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sábado, 12 de enero de 2013

Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación. Carta de San Ezequiel Moreno.




Introducción

La nota dominante de la carta del señor Presbítero don Baltasar Vélez, es un falso espíritu de con­ciliario todo, secundando la co­rriente que en ese mismo sentido han establecido ciertos hombres católico-liberales, y que nos lleva­ría a las consecuencias más funes­tas para la Religión y la sociedad, si llegara a propagarse.
Quiere y pide dicho sacerdote en su carta, transigencia con el li­beralismo de Colombia, y la pide sobre todo al clero. Queremos su­poner buenas intenciones en el se­ñor Presbítero Baltasar, pero es lo cierto, que ha dado motivo de es­cándalo a los buenos con su carta, y que ha proporcionado placer no pequeño a los enemigos de la Iglesia, a juzgar por la conducta de los de esta ciudad de Pasto, quienes, en muy pocos días, han hecho ya dos ediciones numerosas de la expresada carta, en la Im­prenta de Ramírez de Gómez Hermanos de esta misma ciudad, puesta siempre, por lo visto, la tal imprenta al servicio del diablo, pues ya son varias las obras sali­das de ella que nos hemos visto precisados a prohibir.
El horror que ha causado en los buenos la carta del dicho señor Presbítero, y el gusto manifiesto que ha producido en los enemigos de la Iglesia, debe bastar a todo buen católico para juzgarla como contraria a las doctrinas e intere­ses de nuestra Santa Religión, y rogar a Dios que ilumine a su des­graciado autor. Yo sólo hubiera hecho esto: rogar a Dios que diera sus luces al autor de la carta; pero personas eclesiásticas y seglares me han manifestado deseos vehe­mentes de que dijera algo contra la carta, dándome por razón, el que algunos fieles vacilaban en la verdad por ser un sacerdote el au­tor de ella, y esto me ha movido a decir algo, pero nada más que al­go, por no disponer de tiempo pa­ra decir lo muchísimo que se po­dría decir contra tanta variedad de cosas expuestas de un modo caprichoso, vago, confuso, teme­rario y sospechoso.
Es la tal carta, en efecto, una verdadera barahúnda de cosas buenas y malas; de verdades y de errores; de doctrinas oscuras y te­merarias; de afirmaciones que, se­gún como se miren, pueden pare­cer negaciones; de negaciones, que también pueden parecer afir­maciones según por el lado que se tomen, y en tanta confusión es po­co menos que imposible estable­cer un perfecto deslinde de todo, y se necesitaría un, trabajo no pe­queño para ir recorriendo línea por línea toda la carta y señalar en una parte lo que es error, en otra lo que es temerario, aquí lo que es sospechoso, allí lo que es contra­dictorio, y más allá y por muchas partes lo que necesita de explica­ción para que deje de ser o con­tradictorio, o sospechoso, o teme­rario, o erróneo y aun herético.
Siendo pues poco menos que imposible el decir todo lo que se puede decir contra la carta, sólo me propongo entresacar de esa barahúnda los errores como capi­tales o fuentes y raíces de otros. los cuales haré notar o señalaré en cada uno de los capitulitos en que los he de combatir. La mayor glo­ria de Dios y el bien de las almas, es lo único que me mueve a entrar en este nuevo combate que se pre­senta, y proseguir una lucha de la que, en este mundo, sólo puedo es­perar la abundancia de insultos, burlas, desprecios y horribles ca­lumnias, que ya hace tiempo vengo recibiendo de parte de los enemi­gos de Dios y de su Iglesia Santa.

Un gran error que se halla en la carta, contrario a una verdad católica

Antes de entrar a combatir otros errores, creemos convenien­te señalar uno verdaderamente notable que se halla en la intro­ducción de la carta del señor Pres­bítero don Baltazar Vélez, por­que, desde el momento en que di­cho señor Presbítero aparece, o negando una verdad católica, o ig­norando esa verdad tratada por todos los teólogos, no cabe duda que cae en descrédito ante toda persona sensata, y como conse­cuencia también su carta.
Dice, pues, el señor Presbítero Baltasar, que desde el día en que recibió la ordenación sacerdotal prometió... “no ver en los hom­bres, ni conservadores ni liberales, ni católicos ni herejes sino una so­la cosa en Cristo”.
Ver en todos los hombres una sola cosa en Cristo, aunque algu­nos o muchos de esos hombres admitan y propalen herejías, es no ver con la clara luz de la fe, sino con la negra llama del error. Nuestra Santa Madre la Iglesia ja­más ha visto, ve, ni verá en esos hombres una sola cosa en Cristo, sino que, por el contrario, ha vis­to, ve y verá en ellos, miembros separados de Cristo.
El primer Concilio Niceno, en el canon VIII, señala condiciones para admitir a los herejes que quieran volver a la Iglesia. El pri­mero de Constantinopla dice en el canon VI que los herejes están arrancados, separados de la Igle­sia.
Los Santos Padres se expresan en el mismo sentido. San Jeróni­mo, en el diálogo contra los lucife-rianos n. ult.. dice: “Que los here­jes son, no la Iglesia de Cristo, si­no la sinagoga del Anticristo”. Mi gran padre San Agustín (In Serm. 1ª, c. 6 de simb. ad cathechum.) se expresa así:

“Todos los herejes salieron de la Iglesia, como sarmientos inúti­les cortados de la vid”.

