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jueves, 15 de noviembre de 2012

Juan Donoso Cortés: Carta al Cardenal Fornari.


Eminentísimo señor:

Antes de someter a la alta penetración de vuestra emi­nencia las breves indicaciones que se sirvió pedirme por su carta de mayo último, me parece conveniente señalar aquí los límites que yo mis­mo me he impuesto en la redacción de estas indicacio­nes.
Entre los errores contem­poráneos no hay ninguno que no se resuelva en una here­jía; y entre las herejías con­temporáneas no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia. En los errores pa­sados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los errores futuros. Idénticos en­tre sí cuando se les considera desde el punto de vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin em­bargo, el espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto de vista de sus   aplicaciones.
Por lo que hace al siglo en que estamos no hay sino mi­rarle para conocer que lo que lo hace tristemente famoso entre todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente, de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados.
Hubo un tiempo en que la razón humana, compla­ciéndose en locas especula­ciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a una verdad en las ideas metafísi­cas; una herejía a un dogma en las esferas religiosas. Hoy día esa misma razón no que­da satisfecha si no desciende a las esferas políticas y so­ciales, para conturbarlo todo, haciendo salir, como por en­canto, de cada error un con­flicto, de cada herejía una revolución, y una catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones.
El árbol del error parece llegado hoy a su madurez pro­videncial; plantado por la primera generación de auda­ces heresiarcas, regado des­pués por otras y otras gene­raciones, se vistió de hojas en tiempos de nuestros abue­los, de flores en tiempos de nuestros padres, y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo fueron   en los tiempos antiguos las flores con que se perfumó, las hojas que le cu­brieron, y el tronco que las sostuvo y los hombres plan­taron.
Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una, re­lativa a Dios, y otra, relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hom­bre, que sea concebido en pecado. Su orgullo ha dicho al hombre de estos tiempos dos cosas, y ambas se las ha creído: que no tiene lunar y que no necesita de Dios; que es fuerte y que es hermoso; por eso le vemos engreído con su poder y enamorado de su hermosura.
Supuesta la negación del pecado, se niega, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal sea una vida de expiación y que el mundo en que se pasa esta vida debe ser una valle de lágrimas; que la luz de la razón sea flaca y vacilante; que la voluntad del hombre esté enferma; que el placer nos haya sido dado en calidad de tentación, para que nos libremos de su atractivo; que el dolor sea un bien, acepta­do por un motivo sobrenatu­ral, con una aceptación vo­luntaria; que el tiempo nos haya sido dado para   nuestra santificación; que el hombre necesite ser santificado.
Supuestas estas negaciones se afirman, entre otras mu­chas, las cosas siguientes: que la vida temporal nos ha sido dada para elevarnos por nues­tros propios esfuerzos, y por medio de un progreso indefi­nido, a las más altas perfec­ciones; que el lugar en que esta vida se pasa puede y debe ser radicalmente trans­formada por el hombre; que siendo sana la razón del hom­bre no hay verdad ninguna a que no pueda alcanzar; y que no es verdad aquella a que su razón no alcanza; que no hay otro mal sino aquel que la razón entiende que es mal, ni otro pecado que aquel que la razón nos dice que es pe­cado; es decir, que no hay otro mal ni otro pecado sino el mal y el pecado filosófico; que siendo recta de suyo, no necesita ser rectificada la voluntad del hombre; que de­bemos huir el dolor y buscar el placer; que el tiempo nos ha sido dado para gozar del tiempo, y que el hombre es bueno y sano de suyo.
Estas negaciones y estas afirmaciones con respecto al hombre conducen a otras ne­gaciones y a otras afirmacio­nes análogas con respecto a Dios. En la suposición de que el hombre no ha caído proce­de negar, y se niega, que el hombre haya sido restaurado. En la suposición de que el hombre no haya sido restau­rado procede negar, y se nie­ga, el misterio de la Reden­ción y el de la Encarnación, el dogma de la personalidad exterior del Verbo y el Verbo mismo. Supuesta la integridad natural de la voluntad huma­na, por una parte, y no reco­nociendo, por otra, la existen­cia de otro mal y de otro pecado sino del mal y del pecado filosófico, procede ne­gar, y se niega, la acción santificadora de Dios sobre el hombre, y con ella el dog­ma de la personalidad del Espíritu Santo. De todas es­tas negaciones resulta la ne­gación del dogma soberano de la Santísima Trinidad, piedra angular de nuestra fe y fun­damento de todos los dogmas católicos.
