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jueves, 17 de enero de 2013

Los Papas revelan la conjura de la secta.


El arzobispo Marcel Lefebvre, en su obra “Le destronaron” nos va describiendo cómo la masonería ha sido denunciada por los Papas y cómo se ha infiltrado durante los años, poco a poco, dentro de la jerarquía eclesiástica, llevandose a cabo los planes de infiltración ideológica, hoy tristemente comprobados. Ya hemos visto, en el capítulo precedente, los planes de la secta de los Carbonarios y su conjura.



LOS PAPAS REVELAN LA CONJURA DE LA SECTA

La trama de la secta liberal contra la Iglesia consistía en lanzarse al asalto de Ella utilizando su jerarquía, pervirtiéndola hasta en su más alto grado, como os lo he mostrado en el capítulo precedente. Pero los Papas, con la clarividencia de su cargo y las luces que Dios les ha dado, vieron y denunciaron claramente este programa.
León XIII (1878-1903) vio por adelantado esta subversio capitis, esta subversión del Jefe y la describió con todo detalle, en toda su crudeza, al escribir el pequeño exorcismo contra Satanás y los espíritus malignos. He aquí el pasaje en cuestión, que figura en la versión original pero fue suprimido en las versiones posteriores por no sé qué sucesor de León XIII que quizá juzgó el texto imposible, impensable, impronunciable... Y sin embargo, a cien años de distancia de su composición, este texto nos parece, por el contrario, lleno de una verdad candente:

“He aquí que astutos enemigos han llenado de amargura a la Iglesia, Esposa del Cordero Inmaculado, le han dado a beber ajenjo, han puesto sus manos impías sobre todo lo que hay en Ella de deseable. Donde fueron establecidas la Sede del bienaventurado Pedro y la Cátedra de la Verdad, como una luz para las naciones, ellos han erigido el trono de la dominación de su impiedad; a fin de que, una vez golpeado el pastor, puedan dispersar el rebaño.”

¿Cómo es posible esto? me diréis. Os aseguro que no lo sé, pero esto ocurre; cada vez más, día tras día. Esto nos causa una viva angustia, nos sugiere una pregunta hiriente: ¿Quiénes son, pues, esos Papas que toleran la autodemolición, que contribuyen a ella? San Pablo ya decía a su tiempo: “Ya está realizándose el misterio de iniquidad” (II Tes. 2, 7).

¿Qué diría hoy día?

Luego, por su parte, San Pío X (1903-1914) confesará la angustia que lo embargaba ante los progresos realizados por la secta en el interior mismo de la Iglesia. En su encíclica inaugural E Supremi Apostolatus, del 4 de octubre de 1903, expresa su temor de que el tiempo de apostasía en que entraba la Iglesia, fuera el tiempo del Anticristo, o sea del Anti-Cristo, falsificación de Cristo, usurpador de Cristo. He aquí el texto:

“(...) Nos atemorizaba, más que nada, el Estado por demás aflictivo en que se encuentra la humanidad al presente. Porque ¿quién no ve que la sociedad humana está hoy atacada de una enfermedad mucho más grave y más profunda que la que afectaba a las generaciones pasadas, la cual agravándose cada día y royéndola hasta los huesos, la va arrastrando a la perdición? Cuál sea esta enfermedad ya lo sabéis vosotros, Venerables Hermanos, es el desertar y apostatar de Dios, y nada hay, sin duda, que esté más cerca de la perdición, según estas palabras del Profeta: ‘Porque, he aquí que perecerán los que se alejan de Tí’ (Sal. 72, 26).”[1]

Y el Santo Pontífice prosigue un poco más lejos:

“(...) Porque verdaderamente contra su Creador ‘rugieron las naciones y los pueblos meditaron insensateces’ (Sal. 2, 1); de tal modo que ya es voz común de los enemigos de Dios: ‘Apártate de nosotros’ (Job 21, 14). De aquí que ya casi se haya extinguido por completo en la mayoría de los hombres el respeto al Eterno Dios sin tener para nada en cuenta su voluntad suprema en las manifestaciones de su vida pública y privada. Más aún, con todo su esfuerzo e ingenio procuran que sea abolida por completo hasta la memoria y noción de Dios.
“Quien considere todas estas cosas, puede, con razón, temer que esta perversidad de los espíritus sea como un anticipo y comienzo de los males que estaban reservados para el fin de los tiempos, o que ya se encuentra en este mundo el ‘hijo de perdición’ (II Tes. 2, 3) del que nos habla el Apóstol.
“Tan grande es la audacia y tan desmedida la rabia con que se ataca en todas partes a la religión, se combaten los dogmas de la fe y se hacen enconados esfuerzos por impedir y aún por aniquilar todo medio de comunicación del hombre con Dios. Y a su vez, lo que, según el mismo Apóstol constituye la nota característica del ‘Anticristo’; el mismo hombre con inaudito atrevimiento ha usurpado el lugar de Dios, elevándose a si mismo ‘sobre todo lo que lleva el nombre de Dios’;  hasta tal punto que, aún cuando no le es posible borrar enteramente de su alma toda noticia de Dios, haciendo, sin embargo, caso omiso de su majestad, ha hecho de este mundo como un templo dedicado a sí mismo para ser en él adorado por los demás. ‘Siéntese en el templo de Dios mostrándose como si fuera Dios’ (II Tes. 2, 4).”[2]