No hay para qué citar ni más concilios ni más Santos Padres.
Si pues los herejes están sepa­rados de la Iglesia, siendo como es Jesucristo cabeza de la Iglesia, des­dícese de un modo claro y termi­nante, que los herejes están sepa­rados de Jesucristo y no son una cosa con El.
El mismo Jesucristo, Verdad Eterna, nos enseña que hay hom­bres separados de Él, como se ve en estas palabras salidas de su di­vina boca:

Así como el sarmiento no pue­de dar fruto si no está unido a la vid, así vosotros si no estuviereis en mí (Joan.XV-4).

Ni de los creyentes que se ha­llen en pecado mortal, puede de­cirse de un modo absoluto que se­an una sola cosa con Cristo. Sólo la caridad nos une a Jesucristo de un modo perfecto, y el que la pier­de por el pecado, sólo queda uni­do a El de un modo imperfecto por el don de la fe. Por eso dice San Juan (Epist. 1ª. c. III. v. 8): “El que comete el pecado es del diablo”. Y también dice (ibíd. v. 10): “Todo aquel que no es justo no es de Dios”.
Aunque tratemos de dar a las palabras del autor de la carta una interpretación lo más benigna po­sible, siempre será un error con­trario a la verdad católica el decir que los que se manifiestan herejes sean una sola en Cristo con los creyentes.
Como consecuencia de todo lo dicho, se presenta este dilema: o el autor de la carta escribió ese error con conocimiento de lo que escribía, o con ignorancia. Si con conocimiento, faltó a la fe enseñando una doctrina contraria a la verdad católica, y él y su carta quedan juzgados para todo hijo fiel de la Iglesia; y si con ignoran­cia, no podemos esperar que quien ignora una verdad católica tan clara, pueda ser maestro, que enseñe y desenvuelva debidamen­te cuestiones católicas tan difíciles y delicadas como las que trata en la carta. Nada más sería necesario añadir para que las personas sen­satas miren la carta con el despre­cio que se merece, pero he prome­tido decir algo más y voy a cum­plir la promesa.

El liberalismo político que defiende el autor de la carta, aun tal como lo propone, está condenado por la Iglesia

Confieso con sinceridad, que he tenido que leer varias veces la carta del señor Presbítero don Baltasar, para poder llegar a com­prender qué es lo que entiende por liberalismo político, o qué li­beralismo político es el que de­fiende como bueno e inocente. Las varias definiciones que da so­bre dicho liberalismo, eran causa de oscuridad y confusión, que me dificultaban el conocimiento ver­dadero de la naturaleza del objeto que definía y proponía; pero, por fin, llegué a ver con claridad sufi­ciente para poder juzgar y decir, que el liberalismo político que propone y defiende en la carta, aun tal como lo hace, está conde­nado por la Iglesia.
Ya hemos visto que el libera­lismo político, no es el republicanismo, como dice el autor de la carta. ¿Qué otra cosa es el libera­lismo político según dicho autor? ¿Qué otra definición nos da? Nos da la siguiente: liberalismo políti­co es la profesión de la doctrina que reconoce en el hombre dere­chos connaturales, y en los pue­blos el de gobernarse a sí mismos libre y ordenadamente.
He ahí una definición vaga, indeterminada, de ancha base, que puede ser admitida sin incon­veniente por un racionalista o un ateo, y que no puede admitir sin recelo un católico, al ver que se hable en ella de derechos del hombre, y gobierno libre de los pueblos, frases que vienen sonan­do muy mal, hace ya tiempo, a los oídos de todo verdadero cre­yente. Y por cierto, que no anda­ría equivocado el católico que to­mara con recelo la tal definición, porque más adelante explica otra el autor de la carta, y después de manifestar gusto no pequeño, porque la humanidad se emanci­pó con el memorable suceso del 4 de agosto de 1789, concluye por fin dando otra definición y di­ciendo que el liberalismo político del que habla, es la Declaración de los derechos del hombre. ¡Aca­báramos!
La Iglesia católica enseña, y los autores católicos defienden, que la Declaración de los derechos del hombre nació como de fuente del racionalismo; que éste propu­so aquellos derechos en teoría, y la revolución los puso en práctica, aplicándolos a la política, al go­bierno de los pueblos. León XIII en su encíclica Immortale Dei dice lo siguiente:

Pero las dañosas y deplorables novedades del siglo XVI, habien­do primeramente trastornado las cosas de la Religión cristiana, por natural consecuencia, vinieron a trastornar la filosofía y por ésta todo el orden de la sociedad civil. De aquí como de fuente se deri­varon aquellos modernos princi­pios de libertad desenfrenada, in­ventados en la gran revolución del siglo pasado, y propuestos co­mo base y fundamento de un de­recho nuevo, jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natu­ral.

Visto ese documento, no creo ya necesario recordar que la De­claración de los derechos del hom­bre fue condenada por Pío VI cuando apareció en Francia en la Revolución, y tampoco hacer ver que el Syllabus condena los desa­tinos del moderno liberalismo contenidos todos en germen en la Declaración.
Están, pues, condenados los principios inventados por la Re­volución del siglo pasado, base y fundamento del derecho nuevo. Jamás ha tenido ni tendrá la Igle­sia otra cosa que condenaciones para los principios del 89, para las ideas modernas, para el derecho nuevo, basado en aquellos funes­tos derechos del hombre.
Queda suficientemente proba­do que el liberalismo político del que habla el autor de la carta está condenado por la Iglesia, y nada más sería preciso añadir, pero a mayor abundamiento vamos a presentar otra prueba.
Dice el autor de la carta que el liberalismo político que defiende, es el que profesan en masa varias naciones que nombra. Una de las nombradas es (como él dice) la gran República norteamericana. Pues bien: León XIII en su encícli­ca dirigida al episcopado de esa re­pública, después de confesar que allí la Iglesia posee, al abrigo de toda arbitrariedad, la facultad de vivir y obrar, añade estas palabras:

Pero cualquiera que sea la verdad de estas observaciones, no es menos necesario rechazar el error que consistiría en creer que es preciso buscar en América el ideal de la Iglesia, o que sería del todo legítimo y ventajoso que los intereses de la sociedad civil, y los de la sociedad religiosa, ca­minasen separados, a la usanza americana.

