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viernes, 10 de agosto de 2012

De los nuevos términos que justifican el ecumenismo.



Los Papas condenaron repetidas veces los intentos católicos de entrar por la vía ecuménica, denunciando claramente su fal­sedad, como ya hemos publicado en cierta ocasión. Pero el ecumenismo es una consecuencia primerísima de la fraternidad universal que establece el humanismo, por lo que el Concilio Vaticano II, lamentablemente, no dejaría de abrir esta puerta de par en par. Los principios de apertura son puestos por Lumen gentium, y reciben un primer desarrollo en Unitatis redintegratio y Nostra aetate.
Y este humanismo universal que domina la cultura y el ambiente, ha inundado también los espíritus de muchos sinceros católicos a través del ecumenismo. Aquella “fraternidad” universal de las “religiones unidas” en una especie de súper iglesia global, con una cabeza opuesta a la verdad, es la que va emergiendo con las prácticas ecuménicas. Bajo una nueva “táctica” para buscar acrecentar el “diálogo” empezando “por lo que se tiene en común”. Así, con algunos textos y términos oscuros que han sido novedad en el Concilio, ha penetrado esta falsa concepción ecuménica. Y así lo demuestra brillantemente en su obra “Prometeo, la religión del hombre” el R. P. Álvaro Calderón, teólogo de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Sus arduos estudios sobre los textos conciliares y posconciliares, produjeron este brillante estudio que condensa los principales errores que han penetrado en la jerarquía católica mediante la nueva eclesiología.
Esta nueva forma de expresar algunos conceptos ha dado forma a muchísimas interpretaciones, demostrando científicamente, que el concilio –a pesar de que muchos intenten verlo con buenos ojos- ha sido lo bastante ambiguo como para que, en vez de agregar luz a las partes que debían ser aclaradas, se las oscurecido, debido a las intenciones ecuménicas ya mencionadas.

Publicamos un fragmento que explica cómo el término novedosamente implementado por el Concilio de que la Iglesia de Cristo “subsiste en” la Iglesia católica, en vez de la clásica afirmación de que la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo, ha sido un pequeño “truco” semántico para favorecer el ecumenismo sin terminar de contradecir el “extra ecclesia nulla salus” de forma tajante.



I. Los problemas del ecumenismo

El veneno del subjetivismo que afecta necesariamente al humanismo, en su pretensión de liberarse del magisterio de la Iglesia y de la tiranía del realismo metafísico, cobró su primera gran víctima con la ruptura del protestantismo. El necesario res­paldo que los «reformados» tuvieron que buscar en los poderes políticos y la infinita división de sus sectas, los llevó a la doble humildad de reconocer que la Iglesia de Cristo, si existía, estaba constituida por un colorido mosaico de agrupaciones, y que nin­guna de ellas podía imponer sus caprichos en el orden político.
De hecho, la doctrina del Reino de Dios que hemos expuesto más arriba, fue excogitada primeramente en el ambiente del mo­vimiento ecuménico protestante, a comienzos del siglo XX[1].
• En la reunión de Estocolmo, agosto de 1925, del movimien­to ecuménico «Life and Work», se plantea el problema de cómo el Reino de Dios influye en la esfera de la civilización humana, sin identificarse con ella.
• En la reunión de Lausana, agosto de 1927, de otro movi­miento semejante, «Faith and Order», que luego se unirá con el anterior para formar el Consejo mundial de las iglesias, se trata de determinar cómo la Iglesia de Cristo incluye a las diversas igle­sias: “Como existe un solo Cristo, una sola vida en El, un solo Espíritu, no hay ni puede haber más que una sola Iglesia santa, católica (universal) y apostólica”[2].
• En la siguiente reunión de Edimburgo, agosto de 1937, se reconoce la distinción entre la Iglesia y el Reino, aunque no se logra explicar en qué consiste.
Es inevitable que, si todos estos grupitos se vuelven más sin­ceros y se dejan de tomar muy en serio, hagan este doble planteo ecuménico liberal. Y es comprensible que sueñen con envolver a la Iglesia católica en estos tratos, ofreciendo reconocerla con res­peto como un gran pedazo más en la súper Iglesia de Cristo.
Entre los cismáticos orientales se había dado el mismo fenó­meno, aumentado por la gran influencia que fueron teniendo en­tre ellos los teólogos protestantes desde el siglo XVIII.
Lo que es menos comprensible, es que haya habido católicos que se hayan dejado tentar por las amabilidades de este ecume-nismo. Aunque también se explica, porque las tendencias huma­nistas orientan hacia esta súper universalidad, permitida por el subjetivismo optimista[3]. Ahora bien, para el católico que quería entrar en el movimiento ecuménico sin dejar de ser católico, se presentaban dos problemas : darle entidad a las demás religiones y conservar la identidad de la Iglesia católica.