De aquí nace y aquí tiene su origen un vasto sistema de naturalismo, que es la contra­dicción radical, universal, ab­soluta de todas nuestras cre­encias. Los católicos creemos y profesamos que el hombre pecador está perpetuamente necesitado de socorro y que Dios le otorga ese socorro perpetuamente por medio de una asistencia sobrenatural, obra maravillosa de su infini­to amor y de su misericordia infinita. Para nosotros, lo so­brenatural es la atmósfera de lo natural; es decir, aque­llo que, sin hacerse sentir, lo envuelve a un mismo tiem­po y lo sustenta.
Entre Dios y el hombre ha­bía un abismo insondable: el Hijo de Dios se hizo hombre; y juntas en El ambas natura­lezas, el abismo fue colmado. Es menester ver, cómo los hombres andan perdidos y ciegos por este laberinto de la Historia, que van constru­yendo las generaciones huma­nas sin que ninguna sepa decir ni cuál es su estructura, ni dónde está su entrada, ni cuál es su salida.
Todo este vasto y esplén­dido sistema de sobrenaturalismo, clave universal y uni­versal explicación de las cosas humanas, está negado implí­cita y explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre, y los que esto afirman hoy no son algunos filósofos solamente, son los gobernadores de los pueblos, las clases influyentes de la sociedad y aun la so­ciedad misma, envenenada con el veneno de esta here­jía perturbadora.
Aquí está la explicación de todo lo que vemos y de todo lo que tocamos, a cuyo esta­do hemos venido a parar por esta serie de argumentos. Si la luz de nuestra razón no ha sido obscurecida, esa luz es bastante, sin el auxilio de la fe, para descubrir la ver­dad. Si la fe no es necesaria la razón es soberana e independiente. Los progresos de la verdad dependen de los progresos de la razón; los pro­gresos de la razón dependen de su ejercicio; su ejercicio consiste en la discusión; por eso la discusión es la verda­dera ley fundamental de las sociedades modernas y el único crisol en donde se se­paran, después de fundidas, las verdades de los errores. En este principio tienen su origen la libertad de impren­ta, la inviolabilidad de la tri­buna y la soberanía real de las asambleas deliberantes. Si la voluntad del hombre no está enferma, le basta el atractivo del bien para seguir el bien sin el auxilio sobrena­tural de la gracia; si el hom­bre no necesita de ese auxi­lio, tampoco necesita de los sacramentos que se lo dan ni de las oraciones que se lo procuran; si la oración no es necesaria, es ociosa; si es ociosa, es ociosa e inútil la vida contemplativa; si la vida contemplativa es ociosa e inútil, lo son la mayor parte de las comunidades religiosas. Esto sirve para explicar por qué en donde quiera que han penetrado estas ideas han si­do extinguidas aquellas comu­nidades. Si el hombre no ne­cesita de sacramentos, no necesita tampoco de quien se los administre; y si no nece­sita de Dios, tampoco nece­sita de mediadores. De aquí el desprecio o la proscripción del sacerdocio, en donde esas ideas han echado raíces. El desprecio del sacerdote se resuelve en todas partes en el desprecio a la Iglesia, y el desprecio de la Iglesia es igual al desprecio de Dios en todas partes.
Negada la acción de Dios sobre el hombre y abierto otra vez (en cuanto esto es posible) entre el Criador y su criatura un abismo inson­dable, luego al punto la so­ciedad se aparta instintiva­mente de la Iglesia a esa misma distancia; por eso, allí donde Dios está relegado en el cielo, la Iglesia está rele­gada en el santuario; y, al revés, allí donde el hombre vive sujeto al dominio de Dios, se sujeta también natu­ral e instintivamente al do­minio de su Iglesia. Los siglos todos atestiguan esta verdad, y lo mismo la testimonian el presente  que los pasados.
