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viernes, 9 de noviembre de 2012

La dignidad de la mujer.




¿En qué consiste, pues, esa dignidad que la mujer ha recibido de Dios?

Preguntad a la naturaleza humana, tal como el Señor la ha formado, elevado, redimido con la san­gre de Cristo. En su dignidad personal de hijos de Dios, el hombre y la mujer son absolutamente igua­les, como también lo son con respecto al fin último de la vida humana, que es la eterna unión con Dios en la felicidad del cielo. Gloria imperecedera de la Iglesia es haber restituido a su luz y a su debido honor esta verdad y haber libertado a la mujer de una degradante servidumbre contraria a la naturale­za. Pero el hombre y la mujer no pueden mantener y perfeccionar esta su igual dignidad, sino respetando y realizando las cualidades peculiares que la naturaleza ha dado al uno y a la otra, cualidades físicas y espirituales indestructibles, cuyo orden no es posible trastornar sin que la misma naturaleza de nuevo venga siempre a restablecerlo. Estos caracteres peculiares, que distin­guen a los dos sexos, se revelan con tal claridad a los ojos de todos que sólo una obstinada ceguera o un doctrinarismo no menos funesto que utópico podrían desconocer o casi ignorar su valor en los orde­namientos sociales. Más aún. Los dos sexos, por sus mismas cualidades peculiares, están ordenados el uno al otro de tal suerte que esa mutua coordinación ejerce su influjo en todas las múltiples manifestaciones de la vida humana social. Por su especial importancia nos limitaremos Nos, en este momento, a recordaros dos de ellas; el estado matrimonial y el del celibato voluntario según el con­sejo evangélico.

El estado matrimonial.

El fruto de una verdadera vida común conyugal comprende no sólo los hijos, cuando Dios los con­cede a los esposos, y los beneficios materiales y espirituales que la vida de familia ofrece al género humano. Toda la civilización en cada uno de sus aspectos, los pueblos y la sociedad de los pue­blos, la Iglesia misma, en una palabra, todos los verdaderos bienes de la humanidad sienten sus felices efectos, allí donde esta vida conyugal florece en el orden, allí donde la juventud se habi­túa a contemplarla, a honrarla, a amarla como un santo ideal.

Nefastas consecuencias del egoísmo.

Allí, empero donde los dos sexos, olvidando la íntima armonía querida y establecida por Dios, se entregan a un perverso individualismo; donde no son mutuamente sino objeto de egoísmo y de pasión; donde no cooperan en mutuo acuerdo al servicio de la humanidad, según los designios de Dios y de la naturaleza; donde la juventud, despreocupada de sus responsabilidades, ligera y frívola en su espíritu y en su conducta, se convierte moral y físicamente en inepta para la santa vida del matrimonio; allí el bien común de la sociedad humana, tanto en el orden espiritual como en el temporal, se encuen­tra gravemente comprometido, y aun la misma Iglesia de Dios tiembla, no por su propia existencia -¡ella tiene las promesas divinas!- sino por el mayor fruto de su misión entre los hombres.

El celibato voluntario según el consejo evangélico.

Pero ved cómo desde hace casi veinte siglos, en todas las generaciones, millares y millares de hom­bres y de mujeres, entre los mejores, renuncian libremente, para seguir el consejo de Cristo, a una propia familia, a los santos deberes y sacros derechos de la vida matrimonial. El bien común de los pueblos y de la Iglesia, ¿queda tal vez por ello expuesto a peligro? Muy al contrario; esos espíritus generosos reconocen la asociación de los dos sexos en el matrimonio como un alto bien. Pero, si se apartan de la vida ordinaria, del sendero trillado, ellos, lejos de desertar de él, conságranse al servicio de la humanidad, mediante el completo desasimiento de sí mismos y de sus propios intere­ses, con una actividad incomparablemente más amplia, total, universal. Contemplad a esos hombres y a esas mujeres: vedles dedicados a la oración y a la penitencia; consagrados a la instrucción y a la educación de la juventud y de los ignorantes; inclinados junto a la cabecera de los enfermos y de los agonizantes; con el corazón abierto a todas las miserias y a todas las debilidades, para rehabili­tarlas, para confortarlas, para reanimarlas, para santificarlas.

La joven cristiana queda sin casarse a su pesar.

Cuando se piensa en las jóvenes y en las mujeres que voluntariamente renuncian al matrimonio, para consagrarse a una vida más alta de contemplación, de sacrificio y de caridad inmediatamente salta a los labios una luminosa palabra: ¡la vocación! Es la única palabra que se ajusta a sentimiento tan elevado. Esta vocación, esta llamada de amor, se hace sentir en las formas más diversas, como son infinitamente diversas, las modulaciones de la voz divina: invitaciones irresistibles, inspira­ciones que apremian afectuosamente, dulces impulsos. Pero también la joven cristiana, que a pesar suyo ha quedado sin casarse, pero que firmemente cree en la Providencia del Padre celestial, en las vicisitudes de la vida reconoce la voz del Maestro: El Maestro está aquí y te llama (I Jn., 11, 28). Ella responde; ella renuncia al dulce sueño de su adolescencia y de su juventud: ¡tener un compañero fiel en la vida, formarse una familia! y, ante la imposibilidad del matrimonio, vislumbra su vocación; entonces, con el corazón quebrantado pero sumiso, también ella se entrega, toda por completo, a las obras de bien más nobles y más variadas.