1° La entidad de las religiones

Hasta entonces, la doctrina católica calificaba a las sectas y re­ligiones distintas de la Iglesia católica como formas religiosas fal­sas, aceptando la posibilidad de que en esas comunidades hubie­ra pocos individuos con fe y gracia verdaderas, por las que perte­necían interior e invisiblemente al verdadero Reino de Dios en la tierra, esto es, a la Iglesia, lo que es un modo anormal de perte­nencia.
El ingreso individual de todo hombre al Reino de Dios era rela­tivamente fácil de lograr, porque se da por la verdad y la gracia, que son realidades interiores invisibles. Había que justificar que los que pertenecían invisiblemente al Reino no eran pocos, ni su pertenencia era anormal:
•  Para lo primero, bastó generalizar con optimismo la buena voluntad, fundándola en una misteriosa e indefinida unión de Cristo con todo hombre, justificando así que no sean pocos sino todos o casi todos los que así pertenecen al Reino.
•  Para lo segundo, hubo que distinguir la Iglesia dentro del Reino como ámbito de la religiosidad visible, justificando esta distinción con la doctrina liberal de la «nueva cristiandad», se­gún la cual los que permanecen en la esfera mundana no están obligados a entrar en la esfera eclesiástica, ya que se hacen cris­tianos de alma si se vuelven humanistas. Este pasaba a ser, en­tonces, un modo normal de pertenencia.
Las comunidades religiosas, en cambio, tienen estructuras o formas exteriores visibles, por lo que, según la distinción liberal entre la esfera mundana y la eclesiástica, habría que computarlas en esta última esfera. Pero ¿cómo justificar la pertenencia a la Igle­sia de Cristo de sus estructuras externas, claramente distintas de las de la Iglesia católica? Para los ecuménicos reformados era fá­cil, pero no para el que se empecinaba en no dejar de ser católico.

2o La identidad de la Iglesia católica

Además, si se tiraba de la frazada para cubrir los pies, se des­tapaba la cabeza. Porque la doctrina católica estaba acostumbra­da a identificar la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica, como lo . recordó últimamente Pío XII en Mystici corporis, de manera que, si se reconocían a las comunidades religiosas como partes sin más de la súper Iglesia de Cristo, la Iglesia católica perdía su identidad con la Iglesia total, lo que ya había sido explícitamente condenado[4]. ¿Cómo darles participación a las comunidades religiosas en la Iglesia de Cristo, de manera que se las pudiese califi-car de verdaderas, sin que por eso la Iglesia católica perdiese so ] identidad? Este último problema era el más difícil de solucionan Pero el mucho amor da alas a la imaginación y no faltaron recur-sos para sobrevolar estos problemas. El primero se solucionó con los «elementa Ecclesiae» y el segundo con el genial «subsistit in».