Descartado así todo lo que es sobrenatural y convertida la religión en un vago deís­mo, el hombre que no nece­sita de la Iglesia, escondida en su santuario, ni de Dios, atado a su cielo como Encé­lado a su roca, convierte sus ojos hacia la tierra y se con­sagra exclusivamente al culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sis­temas utilitarios, de las gran­des expansiones del comercio, de las fiebres de la industria, de las insolencias de los ricos y de las impaciencias de los pobres. Este estado de rique­za material y de indigencia religiosa es seguido siempre de una de aquellas catástro­fes gigantescas que la tradi­ción y la historia graban per­petuamente en la memoria de los hombres. Para conjurarlas se reúnen en consejo los pru­dentes y los hábiles; el hura­cán, que viene rebramando, pone en súbita dispersión a su consejo y se los lleva jun­tamente con sus conjuros.
Consiste esto en que es im­posible de toda imposibilidad impedir la invasión de las re­voluciones y el advenimiento de las tiranías, cuyo adveni­miento y cuya invasión son una misma cosa; como que ambas se resuelven en la dominación de la fuerza, cuan­do se ha relegado a la Igle­sia en el santuario y a Dios en el cielo. El intento de llenar el gran vacío que en la sociedad deja su ausencia con cierta manera de distri­bución artificial y equilibrada de los Poderes públicos, es loca presunción e intento vano; semejante al de aquel que en la ausencia de los es­píritus vitales quisiera repro­ducir a fuerza de industria, y por medios puramente me­cánicos, los fenómenos de la vida. Por lo mismo que ni la Iglesia ni Dios son una forma, no hay forma ninguna que pueda ocupar el gran vacío que dejan cuando se retiran de las sociedades humanas. Y al revés, no hay manera nin­guna de gobernación que sea esencialmente peligrosa cuan­do Dios y su Iglesia se mue­ven libremente, si por otro lado les son amigas las cos­tumbres y favorables los tiem­pos.
De donde se sigue no sólo que el catolicismo no es ami­go de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha negado; no sólo que no es enemigo de la li­bertad, sino que sólo él ha descubierto en esa misma ne­gación la índole propia de la libertad verdadera.
Otros hay que persuadidos por un lado, de la necesidad en que está el mundo, para no perecer, del auxilio de nuestra santa religión y de nuestra Iglesia santa, pero pesarosos, por otro lado, de someterse a su yugo, que si es suave para la humildad es gravísimo para el orgullo humano, buscan su salida en una transacción, aceptando de la religión y de la Iglesia ciertas cosas y desechando otras que estiman exageradas. Estos tales son tanto más pe­ligrosos cuanto que toman cierto semblante de impar­cialidad propio para engañar y seducir a las gentes; con esto se hacen jueces del cam­po, obligan a comparecer delante de sí al error y a la verdad, y con falsa modera­ción buscan entre los dos no sé qué medio imposible. La verdad, esto es cierto, suele encontrarse y se encuentra en medio de los errores; pero entre la verdad y el error no hay medio ninguno; entre esos dos polos contrarios no hay nada sino un inmenso va­cío; tan lejos está de la ver­dad el que se pone en el va­cío como el que se pone en el error; en la verdad no está sino el que se abraza con ella.
Supuesta la inmaculada con­cepción del hombre, y con ella la belleza integral de la naturaleza humana, algunos se han preguntado a sí propios: ¿por qué, si nuestra razón es luminosa y nuestra voluntad recta y excelente, nuestras pasiones que están en noso­tros como nuestra voluntad y nuestra razón, no han de ser excelentísimas? Otros se preguntan: ¿por qué, si la discusión es buena como me­dio de llegar a la verdad, ha de haber cosas substraídas a su jurisdicción soberana?. Otros no atinan con la razón de por qué, en los anteriores supuestos, la libertad de pen­sar, de querer y de obrar no ha de ser absoluta. Los dados a las controversias religiosas se proponen la cuestión que consiste en averiguar por qué, si Dios no es bueno en la sociedad, se le consiente en el cielo, y por qué si la Iglesia no sirve para nada se la ha de consentir en el santuario. Otros se preguntan por qué siendo indefinido el progreso hacia el bien no se ha de acometer la hazaña de levan­tar los goces a la altura de las concupiscencias y de tro­car este valle lacrimoso en un jardín de deleites.