Siendo pues el liberalismo po­lítico, que defiende el autor de la carta, el mismo que profesa la Re­pública norteamericana, hay que concluir diciendo que no es el ide­al de la Iglesia, ni es legítimo ni ventajoso para la Religión y la so­ciedad.

Donde se habla de nuevo del liberalismo político y de su condenación por la Iglesia

En el apartado anterior me concreté a compartir el liberalis­mo político, tal como lo defiende el autor de la carta, y creyendo se­rá útil y provechoso salir de esos límites, decir algo más, voy a ha­cerlo en este apartado, exponien­do la doctrina de la Iglesia sobre dicho liberalismo, para que sea mejor conocida su malicia, y se deteste y condene, como lo detes­ta y condena la Iglesia.
El ideal acariciado del libera­lismo es que el Estado, la familia y el individuo, sacudan toda obediencia a Dios y a su Iglesia San­ta, y se declaren completamente independientes. Para conseguir la realización de ese ideal, el libera­lismo no se detiene en argumen­tos, teorías y cosas abstractas, si­no que pasa al terreno de los he­chos, donde ha manifestado y manifiesta que es un sistema esencialmente político-religioso, y que tuvo razón el profundo pu­blicista Donoso Cortés para decir que “toda cuestión política entra­ña en sí otra cuestión metafísica y religiosa”.
El liberalismo político es el ra­cionalismo llevado a la práctica. Esto es lo que nos enseña nuestro Santo Padre León XIII en su encí­clica Libertas con estas palabras:

Lo mismo que en filosofía pre­tenden los naturalistas o raciona­listas, pretenden en la moral y en la política los factores del libera­lismo, que no hacen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vi­da los principios sentados por los naturalistas.

Así como dije antes, que el fi­losofismo fue el que propuso en teoría los derechos del hombre, y la revolución la que los llevó a la práctica, del mismo modo digo ahora apoyándome en las palabras de León XIII, que el raciona­lismo propone los errores, y el li­beralismo los lleva a la práctica en la política o gobierno de los pue­blos.
Esa aplicación que hace el li­beralismo de los principios del ra­cionalismo a la política, puede ser en mayor o menor escala porque la voluntad (dice León XIII) pue­de separarse de la obediencia de­bida a Dios y a los que participan de su autoridad no del mismo mo­do, ni en el mismo grado, y por la cual el liberalismo tiene múltiples formas.
Tres formas principales señala el mismo León XIII en su encícli­ca Libertas. La primera es la que rechaza absolutamente el Supre­mo Señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, y por esto se lla­ma este liberalismo radical. La se­gunda, es la que confiesa que hay que obedecer los mandatos cono­cidos por la razón natural mas no los que Dios quiera imponer por otra vía, o sea por la sobrenatural de su Iglesia. Se llama este libera­lismo naturalista. La tercera forma o clase de liberalismo la describe León XIII con estas palabras:

Algo más moderados son pero no más consecuentes consigo mis­mo los (liberales) que dicen que, en efecto, se han de regir según las leyes divinas, la vida y las cos­tumbres de los particulares, pero no las del Estado, porque en las cosas públicas es permitido apar­tarse de los preceptos de Dios, y no tenerlo en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia que es necesario separar la Iglesia del Estado. Absurdo que no es difícil conocer, por ser cosa absurdísima, que el ciudadano respete a la Igle­sia, y el Estado no la respete. (En­cíclica Libertas).

Hemos copiado, con toda in­tención, letra por letra, lo que dice nuestro Santo Padre sobre esta forma de liberalismo, para hacer notar que ésta es la que proclama en su Manifiesto la Convención de delegados del partido liberal que se reunió e instaló en Bogotá el 20 de agosto del presente año. En ese Manifiesto que lleva la fe­cha de 15 de septiembre, dicen los delegados de un modo claro, ter­minante y bajo su firma, que:
Deferente al sentimiento reli­gioso de la gran mayoría del país, la Convención, aun cuando cree que la solución científica del lla­mado problema religioso, es LA SEPARACIÓN DE LA IGLE­SIA Y EL ESTADO, admite que las dos potestades sean regladas por un concordato.
¡Qué burla, y qué insulto a la mayoría del país! Ya lo sabe la gran mayoría: ya lo saben los ca­tólicos de Colombia. Los delega­dos de la convención del partido liberal, creen que si llegan a man­dar o ser gobierno, deben mirar nuestra Santa Religión como cosa extraña de la que no tendrá por qué cuidarse, por más que sea de la mayoría, y sólo así, como por gracia, y en atención a que es la religión de la mayoría admitirá un concordato; pero a pesar de ese concordato, “consagrará la liber­tad de cultos en su más generosa amplitud, y la libertad absoluta de la prensa sin la más mínima limi­tación”. Son ésas las dos liberta­des de perdición que se señalan en el Manifiesto, pero también se presentarán todas las otras liber­tades modernas, como consecuen­cia lógica. ¡Pobre Iglesia de Co­lombia, y pobre Religión de los colombianos, si los liberales llegan a gobernar!
Además de esas tres formas de liberalismo, hay otras menos prin­cipales y variadas, según la mayor o menor atenuación que hacen de los principios racionalistas, y la aplicación más o menos acentua­da de esos mismos principios a la política o gobierno de los pueblos. Todas sin embargo, están conde­nadas por la Iglesia y deben abo­minarse, porque uno mismo es el criterio racionalista de todas ellas, que proclama la independencia del hombre de la autoridad de Dios, aunque pidan más indepen­dencia y otros menos.

