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jueves, 24 de mayo de 2012

Libertad.



Por encima del monasterio pasan volando algu­nos días, aviones que surcan el cielo con velocidades prodi­giosas. El ruido de sus motores atemoriza a los pajarillos que anidan en los cipreses de nuestro cementerio.
Enfrente del convento y atravesando la finca, existe una alquitranada carretera[1] por la que circulan a todas horas camiones y coches de turismo, para los cuales la vista del monasterio no ofrece ningún interés.
También atraviesa los campos de la Trapa, una de las principales vías férreas de España[2]. Pasan los trenes tan cerca del muro de la Abadía que cuando son muy rápidos, hacen trepidar todas las paredes de la casa y de la iglesia.
Todo eso es fuera.
Dentro, hay un centenar de hombres, a los cuales no les interesa todo ese movimiento. Todo eso, dicen que es libertad. Todo lo contrario, o sea, el monje en su claustro, dicen que es encierro.
Mas el hombre que medite un poco, verá cuán engaña­do está el mundo en medio de eso que él llama libertad; verá que la verdadera libertad está muchas veces encerra­da en las cuatro paredes de un convento. La libertad del cuerpo, no es libertad, pues éste está supeditado en el hombre carnal, a su carne y a sus pasiones, y en el hombre espiritual, a su espíritu.
La libertad del espíritu, tampoco es verdadera libertad, pues mientras viva junto al cuerpo es prisionero que no puede volar.
¿Dónde está, pues, la libertad?
Está en el corazón del hombre que no ama más que a Dios. Está en el hombre cuya alma, ni está apegada al espíritu ni a la materia, sino sólo a Dios.
Está en esa alma, que no se supedita al “yo” egoísta, en esa alma que vuela por encima de sus propios pensamien­tos, de sus propios sentimientos, de su propio sufrir y gozar.
La libertad está en esa alma cuya única razón de existir es Dios, cuya vida es Dios y nada más que Dios.
El espíritu humano es pequeño, es reducido, está sujeto a mil variaciones, altas y bajas, depresiones, decepciones, etc... y el cuerpo... ¡con tanta flaqueza!
La libertad está, pues, en Dios y el alma que de veras saltando por encima de todo, asiente en El su vida, se puede decir que goza de libertad dentro de lo que cabe, para el que aún está en el mundo.
El que ama algo que no sea Dios o que a Él represente de una manera indirecta, como es por ejemplo el amoral prójimo, a los Santos..., a la Santísima Virgen. El que pone su corazón en algo fuera de Él..., no sabe lo que es gozar de libertad, aunque atraviese los cielos de España en avión y las tierras todas del mundo en los más rápidos trenes.
¡¡¡Amar a Dios!!!... ¡Vivir de lo que es infinito! ¡Gozar del encierro del cuerpo y del espíritu, para que el alma vuele a Dios! ¡Para que se abisme en las infinitas bellezas del Eterno! ¡Para volar a las regiones de lo sobre­natural, en alas del amor divino! He aquí lo que es libertad.
Sin embargo, no nos engañemos..., aún hay algo, cuya palabra para expresarlo desconozco, por lo que el alma suspira..., que no es propiamente libertad. Es algo más.
Consolémonos los que aún andamos sobre la tierra. Consolémonos en la esperanza. Anímenos el saber que es Dios quien nos espera, y que la ¡regada será pronto.
Esta noche, prisionero en las sillas del coro, un hombre le pedía a Dios la libertad. Un hombre con ansias de libertad, no para ir por el mundo, pues ni éste ni todos los mundos creados le bastan... Con ansias de libertad para que libre del cuerpo y de la carne, pueda volar al Corazón de Dios.
Allá acurrucado en la oscuridad de la iglesia, miraba al Sagrario, donde estaba la “resurrección y la vida”[3]. El Señor le hizo ver que la libertad la tenía a su alcance; que la libertad en la tierra, es el corazón unido a Él, y que el alma libre de todo y puesta en Dios, ¿qué más quiere?
Mas el hombre seguía arrodillado a los pies de Jesús, amando la voluntad del Eterno, gozando en la libertad de su corazón para amar a Dios... Y, sin embargo, pidiéndole esa otra libertad, fuera del mundo, por la cual suspira a todas las horas del día.
Mientras tanto, por encima del monasterio y atravesan­do sus fincas, corren y vuelan los hombres..., que dicen gozan de libertad..., infelices y engañados.
Yo también alguna vez allá en el mundo, corría por las carreteras de España, ilusionado de poner el marcador del automóvil a 120 kilómetros por hora... ¡Qué estupidez! Cuando me di cuenta de que el horizonte se me acababa, sufrí la decepción del que goza la libertad de la tierra..., pues la tierra es pequeña y, además, se acaba con rapidez.
Horizontes pequeños y limitados rodean al hom­bre, y para el que tiene un alma sedienta de horizontes infinitos... los de la tierra no le bastan..., le ahogan. No hay mundo bastante para él, y sólo encuentra lo que busca en la grandeza e inmensidad de Dios.
¡Hombres libres que recorréis el planeta! No os envidio vuestra vida sobre el mundo. Encerrado en un convento, y a los pies de un crucifijo, tengo libertad infinita, tengo un cielo..., tengo a Dios.
¡Qué suerte tan grande es tener un corazón enamorado de El! ¡Cómo se ensancha el alma, pensando en los amores de un Dios a una pobre criatura!
¡Qué lejos se ve el mundo!... ¡qué pequeño!... ¡Qué débil es la vida material!... ¡Qué corto es el tiempo para vivir, y qué largo cuando la vida se espera más allá de la muerte, cuando se desea la verdadera libertad, cuando vemos nuestra miseria, nuestra nada y nuestra impotencia para amar a Dios!
San Juan de la Cruz, el Santo en el que encuentro tantas veces pensamientos, que parecen escritos para mí, supo expresar en sus versos la agonía de vivir aún en la tierra, separado de Dios, en aquellas estrofas que dicen:

