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viernes, 26 de octubre de 2012

Principios del liebralismo.




Primeramente, definamos en pocas palabras el liberalismo, cuyo ejemplo histórico más típico es el protestantismo. El liberalismo pretende liberar al hombre de toda restricción no querida o aceptada por él mismo.

Primera liberación: la que libera a la inteligencia de toda verdad objetiva impuesta. La verdad debe ser aceptada diferentemente según los individuos o los grupos de individuos; por tanto, debe ser necesariamente repartida. La verdad se hace y se busca sin fin. Nadie puede pretender tenerla exclu­sivamente y en su totalidad. Es de imaginar cómo se opone eso a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia.

Segunda liberación: la de la Fe que nos impone dogmas, formulados de manera definitiva y a los cuales la inteligencia y la voluntad deben someterse. Los dogmas, según el liberal, deben ser pasados por la criba de la razón y de la ciencia, y eso de modo permanente, dados los progresos científicos. Resulta, pues, imposible admitir una verdad revelada definida de una vez para siempre. Se advertirá la oposición de este principio a la revelación de Nuestro Señor y a su autoridad divina.

Por último, tercera liberación: la de la ley. La ley, según el liberal, limita la libertad y le impone una coacción, primero, moral, y luego, física. La ley y sus restricciones salen al paso de la dignidad humana y de la conciencia. La conciencia es la ley suprema. El liberal confunde libertad con licen­cia. Nuestro Señor Jesucristo es la Ley viviente; vemos, pues, cuán honda es la oposición del liberal a Nuestro Señor.

Consecuencias del liberalismo.

Los principios liberales tienen por consecuencia la destrucción de la filosofía del ser y el rechazo de toda definición de los seres para encerrarse en el nominalismo o en el existencialismo y el evolu­cionismo. Todo está sujeto a mutación, a cambio.
Una segunda consecuencia, igualmente grave —si no más— es la negación de lo sobrenatural; por lo tanto, del pecado original, de la justificación por la gracia, del verdadero motivo de la Encarnación, del Sacrificio de la Cruz, de la Iglesia, del sacerdocio.
Toda la obra realizada por Nuestro Señor se falsea y ello se traduce en una visión protestante de la Liturgia del Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos, que ya no tienen por objeto la aplicación de la Redención a las almas, a cada alma, con el fin de comunicarle la gracia de la vida divina y prepararla para la vida eterna por la pertenencia al cuerpo místico de Nuestro Señor, sino que en lo sucesi­vo tienen por centro y motivo la pertenencia a una comunidad humana de carácter religioso. Toda la reforma litúrgica se resiente de esa orientación.
Otra consecuencia: la negación de toda autoridad personal, participación en la autoridad de Dios. La dignidad humana exige que el hombre no esté sometido sino a lo que él consiente. Como una auto­ridad resulta indispensable para la vida de la sociedad, el hombre no admitirá más que la autoridad aceptada por una mayoría, porque representa la delegación de la autoridad de los individuos más numerosos en una persona o en un grupo determinado, dado que siempre la autoridad no es más que delegada.
Ahora bien: esos principios y sus consecuencias, que exigen la libertad de pensamiento, la libertad de enseñanza, la libertad de conciencia, la libertad de elegir su religión; esas falsas libertades que suponen la laicidad del Estado, la separación de Iglesia y Estado, han sido constantemente condena­das, a partir del Concilio de Trento, por los sucesores de Pedro y, en primer término, por el propio Concilio de Trento.

Condenación del liberalismo por al Magisterio de la Iglesia.