Existe un liberalismo católico o catolicismo liberal condenado por la Iglesia,
que no enumera el autor de la carta

Por raro que parezca, y por re­pugnante que sea, no es posible dudar, y es preciso convenir en que existe un liberalismo católico o catolicismo liberal, porque, de lo contrario, sería preciso admitir el absurdo de que se engañan a sí mismos, y engañan a todos, los que dicen: Yo soy católico, pero li­beral; y lo que todavía es más gra­ve, sería preciso admitir el aún mayor absurdo de que los Sumos Pontífices Pío IX y León XIII se han engañado y nos engañan al hablarnos en tantas ocasiones de los católico-liberales, y al conde­nar su conducta. Los católicos no podemos admitir que los vicarios de Jesucristo se engañen y nos en­gañen en asunto como el que se trata; por otra parte, todos cono­cemos a no pocos de esos hombres que gritan y dicen en todos los tonos, que son liberales, pero que también son católicos, y hay que convenir, por consiguiente, en que existe un catolicismo liberal por más que catolicismo y liberalismo sean cosas opuestas, y no sea posi­ble la unión entre ambas.
No voy a decir lo que es el ca­tolicismo liberal, lo seductor que se presenta, y los daños que causa a la Santa Iglesia y a las almas, porque Pío IX lo dijo todo mucho mejor de lo que yo pudiera decir­lo, en los repetidos Breves y Alo­cuciones con que ha condenado ese error, y basta que copiemos al­gunas partes principales de esos documentos, para conocerlo tal cual es, y saber a qué atenernos sobre el asunto. Muchas citas se podrían hacer, pero sólo haremos algunas.
En 1871 decía a unos romeros franceses:

Lo que aflige a vuestro país, y le impide merecer las bendiciones de Dios, es la mezcolanza de prin­cipios. Diré la palabra, y no la ca­llaré; lo que para vosotros temo, no son esos miserables de la Commune, verdaderos demonios esca­pados del infierno; es el liberalismo católico, es decir, este sistema fatal que siempre sueña en poner de acuerdo dos cosas inconcilia­bles, la Iglesia y la Revolución. Le he condenado ya, pero le conde­naría cuarenta veces, si necesario fuera. Sí, vuelvo a decirlo por el amor que os tengo, sí, ese juego de balancín es el que acabaría por destruir la Religión entre voso­tros.

En Breve de 8 de mayo de 1873 dirigido a los círculos católi­cos de Bélgica, dice así:

Lo que más alabamos en vues­tra muy religiosa empresa, es la absoluta aversión que, según noti­cias, profesáis a los principios ca­tólico-liberales y vuestro denoda­do intento en desarraigarlos. Ver­daderamente al emplearos en combatir ese insidioso error, tanto más peligroso que una enemistad declarada, porque se cubre con el manto del celo y la caridad, y en procurar con ahínco apartar de él a las gentes sencillas, extirparéis una funesta raíz de discordia y contribuiréis eficazmente a unir y fortalecer los ánimos.

En otro Breve de 9 de junio del mismo año, decía a la Socie­dad Católica de Orleans:

Aunque tengáis que luchar contra la impiedad, tal vez por es­te lado es más leve el peligro que os amenaza, que el que os viene de amigos imbuidos en aquella doctrina anfibia, que rehúye las últimas consecuencias de los erro­res y retiene obstinadamente sus gérmenes.

Doy fin a estas citas con el Breve del 28 de julio de 1873 al Obispo de Quimper, donde refi­riéndose a la Asamblea general de las asociaciones católicas, se ex­presa de este modo:

Pudieran ponerlas en el cami­no resbaladizo del error, esas opi­niones llamadas liberales, aceptas a muchos católicos, por otra parte hombres de bien y piadosos, los cuales por la influencia misma que les da su religión y piedad, pueden muy fácilmente captarse los áni­mos e inducirlos a profesar máxi­mas muy perniciosas. Inculcad, por lo tanto, venerable hermano, a los miembros de esa católica Asamblea, que Nos, al increpar tantas veces como lo hemos hecho a los secuaces de esas opiniones li­berales, no nos hemos referido a los declarados enemigos de la Iglesia, pues a éstos habría sido ocioso denunciarlos, sino a esos otros antes aludidos, que rete­niendo el virus oculto de los prin­cipios liberales que han mamado con la leche, cual si no estuviese impregnado de palpable maligni­dad, y fuese tan inofensivo, como ellos piensan, para la Religión, lo inoculan fácilmente en los ánimos, propagando así la semilla de esas turbulencias que, tanto tiempo ha, traen revuelto el mundo.

