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sábado, 26 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés.


Hemos visto el Domingo pasado que Judas Tadeo, el Otro Judas, interrumpió el Sermón-Despedida de Cristo diciendo: “Y bueno, vamos a ver, ¿por qué de­monches te mostrarás a nosotros y al mundo no?” Habla con la idea mesiánica vulgar del triunfo externo y terreno del Rey Mesías; idea que a los fariseos los llevó al error y al furor, y que no estaba ausente de los apóstoles: era uno de esos prejuicios comunes. Es exactamente lo que dijeron cuando comenzó a ha­cer los primeros milagros: “¡Muéstrate al mundo!” “¡Publicidad, publicidad! ¡Propaganda!” Ellos espera­ban la “Epifaneia”, la “Manifestación” espectacular y gloriosa — que en las mentes groseras o apasionadas significaba el “nacionalismo”; o sea, la sublevación ge­neral, la expulsión de los Romanos, la independencia, la instauración de la Nueva Israel de los Profetas y de la Nueva Jerusalén, “Visión de Paz”.
Pero los Apóstoles consternados estaban escuchando entonces una cosa diferente: Cristo hablaba de otra clase de paz, no de la paz después de la victoria, sino de una misteriosa derrota. Hablaba de caridad frater­na, no de guerra; del Espíritu Santo, no de Judas Ma­cabeo; de que el mundo iba a triunfar y ellos habían de entristecerse, de que se iba y no lo verían más; del Príncipe de este mundo, el que no tiene parte alguna en El, pero al cual no dice que El va a arrollar; al contra­rio. Cristo habla de cosas desconocidas, lejanas y es­pirituales. ¿Y el Reino de Israel?
Cristo no responde directamente a Judas Tadeo, no discute: hubieran podido argüirle con el Rey de sus Parábolas, con el Sultán que hace el convite de bodas y excluye furiosamente a los remisos, el Sultán que hace pasar a cuchillo a los que se le sublevan... ¿Jesús mismo no se había proclamado heredero Erecto de David y mayor que Salomón?
Cristo responde indirectamente: repite los cuatro o cinco temas de este Coloquio-Testamento, como un gran sinfonista: su vuelta al Padre, la venida del Es­píritu de Dios, el momentáneo triunfo del mundo... añadiendo tres cosas raras, que son tres grandes pun­tos teológicos: la inhabitación de Dios en el hombre (“si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos en él y haremos en él mansión”); la función del Espíritu Santo (“el Parácleto, que man­dará el Padre en mi nombre, él os enseñará todo, y os sub-recordará todas cuantas cosas yo os dije”) y por fin una palabra inesperada: “El Padre es mayor que yo”.
La venida en nosotros del Padre y el Hijo no es otra cosa que el Espíritu Santo: que es el lazo insepa­rable del Padre y su Verbo, el amor de Dios en Dios. No fue desconocida a los filósofos y místicos paganos una habitación de Dios en el hombre: “Est Deus in nobis, agitante caléscimus illo”, dijo Ovidio, repitiendo un tema poético común, que está ya en Lucrecio; y Séneca Estoico: “¿Te asombras de que un hombre vaya a los dioses? Pues un dios viene a los hombres, más aún en los hombres: ninguna sin un dios hay mente buena” (Epist. LXIII). Mas el judío Filón habla conti­nuamente del Dios que habita nuestra mente. Pero hablan de una cosa muy distinta de la de Cristo, de esta presencia invisible, personal y amorosa.
Lucrecio habla de la naturaleza, y concretamente en este punto de la acción de Venus, la diosa del ins­tinto amoroso; Ovidio habla de la inspiración poética, atribuida a la Musa Polimnia; Séneca de acuerdo a la teoría estoica entiende una especie de moción general y providencia vaga; y Filón llama “dios” a la razón del hombre bien informada y orientada hacia el bien. Cristo en cambio habla de la gracia, una realidad que nos injerta en Dios como un sarmiento en una cepa; de una vida humana vuelta divina de un modo humilde e imperceptible, como en la Encarnación. Y esta pre­sencia no es una nueva revelación, ni una visión, ni un éxtasis metafísico pasajero, como en Plotino y los neo-platónicos; es algo que está humildemente, cuotidia­namente, prosaicamente en todos los que están en gra­cia, por sencillos que sean: “si alguien me ama...”
Eso es el Espíritu Santo en nosotros; no nos hace grandes filósofos. No hace nada nuevo: nos sub-giere, nos “recuerda desde abajo” (como dice el texto grie­go) simplemente todo lo que Cristo dijo. ¿Y para qué, entonces? ¿No basta decirlo Cristo? Y sin embargo “nos enseña todo”, todo de nuevo. Porque una cosa es la voz exterior, otra la voz interior: otra y la misma. Hemos visto que la fe se compone como de dos elementos: primero los hechos históricos y la doctrina que nos viene de afuera ; después (y al mismo tiempo) la ilu­minación y el consentimiento que nosotros hacemos colaborando con Dios : el consentimiento a la gracia. "¿Cómo creerán si no oyen? —dice San Pablo— ¿y có­mo oirán sin predicante? La fe viene del oído... “De hecho vemos que la predicación en algunos no hace ningún efecto; porque un hombre puede llevar un ca­ballo al río, pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere. O mejor dicho, no es que no haga ningún efecto, es que hace efectos contrarios a la fe, efectos de resistencia en muchos. Bajo la actual indiferencia religiosa, un furor sordo o una nostalgia sorda encue­va. Ella será invisible en las masas, pero se abre lugar y sale a luz en la literatura contemporánea, por ejem­plo, sobre todo en el sector que hemos llamado “lite­ratura de pesadilla”. La desesperación actual no es la “desesperación pagana” del viejo Catulo o del viejo Lucrecio: es más aguda y está orientada. Una sorda nostalgia de la fe palpita en Kaffka o en Simona Weil; un furor contra la fe en Joyce o en Andreief; y toda clase de ídolos muertos o supersticiones incluso pueriles en las masas descristianadas. Lo que va a salir de esto, yo no lo sé. “El que no me ama, no guarda mis palabras”. No tendrá paz, tendrá una paz falsa, “como la da el mundo”. Yo os dejo la paz, os doy mi paz, no como la da el mundo.