La oposición de la Iglesia al liberalismo protestante provocó el Concilio de Trento, lo cual explica la notable importancia que tuvo ese Concilio dogmático en lo referente a la lucha contra los errores liberales, a la defensa de la verdad, de la Fe, y en particular a la codificación de la Liturgia del Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos mediante las definiciones relativas a la justificación por la gracia.
Enumeraremos algunos documentos entre los más importantes, que han completado y confirmado la doctrina del Concilio de Trento:

— La Bula “Auctorem fidei” de Pío VI contra el Concilio de Pistoia.
— La Encíclica “Mirari vos” de Gregorio XVI contra Lamennais.
— La Encíclica “Quanta cura” y el “Syllabus” de Pío IX.
— La Encíclica “Immortale Dei” de León XIII, que condena el derecho nuevo.
— Las Actas de San Pío X contra Le Sillon y el modernismo, en especial el decreto “Lamentabili” y el juramento antimodernista.
— La Encíclica “Divini Redemptoris” del Papa Pío XI contra el comunismo.
— La Encíclica “Humani generis” del Papa Pío XII.

Por lo tanto, el liberalismo y el catolicismo liberal siempre han sido condenados por los sucesores de Pedro en nombre del Evangelio y de la Tradición apostólica. Esa conclusión evidente tiene pri­mordial importancia para determinar nuestra actitud y manifestar nuestra unión indefectible al magis­terio de la Iglesia y a los sucesores de Pedro. Nadie más que nosotros tiene hoy mayor adhesión al sucesor de Pedro cuando se hace vocero de las tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predecesores.
Porque en la definición misma del sucesor de Pedro está guardar el depósito y transmitirlo fiel­mente. Sobre ese punto el Papa Pío IX proclama en Pastor AEternus: “En efecto, el Espíritu Santo no ha sido prometido a los sucesores de Pedro para permitirles publicar, según sus revelaciones, una doc­trina nueva, sino para custodiar estrictamente y exponer fielmente con su asistencia las revelaciones transmitidas por los Apóstoles, es decir, el depósito de la Fe”.

Influencia del liberalismo en el Concilio Vaticano II.

Llegamos ahora a la cuestión que nos preocupa: ¿Cómo explicar que en nombre del Concilio Vaticano II se pueda presentar oposición a tradiciones seculares y apostólicas, poniendo de esa forma en tela de juicio al propio sacerdocio católico y su acción esencial, el santo Sacrificio de la Misa?
Un grave y trágico equívoco pesa sobre el Concilio Vaticano II, presentado por los Papas mismos en términos que favorecieron ese equívoco: Concilio del aggiornamento, de la “actualización” de la Iglesia, Concilio pastoral, no dogmático, como acaba de decir el Papa hace apenas un mes. Esa pre­sentación, en la situación de la Iglesia y del mundo en 1962, ofrecía enormes peligros a los cuales el Concilio no consiguió escapar. Resultó fácil traducir esas palabras de modo tal que los errores libera­les se infiltraran en gran medida en el Concilio. Una minoría liberal entre los Padres conciliares, y sobre todo entre los Cardenales, tuvo gran actividad, se organizó en alto grado y encontró gran apoyo en una pléyade de teólogos modernistas y en numerosos secretariados. Pensemos en la enorme producción de impresos del IDOC, subvencionada por las Conferencias Episcopales alemana y holandesa.
Tuvieron la astucia de pedir inmediatamente la adaptación al hombre moderno, es decir, el hombre que quiere liberarse de todo, de presentar a la Iglesia como inadaptada, impotente, de echarle la culpa a los predecesores. Se mostró a la Iglesia tan culpable de las desuniones de otrora como los protes­tantes y los ortodoxos. La Iglesia debía pedir perdón a los protestantes presentes. La Iglesia de la Tradición era culpable por sus riquezas, por su triunfalismo; los Padres del Concilio se sentían culpa­bles de estar fuera del mundo, de no ser del mundo; sus insignias episcopales, y muy pronto sus sota­nas, ya les causaban sonrojo.
Ese ambiente de liberación enseguida invadió todos los terrenos y se reflejó en el espíritu de cole-gialidad, que disimulaba la vergüenza que provoca ejercer una autoridad personal, tan contraria al espí­ritu del hombre moderno —léase el hombre liberal—. Los Papas y los Obispos ejercerán su autori­dad colegiadamente en los sínodos, en las conferencias episcopales, en los consejos presbiterales. En último término, la Iglesia debe abrirse a los principios del hombre moderno. También la Liturgia debía liberalizarse, adaptarse, someterse a las experimentaciones de las conferencias episcopales.
La libertad religiosa, el ecumenismo, la investigación teológica, la revisión del derecho canónico, atenuarán el triunfalismo de una Iglesia que se proclamaba única arca de salvación. La verdad se encuentra repartida en todas las religiones; una investigación común hará progresar a la comunidad religiosa universal en torno de la Iglesia. Los protestantes en Ginebra —Marsaudon en su libro “L’oecuménisme vu par un franc-maçon”—, los liberales como Fesquet, triunfan. ¡Por fin terminará la era de los estados católicos! ¡El derecho común para todas las religiones! ¡“La Iglesia libre en el Estado libre”, según la fórmula de Lamennais! ¡La Iglesia adaptada al mundo moderno! ¡El derecho público de la Iglesia y todos los documentos citados anteriormente se vuelven piezas de museo pro­pias de épocas perimidas! Leed al comienzo del esquema sobre “La Iglesia en el mundo” la descrip­ción de los tiempos modernos en transformación, leed las conclusiones: son del más puro liberalismo. Leed el esquema sobre “La libertad religiosa” y comparadlo con la encíclica “Mirari vos” de Gregorio XVI, con “Quanta cura” de Pío IX, y podréis comprobar la contradicción casi palabra por palabra. Decir que las ideas liberales no han influido sobre el Concilio Vaticano II equivale a negar la evidencia. La crítica interna y la crítica externa lo prueban con creces.

