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jueves, 22 de noviembre de 2012

Elegir es renunciar: laicismo o crucifijos.


 


“Es curioso que cuando los Estados se volvieron virtualmente ateos
y dijeron: “La religión es asunto privado”,
la irreligión se convirtió en asunto público”.
Castellani

Introducción.

La discusión en torno a la permanencia de los símbolos religiosos en lugares públicos desconcierta a muchas personas. ¿Cuál es el problema con un crucifijo colocado en un aula, en un juzgado, en un hospital, en una dependencia pública? ¿Hace algo el crucifijo? ¿Roba, mata, estafa, miente? Sin embargo, hoy se discute esta permanencia. Hay personas que no desean que estén a la vista en ámbitos públicos. Nosotros, que somos católicos, vamos a interesarnos en este artículo sólo por el crucifijo. Alguno pensará que éste es un modo “poco inteligente” de plantearlo, puesto que –diría nuestro amable contradictor– “mientras más religiones estén interesadas en la permanencia de los símbolos religiosos, mayor será la probabilidad de que éstos no sean retirados”. Sí, amigo contradictor, tiene razón. Tiene razón si lo decisivo fuese la mera permanencia de los símbolos, como sea y por cualquier motivo. Pero –perdóneme– no la tiene si estamos discutiendo qué fundamentos reconocerá la ley para tomar esta decisión. Si fuese cuestión de cantidad, me apresuro a darle la razón. Pero no es cuestión de cantidad.
Cuando en agosto del 2011 María José Lubertino –por el partido Frente para la Victoria– decide impulsar una nueva normativa para quitar los crucifijos de los espacios públicos, no está proponiendo una medida aislada. La eliminación de los crucifijos obedece a profundas motivaciones. Tiene su razón de ser en la existencia de un Estado Laico, indiscutida conquista del liberalismo moderno y del pensamiento dominante. Así lo dijo Lubertino por radio, hablando sobre el tema:

la preservación del Estado laico es la garantía de igualdad”[1].

Quitar el crucifijo no es más que una escaramuza dentro de la gran batalla contra la Iglesia Católica. No es una medida inocente ni inesperada; al contrario, es solo una parte dentro del gran plan que pretende eliminar todo vestigio de la fe católica en la cultura y en la sociedad, puesto que –en palabras del periodista y activista de la LGBT, Bruno Bimbi– esos símbolos, para muchos y muchas, también son los símbolos de una institución —de la institución, más allá de la creencia de quienes profesan la religión católica— que ha hecho todo lo que ha podido para impedir que conquistáramos nuestros más elementales derechos civiles, y que día a día nos ofende, nos insulta en público y nos discrimina…”[2]. Esta institución a la que Bimbi se refiere es, simplemente, la Iglesia Católica.
No está discutiendo, por tanto, una medida eventual: el verdadero plano del debate desborda a los crucifijos. En el fondo, se discute qué relación debe haber entre la Iglesia y el Estado. De no advertirlo, podríamos estar dando puñetazos al aire. Digámoslo con todas las letras: la polémica en torno a los símbolos religiosos no es más que el epifenómeno de una cuestión respecto a los fundamentos. El verdadero plano de esta discusión tiene lugar en torno a principios y no a conclusiones.
Lo primero que debe comprenderse es la íntima relación entre la propuesta de quitar los crucifijos y la ideología que sustenta la propuesta. Esta ideología es el liberalismo; la pretensión de quitar los crucifijos emana como consecuencia natural de la existencia misma de un Estado Laico. No se puede separar la propuesta del pensamiento que le da sentido. ¿Se puede considerar independientes la interpretación marxista de la historia y las tesis de Karl Marx? Evidentemente, no. Aceptar esa interpretación histórica para luego negar su raíz es un contrasentido. Pues bien, en este tema el criterio no varía. Quitar los crucifijos es una medida propia de un Estado Laico. Y el Estado Laico se inspira en la ideología liberal, según la cual toda manifestación religiosa es enemiga del progreso y adversaria de la razón humana. La Iglesia es el oscurantismo, la barbarie, la Inquisición, la máscara negra de un mundo blanco. La fe y sus manifestaciones son supersticiones, fetichismo, tótems que deben derrumbarse. Ésto es lo que sostiene el liberalismo: el Estado no puede tener ninguna religión. Quienes así piensan están conformes con una Iglesia separada del Estado, tal como ocurre hoy en la Argentina.
Se trata, pues, de un debate de cosmovisiones. La cosmovisión católica frente a la liberal-laicista.
Cercenar la discusión a los síntomas dejando indemne la raíz de la enfermedad, desborda el plano de la lógica. Es una grave imprudencia, es un suicidio doctrinario.

Una falsa alternativa.