¡Oh vida breve y dura,
quien se viese de ti ya despojado! ¡Oh estrecha sepultura,
cuándo seré sacado,
de ti, para mi Esposo deseado!
¡Oh Dios, y quién se viese
en vuestro santo amor todo abrasado! ¡Ay de mí! ¡Quién pudiese
dejar esto criado
y en gloria ser con Vos ya transformado!
¿Qué más puedo yo decir que lo que dijo el Santo?

¡Pobre Hermano Rafael!, Dios te ha herido y no te acaba de matar. Sigue esperando..., sigue esperando con esa dulce serenidad que da la esperanza cierta. Sigue quieto, clavado, prisionero de tu Dios, a los pies de su Sagrario.
Escucha el lejano alboroto que hacen los hombres al gozar breves días su libertad por el mundo.
Escucha de lejos sus voces, sus risas, sus llantos, sus guerras... Escucha y medita un momento. Medita en un Dios infinito..., en el Dios que hizo la tierra y los hombres, el dueño absoluto de cielos y tierras, de ríos y mares; el que en un instante, con sólo quererlo, con sólo pensarlo, creó de la nada todo cuando existe... Medita un momento en la vida de Cristo y verás que en ella no hay libertades, ni ruido, ni voces... Verás al Hijo de Dios, sometido al hombre[4]. Verás a Jesús obediente, sumiso[5], y que con serena paz, sólo tiene por ley de su vida cumplir la volun­tad de su Padre[6]. Y, por último, contempla a Cristo clavado en Cruz... ¡A qué hablar de libertades!
“Beata es Maria quae credidist (i) Domino”. “Bienaventurada eres, oh María, que creíste al Se­ñor”[7] [8].

Hno. Rafael Arnaiz Barón, tomado de su “Obras completas, Mi cuaderno, San Isidro. 15 de diciembre de 1936, martes, 25 años.


Notas al pié:
[1] La carretera de Madrid-Santander. Actualmente es autovía de Valladolid a Palencia. Cerca del mismo monasterio, está la bifurcación Valladolid-Burgos.
[2] El ferrocarril del Norte: Madrid-Irún, se ramifica en Venta de Baños hacia Santander, Asturias y Galicia.
[3] Cfr. Jn. 11,25-26.
[4] Cfr. “Imitación de Cristo”, Libro III, cap. 13.
[5] Cfr. San Luc. 2,51
[6] Cfr. Jn. 4,34; 5,30; 6,38; Hebr. 10,7.
[7] Luc.1,45
[8] Luc. 21,28; cfr. también: Hebr. 16,37.