II. Los «elementa Ecclesiae»

La puerta del ecumenismo

La teología tradicional ofrecía un punto de agarre para vincu­lar las sectas con la estructura eclesiástica: la doctrina de los «vestigia Ecclesiae». Estos vestigios o restos de la Iglesia que todos reconocían existir en las comunidades religiosas separadas, eran también principios de verdad y de gracia:
• Principios de verdad, como muchas verdades de fe y, sobre todo, la Sagrada Escritura.
• Principios de gracia, como algunos sacramentos, sobre todo el bautismo y, en algunos casos, la Eucaristía y el sacerdocio.
Si los principios de verdad y gracia del individuo que está fuera del perímetro visible de la Iglesia (la posibilidad de que tenga fe infusa y gracia santificante) justifican, sin embargo, su pertenencia a la misma; ¿por qué no harían algo semejante estos principios de las comunidades, los «vestigia Ecclesiae»? ¿Acaso la fe por la que se salva un protestante no se alimenta de la Sagrada Escritura que le propone su comunidad; acaso la gracia no le vi­no por el bautismo que en su comunidad le dieron, recibido de niño o de buena fe?[5]. Esta fue la puerta contra la que los nuevos teólogos golpearon, hasta que la abrió el Concilio[6].
Como el término «vestigia» era un poco despectivo, se lo cambió por «elementa». Y cuando, después del Concilio, madura­ron suficientemente las cosas, a las comunidades que tuvieran también el sacerdocio y la Eucaristía les concedieron la categoría misma de «iglesias particulares»: “Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen uni­rlas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdade­ras iglesias particulares”[7].

2o Una puerta falsa

Si la teología los llamaba «vestigia», es justamente porque se trata sólo de restos o ruinas de la Iglesia, que en las sectas pasan a ser cosas muertas e inoperantes :
•  Las comunidades heréticas o cismáticas pueden sostener muchos dogmas y venerar la Sagrada Escritura, pero no tienen la fe ni el magisterio de la Iglesia para comprenderlos. La semilla de la fe que pudieran tener algunas pocas almas entre ellos tien­de a ser ahogada por las espinas de las herejías que sostiene la comunidad.
•  Los sacramentos pueden tenerse válidamente, pero no dan su fruto de gracia, por lo que no puede decirse que sean verda­deros. Cuando Santo Tomás, por ejemplo, se pregunta «si los herejes, cismáticos y excomulgados pueden consagrar», respon­de que “pueden consagrar la Eucaristía [pero] no reciben el fruto del sacrificio”[8].
• La sucesión apostólica en las sectas cismáticas que han con­servado la validez del sacramento del Orden es puramente mate­rial, y las sedes episcopales son usurpadas, careciendo de jurisdic­ción. Estas comunidades son sarmientos secos que se han desga­jado de la Vid verdadera.
El truco, entonces, de la nueva teología, consistió en considerar a estos «vestigios» inoperantes y muertos, como principios vivos y santificantes, lo que queda bien designado por el término «elemento»[9].