Por esta razón, aceptar la legitimidad del Estado Laico pero luego poner reparos a la quita de los crucifijos, no tiene sentido alguno; puesto que en la medida en que se validen los principios, toda tentativa de frenar sus aplicaciones es inútil.
Por este camino, sólo podemos llegar a una alternativa con dos opciones: la eliminación, lisa y llana, del crucifijo; o su permanencia pero vaciada de significación. Aunque en la Argentina todavía no se ha definido el asunto, esta segunda posibilidad ya se ha concretado, como lo prueba la sentencia de la Corte Europea de DDHH (18/3/2011). En ella, frente a un reclamo proveniente de Italia, puede leerse cómo la permanencia del crucifijo halla su fundamento en la no violación del artículo 2 del protocolo N° 1 (derecho a la educación) de la Convención Europea de DDHH". Caeríamos en una trampa viendo aquí una victoria católica. No la hay, porque la Convención Europea se inspira expresamente en la Declaración Universal de Derechos Humanos, que –por poner un ejemplo– afirma en su art. 21 que “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”, contradiciendo la doctrina sobre el origen divino de este poder. Si hiciese falta más, tómese nota que en agosto de este año la misma Corte falló a favor del aborto eugenésico[3], afirmando que “las nociones de ‘embrión’ y ‘niño’ no deben confundirse”. El mismo tribunal que permite los crucifijos es el que falla a favor del aborto. No hay en esa permisión un triunfo. Hay otra cosa: la confirmación del paradigma de los Derechos Humanos como único y excluyente horizonte de precomprensión, fuera del cual no es legítimo ni posible argumentar nada.

La falsa opción de los católico liberales.

En el campo católico han tenido lugar varias reacciones contra la quita de los crucifijos. Hay una protesta contra esta medida, que demuestra que no da todo lo mismo. Siendo legítimas, sin embargo, son reacciones que dejan incólume el punto central: queda aceptada la tesis liberal respecto de la separación entre Iglesia y Estado. Queda aceptada una conquista clave del liberalismo sin comprender su oposición con la fe católica.
Lo que en unos puede ser un desconocimiento, en otros se convierte en una culpable apropiación: porque hay bautizados que defienden –teóricamente– el Estado Laico. Son los católico liberales. Y otros, por último, la admiten en tanto hecho consumado, lamentable pero ineludible. Estos últimos, olvidan que el mal puede ser vencido.
Que la Iglesia no deba estar separada del Estado no es invención nuestra. El Sumo Pontífice Pío IX en su encíclica Syllabus condenó –entre otras– la siguiente afirmación:

“Es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia (N°55)”.

Años después, León XIII –en Inescrutabili Dei– dirá, citando a San Agustín, que la doctrina de Cristo “si se observa”, es “la gran salvación del Estado”[4]. Si algún católico liberal nos dijera que estos documentos –promulgados en 1864 y 1878– no tienen vigencia hoy en día, preguntaríamos amablemente: ¿qué le impide a Ud. renegar de la divinidad de Cristo, definida en el siglo IV? Mucho más cerca de nosotros, Pío XII recordó que:

la Iglesia, por principio, o sea en tesis, no puede aceptar la separación completa entre los dos poderes”[5].

Distinto el error, distintos los remedios. A los que creen que este mal es invencible, no cabe otro remedio que la Esperanza. La Virtud de la Esperanza, por la que creemos posible la victoria a pesar de la desproporción de Goliat. Esperanza quiere decir que esperamos en Dios, no en nosotros. Virtud que Antonio Caponnetto suele recordar –de la mano de Santa Teresa de Ávila– como aquella que nos hace decir “Aún no, pero mañana sí”.
Y frente a los que aceptan con agrado estos errores, preguntamos. Más bien, objetamos: aquello que fue perjudicial ayer, ¿puede ser beneficioso hoy? Por supuesto que no nos referimos a posiciones circunstanciales ni a criterios prácticos sobre cosas concretas. Éstas podrían ser hoy distintas a como fueron ayer, sin que la fe entrase en compromiso alguno. Pero no es el caso: estamos hablando de tesis, no de circunstancias y coyunturas cambiantes. Lo falso en el siglo XIX, ¿puede ser verdadero en el XXI? ¿Cómo es posible que un católico defienda hoy lo mismo que ilustres fieles –Juan Donoso Cortés, por ejemplo– condenaron ayer? ¿Es necesario citar a los Pontífices que condenaron el liberalismo?:

Se nos dice que algún dogma fue creíble en el siglo XII e increíble en el XX. Lo mismo sería decir que cierta filosofía puede ser creída en lunes, pero no puede ser creída en viernes. Lo mismo sería decir que un aspecto del cosmos era conveniente hasta las tres y media, pero inconveniente hasta las cuatro y media. Lo que puede creer un hombre depende de su filosofía y no del reloj o del siglo” (Chesterton, Ortodoxia).

El imposible Estado neutro.

