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sábado, 2 de marzo de 2013

San Leonardo de Porto-Maurizio: “El pequeño número de los que se salvan”.


San Leonardo de Porto-Maurizio en una de sus prédicas.

San Leonardo de Puerto Mauricio fue un fraile franciscano muy santo que vivió en el monasterio de San Buenaventura en Roma. Fue uno de los más grandes misioneros en la historia de la Iglesia. Él solía predicar a miles de personas en las plazas de cada ciudad y pueblo donde las iglesias no podían albergar a sus oyentes. Tan brillante y santa era su elocuencia que una vez cuando realizo una misión de dos semanas en Roma, el Papa y el Colegio de los Cardenales fueron a oírle. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, la adoración del Santísimo Sacramento y la veneración del Sagrado Corazón de Jesús eran sus cruzadas. No fue en pequeña medida responsable de la definición de la Inmaculada Concepción hecha poco más de cien años después de su muerte. También nos dio las alabanzas divinas, que se dicen al final de la bendición. Pero el trabajo más famoso de San Leonardo fue su devoción a las Estaciones de la Cruz. Tuvo una muerte santa a sus setenta y cinco años, después de veinticuatro años de predicación sin interrupciones.
Uno de los sermones más famosos de San Leonardo de Puerto Mauricio fue “el pequeño número de los que se salvan”. Fue el único que se basó en la conversión de grandes pecadores. Este sermón, al igual que sus otros escritos, se sometió a examinación canónica durante el proceso de canonización. En él se examinan los diferentes estados de vida de los cristianos, y concluye con el pequeño número de los que se salvan, en relación con la totalidad de los hombres. El lector que medite sobre este notable texto. Aproveche la solidez de su argumentación, que le ha valido la aprobación de la Iglesia. Aquí está el vibrante y conmovedor sermón de este gran misionero. 

Introducción:

Gracias a Dios, el número de los discípulos del Redentor no es tan pequeño como para que la maldad de los escribas y fariseos sea capaz de triunfar sobre ellos. Aunque se esforzaron por calumniar su inocencia y engañar a la gente con sus sofismas traicioneros para desacreditar a la doctrina y el carácter de Nuestro Señor, buscando puntos, incluso en el sol, muchos todavía lo reconocieron como el verdadero Mesías, y, sin miedo ni de castigos o de amenazas, abiertamente se unieron a su causa. ¿Todos los que siguieron a Cristo, lo siguieron hasta la gloria? ¡Ah, aquí es donde yo venero el misterio profundo y adoro en silencio los abismos de los decretos divinos, en lugar de decidir sobre este punto tan grande! El tema que estaré tratando hoy es muy grave, ha causado que incluso los pilares de la Iglesia tiemblen, ha llenado a los más grandes santos de terror y poblado los desiertos de anacoretas. El objetivo de esta instrucción es decidir si el número de cristianos que se salvan es mayor o menor al número de cristianos que son condenados, y espero que esto pueda producir en ustedes un temor saludable acerca de los juicios de Dios.
Hermanos, por el amor que tengo por ustedes, me gustaría ser capaz de asegurarles a cada uno de ustedes, con la perspectiva de la felicidad eterna diciendo: Es seguro que iras al paraíso, el mayor número de cristianos se salva, por lo que también tú te salvarás. Pero, ¿cómo puedo darles esta dulce garantía si se rebelan contra los decretos de Dios como si fueran sus peores enemigos? Veo en Dios un deseo sincero de salvarlos, pero encuentro en ustedes una inclinación decidida a ser condenados. Entonces, ¿qué voy a hacer hoy si hablo con claridad? Yo seré desagradable para ustedes. Pero si yo no hablo, voy a ser desagradable para Dios.
Por lo tanto, voy a dividir este tema en dos puntos. En el primero, para llenarlos de terror, voy a dejar que los teólogos y los Padres de la Iglesia decidan sobre esta cuestión y declaren que el mayor número de los cristianos adultos son condenados, y, en adoración silenciosa de este terrible misterio, voy a mantener mis sentimientos para mí mismo. En el segundo punto, trataré de defender la bondad de Dios contra los impíos, al demostrarles que los que son condenados están condenados por su propia malicia,  porque querían ser condenados.  Entonces, aquí hay dos verdades muy importantes. Si la primera verdad les asusta, no se pongan en contra mía, como si yo quisiera hacer el camino hacia el cielo más estrecho para ustedes,porque quiero ser neutral en este asunto, sino pónganse contra los teólogos y los Padres de la Iglesia, quienes grabarán esta verdad en sus corazones por la fuerza de la razón. Si ustedes están desilusionados por la segunda verdad, den gracias a Dios por esta, porque Él sólo quiere una cosa: que le den sus corazones totalmente a Él. Por último, si me obligan a decir claramente lo que pienso, lo voy a hacer para su consuelo.