Influencias del liberalismo en las reformas y orientaciones conciliares.

Si pasamos del “Concilio” a las “reformas” y a las “orientaciones”, las pruebas son contundentes. Ahora bien: observemos que en las cartas de Roma que nos piden un acto de pública sumisión, las tres cosas se presentan indisolublemente unidas. Se equivocan torpemente los que afirman que se trata de una mala interpretación del Concilio, como si el Concilio en sí mismo fuera perfecto y no pudiera ser interpretado a través de sus reformas y orientaciones. Las reformas y las orientaciones oficiales posconciliares manifiestan más palpablemente que cualquier otro escrito la interpretación oficial y deseada del Concilio.
No tenemos necesidad de extendernos: los hechos hablan por sí solos, y por desgracia, con triste elocuencia. ¿Qué queda en pie de la Iglesia preconciliar? ¿Dónde no ha operado la autodemolición? Catequesis, seminarios, congregaciones religiosas, Liturgia de la Misa y de los Sacramentos, consti­tución de la Iglesia, concepto del sacerdocio: las concepciones liberales lo han devastado todo y han llevado a la Iglesia más allá de las concepciones del protestantismo, para estupefacción de los protes­tantes y reprobación de los ortodoxos.
Una de las comprobaciones más espantosas de la aplicación de esos principios liberales es la aper­tura a todos los errores, y en particular al más monstruoso jamás surgido del espíritu de Satanás: el comunismo. El comunismo hizo su entrada oficial en el Vaticano, y su revolución mundial se ve sin­gularmente facilitada por la pasividad oficial de la Iglesia, más aún, por apoyos frecuentes a la revo­lución, a pesar de las desesperadas advertencias de los Cardenales que han sufrido los zarpazos comu­nistas.
La negación de este Concilio pastoral a condenar oficialmente el comunismo bastaría por sí sola para cubrirlo de vergüenza ante toda la historia, cuando se piensa en las decenas de millones de már­tires, en los individuos despersonalizados científicamente en los hospitales psiquiátricos para servir de cobayos a todos los experimentos. Y el Concilio pastoral, que reunió a 2.350 Obispos, ha guardado silencio, a pesar de las 450 firmas de Padres que pedían esa condena, firmas que yo mismo llevé a Monseñor Felici, secretario del Concilio acompañado por Monseñor Sigaud, Obispo de Diamantina.
¿Hay que seguir con el análisis para llegar a la conclusión? Me parece que bastan estas líneas para que podamos negarnos a seguir a este Concilio, sus reformas, sus orientaciones, en todo lo que tienen de liberalismo y de neomodernismo.
Querernos responder a la objeción —no faltará quien nos la haga— referente a la obediencia, a la jurisdicción de aquéllos que quieren imponernos esa orientación liberal. Respondemos: en la Iglesia, el derecho y la jurisdicción están al servicio de la Fe, finalidad primera de la Iglesia. No hay ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponernos una disminución de nuestra Fe.
Aceptamos esa jurisdicción y ese derecho cuando están al servicio de la Fe. Pero, ¿quién puede juzgarlo? La Tradición, la Fe enseñada desde hace dos mil años. Todo fiel puede y debe oponerse a quienquiera que en la Iglesia pretenda afectar su fe, la fe de la Iglesia de siempre, basada en el Catecismo de su infancia.