“El Padre es mayor que yo”. Esta es la palabra de que se prevalieron los arrianos para negar la divinidad de Cristo: herejía de los primeros siglos, que duró cin­co siglos, cundió en el ejército romano y entre los reyes bárbaros (Leovigildo, Recaredo) y amenazó ahogar la Iglesia; pero hay arrianos sutiles o burdos aún hoy: muchos de los protestantes y modernistas (si no todos) son arrianos, o nestorianos o socinianos hoy día. “Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre; porque el Padre es mayor que yo”. ¡Vaya una razón!
Cristo no se va a contradecir cada diez minutos: estaba repiténdoles con insistencia que El y el Padre eran uno, que lo que El les decía lo decía el Padre, que el que lo veía a El veía también al Padre, y que el Es­píritu Santo era el Espíritu de Él y del Padre. Esta palabra divergente: "mi Padre es mayor que yo" tendrá pues explicación... Tiene tres explicaciones.
Dicen algunos Santos Padres (Atanasio, Gregorio Nacianzeno) y Tertuliano que Cristo se dice menor que el Padre porque procede del Padre en la eterna generación divina. Eso era llamarse "menor" en un sentido enteramente impropio y aun equívoco; que por lo demás nada tiene que ver con el discurso actual y disuena de él. ¡Valiente consuelo para los Apóstoles! ¡Ininte­ligible! Por lo demás, tampoco sabían ellos todavía la Trinidad claramente.
Segunda, decir que Cristo entonces "habló como, hombre y no como Dios", evasiva con que se descartan algunos comentaristas baratos, es justamente lo que diría un arriano — y es absurdo en este caso. Jamás habló Jesús como puro hombre; ni podía tampoco, sin fingir o mentir.
La exégesis de San Cirilo de Jerusalén es la buena: Cristo habla como Dioshombre, y como hombre que está en esa situación particular: frente a su Pasión y Muerte, presto a ser hecho no sólo varón de dolores sino “gusano y no hombre”: cosas que al Padre no po­dían alcanzar; mas cuando volviera al Padre, sería igual al Padre aun en ese aspecto de la gloria ya incon­mutable. Volvería a reasumir su divinidad que nunca dejó, oculta ahora a los ojos de la carne, y como “va­ciada” según la palabra de San Pablo: “exinanivit se­metipsum”, se aniquiló a sí mismo, tomando figura de siervo. Mas lo que tenían los Apóstoles delante de los ojos era esa figura de siervo; y de acuerdo a eso había que hablarles.
Entonces sí la frase es un consuelo y encaja per­fectamente en el contexto. Los Apóstoles podían ale­grarse por amor a Cristo de saber que iba a superar su dura tortura y derrota, asimilándose después al Padre incluso con su misma naturaleza humana: “porque mi Padre está ahora mejor que yo, aunque seamos igua­les...” —quiso decir Cristo.
¿Así que Dios mora en nosotros? No me parece los días de viento Zonda. No se ve mucho Dios en Si­sebuta. No se ve la gracia los días de elecciones. “Creo en la gracia porque no la veo”, dijo César Pico; lo cual es exacto; se cree lo que no se ve; pero si de ninguna manera la viéramos, no podríamos creer en ella. La vemos a veces en sus efectos, por lo menos en sus efec­tos totales. Los Apóstoles vieron venir al Espíritu en forma de viento impetuoso y lenguas de fuego. Después del .día de Pentecostés los Apóstoles cambian, parecen otros hombres: “iban gozosos delante del Sinedrio a padecer por el nombre de Cristo contumelia” los que no querían creer ni a la Magdalena ni a las Santas Mu­jeres ni a Pedro — los que no acababan de creer ni el día de la Ascensión, los que huyeron despavoridos del Sinedrio cuarenta días antes. Pedro negó a Cristo y después fue mártir. Pablo persiguió a los cristianos y después convirtió a la gentilidad. Una fuerza sobrehu­mana propaga y sostiene la Iglesia.
En la vida de cualquier cristiano no hay milagros; pero puede ser que mirada en su conjunto no deje de ser algo milagrosa. Vivió cristianamente, tropezó, cayó, se levantó, creyó, esperó, acabó y se fue; no dejó nada en la historia; pero... hizo lo que otros declaran im­posible, perseveró en lo que otros tienen por locura, duró derecho a través de las vicisitudes de la vida, no perdió la línea y temblaba el suelo, fue una cosa igual a sí misma cuando en cada hombre hay tantos hombres diversos, y en el mundo tantos contrastes e incoheren­cias. Parecía que había una voz escondida en su fragi­lidad infinita, un silbo, un compás, un Apoyo y un Coestante; que eso significa en griego Parácleto: el que está junto: —el Apoyo, el Co-estante.
Cosa curiosa: cuando creó a la mujer, Dios dijo que hacía una “ayuda” para el hombre; y la palabra con que se designa aquí al Espíritu de Dios es “ayuda” — “Parácleto”: puntal, soporte, refuerzo.

R.P. Leonardo Castellani, Tomado de “El Evangelio de Jesucristo”.