Estos Breves cierran todas las salidas a los católico-liberales, o anfibios, como muy bien se dice en uno de ellos; y para que no quede libre de censura, ni aun el nombre de liberal, León XIII en su Alocución en el consistorio de cardenales, de 30 de junio de 1897, dijo lo siguiente:

No comprendemos cómo puede haber personas que dicen ser católicas, y que al propio tiempo no sólo tengan simpatías con el li­beralismo, sino que llegan a tal grado de ceguedad e insensatez, que se glorían de llamarse libera­les.

El liberalismo está condenado por nuestra Santa Madre la Iglesia en todas sus formas y grados, y to­do el que se precie de buen católi­co debe también condenarlo de la misma manera, y rechazar hasta el nombre de liberal.

O con Jesucristo, o contra Jesucristo

Los liberales que hacen gue­rra franca a Jesucristo, y se des­pachan a su gusto contra todo lo que le pertenece, con ruido y es­cándalo; los que le persiguen de un modo más moderado y sin grandes alborotos; los que buscan el modo de que el liberalismo sin dejar de ser tal. ande unido con el catolicismo con perjuicio de és­te; y los que ayudan y protegen a todos ésos en su obra liberalesca, es claro y manifiesto que están contra Jesucristo y no militan en el bando de los que están con El. Pero ocurre, que hay católicos que creen poder permanecer neutrales y no pertenecer a nin­guno de esos dos bandos opues­tos, que hoy se disputan el go­bierno de los pueblos, aspirando el uno a regirlos según la ley de Dios y enseñanzas de la Iglesia y el otro sin tener en cuenta para nada lo que manda Dios y lo que enseña la Iglesia.
Este es otro error que es preci­so disipar, y a eso dedico este apartado.
Ese estado neutral, ese puesto medio en que quieren permanecer algunos católicos es una ilusión, una quimera, un engaño comple­to, porque jamás ha existido, ni existirá. Así lo declaró formal­mente Jesucristo en su Evangelio cuando dijo: “El que no está con­migo, está contra mí”.
Algunos han querido oponer a esa sentencia, esta otra que se lee en San Lucas: “El que no está contra vosotros, por vosotros es”. Cornelio Alápide y todos los ex­positores dicen que no hay oposi­ción entre esas dos sentencias, porque la última debe entenderse así: El que en nada está contra vo­sotros, está por vosotros. Eso no se verifica en el neutral en reli­gión, y por eso resulta siempre, que el que no está con Jesucristo, está contra El.
Tiene Jesucristo la plenitud de autoridad sobre las naciones, los pueblos y los individuos, y puede imponer su ley a unos y otros con pleno derecho a ser obedecido. Las naciones pues, los pueblos y los individuos que están neutrales, y les sea indiferente el que Jesu­cristo sea o no sea obedecido, es­tán contra El, porque no le procu­ran una obediencia que le corres­ponde, y dejan que no se le rinda el homenaje que se le debe como a soberano Señor de todo, y per­miten hasta que se le insulte y desprecie.
Jesucristo tiene derecho a que todo sea para El, para gloria suya, y todo por consiguiente debe or­denarse a ese fin en el gobierno de las naciones, de los pueblos, de las familias y en la conducta de los individuos. Los que no procuren ese estado de cosas; aquellos para quienes sea indiferente que se le dé o no se le dé gloria a Jesucris­to, que se le reconozca o no por soberano Señor de todo, que se le sirva o no, están contra Jesucristo.
De aquí se puede deducir que. un gobierno aun cuando no dicte leyes de persecución contra la Iglesia de Jesucristo con sólo el hecho de mostrarse indiferente para con ella, está ya contra Jesu­cristo. Esto se comprenderá mejor con un ejemplo.
Supongamos que un hombre se presente de repente en una ca­sa y dirigiéndose puñal en mano a la señora de ella, le exige cuánto dinero guarda en sus arcas, so pe­na de hundirle el puñal en el pe­cho. Allí mismo esta un hijo de la señora, fuerte y robusto, que pue­de muy bien defender a su madre y librarla de aquel peligro, pero lejos de hacer eso dice para sí: “Ahí se las arregle mi madre co­mo pueda. Si la roban, que la ro­ben; si no quiere dar el dinero y la matan, que la maten; nada tengo que ver en eso; observaré una conducta neutral”. ¿Quién no dirá, en este caso, que ese hijo, en el mero hecho de no obrar a favor de su madre pudiendo hacerlo, obró contra su madre? Esto es in­dudable, porque la madre salió perjudicada, por no haberla de­fendido su hijo.
Hace lo mismo un gobierno que ve y observa los daños que se hacen a la Religión de Jesucristo y dice como aquel hijo: “Ahí se las haya la Religión como pueda. Si se blasfema de Dios que se blasfeme; si se propagan errores contra­rios a sus doctrinas, que se propa­guen; si desaparece totalmente de los pueblos, que desaparezca, si Jesucristo es olvidado por comple­to, me da lo mismo; no tengo que ver en eso. Yo he de permanecer neutral”. ¿Quién puede dudar, preguntamos de nuevo, de que ese gobierno está contra Jesucris­to?
La misma doctrina se puede aplicar a los individuos que pue­den y deben hacer algo por Jesu­cristo, y no lo hacen. Hoy se en­cuentran muchos de esos, que di­cen muy frescos: no me meto en política; allá se las arreglen; que suba el que quiera; lo mismo me importa que manden unos, como que manden otros. ¿ Quién no ve que estos hombres están contra Jesucristo, puesto que nada les importa que suban al poder hom­bres que le persigan en su Igle­sia, en sus ministros y en sus co­sas?
Hay otros muchos de los que cada uno de ellos se explica de este modo: Sensible es todo lo que está pasando; grande es el peligro en que nos hallamos; los enemigos de Dios trabajan con ardor; pero ¡qué hemos de hacer! Yo con nadie pienso meterme; no es cuestión de indisponerse con nadie.
Algunos o muchos de los que hablan de ese modo, pueden ha­cer mucho por Jesucristo, o por su posición social, o por su talento, o porque disponen de no pocos re­cursos, no lo hacen, y dejan que trabajen los enemigos de Jesucris­to, con tal de que esos enemigos de Jesucristo sean amigos de ellos, y no los persigan como hacen con el Divino Maestro: ¿Diremos que estos están con Jesucristo, siendo amigos de sus enemigos, y no opo­niéndose a sus planes de guerra a Jesucristo, pudiendo hacerlo?
Basta: esos neutrales están juzgados por Jesucristo con esta sentencia que dio contra ellos: “Quien no está conmigo, está con­tra mí”.