El fuego es, pues, fuego cruzado. Atacan los laicistas, los liberales y todos aquellos encolumnados en la férrea defensa de un Estado Laico. Pero mirando hacia otro lado, el panorama no es mejor: se nos propone rechazar la quita de los crucifijos sin objetar ese Estado. ¿Qué tal?
Quienes objetan un Estado Confesional, sostienen que el Estado debe ser neutro en materia de principios religiosos, indiferente en cuanto a Dios. Y sobre esta idea deseamos ocuparnos. Se pretende un Estado indiferente: no combatiría la religión pero tampoco promovería ningún culto, puesto que todos son igualmente verdaderos. Lo que es una manera de decir que todos son falsos.
Sin embargo, es evidente que los estados están conformados por personas, que tienen una inteligencia y voluntad libre. Los estados no son máquinas que se encienden y andan. Gobernar un estado no es presionar un interruptor para que todo arranque automáticamente. Gobernar un estado no es limpiar plazas ni pintar la fachada de los hospitales. Todo lo contrario. Gobernar implica tomar decisiones respecto del hombre, intervenir en lo que atañe a su esencia. ¿Cómo se puede ser “gris” respecto de la economía, la política, la moral, la educación? Si la posición sobre todos estos temas es clave, ¿cómo podría no serlo la posición sobre “el todo”?
No tiene sentido una declamada neutralidad religiosa al tiempo que se admiten necesarias polémicas en todo lo demás. ¿Acaso las cuestiones morales, económicas, políticas no dividen a las personas tanto como las religiosas? ¿En virtud de qué un Estado permanece indiferente respecto de las segundas pero no de las primeras?
El Estado Laico es una ficción. El hombre, o está con Dios o está contra Él. ¿Cómo se puede plantear “neutralidad” en temas como la justicia social, los derechos políticos, la homosexualidad, el aborto, la anticoncepción, la fecundación in vitro? Para estas cuestiones ni las personas ni los estados –que son dirigidos por personas– pueden ser neutros. Los estados no pueden no tener cabeza. Siempre la tienen, buena o mala. Y aquí no queda otra salida que seguir hablando de Dios, hasta para combatirlo y negarlo. ¡Cuánta razón tenía el anarquista Proudhon!:

“Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología”.

No se trata si el Estado tendrá principios o no. Se trata de cuáles serán esos principios que recorrerán, como la sangre, sus venas. No ver esta cuestión tornará inconducente cualquier debate. Sin contar que estos temas se discuten como si el judaísmo o islamismo no fuesen actualmente religiones del Estado.

Los fundamentos del Estado Católico.

Pero los católicos podríamos preguntarnos: si el Estado Laico nace en oposición al Estado Confesional Católico; ésta concepción, ¿de dónde proviene? ¿Es legítima? ¿No es un anacronismo que un Estado adopte una religión? ¿Se trata de una idea propia del Medioevo? ¿Fue superada por la concepción moderna? ¿Puede un estado regirse por principios católicos? ¿No es inválida esta concepción, hoy en día?
No, en absoluto.
El Estado Católico, la Cristiandad, es hijo del Misterio del Verbo Encarnado. Por la Encarnación de una naturaleza humana, Cristo se hizo Hombre. Dios asumió la humanidad, con todo lo propio del hombre menos el pecado, como sabemos. Pues bien, el aspecto social y político es un rasgo distintivo del hombre. El hombre es naturalmente político. Su politicidad natural no es una consecuencia del pecado, como tampoco su carácter sociable. Por ende, así como en la Encarnación la naturaleza divina “desposa” a la naturaleza humana –asumiendo la materia, los sentidos, todo lo que el hombre es–, también la gracia de Cristo está llamada a impregnar todo lo humano, todo lo que somos: nuestra vida.
Los católicos creemos que la fe supone la inteligencia; creemos que la gracia supone la naturaleza; y creemos que la ley natural debe orientarse según la ley evangélica. ¿Por qué aceptamos la transfiguración de la persona humana en particular, pero negamos esta misma transfiguración en el plano político y social? ¿Acaso la Encarnación no asumió a todo el hombre, hasta sus más recónditos perfiles? ¿O será lo político una creación demoníaca, impermeable al poder redentor de Cristo? Pero entonces San Luis y San Fernando no hubiesen podido ser reyes santos.
No hay Cristiandad sin Verbo Encarnado. El Estado Laico no es otra cosa que la negación de la Encarnación, porque desconoce la legitimidad del poder de la gracia en la sociedad. Al negar la unión entre el Estado y la Iglesia, queda negada también la unión de las cosas humanas y las cosas divinas. Éso es liberalismo, éso es laicismo: el pensamiento propio de la Masonería.
Fue León XIII el que comparó a la Iglesia y al Estado con el alma y el cuerpo. En buena filosofía, el alma es la que anima, la que da vida al cuerpo. Un cuerpo sin alma –lo sabemos– es un cadáver. Realidades distintas pero que en el hombre están unidas: no están separadas, de lo contrario no podríamos en este momento respirar. Pues bien, éso debe ser un Estado: una realidad social y terrena transfigurada por el poder divino de Cristo Rey.
Sin la presencia vivificante del alma, el hombre perece. Y sin la presencia divina de la gracia en las realidades sociales, la Argentina marchará forzosamente al cementerio. No hay otra salida que ésta: que reine Jesús por siempre, que reine su Corazón. En nuestra patria, en nuestro suelo, que es de María la Nación. El día que este canto sea una realidad en las voces, en las gargantas y en las calles, la Argentina resucitará. Habrá vuelto el alma al cuerpo.

Juan Carlos Monedero (h), Blog de Cabildo.