La maternidad, oficio natural de la mujer.

Tanto en uno como en otro estado, el oficio de la mujer aparece netamente trazado por los rasgos, por las aptitudes, por las facultades privativas de su sexo. Ella colabora con el hombre, pero en el modo que le es propio, según su natural tendencia. Ahora bien; el oficio de la mujer, su manera, su inclinación innata, es la maternidad. Toda mujer está destinada a ser madre: madre en el sentido físico de la palabra, o bien en un sentido más espiritual y elevado, pero no menos real. A ese fin ha ordenado el Creador todo el ser propio de la mujer, su organismo, pero también su espíritu, y, sobre todo, su exquisita sensibilidad. De modo que la mujer, verdaderamente tal, no puede ver ni com­prender a fondo todos los problemas de la vida humana, sino tan sólo bajo el aspecto de la familia. Por ello el sentimiento refinado de su dignidad la conmueve siempre que el orden social o político amenaza con dañar a su misión maternal, al bien de la familia. Tales son hoy, desgraciadamente, las condiciones sociales y políticas: y aun pudieran tornarse más inseguras para la santidad del hogar doméstico, y, por ende, para la dignidad de la mujer. Vuestra hora ha sonado, mujeres y jóvenes cató­licas; la vida social tiene necesidad de vosotras: a cada una de vosotras puede decirse: ¡Se trata de lo tuyo! (Horat. Epist. L. I, Ep. XVIII, 84.)

El campo de la actividad de la mujer.

La actividad femenina se desarrolla en gran parte en los trabajos y en las ocupaciones de la vida doméstica, que contribuyen, más y mejor de lo que generalmente podría pensarse, a los ver­daderos intereses de la comunidad social. Pero estos intereses requieren, además, una falange de mujeres que dispongan de mayor tiempo para poder dedicarse a aquéllos más directa e íntegramente.
Esta parte directa, esta colaboración efectiva en la actividad social y política, en nada altera el carácter propio de la actividad normal de la mujer. Asociada a la obra del hombre en el campo de las instituciones civiles, ella se aplicará principalmente a aquellas materias que exigen tacto, delica­deza, instinto maternal, antes que rigidez administrativa. ¿Quién mejor que ella puede comprender lo que requieren la dignidad de la mujer, la integridad y el honor de la joven, la protección y la edu­cación del niño? Y en todas estas materias, ¡cuántos problemas reclaman la atención y la actividad de gobernantes y legisladores! Sólo la mujer sabrá, por ejemplo, templar con la bondad, sin daño para la eficacia, la represión del libertinaje; sólo ella podrá encontrar los caminos para salvar de la humilla­ción y educar en la honradez y en las virtudes religiosas y civiles a la niñez moralmente abandonada; sólo ella podrá hacer fructífera la obra del patronato y de la rehabilitación de los libertados de la cár­cel o de las jóvenes caídas; sólo ella hará salir de su corazón el eco del grito de las madres, a las que un Estado totalitario, cualquiera que sea su nombre, querría arrebatar la educación de sus hijos.

La preparación y formación de la mujer para la vida social y política.

Claro es que el oficio de la mujer, así comprendido, no se improvisa. El instinto materno es en ella un instinto humano, no determinado por la naturaleza hasta en los últimos detalles de sus aplica­ciones. Está dirigido por una voluntad libre, y ésta se halla guiada a su vez por el entendimiento. De aquí su valor moral y su dignidad, pero también su imperfección, que tiene necesidad de ser com­pensada y rescatada con la educación.
La educación femenina de la joven, y no pocas veces también la de la mujer adulta, es, por lo tanto, una condición necesaria de su preparación y de su formación para una vida digna de ella. Evidentemente el ideal sería que esta educación pudiera comenzar ya en la infancia, en la intimidad de un hogar cristiano, bajo el influjo de la madre. Por desgracia no siempre sucede así, ni siempre es posible. Sin embargo, puede al menos suplirse en parte esta deficiencia, procurando a la joven, que por necesidad tiene que trabajar fuera de su casa, una de aquellas ocupaciones que en cierto modo son el aprendizaje y el entrenamiento para la vida a que se halla destinada. A ello se encaminan también aquellas escuelas de economía doméstica, que aspiran a hacer de la niña y de la joven de hoy la mujer y la madre del mañana.
La familia será verdaderamente la célula vital de los hombres, que procuran honestamente su feli­cidad terrenal y eterna. Todo esto lo comprende perfectamente la mujer verdaderamente tal.

Pío XII, extractos de “Questa grande”, del 21 octubre de 1945. Alocución a las Delegadas de las Asociaciones Femeninas Católicas de Italia.