O catolicismo, o liberalismo: No es posible la conciliación.

Cuando la Iglesia Nuestra Ma­dre ha hablado sobre alguna cues­tión, el verdadero católico, al tra­tar de la cuestión de que ya habló la Iglesia, debe siempre pensar y hablar de ella, sin perder de vista las enseñanzas dadas por la que es Maestra de la verdad, si es que quiere andar sobre terreno firme y seguro. Debe desaparecer el jui­cio propio, cuando la Iglesia ha manifestado el suyo.
¿Ha hablado la Iglesia, y ha manifestado su juicio en eso de componendas y conciliaciones en­tre catolicismo y liberalismo, en­tre católicos y liberales? Sí; la Iglesia ha hablado, y ha condena­do esas conciliaciones, como per­judiciales a la Religión y a las al­mas. Para probar esta afirmación citaremos sólo una proposición condenada en el Syllabus, una Alocución, y un Breve de Pío IX, dejando otros documentos, que también prueban lo mismo y que se podrían citar.
La última proposición conde­nada en el Syllabus dice lo si­guiente:

El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y la civilización moderna.

Condenada esa proposición como errónea, resulta verdadera la contraria, o sea que el Romano Pontífice ni puede ni debe recon­ciliarse, ni transigir con el progre­so, con el liberalismo y con la civi­lización moderna. El catolicismo, pues, del que el Papa es jefe y ca­beza, no puede reconciliarse con el liberalismo; son incompatibles. Esta condenación solemne es ya suficiente prueba para todo católi­co; empero, a mayor abundancia, citaremos lo que más hace al caso de la Alocución y del Breve que dijimos.
El 17 de septiembre de 1861 después del decreto relativo a la canonización de los veintitrés mártires franciscanos del Japón, dijo Pío IX lo siguiente:

En estos tiempos de confusión y desorden, no es raro ver a cris­tianos, a católicos -también los hay en el clero- que tienen siem­pre las palabras de término me­dio, conciliación, y transacción. Pues bien, yo no titubeo en decla­rarlo: estos hombres están en un error, y no los tengo por los ene­migos menos peligrosos de la Igle­sia... Así como no es posible la conciliación entre Dios y Belial, tampoco lo es entre la Iglesia y los que meditan su perdición. Sin du­da es menester que nuestra fuerza vaya acompañada de prudencia, pero no es menester igualmente, que una falta de prudencia nos lleve a pactar con la impiedad... No, seamos firmes: nada de conci­liación; nada de transacción veda­da e imposible.

El Breve que hemos prometi­do citar, es el que el mismo Pío IX dirigió al presidente y socios del Círculo de San Ambrosio de Mi­lán en 6 de marzo de 1873, donde dice lo siguiente:

Si bien los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz, serían sin embargo menos nocivos sus fraudes y violencias, si muchos que se dicen católicos no les ten­diesen una mano amiga. Porque no faltan personas que, como para conservarse en amistad con ellos, se esfuerzan en establecer estre­cha sociedad entre la luz y las ti­nieblas, y mancomunidad entre la justicia y la iniquidad, por medio de doctrinas que llaman católico-liberales, las cuales basadas sobre principios perniciosísimos adulan a la potestad civil que invade las cosas espirituales, y arrastran los ánimos a someterse, o a lo menos, a tolerar las más inicuas leyes, co­mo si no estuviese escrito: ningu­no puede servir a dos señores. Es­tos son mucho más peligrosos y funestos que los enemigos de­clarados, ya porque sin ser nota­dos, y quizá sin advertirlo ellos mismos, secundan las tentativas de los malos, ya también porque se muestran con apariencias de probidad y sana doctrina, que alu­cina a los imprudentes amadores de conciliación, y trae a engaño a los honrados, que se opondrían al error manifiesto.

Habló, pues, la Iglesia prohi­biendo las conciliaciones entre ca­tólicos y liberales, y habló de un modo tan enérgico, tan expresivo, tan terminante, que no deja lugar a la menor duda. Si pues habló la Iglesia y condenó esas conciliacio­nes, no se deben, ni se pueden proponer, ni aceptar, y los que las proponen, y los que las aceptan, obran en contra de lo que enseña y quiere la Iglesia.
Es preciso enseñar esta doctri­na en tono tan alto, que todos la oigan, y de un modo tan claro, que todos la entiendan. Yo, ha­ciendo mías las palabras de Pío IX, y aplicándolas a nuestra actual situación, concluyo este apartado diciendo: Nos hallamos en días de confusión y desorden, y en estos días se han presentado hombres cristianos, católicos -también un sacerdote-, lanzando a los cuatro vientos palabras de término me­dio, de transigencia, de concilia­ción. Pues bien, yo tampoco titu­beo en declararlo: esos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligro­sos de la Iglesia. No es posible la conciliación entre Jesucristo y el diablo, entre la Iglesia y sus ene­migos, entre catolicismo y libera­lismo. No; seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e imposible. O catolicis­mo, o liberalismo. No es posible la conciliación.