III. El «subsistit in» y su triste destino

Con los «vestigia Ecclesiae» (transformados en «elementa»), los neoteólogos creían abrir una puerta de salida a la vía ecuménica. Pero eso no les bastaba para abrir una puerta de entrada al Con­sejo mundial de las iglesias, porque a las demás comunidades cris­tianas no les causaba ninguna gracia ser consideradas una defi­ciente parte de la Iglesia católica. Si los papistas querían entrar, tenían que reconocer que la Iglesia católica no era más que otra parte con ellas, de la súper Iglesia de Cristo. Llenos de humildad, los neoteólogos estaban totalmente dispuestos a reconocerlo, pe­ro ¿cómo conciliario con la inveterada costumbre católica de identificarse, sin más, con la Iglesia de Cristo?
La solución fue genial, pero - ellos mismos tienen que reco­nocerlo - no fue simple y no tuvo el aura tradicional de los «ves­tigia Ecclesiae». Por eso ha sido un punto que todavía no se asien­ta. El planteo sólo lo entiende quien tiene una cierta formación teológica:
• Para sacar patente de ecuménicos hay que reconocer que la Iglesia de Cristo es algo más que la Iglesia católica, pues incluye a las demás comunidades cristianas (y con un poco de esfuerzo, a las demás religiones). Pero a la vez, para seguir siendo católi­cos, hay que identificar la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica.
• Ahora bien, este es un problema de denominaciones como el que ya se había planteado antes en Jesucristo. Porque, por el misterio de la encarnación, en Cristo se da lo que la teología llama «comunicación de idiomas», es decir, que del hombre Jesús se predica lo propio del Verbo divino, y del Verbo se predica lo propio del hombre : aunque Dios es mayor que el hombre, el hombre es Dios en Jesucristo. Se necesitaba entonces justificar una análoga «comunicación de idiomas» entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica, es decir, se necesitaba que, a pesar de recono­cerles a los ecuménicos (ad extra) que la Iglesia de Cristo era una realidad mayor que la Iglesia católica, sin embargo, había que poder decir a los católicos (ad intra) que la Iglesia católica «es» la Iglesia de Cristo, sin ser descubiertos en flagrante contradicción.
La noción de sacramento parece ofrecer un fundamento a es­ta necesaria analogía. Así como Cristo es sacramento del Verbo en cuanto lo hace visible y operante, así también la Iglesia es sa­cramento de Cristo, en cuanto prolonga su visibilidad ante las naciones, a modo de Pueblo de Dios. Es verdad que, si se quiere ser católico ecuménico, habrá que reconocer que toda verdadera comunidad religiosa hace visible y operante al Verbo como ima­gen suya, y verdaderas son todas o casi todas (excepto quizás sectas tan fundamentalistas como la de San Pío X). Pero la solu­ción está en conceder a la Iglesia católica el privilegio de la unión personal: así como Dios está presente en todos los hombres en cuanto son a su imagen y semejanza, pero está presente de un modo especial en el hombre Jesucristo, de manera que sólo de Él puede afirmarse la identidad : Jesús es Dios; así también, aunque el Verbo está presente en toda comunidad religiosa en cuanto és­ta es imagen sacramental suya, por lo que todas constituyen la súper Iglesia de Cristo, sin embargo, nosotros los católicos nos arrogaremos el privilegio de ser la única comunidad en la que Cristo permanece de un modo tanto más pleno, que puede decir­se que es Cristo Comunidad en persona. De allí que sólo para la Iglesia católica valga la «comunicación de idiomas».
Ahora bien, esta genial pero compleja explicación tiene inevi­tablemente un triste destino porque, destinada a conformar a ecuménicos y católicos, no les gusta ni a éstos ni a aquéllos. A los católicos no les gusta oír que la Iglesia de Cristo es algo mayor que la Iglesia católica, y a los ecuménicos no les gusta oír que la Iglesia católica tiene una situación de privilegio frente a los de­más miembros. De allí que ningún neoteólogo haya querido ex­tenderse en su exposición.
La solución, entonces, fue reducir la explicación a la mínima y más oscura expresión, a la fórmula quizás más difícil de la teo­logía escolástica -tan despreciada en los demás casos por la nueva teología-: «subsistit in». La utiliza Santo Tomás para ex­plicar justamente cómo el Verbo puede existir en dos naturale­zas: “La persona de Cristo subsiste en dos naturalezas; de donde se sigue que, aunque haya allí un único subsistente, se da en el mismo una doble razón de subsistencia. En este sentido se dice persona compuesta, en cuanto lo uno subsiste en dos”[10]. Así co­mo decimos que Jesús es Dios porque Dios subsiste en la natura­leza humana, así también, diciendo que la Iglesia de Cristo sub­siste en la Iglesia católica podrá justificarse la afirmación de que la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo. La excelencia de esta ex­presión está en que, aunque resume la genial explicación y por lo tanto a nadie le suena bien, sin embargo, ni ecuménicos ni católi­cos la terminan de entender. En las reuniones ecuménicas se la podrá traducir por «contiene» y en las católicas por «es», que­dando todos tranquilos y contentos.
Decimos que nadie termina de entender el «subsistit in», y se nos podría acusar de que tampoco nosotros la entendemos, porque la explicación que aquí damos no hemos visto que la dé na­die. En realidad, no importa mucho entenderla, pero creemos acertar en su interpretación y luego lo defenderemos. Mas pre­viamente conviene considerar más detenidamente los textos del Concilio.

R.P. Álvaro Calderón, FSSPX, “Prometeo, la religión del hombre”, ediciones Río Reconquista, 2010.


