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viernes, 31 de agosto de 2012

Mundanización de la noción de sacerdote.




Es difícil seguir de modo exacto la evolución de la idea del sacerdocio y de sus consecuencias. Haría falta, tal vez, remontarse 30 años y recordar la infiltración en los seminarios de ideas subversivas en torno a la función del sacerdote y a sus relaciones con el mundo. Pero nos limitaremos a los 10 últimos años, los del Concilio y después del él.
Como en todos los cambios ocurridos durante este período, se apoyaron en la evolución del mundo para hacerle creer al sacerdote que también él tenía que cambiar su modo de ser. Era fácil crearle un complejo de aislamiento, de frustración y de ser extraño a la sociedad. Se le decía que tenía que volver a unirse al mundo y abrirse a él. Se acusaba a su formación y a la forma anticuada de vestir y vivir.
El lema que ayudó a asimilar al sacerdote al mundo fue fácil: “El sacerdote es un hombre como los demás”. Dado esto por sentado, tenía que vestir como los demás, ejercer como ellos una profesión, tener libertad de opción sindical y política, y finalmente, tener libertad de poderse casar. Los seminarios no tenían más que adaptarse a este nuevo “tipo de sacerdote”.
Por desgracia, este lenguaje no estaba sólo en labios de los enemigos tradicionales de la Iglesia, sino en labios de sacerdotes y obispos.
Las consecuencias no se han hecho esperar: el abandono de todo distintivo eclesiástico, la búsqueda de una profesión, la transformación del culto para halagar el gusto del mundo; y al cabo de pocos años, la pérdida de la fe, desembocando en la abjuración de miles de sacerdotes.
Éste es sin duda el signo más doloroso de esta reforma: la pérdida de la fe en el sacerdote. Porque éste es, esencialmente, el hombre de la fe. Si ya no sabe lo que es, pierde la fe en sí mismo y en lo que es su sacerdocio.
Se ha modificado radicalmente la definición del sacerdocio dada por san Pablo y por el Concilio de Trento. El sacerdote ya no es el que sube al altar y ofrece un sacrificio de alabanza a Dios por la remisión de los pecados. Se ha invertido el orden de los fines. El sacerdocio tiene un fin primario, que es ofrecer el sacrificio; y un fin secundario, que es la evangelización. Ahora la evangelización se impone al sacrificio y a los sacramentos. Se convierte en un fin en sí mismo. Este grave error tiene trágicas consecuencias. En efecto, la evangelización, al perder su fin, queda enteramente desorientada y busca motivos que agraden al mundo, como la falsa justicia social o la falsa libertad, que adquieren nombres nuevos: desarrollo, progreso y construcción del mundo. Estamos plenamente dentro del lenguaje que lleva a todas las revoluciones. El sacerdote descubre en sí un papel primordial en la revolución mundial contra las estructuras políticas, sociales, eclesiásticas, familiares y parroquiales. No tiene que quedar nada de ellas. El comunismo no encontró nunca agentes más eficaces que esos sacerdotes. Los sacerdotes han perdido la fe; constatación dolorosa si la hay, en quien es el hombre de la fe.
Dentro de esta óptica nueva del sacerdote, todo se deduce lógicamente: el abandono de la sotana, el deseo de ejercer una profesión y la posibilidad del matrimonio[1].

Mons. Marcel Lefebvre, tomado de la obra “Monseñor Lefebvre. Vida y doctrina de un obispo católico”.
 
 
Anexo de Stat Veritas:
Algunos ejemplos gráficos de esta crisis del sacerdocio de la cual habla Mons. Lefebvre, y por la cual, muchos han perdido el hábito y el sentido real de lo que es el sacerdocio católico:
 
 
  El ex sacerdote Nicolás Alessio, quién en tiempos del debate sobre el mal llamado “matrimonio” homosexual, apoyaba públicamente dicha aberración contranatura. Dejó la vestimenta eclesiástica para vestir ropa más acorde a su pensamiento.


El ex Obispo Fernando Lugo, quién –entre otras cosas– colgaría la sotana para meterse en política
y llegaría a la presidencia de Paraguay por un tiempo.


El padre Guillermo Mariani, autor del libro “Sin tapujos”,
dónde –entre otras linduras- confesaría sus experiencias homosexuales.


[1] Un Evêque parle, t. I, págs. 149-151.