Y San Pío X concluye recordando que Dios triunfa al fin de sus enemigos, pero que esta certeza de la fe “no nos dispensa de apresurar la obra divina en lo que depende de nosotros”, o sea, apresurar el triunfo de Cristo Rey.
Y aún en su encíclica Pascendi del 8 de septiembre de 1907, sobre los errores modernistas, San Pío X denuncia con clarividencia la infiltración de la Iglesia ya comenzada por la secta modernista, que como he dicho[3] se unió con la secta liberal para demoler la Iglesia Católica. He aquí los pasajes más destacados de este documento:

“(...) Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilaciones el silencio, es la circunstancia de que al presente no es menester ya ir a buscar a los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y esto es precisamente objeto de grandísima ansiedad y angustia, en el seno mismo y dentro del corazón de la Iglesia. Enemigos, a la verdad, tanto más perjudiciales, cuanto lo son menos declarados. Hablamos, Venerables Hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en Filosofía y Teología, e impregnados, por el contrario, hasta la médula de los huesos de venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del Catolicismo, se jactan, a despecho de todo sentimiento de modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar la propia persona del divino Reparador, que rebajan, con sacrílega temeridad, a la categoría de puro y simple hombre.
“Tales hombres podrán extrañar verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia; pero no habrá fundamento para tal extrañeza en ninguno de aquellos que, prescindiendo de intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozcan sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijera que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya se notó, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur, no a las ramas ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, pasan a hacer circular el virus por todo el árbol y en tales proporciones, que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper.”[4]

San Pío X descubre a continuación la táctica de los modernistas:

“(...) Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico lo hacen con habilidad tan refinada, que llevan fácilmente la decepción a los pocos adversarios, por otra parte, bribones consumados. No hay clase de consecuencias que les hagan retroceder, o más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Junten con esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, asiduidad y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables (...) Pero no ignoráis, Venerables Hermanos, la esterilidad de Nuestros esfuerzos; esos hombres han inclinado un momento la cabeza para erguirla enseguida con mayor orgullo...”[5]
“Y como una táctica, a la verdad, insidiosísima, de los modernistas (así se los llama vulgarmente, y con mucha razón), consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas desde un punto de vista único, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí...”[6]

Permanecer en la Iglesia para hacerla evolucionar, tal es la consigna de los modernistas:

“(...) Van adelante en el camino comenzado, y aún reprendidos y condenados van adelante, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con la obra e intención prosiguen más atrevidamente lo que emprendieron. Pues así proceden a sabiendas, tanto porque creen que la autoridad debe ser empujada y no echada por tierra, como porque les es necesario morar en el recinto de la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva: en lo cual sin advertirlo, confiesan que la conciencia colectiva no les favorece, por consiguiente, no les asiste derecho alguno de presentarse como sus intérpretes.”[7]

Pascendi detuvo por un tiempo la audacia de los modernistas, pero pronto recrudeció nuevamente la ocupación metódica y progresiva de la Iglesia y de la jerarquía por la secta modernista y liberal. Bien pronto, la “intelligentia” teológica liberal estaría en primera fila en las revistas especializadas, en los congresos, en las grandes editoriales, en los centros de pastoral litúrgica, pervirtiendo de pies a cabeza a la jerarquía católica, despreciando las últimas condenas del Papa Pío XII en la Humani Generis. La Iglesia y el Papado bien pronto estarían maduros para formar “Estados Generales”, para un golpe de mano liberal como el de 1789 en Francia, con ocasión de un concilio ecuménico, predicho y esperado largamente por la secta, como veremos en el siguiente capítulo.

Mons. Marcel Lefebvre, tomado de “Le destronaron”.



[1] En E. P., págs. 689-690, N° 1.
[2] En E. P., págs. 690-691, N° 2-3.
[3] Con las banderas del “progreso” y la “evolución” los liberales han comenzado el asalto de la Iglesia. Cf. Cap. XVIII.
[4] Encíclica Pascendi, en E. P., págs. 781-782, N° 1-2.
[5] Ibid, en E. P., pág. 782, N° 2.
[6] Ibid, en E. P., pág. 782, N° 3.
[7] Ibid, en E. P., pág. 796, N° 6.