[1] Cf. Gustave Thils, Historia doctrinal del Movimiento Ecuménico, RIALP, Ma­drid 1965.
[2] Informe oficial de la Conferencia de Lausana, citado por G. Thils, op. cit. p.37.
[3] El subjetivismo es siempre escéptico, pero por un tiempo puede evitar el pesimismo. Tomado con optimismo, permite convencerse que las diferencias doctrinales son secundarias y sin mayores consecuencias prácticas. Cuando la realidad lo desengaña, cae en lo que ahora llaman la «post modernidad».
[4] El Santo Oficio había condenado, por carta del 16 de septiembre de 1864 a los obispos de Inglaterra (Denzinger-Hünermann 2885), la «branch theory» o «teoría de las tres ramas», por la cual los anglicanos nos ofrecían generosamen­te una parte en la Iglesia de Cristo, junto con ellos y los griegos cismáticos. Prohibía, además, a los católicos ingresar en la «Association for the promotion of the reunion of Christendom».
[5] Michael Schmaus, Teología dogmática, tomo IV, RIALP Madrid 1962, p. 405: “Sigue en pie la cuestión de si las comunidades eclesiales no católicas no pertenecerán de algún modo a la única Iglesia romano-católica, de si no parti­ciparán en la única Iglesia romano-católica de modo análogo a como participan los individuos bautizados no católicos. J. Gribomont O. S. B. cree poder contes­tar afirmativamente a nuestra pregunta. Habla de una unión visible, pero im­perfecta, de los grupos cristianos no-católicos con la Iglesia. Para fundamentar­lo aduce que tienen auténticos vestigia Ecclesiae, por ejemplo, el bautismo y la Escritura, así como otros sacramentos”. Schmaus sostiene la disminución liberal de la Iglesia, distinguiendo entre Iglesia y Reino, pero no acepta la disminución ecuménica, refutando la opinión referida en la cita. De todos modos, la tesis que finalmente triunfará no dice que pertenezcan a la Iglesia romano-católica, si­no a la Iglesia de Cristo.
[6] Gustave Thils, Historia doctrinal del Movimiento Ecuménico: “El estudio de los «elementos de Iglesia» - vestigia Ecclesiae -, de su significación eclesiológica, es propio del siglo XX... La teoría de los elementos de Iglesia es com­pleja, porque se halla íntimamente unida a la definición misma de la Iglesia. Se la puede considerar como un capítulo de la eclesiología católica importante en sí y susceptible de aportar cierta claridad en las reuniones ecuménicas” (p. 239). “¿No puede haber, en todas las comuniones cristianas surgidas de la Re­forma, realidades religiosas y cristianas de naturaleza «eclesiástica»?” (p. 243) “Las conferencias dadas por el cardenal A. Bea, Presidente del Secretariado para la Unidad, han vuelto a dar un vivo resplandor, si no a la problemática de los «elementos de Iglesia», al menos a la descripción concreta de esos ele­mentos” (p. 244).
[7] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominas lesus, 6 de agosto del 2000.
[8] III, q. 82, a. 7.
[9] El truco está bien armado porque, aunque la posición tradicional es uná­nime y determinada en considerarlos ineficaces, la discusión particular es com­pleja. Un cismático bautizado de niño, recibe la fe y la gracia: ¿cuándo la pier­de? Si no la ha perdido, al comulgar devotamente con la Hostia válidamente consagrada, recibe el fruto del sacramento. En su raíz, la diferencia entre la po­sición católica y la modernista está en cuanto al pesimismo u optimismo: el católico es pesimista ante la posibilidad de salud espiritual en una comunidad donde no se dan los auxilios que tiene el católico (todos los beneficios de la actividad sacerdotal) y sí se dan influencias que tienden a formalizar las herejías (el des­precio y hasta el odio a lo católico); mientras que el humanista moderno sostie­ne el más imperturbable optimismo. Sin embargo, ¿por qué nunca floreció la santidad fuera de la tierra católica?
[10] III, q. 2, a. 4: “Persona Christi subsistit in duabus naturis. Unde, licet sit ibi unum subsistens, est tamen ibi alia et alia ratio subsistendi. Et sic dicitur perso­na composita, inquantum unum duobus sübsistit”. Cf. IÍL q. 2, a. 1 ad 2: “Unus enim Christus sübsistit in divina natura et humana”; q. 3, a. 6 sed contra: “Per­sona incarnata sübsistit iti duabus naturis, divina scilicet et humana”; q. 24, a. 1 ad 2 : “Praedestinatio attribuatur personae Christi, non quidem secundum se, vel secundum quod sübsistit in divina natura; sed secundum quod sübsistit in humana natura”.