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domingo, 17 de marzo de 2013

Los Signos.



Los Signos se han cumplido.
Los Signos se han realizado. ¿Qué importa que los hombres no los vean? ¿Y por ventura eso mismo no está profetizado y no es otro Signo, que los hombres no los verán?
¡Desdichados de los que no ven los Signos! ¡Y des­dichado también del que los ve!
La lucha está llegando al desenlace. La corrupción del mundo está tocando a la raíz.
Todas las energías del diablo están concentradas hoy día en corromper lo que es específicamente religioso.
Al diablo ya no le interesa matar; lo que le interesa es corromper, envenenar, falsificar.
Vivimos crudamente bajo el signo del que no puede vivir ni morir. El diablo no puede ni vivir ni morir.
Nuestra época no puede vivir y no quiere morir.
Por eso, me dijo don Benya, no escriba con mis apun­tes un libro de ciencia: ¡escriba una novela! De todos modos se van a reír; comenzando por los profesores de Sagrada Escritura.
A algunos les ha sido dado ver los Signos, a otros menos —y para esos solos hay que escribir— y finalmente otros de ningún modo. No hay que afligirse.
El don de entender las profecías es como el don de profetizar. De suyo no requiere la ciencia, brota de la fe. Es una fe que súbitamente se inflama en imágenes, en sueños.
Los profetas han sido hombres de todas clases, un rey como David, un cortesano como Isaías, un pastor como Baruch. Hubo mujeres profetisas.
De suyo, el profeta no es necesariamente santo; aunque claro que si lo es, tanto mejor. La profecía es una gracia gratis dada.
Pero ¡pobre de aquel que ha sido elegido para vivir en tiempo futuro! Eso se paga caro. Hay como dos vidas en él, una que devora la otra. Vive fuera del presente.
Y los hombres que viven en tiempo presente, como es la ley de la vida, rechazan instintivamente hacia la so­ledad al que vive el tiempo futuro. O lo matan.
Pero de todos modos yo tengo que ir adelante. Ten­go que marchar. No puedo dejar de hablar. Y no puedo dejar de ver.
Pero ¿es que en realidad veo algo? Yo no hago más que sacar en limpio.
Yo pongo en limpio lo que han visto innumerables hermanos míos en el dolor y en la visión lancinante.
Como aquellos monjes antiguos que hacían coronas áureas; hay una atribuida a Tomás de Aquino.
Como aquel anacoreta que copió en un grueso cua­derno todas las comparaciones aplicables al Santísimo Sa­cramento que hay en Virgilio y en Hornero.
Yo colecciono los dichos de los iluminados que al toparlos encienden en mí como un destello doloroso. Los dichos que se cumplen en mí.
Antiguos y modernos, poetas que han superado la poesía y filósofos que han despreciado su filosofía, que han muerto o visto morir su poesía y su filosofía.
¿Cómo osaría afirmar yo una cosa, yo solo? No me atrevo a decir nada que no haya dicho antes un iluminado.
Y donde están dos unidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos. Y en la boca de tres testigos toda verdad se acepta.
Yo soy el testigo pasivo, a quien para ver que lo dicho por los otros es verdad le basta la llaga de su alma; yo soy el corpus delicti. Yo padezco mi época.
Yo he aceptado el vivir en mi época, el vivir adentro de mi época, es decir, el sufrirla. Yo he aceptado el riesgo. Sobre mí el primero se han volcado las Siete Plagas.
Mi alma es un espejo vivo del desorden de mi época. He aceptado ser anatema de Dios por solidaridad con mis hermanos. En mí ha entrado el desorden de la época, que no perdona ni a la Iglesia.
Ay, yo no he huido la realidad. Mi manera de ir a Dios es no rechazar ninguna realidad. Dios es la Realidad.
La Iglesia está enferma, la Iglesia ha sido atacada por dentro.
La Iglesia está enferma de la misma enfermedad de que enfermó la Sinagoga.
El mundo va pareciéndose cada día más al mundo al cual bajó el Hijo de Dios doloroso: tanto en la Iglesia como fuera de ella. Paganismo y fariseísmo.
No digo que haya defectado en la Fe, que haya de fallar en la Fe, pues posee contra eso la infalible prome­sa divina.
Pero Pedro pecó tres veces contra la caridad; y Caifás profetizó criminalmente a pesar suyo. Y así será en el fin.
Y cuando un enfermo dice que él está enfermo no hay que dudar, porque él siente su enfermedad.
Y él siente su enfermedad, porque cada una de sus células se siente pertenecer a un cuerpo que anda mal. Y la mayoría de las células no pueden decirlo.
Pero algunas pueden decirlo. Y ésas son las células nerviosas. ¡Desdichadas células nerviosas!
¡Infelices células nerviosas, cuyo único oficio es tras­mitir al cerebro y dende a todo el cuerpo, que el cuerpo anda mal!
Y si no trasmiten, están muertas. Para ellas vale más morir que no trasmitir.
Los Signos se han cumplido. He aquí lo que yo ten­go que trasmitir so pena de muerte interna. Los Signos se han cumplido.

Leonardo Castellani, “los papeles de Benjamín Benavides”, Capítulo 1 “los Signos”.