La enseñanza de los Padres de la Iglesia:

No es vana curiosidad, pero una precaución saludable proclamar desde lo alto del púlpito ciertas verdades que sirven maravillosamente para contener las indolencias de los libertinos, que siempre están hablando de la misericordia de Dios y de lo fácil que es convertir, que viven sumidos en toda clase de pecados y se quedan profundamente dormidos en el camino al infierno. Para su desilusión y para despertarlos de su letargo, hoy vamos a examinar esta gran pregunta: ¿Es el número de cristianos que se salva mayor que el número de cristianos que se condena?
Almas piadosas, pueden irse; este sermón no es para ustedes. Su único objetivo es contener el orgullo de los libertinos que echan el santo temor de Dios fuera de su corazón y unen sus fuerzas con las del diablo que, según el sentimiento de Eusebio, condenan a las almas, asegurándolas. Para resolver esta duda, vamos a poner a los Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos, por un lado; por el otro, los teólogos más sabios e historiadores eruditos, y dejemos la Biblia en el centro para que todos la vean. Ahora, no escuchen lo que yo voy a decir - que ya he dicho que yo no quiero hablar por mí mismo o decidir sobre la materia -, sino escuchen lo que estas grandes mentes quieren decirles, ellos que son faros en la Iglesia de Dios para dar luz a los demás para que no se pierdan el camino al cielo. De esta manera, guiados por la triple luz de la fe, la autoridad y la razón, vamos a ser capaces de resolver este grave asunto con certeza.
Nótese que no se trata aquí de la raza humana en su conjunto, ni de todos los católicos sin distinción, pero sólo de los católicos adultos, que tienen libertad de elección y por tanto son capaces de cooperar en el gran asunto de su salvación. Primero vamos a consultar a los teólogos reconocidos para examinar las cosas con más cuidado y no exagerar en su enseñanza: vamos a escuchar a dos cardenales sabios, Cayetano y Belarmino. Ellos enseñan que el mayor número de adultos cristianos son condenados, y si yo tuviera el tiempo para señalar las razones en las que se basan, estarían convencidos de esto ustedes mismos. Pero me limitaré aquí a citar a Suárez. Después de consultar a todos los teólogos y de hacer un estudio diligente del asunto, él escribió, “El sentimiento más común que se tiene es que, entre los cristianos, hay más almas condenadas que almas predestinadas”.
Añadan la autoridad de los padres griegos y latinos a la de los teólogos, y ustedes encontrarán que casi todos dicen lo mismo. Este es el sentimiento de San Teodoro, San Basilio, san Efrén y san Juan Crisóstomo. Es más, según Baronio era una opinión común entre los padres griegos que esta verdad fue expresamente revelada a San Simeón Estilita y que este, después de esta revelación, para asegurar su salvación decidió vivir en lo alto de un pilar durante cuarenta años, expuesto a la intemperie, un modelo de penitencia y de santidad para todos. Ahora vamos a consultar a los Padres latinos. Ustedes escucharán a San Gregorio diciendo claramente: “Muchos alcanzan la fe, pero pocos hasta el reino celestial”. San Anselmo declara: “Hay pocos que se salvan”. San Agustín afirma aún más claramente: “Por lo tanto, pocos se salvan en comparación con aquellos que son condenados”. El más terrible, sin embargo, es San Jerónimo. Al final de su vida, en presencia de sus discípulos, dijo estas terribles palabras: “Fuera de cien mil personas cuyas vidas han sido siempre malas, se encuentra apenas una que es digna de indulgencia”.