Hay todavía, aunque la co­sa parezca imposible, un error que, no siendo ni con mucho tan detestable, considerado en sí es, sin embargo, más trascendental por sus conse­cuencias que todos estos: el error de los que creen que éstos no nacen necesaria e inevitablemente de los otros. Si la sociedad no sale pron­tamente de este error, y si saliendo de él no condena a los unos como consecuencia, y a los otros como premisa, con una condenación radical y soberana, la sociedad, hu­manamente hablando, está per­dida.
Por lo que hace al comu­nismo, me parece evidente su procedencia de las herejías panteísta y de todas las otras con ellas emparentadas. Cuan­do todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo, de­mocracia y muchedumbre; los individuos, átomos divididos y nada más, salen del todo, que perpetuamente los engendra, para volver al todo, que perpetuamente lo absorbe. En este sistema, lo que no es el todo no es Dios, aunque participe de la divinidad; y lo que no es Dios, no es nada, porque nada hay fuera de Dios, que es todo. De aquí ese soberbio desprecio de los co­munistas por el hombre y esa negación insolente de la li­bertad humana. De aquí esas aspiraciones inmensas a una dominación universal por me­dio de La futura demagogia, que ha de extenderse por medio de todos los continen­tes, y ha de tocar a los úl­timos confines de la tierra. De aquí esa furia insensata con que se propone confundir y triturar todas las familias, todas las clases, todos los pueblos, todas las razas de las gentes en el gran mortero de sus trituraciones. De ese obscurísimo y sangrientísimo caos debe salir un día el Dios único, vencedor de todo lo que es vario; el Dios uni­versal, vencedor de todo lo que es particular; el Dios eterno, sin principio ni fin, vencedor de todo lo que nace y pasa; ese Dios es la dema­gogia, la anunciada por los últimos profetas, el único sol del futuro firmamento, la que ha de venir traída por la tempestad, coronada de rayos y servida por los huracanes. Ese es el verdadero todo, Dios verdadero, armado con un solo atributo, la omnipo­tencia, y vencedor de las tres grandes debilidades del Dios católico: la bondad, el amor y la misericordia. ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luz­bel, dios del orgullo?
Cuando se consideran aten­tamente estas abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el sig­no misterioso, pero visible, que los errores han de lle­var en los tiempos apocalíp­ticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formida­bles, no me sería difícil apo­yar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio de­magógico, regido por un ple­beyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado.
El primer error religioso, en estos últimos tiempos, fue el principio de la inde­pendencia y de la soberanía de la razón humana; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar la soberanía de la inteligencia; por eso la soberanía de la inteligencia ha sido el funda­mento universal del Derecho público en las sociedades combatidas por las primeras revoluciones. En él tienen su origen las Monarquías par­lamentarias, con su censo electoral, su división de Po­deres, su imprenta libre y su tribuna inviolable.
El segundo error es relati­vo a la voluntad, y consiste, por lo que hace al orden re­ligioso, en afirmar que la voluntad, recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del impulso de la gracia; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que no habiendo voluntad que no sea recta, no debe haber nin­guna que sea dirigida y que no sea directora. En este principio se funda el sufragio universal y en él tiene su ori­gen el sistema republicano.
El tercer error se refiere a los apetitos, y consiste en afirmar, por lo que hace al orden religioso, que supuesta la inmaculada concepción del hombre, sus apetitos son ex­celentes; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que los Gobiernos to­dos deben ordenarse a un solo fin: a la satisfacción de to­das las concupiscencias; en este principio están fundados todos los sistemas socialistas y demagógicos, que pugnan hoy por la dominación y que, si­guiendo las cosas su curso natural por la pendiente que llevan, la alcanzarían más adelante.
De esta manera la pertur­badora herejía, que consiste, por un lado, en negar el pe­cado original, y  por  otro, en negar que el hombre está necesitado de una dirección divina, conduce primero a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, y, por último, a la afirmación de la sobera­nía de las pasiones; es decir, a tres soberanías perturbado­ras.
No hay como saber lo que se afirma o se niega de Dios en las regiones religiosas pa­ra saber lo que se afirma o se niega del Gobierno en las regiones políticas; cuando en las primeras prevalece un vago deísmo, se afirma de Dios que reina sobre todo lo criado y se niega que lo go­bierne. En estos casos preva­lece en las regiones políticas la máxima parlamentaria de que el rey reina y no gobier­na.