Defender su fe es el primer deber de todo cristiano, con mayor razón de todo sacerdote y de todo obispo. En el caso de todo orden que comporte un peligro de corrupción de la Fe y de las costumbres, la “desobediencia” es un deber grave. Como estimamos que nuestra fe se halla en peligro merced a las reformas y las orientaciones posconciliares, tenemos el deber de “desobedecer” y conservar la Tradición. El más grande servicio que podemos prestar a la Iglesia Católica, al sucesor de Pedro, a la salvación de todas las almas y de la nuestra, es rechazar la Iglesia reformada y liberal, porque cree­mos en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, que no es liberal ni reformable.
Una última objeción: este Concilio es un Concilio como los otros. Por su ecumenicidad y su con­vocación, sí lo es; por su objeto —y eso es esencial— no lo es. Un Concilio no dogmático puede no ser infalible; lo es sólo cuando recoge verdades dogmáticas tradicionales.
¿Cómo justificáis vuestra actitud con respecto al Papa?
Somos los más ardientes defensores de su autoridad como sucesor de Pedro, pero regulamos nues­tra conducta de acuerdo con las palabras de Pío IX ya citadas. Aplaudimos al Papa vocero de la Tradición y fiel a la transmisión del depósito de la Fe. Aceptamos las innovaciones que están confor­mes con la Tradición y la Fe. No nos sentimos sujetos por obediencia a innovaciones que van en con­tra de la Tradición y amenazan nuestra Fe. En ese caso, nos colocamos a favor de los documentos pon­tificios citados anteriormente. No vemos, en conciencia, cómo un católico fiel, sacerdote u obispo, puede tener otra actitud frente a la dolorosa crisis por la que atraviesa la Iglesia. “Nihil innovetur nisi quod traditum est”, que no se innove nada sino que se transmita la Tradición. ¡Que Jesús y María nos ayudan a permanecer fieles a nuestros compromisos episcopales! “No digáis que es verdad lo que es falso, no digáis que es bueno lo que es malo”. Eso es lo que se nos dijo en nuestra consagración.
Contamos, pues, con el auxilio de vuestras oraciones y de vuestra generosidad para proseguir, a pesar de las pruebas, esta formación sacerdotal indispensable para la vida de la Iglesia. No es la Iglesia ni el sucesor de Pedro los que nos atacan, sino hombres de Iglesia imbuidos de errores libera­les, que ocupan cargos elevados dentro de la Iglesia y aprovechan su poder para hacer desaparecer el pasado de la Iglesia e instaurar una nueva Iglesia que no tiene nada de católica.
Así pues, es menester que salvemos a la verdadera Iglesia y al sucesor de Pedro de ese ataque satá­nico que hace pensar en las profecías del Apocalipsis. Oremos sin cesar a la Virgen María, a San José, a los Santos Angeles Custodios y a San Pío X, para que vengan en nuestro auxilio, a fin de que la Fe católica triunfe sobre los errores. Permanezcamos unidos en esa Fe, evitemos la polémica, amémonos los unos a los otros, reguemos por los que nos persiguen y devolvamos bien por mal.
Y que Dios os bendiga.

Mons. Marcel Lefebvre, Arzobispo. Carta a los Amigos y Benefactores 9, octubre de 1975, publicada en “Un Obispo Habla”.