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lunes, 4 de marzo de 2013

Los decretos del Concilio Vaticano, 1870.


LOS DECRETOS DEL CONCILIO VATICANO, 1870[1]

Pío IX, en el Concilio Vaticano, proclamó for­malmente la primacía pontificia y el dogma de la infalibilidad, del Papa en la primera consti­tución dogmática sobre la Iglesia de Cristo, Pastor aeternus.

Capítulo I. De la institución del primado apos­tólico en el bienaventurado Pedro.

Nosotros por consiguiente enseñamos y de­claramos que, de acuerdo con el testimonio de los Evangelios, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue inmediata y directamente prometido y otorgado por Nuestro Señor Jesucristo al bienaventurado Apóstol Pe­dro. Porque solamente a Simón, a quien ya había dicho: “Tú serás llamado Cefas” (San Juan I, 42) —después de la confesión hecha por éste, diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”— Nuestro Señor dirigió estas so­lemnes palabras: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y todo lo que ligares en la tierra será ligado también en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (San Mateo, XVI, 16-19). Y fue sólo a Simón a quien Jesús después de su resurrección otorgó la jurisdic­ción de pastor supremo y jefe de toda su grey con estas palabras: “Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas” (San Juan XXI, 15-17).
En abierta contradicción con esta clara doc­trina de las Sagradas Escrituras, tal como la ha interpretado la Iglesia Católica, se encuentran las perversas opiniones de quienes, a la vez que distorsionan la forma de gobierno establecida por Nuestro Señor Jesucristo en su Iglesia, niegan que Cristo haya encomendado particular­mente a Pedro, con preferencia sobre todos los demás Apóstoles, ya sea separadamente o en conjunto, una primacía propia y verdadera de jurisdicción; o de quienes afirman que esa mis­ma primacía no fue otorgada inmediata y di­rectamente a Pedro, sino a la Iglesia, y a través de la Iglesia, a Pedro como ministro de la misma.
Si alguien, por consiguiente, expresa que el bienaventurado Pedro Apóstol, no fue designa­do Príncipe de los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que recibió del mis­mo Nuestro Señor Jesucristo solamente una primacía de honor y no una jurisdicción propia y verdadera, que sea anatema.
Capítulo II. Sobre la perpetuidad de la primacía del bienaventurado Pedro en los pontífices romanos.
Lo que Nuestro Señor Jesucristo, el Príncipe de los Pastores y supremo Pastor de las ovejas, instituyó en la persona del bienaventurado Apóstol Pedro, para asegurar el bienestar per­petuo y el bien definitivo de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra del mismo fundador en la Iglesia, la cual, cimentada sobre la piedra, se mantendrá firme hasta el fin del mundo. “Porque nadie puede dudar, y es algo que siempre se supo, que el santo y bienaven­turado Pedro, príncipe y jefe de los Apóstoles, pilar de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de Nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor de la humanidad, y vive, preside y juzga, ahora y siempre, a través de sus sucesores”, los obispos de la Santa Sede de Roma, que fue fundada por él y consagrada con su sangre. De donde, quienquiera que suceda a Pe­dro en esta Sede, obtiene, según la institución del mismo Cristo, la primacía de Pedro sobre toda la Iglesia. “Se mantiene, pues, la dispo­sición de la verdad, y el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la firmeza de piedra que re­cibió, no abandona la dirección de la Iglesia.” Por lo cual, “ha sido siempre necesario que ca­da Iglesia particular —es decir, los fieles de todo el mundo— convinieran con la Iglesia de Roma, a causa de su mayor principalidad”; de suerte que en esta Sede, de la cual dimanan para todos “los derechos de la venerable comu­nión” ellos pudieran, como miembros unidos con la cabeza, crecer íntimamente en un solo cuerpo.
Entonces, si alguien dice que no ha sido por institución de Cristo, Nuestro Señor, o por de­recho divino, que el bienaventurado Pedro tie­ne perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Pontífice Romano no es el sucesor de Pedro en esta primacía, que sea anatema.

Capítulo IV. Respecto a la infalibilidad de la enseñanza del Pontífice Romano

... Adhiriendo fielmente a la tradición reci­bida desde el surgimiento de la fe cristiana, para gloria de Dios Nuestro Salvador, exaltación de la religión católica y salvación de los cris­tianos, con la aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos que es dogma revelado por Dios: Que el Pontífice Romano, cuando habla ex cathedra —es decir, cuando en el desempeño de su cargo de pastor y maestro de todos los cristianos, define, en virtud de su su­prema autoridad apostólica que una doctrina concerniente a la fe o a la moral debe ser sos­tenida por la Iglesia universal—, goza, por la ayuda divina que se le prometiera en la persona del bienaventurado Pedro, de aquella infalibili­dad que el Divino Redentor quiso que su Iglesia poseyera al definir doctrinas concernientes a la fe o la moral; y que, por consiguiente, esas definiciones del Romano Pontífice son por sí mismas, y no por consentimiento de la Iglesia, irreformables.

James A. Corbett.


[1] Monseñor Capel, A reply to the Right Hon. W.E. Gladstone, debate político, segunda edición (Londres, 1875), págs. 70-77. [Cf. El Magisterio Eclesiástico, Nos. 1822-1825 y 1839. Sobre la infalibilidad pontificia, véase la ulterior explicación hecha por el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen Gentium N° 25.]