Cuando se niega la existen­cia de Dios se niega todo del Gobierno, hasta la existencia. En estas épocas de maldición surgen y se propagan con es­pantable rapidez las ideas anárquicas de las escuelas socialistas.
Por último, cuando la idea de la divinidad y la de la creación se confunden hasta el punto de afirmar que las cosas criadas son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas criadas, entonces el comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las religiosas; y Dios, cansado de sufrir, en­trega al hombre a la merced de abyectos y abominables ti­ranos.
La teoría de la igualdad entre la Iglesia y el Estado da ocasión a los más templa­dos regalistas para proclamar como de la naturaleza laical lo que es de naturaleza mixta, y como de naturaleza mixta, lo que es de naturaleza ecle­siástica, siéndoles forzoso acu­dir a estas usurpaciones para componer con ellas la dote o el patrimonio que el Es­tado aporta a esta sociedad igualitaria. En este sistema, casi todos los puntos son controvertibles, y todo lo que es controvertible, se resuelve por avenencias y concordias; en él es de Derecho común el pase de las bulas y de los breves apostólicos, así como la vigilancia, la inspec­ción y la censura, ejercida sobre la Iglesia en nombre del Estado.
La teoría que consiste en afirmar que la Iglesia nada tiene que ver con el Estado da ocasión a la escuela re­volucionaria para proclamar la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia; y, como consecuencia forzosa de esta separación, el principio de que la manutención del clero y la conservación del culto debe correr por cuenta exclusiva de los fieles.
Por lo dicho se ve que estos errores no son sino la reproducción de los que vimos ya en otras esferas; como quiera que a las mismas afir­maciones y negaciones erró­neas a que da lugar la coe­xistencia de la Iglesia y del Estado da lugar, en el orden político, la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública; en el orden moral, la coexistencia del libre albedrío y la gra­cia; en el intelectual, la coe­xistencia de la razón y de la fe; en el histórico, la coe­xistencia de la Providencia divina y de la libertad hu­mana; y en las más altas es­feras de la especulación, con la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la coexistencia de dos mundos.
Todos estos errores, en su naturaleza idénticos, aunque en sus aplicaciones varios, producen por lo funestos los mismos resultados en todas sus aplicaciones. Cuando se aplican a la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública producen la guerra, la anarquía y las re­voluciones en el Estado; cuan­do tienen por objeto el libre albedrío y la gracia, producen primero la división y la gue­rra interior, después la exal­tación anárquica del libre al­bedrío y luego la tiranía de las concupiscencias en el pecho del hombre. Cuando se aplican a la razón y a la fe, producen primero la guerra entre las dos, después el des­orden, la anarquía y el vér­tigo en las regiones de la inteligencia humana. Cuando se aplican a la inteligencia del hombre y a la Providencia de Dios, producen todas las catástrofes de que están sem­brados los campos de la His­toria. Cuando se aplican, por último, a la coexistencia del orden natural y del sobrena­tural, la anarquía, la confu­sión y la guerra se dilatan por todas las esferas y están en todas las regiones.
Por lo dicho se ve que en el último análisis y en el úl­timo resultado todos estos errores, en su variedad casi infinita, se resuelven en uno solo, el cual consiste en haber desconocido o falseado el or­den jerárquico, inmutable de suyo, que Dios ha puesto en las cosas. Ese orden consiste en la superioridad jerárquica de todo lo que es sobrenatural sobre todo lo que es natural, y, por consiguiente, en la su­perioridad jerárquica de la fe sobre la razón, de la gra­cia sobre el libre albedrío, de la Providencia divina sobre la libertad humana y de la Igle­sia sobre el Estado; y, para decirlo todo de una vez y en una sola frase, en la superio­ridad de Dios sobre el hombre.