Necesidad de luchar contra el liberalismo de un modo decidido y unánime,en vista de lo alarmante de su propagación entre nosotros con perjuicio de nuestra santa Fe

Ya lo hemos probado y lo he­mos dicho, y lo hemos repetido: los liberales son muchos en Co­lombia; muchos además los culpa­bles de complicidad liberal, y po­demos añadir, que es posible sean muchos más aún los resabiados de liberalismo, que lo favorezcan, acaso sin darse cuenta.
Tiene, pues, nuestra santa Fe muchos enemigos, pero enemigos que no duermen, que no descan­san, ni están mano sobre mano, si­no que se mueven, que obran, que luchan de continuo por obtener el triunfo y gobernarnos con la me­nor dosis de catolicismo que les sea posible, y sólo en el caso de que no les sea dado desterrarlo del todo, pues únicamente permi­tirán algo, por deferencia, como ellos dicen, al sentimiento religio­so de la gran mayoría.
En virtud de ese movimiento continuo del enemigo, de esa acti­vidad, de esos trabajos, de ese lu­char constante y tenaz, ensancha su esfera de acción, engruesa sus filas, va ganando terreno, avanza. y se presenta de frente no sólo pi­diendo, sino exigiendo que se res­peten los derechos, que dice tener, para separar a los hombres de Dios, su Creador y Dueño, y legis­lar de modo, que se pueda insultar a ese gran Dios impunemente, y propagar cuantas blasfemias ocurran. ¡Como si pudiera haber de­recho para tales crímenes! Si todo derecho viene de Dios, es induda­ble que Dios no da, ni puede dar derecho alguno al hombre para que lo desprecie, para que lo in­sulte, para que obre contra El; y por consiguiente, el hombre no tiene esos derechos que pide y exige el liberalismo. ¡Con qué gus­to nos detendríamos a explanar esta doctrina! Pero no es ese el asunto que ahora tratamos, y lo dejamos con sentimiento.
Decíamos que el enemigo avanza, que ensancha su campo, que se propaga. Sí; el liberalismo se extiende por todas partes; todo lo invade cual peste mortífera, y yo veo que ya han caído muchas víctimas de su destructora acción. Veo a unos que han muerto ya a la vida de la fe; a otros que andan gravemente afectados del terrible mal, y a muchos que bambolean faltos de firmeza y como embria­gados por la asfixia que les produ­ce la atmósfera contagiosa que se respira por todas partes. Muchos, muchísimos han tragado ya el ve­neno sin sentirlo, y escriben a lo liberal; y hablan a lo liberal, y obran a lo liberal, habiendo figu­rado antes en el campo de las ide­as sanas.
Siendo, pues, atrevida y alar­mante la actitud del enemigo, y grande el peligro para las almas, necesario es luchar con valor cris­tiano, si no queremos figurar en la milicia de Jesucristo como solda­dos cobardes e indignos de su nombre, No se trata de que cada católico coja su fusil, ni excito a nadie a que le coja, porque los enemigos no se presentan aún con fusiles; si se presentaran con ellos, entonces harían bien los católicos en coger también fusiles, y salirles al encuentro, porque, si un pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacer­lo para defender su fe que propor­ciona medios no sólo para ser feli­ces en cuanto cabe serlo en la tie­rra, sino también para conseguir la verdadera y eterna felicidad pa­ra que fue criado el hombre. Si no hubiera derecho para guerrear en este caso, no lo habría en ningún otro, porque todos los otros justos motivos que puede haber, son muy inferiores al de la conserva­ción de la fe de un pueblo que se halla en posesión de ella. Pero, no se trata de la lucha de sangre, re­pito, ni excito a ella ¡Ojala no la veamos nunca! Sólo digo que en vista de cómo el liberalismo se propaga, y de la altivez y arrogan­cia con que se presenta, superio­res e inferiores, eclesiásticos y se­glares, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, todos estamos en el deber de defender nuestra fe de la manera lícita que cada uno pueda, y de luchar con­tra el liberalismo, impedir su pro­pagación, y acabar, si es posible, con sus doctrinas y sus obras.
Mucho y bueno han dicho ya los prelados de esta provincia eclesiástica de Colombia contra el monstruo que amenaza tragarnos. Recomendamos la lectura de La Semana Religiosa, órgano de la diócesis de Popayán, y la del Revi­sor Católico, que lo es de la de Tunja, por no nombrar otros, y en muchos de los números corres­pondientes a los últimos meses, se encontrarán artículos muy supe­riores combatiendo las doctrinas liberales. El último que hemos vis­to en La Semana Religiosa de la diócesis de Popayán, titulado “El liberalismo colombiano”, lo reco­mendamos en especial al autor de la carta y a otros que dicen con él, que no existe en Colombia el libe­ralismo condenado por la Iglesia.
Los sacerdotes secundando las miras de sus prelados han mante­nido y mantienen muy alta la ban­dera de la integridad de la fe cató­lica, con instrucciones dadas al pueblo, y con escritos brillantes.
Preciso es también, que los ca­tólicos seglares hagan coro con sus prelados y sacerdotes, y griten alto y recio en defensa de la fe. Ante un enemigo común que nos provoca a la lucha, nadie debe permanecer inactivo y perezoso.
La fe debe ser para los pue­blos el tesoro de más valor, y ese tesoro hay que defenderlo, sin permitir que disminuya en lo más mínimo, a fin de transmitirlo ínte­gro a los que nos sucedan, como el legado más precioso que les po­demos dejar. Nace pues de ahí pa­ra cada católico un deber imperio­so de acudir a la defensa de su fe cuando la ve en peligro, y de lu­char y de oponerse al enemigo por cuantos medios permite la ley de Dios.
Hoy el combate religioso lo presenta el enemigo en el terreno político. A ese terreno hay que acudir, pues, con valor y decisión, para que los mandatarios sean ca­tólicos, católica su manera de go­bernar los pueblos, o sea su políti­ca. La Iglesia no hace ni puede ha­cer suyas las candidaturas libera­les, y el que da el voto por ellas peca y ofende a Dios.
Podemos también oponernos al error y luchar contra él con la palabra, o sea, no callando, cuan­do en nuestra presencia se hable contra nuestra santa Religión. El que sepa escribir, puede combatir­lo oponiendo doctrinas íntegra­mente católicas, a las doctrinas impías o de medias tintas. Todos podemos hacer algo contra el error con el buen ejemplo; vivien­do como buenos católicos; y tam­bién con la oración rogando a Dios con fervor, que ilumine a los ciegos, que traiga al buen camino a los que andan descarriados, y sostenga a los buenos en la fe, y en la práctica de las virtudes cris­tianas.

