

            “La crisis de una forma verbal es la crisis del ser mismo que existe en y por esa forma”[40].

            La degradación de la palabra humana tiene lugar cuando sus alas para ascender hacia la Verdad increada son extirpadas.
         El escepticismo y el relativismo, afirmados rotundamente, son modos de negar esta vocación trascendente, pero modos categóricos que comienzan a ser reemplazados por sofísticos mecanismos de refinada sutileza: “toda guerra es primero semántica, y quien imponga el alcance y el sentido del lenguaje será el triunfador”[41]. Este “alcance” y “sentido” del lenguaje es precisamente su contenido. De ahí la última cita de Vitali:

“Quien posee los contenidos posee el pensamiento, y quien posee el pensamiento posee a la persona”[42].

7. Conclusión

La fidelidad al logos –Dios mismo–, el Verbo, la Palabra, Jesucristo, nos exige la pronunciación responsable y testimonial de la verdad conocida.
Pronunciar la palabra es cosa seria, porque toda palabra es –en última instancia– una participación de Otra Palabra superior. Y si la perfección de la palabra está en tender hacia su máxima conformidad con su propio Arquetipo, el lenguaje humano no debe volverse equívoco ni transformarse en constantes ambigüedades y elipsis. Dijo el Padre Pío: “¡Reflexiona sobre lo que escribes, porque el Señor te pedirá cuentas de ello!”.
Tan necesario como predicar una palabra concisa y poseer una recta semántica es no admitir en boca de otros sino lo mismo: “Hay que regresar al coraje de pronunciar las palabras que ya no pronuncia nadie” escribe Antonio Caponnetto[43].
Sólo podemos pronunciar ante los hombres aquella palabra que define si antes la hemos contemplado interiormente –en silencio– por el verbo interior, causa de la expresión oral y sensible. Pero el acto de pronunciar la palabra humana puede adquirir una seriedad aún mayor:

“Si queremos buscar entre las actividades propias del hombre, la que está más próxima y es más semejante al Acto de Crear, la encontraremos en la actividad intelectual más pura y más desprendida de lo material; el acto de conocer, de comprender, de afirmar objetivamente lo que es; o lo que es lo mismo, el acto de nombrar un ser, de llamarlo por su nombre, indicando quién es y haciéndolo venir a presencia”.

         Comúnmente explicamos el acto de creación comparándolo con el hacer humano, estableciendo las diferencias correspondientes. Pero no es el “hacer humano” el término de comparación más propio, aunque sea legítimo, sino el acto de nombrar. Así como Dios, según nos enseña el Génesis, participó su ser a las cosas por el poder de Su Palabra, también nosotros –guardando la distancia de la creatura al Creador– convocamos, invocamos a los seres cuando pronunciamos su nombre.
Mencionar algo o alguien implica ponerlo en la conversación con el otro, como si estuviera físicamente allí, cuando evidentemente está muy lejos. Que la palabra prorrumpa como un trueno tiene una importancia fundamental: las cosas ya no son las mismas. Llega el momento de las definiciones. La confusa vaguedad de la materia sin sentido queda reducida a la unidad de la palabra y –con ella– a la unidad de la significación. Esta palabra tiene su fuerza porque ella es portadora de verdad.
La palabra porta el ser, lo lleva consigo, declara el ser. Y si el ser que ella porta es tremendo, la fuerza de la palabra será temible. Se trata del maravilloso misterio del lenguaje humano: donación y manifestación, ontofanía. Por eso dijo el precitado Jordán Bruno Genta que:

            “Hablar con propiedad, llamar a las cosas por su nombre, saberlas distinguir y jerarquizar; esta actividad especulativa, teórica, cuya plenitud se alcanzaría en la Contemplación pura, es la que mejor y más adecuadamente nos permite comprender el Acto de la Creación”[44].

            La similitud de la palabra humana con La Palabra Divina alcanza alturas increíbles: Hablar es cosa santa. Hablar no es mover los labios y hacer ruido. Hablar es manifestarse; en el siglo que vivimos, muchos mueven los labios, y aún con estrépito; casi nadie habla. Casi nadie manifiesta”. La verticalidad con la que pensaba Hello le permitió escribir:

“Afirmar es el acto inicial de la palabra. Todo verbo contiene el verbo ser. Toda palabra tiene a Dios por sostén. El que es, es el fundamento del discurso”[45].
        