El derecho reclamado por la fe de alumbrar a la razón y de guiarla no es una usur­pación es una prerrogativa conforme a su naturaleza ex­celente; y al revés, la prerro­gativa proclamada por la razón de señalar a la fe sus límites y sus dominios, no es un derecho, sino una preten­sión ambiciosa, que no está conforme con su naturaleza inferior y subordinada. La su­misión a las inspiraciones secretas de la gracia es con­forme al orden universal, por­que no es otra cosa sino la sumisión a las solicitaciones divinas y a los divinos llama­mientos; y al revés, su des­precio, su negación, o la rebeldía contra ella constitu­yen al libre albedrío en un estado interior de indigencia y en un estado exterior de rebelión contra el Espíritu Santo. El señorío absoluto de Dios sobre los grandes acontecimientos históricos que El obra y que El permite es su prerrogativa incomunicable, como quiera que la Historia es como el espejo en que Dios mira exteriormente sus designios; y al revés, la pre­tensión del hombre cuando afirma que él hace los acon­tecimientos y que él teje la trama maravillosa de la His­toria, es una pretensión in­sostenible, como quiera que él no hace otra cosa sino tejer por sí solo la trama de aquellas de sus acciones que son contrarias a los divinos mandamientos y ayudar a tejer la trama de aquellas otras que son conformes a la volun­tad divina. La superioridad de la Iglesia sobre las socie­dades civiles es una cosa con­forme a la recta razón, la cual nos enseña que lo sobre­natural es sobre lo natural y lo divino sobre lo humano; y al revés, toda aspiración por parte del Estado a ab­sorber la Iglesia, o a sepa­rarse de la Iglesia, o a prevalecer sobre la Iglesia o a igualarse con la Iglesia, es una aspiración anárquica, pre­ñada de catástrofes y provo­cadora de conflictos.
De la restauración de estos principios eternos del orden religioso, del político y del social depende exclusivamen­te la salvación de las socie­dades humana. Estos princi­pios, empero, no pueden ser restaurados sino por quien los conoce, y nadie los cono­ce sino la Iglesia católica; su derecho de enseñar a to­das las gentes, que le viene de su fundador y maestro, no se funda sólo en ese ori­gen divino, sino que está jus­tificado también por aquel principio de la recta razón, según el cual toca aprender al que ignora y enseñar al que más sabe.
La cuestión de la enseñan­za, agitada en estos últimos tiempos entre los universita­rios y los católicos franceses, no   ha   sido   planteada  por   los últimos en sus verdaderos tér­minos, y la Iglesia universal no puede aceptarla en los tér­minos en que viene planteán­dose. Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y su­puestas, por otro, las circuns­tancias especialísimas de la nación francesa, es cosa cla­ra a todas luces que los ca­tólicos franceses no están en estado de reclamar otra cosa para la Iglesia sino la liber­tad que es aquí derecho co­mún, y que por serlo podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. El principio, empero, de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo, y hecha abstracción de las cir­cunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso y de imposi­ble aceptación para la Iglesia católica. La libertad de la enseñanza no puede ser acep­tada por ella sin ponerse en abierta contradicción con todas sus doctrinas. En efec­to, proclamar que la enseñan­za debe ser libre no viene a ser otra cosa sino procla­mar que no hay una verdad ya conocida que deba ser en­señada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos iguales. Ahora bien: la Iglesia profesa, por un lado, el prin­cipio de que la verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto. La Iglesia, pues, sin dejar de aceptar la libertad, allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no pue­de recibirla como término de sus deseos, ni saludarla como el único blanco de sus aspi­raciones.
Tales son las indicaciones que creo de mi deber hacer sobre los más perniciosos en­tre los errores contemporá­neos; de su imparcial examen resultan, a mi entender, de­mostradas estas dos cosas: la primera, que todos los errores tienen un mismo origen y un mismo centro; la segunda, que considerados en su centro y en su origen, todos son reli­giosos. Tan cierto es, que la negación de uno solo de los atributos divinos lleva el des­orden a todas las esferas y pone en trance de muerte a las sociedades humanas.
Si yo tuviera la dicha de que estas indicaciones no pa­recieran a vuestra eminen­tísima enteramente ociosas, me atrevería a rogarle que las pusiera a los pies de Su Santidad, juntamente con el rendido homenaje de pro­fundísima veneración y de altísimo respeto que profeso como católico hacia su sa­grada persona, hacia sus jui­cios infalibles y hacia sus fallos inapelables.

Dios guarde a vuestra emi­nentísima muchos años.

París, 19 de junio de 1852.

—Eminentísimo señor.

— Besa la mano de vuestra eminen­tísima su atento seguro ser­vidor,

Juan Donoso Cortés, El marqués de Valdegamas, p. 613-630 de Obras Completas de Donoso Cortés. Tomo II.