Conclusión

Otros muchos comentarios se pudieran añadir de no menor inte­rés que los que quedan escritos, pero nos hemos propuesto que se reparta pronto, y se pueda conse­guir con facilidad, y damos por terminado con lo que vamos a de­cir como conclusión.
Sea lo primero, asegurar de corazón, que a nadie odiamos ni tenemos mala voluntad; que para todos pedimos a Dios abundantes bendiciones y sobre todo la vida eterna, y que el fin que nos hemos propuesto al hacer este trabajito, es contribuir en algo al triunfo de la verdad, a la gloria de Dios, y al bien de las almas.
Hecha esta declaración, que­damos dispuestos y preparados para recibir esa lluvia de frases de puro género liberal, ya viejas, y hasta con olorcillo a almacén don­de están guardadas, hasta que les parece hay necesidad de sacarlas al aire. ¡Intransigencia! ¡Oscuran­tismo! ¡Los ministros de Dios no deben meterse en política! ¡Su mi­sión es misión de paz! ¡Eso es fal­ta de caridad! Venga todo eso, que más nos han dicho ya; pero conste, que sólo se trata en este opúsculo de pura religión; que aunque nuestra misión es de paz. también lo es de guerra contra to­do error, y que no es falta de cari­dad que tanto predica el liberalis­mo o sus sectarios, sólo es toleran­cia absurda y criminal, que nunca tendremos, si Dios no nos deja de su mano.
Esperamos que el autor de la carta, recibirá con buena voluntad cuanto dejamos dicho, porque, por una parte, dice, que sujeta hu­mildemente su escrito al juicio del Episcopado colombiano, y por otra debe suponer, que hemos es­crito no contra él, sino contra los errores de su carta. También espe­ramos que reciba los siguientes consejos que le damos:
Que no haga alarde de inde­pendencia de carácter, ni diga que nunca piensa ser materia plástica de nadie, porque eso no está con­forme, ni mucho menos, con la perfección de la humildad cristia­na, y es una disposición de ánimo muy expuesta a total ruina espiri­tual. Por lo menos debe ser plásti­co, blando, dúctil, y dejarse mode­lar fácilmente, de Dios, de su san­ta Religión, y de sus legítimos su­periores.
Que no corra tanto por el norte de América y Europa, por­que aquí en Colombia hay mucha falta de sacerdotes, y los prelados los deseamos para los pueblos que no los tienen.
3º Que no llame a Nuestro Se­ñor Jesucristo. Tribuno del pue­blo: añadiendo que vino a estable­cer los derechos del pueblo: por­que todo eso suena a revoluciona­rio, y es mucho más respetuoso y dulce llamarle como le llama el pueblo cristiano: Divino Redentor de las almas; Salvador que nos sa­có de la esclavitud del pecado y del demonio; Libertador que nos libra del infierno, si nosotros le servimos fielmente.
4º Que no haga ostentación de tener muchísimos amigos libera­les, ni diga a los demás que pue­den hacer lo mismo, porque el error es contagioso, y se pega. Por eso dice Dios en los Proverbios (c. I, v. 10): “Si te provocan los peca­dores diciéndote: júntate a noso­tros... hijo mío, no condesciendas con ellos, no te juntes con ellos”. San Pablo dice también a Timo­teo: “Huid de esta clase de hom­bres... porque resisten a la verdad” (II c. 3). Eso mismo enseña nues­tra Santa Madre la Iglesia, y no otra cosa dicen los Santos Padres.
Sirvamos a Dios Nuestro Se­ñor en este mundo, de la manera que El quiere que le sirvamos, pa­ra que tengamos la dicha de verle, poseerle y gozarle en el otro. Allí nos veamos todos. Así sea.

San Ezequiel Moreno, Pasto, Colombia, 29 de octubre de 1897. Tomado de Revista “Tradición Católica” nº 102, noviembre de 1994.