Francisco Quevedo también ha entrevisto el misterio de la Primera y la Última Palabra, replicando así a sus objetores:

“Pues sepa quien lo niega, y quien lo duda,
que es lengua la verdad del Dios severo.
Y la lengua de Dios nunca fue muda”.

La palabra envuelve un compromiso y Cristo mismo, el Verbo Encarnado, también se ha comprometido. Ha dado Su Palabra: En verdad, en verdad os digo… Si quien firma un compromiso coloca su nombre, Nuestro Señor ha firmado con el derramamiento de Su Sangre todo aquello que pronunció: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24, 35). Todo lo dicho por Su boca se cumplirá, tarde o temprano.

“la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división de alma y el espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”[46].

Dios mismo –el Poeta, el Maestro Interior, al decir de Gerardo Diego y San Agustín– revela en nuestras mentes la melodía de la creación. Y pediremos prestado al Padre Castellani sus versos para que él manifieste bellamente –y cerrando estas páginas– lo que nosotros balbuceamos, poniéndolo en boca de Santo Tomás de Aquino:

“Luz de la luz y rosa de la rosa
foco y fuente de todo lo que es vida
que pretendo apresar con mi atrevida
torre de silogismos rigurosa…

Tripersonal natura misteriosa
inaccesible intelectual guarida
de quien el hombre sueña y el suicida
muere, y el cosmos vive, el ángel goza...”[47].

         Libremos el combate por las palabras, haciendo de cada palabra, un alcázar. Como los guerreros del Alcázar de Toledo, que durante 72 días resistieron el asalto de fuego marxista, que cada palabra sea blindada en su auténtico significado. Decíamos que Dios es «Luz de la luz». Nuestra luz es luz de la Luz, y Dios es Palabra de nuestras palabras. Queda en nosotros ser voz de la Voz.

Pascua de Resurrección 2012



[1] Citado en El significado del significado. Una investigación acerca de la influencia del lenguaje sobre el pensamiento y de la ciencia simbólica, Buenos Aires, Paidós, 1954, p. 49.
[2] Federico Mihura Seeber. Carta abierta a los responsables de la educación católica superior, Revista Separata, Nº 8, noviembre de 1991.
[3] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Barcelona, Herder, 1976, p. 53.
[4] http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2893
[5] Alberto Falcionelli, Notas sobre política y lenguaje, en Moenia. Las murallas interiores de la República, N° II, Buenos Aires, 1980, p. 13-14. La negrita es mía.
[6] Jean Ousset. El Marxismo Leninismo, Buenos Aires, Iction, 1963, p. 19. La negrita es mía.
[7] Lo realmente preocupante es que aquella mentalidad fáustica, nota distintiva del marxismo, comience a ingresar en los ambientes doctrinariamente adversos; penetración que tiene lugar por efecto derrame, impregnando no tanto por una “conversión” conciente, sino más bien a nivel de las palabras. Aquí yace, a nuestro entender, una de las actuales etapas de la colonización ideológica.
[8] Fray Petit de Murat. El último progreso de los tiempos modernos: la palabra violada, Tucumán, Ediciones de Cultura Regional, cap. II, sin numeración.
[9] Leonardo Castellani. San Agustín y Nosotros, Buenos Aires, Jauja, 2000, p. 177.
[10] Alina Diaconú. El lenguaje zarpado. Cfr. http://boletinchasqui.blogspot.com/search/label/N%C2%BA%2018
[11] En L’arc N° 3, citado por Antonio Caponnetto, Pedagogía y Educación, Buenos Aires, Colección Ensayos Doctrinarios, 1981, p. 78.
[12] Juan Ramón Jiménez. Libros de poesía, Madrid, Aguilar, 1957, p. 575.
[13] Jorge Norberto Ferro. La contaminación del lenguaje por los medios masivos de comunicación, en “La contaminación ambiental”. Editor: Patricio Randle, Buenos Aires, Oikos, 1979, p. 186.
[14] http://aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=23695&format=html&fech=2010-10-04 ; http://www.aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=21169&edition_id=1223&format=html&fech=2010-04-19
[15] Ernest Hello. El hombre, Buenos Aires, Difusión, 1941, p. 48.
[16] También los adversarios advierten estas “jugadas”, en las cuales pretendemos ser más piolas que aquellos con quienes discutimos sin advertir nuestras inconsistencias. Cfr.
http://www.legosalogos.com.ar/2010/03/democracia-democracia-cuando-nos.html. Este bloggero no pierde oportunidad de burlarse no de la doctrina católica sino de la incoherencia argumentativa.
[17] “Menos conocida es la paradoja de la tolerancia: La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aún a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos”. Karl Popper. La sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 512.
[18] Se nos dispensará que no ahondemos ahora esta cuestión, pero la hemos analizado largamente en El lenguaje es discriminatorio, ¿y qué? (http://elblogdecabildo.blogspot.com/2010/08/de-pluma-ajena.html) y Qué hay detrás de la ideología de la no discriminación (Revista Gladius N° 79, Buenos Aires, Fundación Gladius, Navidad 2010, p. 111-140).
[19] http://www.perfil.com/contenidos/2011/06/14/noticia_0016.html
[20] Jorge Norberto Ferro. La contaminación…, ídem, p. 188.
[21] Suma Teológica, III, q. 16, art. 8, corpus.
[22] Jorge Norberto Ferro. La contaminación…, ídem, p. 188.
[23] Ernest Hello. El hombre…, ídem, p. 38.
[24] http://www.reportero24.com/2011/06/lara-nuevo-ataque-a-murales-de-la-divina-pastora/ ; http://www.elmundo.es/elmundo/2011/01/24/andalucia/1295867897.html
[25] José Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía, Madrid, Alianza, 1981, art. Sofisma.
[26] Ídem, art. Accidente. Ferrater Mora distingue la falacia del sofisma con este criterio: falacia es el error lógico no intencionado, el descuido. Mientras que sofisma es el error maliciosamente pronunciado: una mentira.
[27] Félix Sardá y Salvany. El liberalismo es pecado, Buenos Aires, Cruz y Fierro, 1977, p. 68-69.
[28] Chesterton. La esfera y la Cruz, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, p. 58.
[29] Ernest Hello. El hombre…, ídem, p. 85.
[30] Félix Sardá y Salvany. El liberalismo…, ídem, p. 69.
[31] Cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-137657-2009-12-27.html
[32] Cfr. http://www.razonypalabra.org.mx/N/N73/Varia73/14Fair_V73.pdf
[33] Eugène Ionesco, Le Coeur n’est pas sur la Main, Cahiers des Saisons, n° 15. París, 1959. Citado por Alberto Boixadós. Arte y Subversión, Buenos Aires, Areté, 1977, p. 115
[34] http://elgritodelpueblo.wordpress.com/2009/12/17/la-guerra-semantica/
[35] Recomendamos el siguiente artículo en torno al pensamiento de Nietzsche:
http://iesolorda.org/departaments/fi/El_vitalismo_de_Nietzsche.pdf, escrito por Eugenio Molera. Cfr. puntos 7.2, 7.3, 7.4, 7.5 y 16.1.
[36] Ídem, 7.2.
[37] Ídem, 7.5.
[38] Ídem, 16.1.
[39] Aristóteles. La política, Libro I, Cap. I. Madrid, Espasa-Calpe, 1980, p. 23-24.
[40] E. Nicol. El porvenir de la inteligencia, citado por Antonio Caponnetto. Pedagogía y Educación, Buenos Aires, Colección Ensayos Doctrinarios, 1981, p. 167.
[41] http://hispaniainfo.wordpress.com/category/juan-pablo-vitali/
[42] http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2893
[43] Antonio Caponnetto. Lenguaje y Educación. Crítica a la psicogénesis de la lectoescritura, Buenos Aires, Ediciones del Cruzamante, 1990, p. 14.
[44] Genta, Jordán Bruno. La idea y las ideologías, Buenos Aires, Ediciones del Restaurador, 1949, p. 210.
[45] Hello, Ernest. Palabras de Dios. Reflexiones sobre algunos textos sagrados, Buenos Aires, Difusión, 1946, p. 92.
[46] Carta a los Hebreos 4, 12.
[47] La poesía lleva por nombre “Oración de Santo Tomás por la sabiduría”. Así continúa: “En piedra de razón, luz de sagrario/ y cemento de humano pensamiento/ de mi Summa el andamio extraordinario/ he levantado en inaudito intento.../ Quiero que un soplo tuyo lo haga viento/ lo haga música mística tu aliento/ y un rayo lo haga polvo de incensario”.