Las palabras de la Sagrada Escritura:

Pero ¿por qué buscar las opiniones de los Padres y teólogos, cuando la Sagrada Escritura resuelve la cuestión con tanta claridad? Busquen en el Antiguo y Nuevo Testamento, y ustedes encontrarán una multitud de figuras, símbolos y palabras que señalan claramente esta verdad: muy pocos se salvan. En el tiempo de Noé, la raza humana entera quedó sumergida por el Diluvio, y sólo ocho personas fueron salvadas en el Arca. San Pedro dice: “Esta arca, es la figura de la Iglesia”, mientras que San Agustín, añade, “y las ocho personas que se salvaron significa que se salvan muy pocos cristianos, porque son muy pocos los que sinceramente renuncian al mundo, y los que renuncian al mundo sólo con palabras no pertenecen al misterio que representa esta arca”. La Biblia también nos dice que sólo dos hebreos de cada dos millones entraron en la Tierra Prometida después de salir de Egipto, y que sólo cuatro escaparon al fuego de Sodoma y de las otras ciudades que se incendiaron y perecieron con esta. Todo esto significa que el número de los condenados que serán arrojados al fuego como la paja es mucho mayor que la de los salvados, que el Padre celestial un día reunirá en sus graneros, como trigo precioso.
No acabaría si yo tuviera que señalar todas las figuras, por las que la Sagrada Escritura confirma esta verdad, vamos a contentarnos con escuchar el oráculo viviente de la Sabiduría encarnada. ¿Qué respondió nuestro Señor a aquel hombre curioso en el Evangelio que le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” ¿Guardó silencio? ¿Respondió con dificultad? ¿Oculto su pensamiento por temor a asustar a la gente? No. Interrogado por uno solo, se dirige a todos los presentes. Y les dice: “¿Ustedes me preguntan si sólo unos pocos se salvan? He aquí mi respuesta: Esforzaos por entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, tratarán de entrar y no podrán”. ¿Quién habla aquí? Es el Hijo de Dios, la Verdad Eterna, que en otra ocasión, dice aún más claro: “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”. Él no dice que llama a todos y que, de todos los hombres, pocos son los elegidos, pero que muchos son los llamados, lo que significa, como San Gregorio explica que, de todos los hombres, muchos son los llamados a la verdadera religión, pero pocos de ellos se salvan. Hermanos, estas son las palabras de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Son claras? Son verdaderas. Díganme ahora si es posible que ustedes tengan fe en su corazón y no tiemblen.

La salvación en los diferentes Estados de Vida:

Pero, ¡Ah!, veo que al hablar de esta manera a todos en general, me salgo de mi punto. Así que vamos a aplicar esta verdad a varios estados, y ustedes comprenderán que deben tirar la razón, la experiencia y el sentido común de los fieles, o sino, confesar que el mayor número de católicos es condenado. ¿Hay algún estado en el mundo más favorable a la inocencia en la que la salvación parece más fácil y del cual la gente tiene una idea más elevada que la de los sacerdotes, los lugartenientes de Dios? A primera vista, quién no creería que la mayoría de ellos no sólo son buenos pero aún perfectos, sin embargo, estoy horrorizado cuando escucho a San Jerónimo declarar que aunque el mundo está lleno de sacerdotes, apenas uno de cada cien está viviendo en una manera conforme con su estado, cuando oigo a un siervo de Dios diciendo que ha aprendido por revelación que el número de sacerdotes que caen en el infierno cada día es tan grande que le parece imposible que quede alguno en la tierra, cuando oigo a San Juan Crisóstomo exclamando con lágrimas en los ojos, “no creo que se salvan muchos sacerdotes, yo creo lo contrario, que el número de los que son condenados es mayor”.
Mira aún más alto, y mira a los prelados de la Santa Iglesia, los pastores que tienen a cargo las almas. ¿Es el número de los que se salvan entre ellos mayor que el número de los que son condenados? Escuchen a Cantimpré; él les dirá un evento a ustedes, y ustedes podrán sacar las conclusiones. Hubo un sínodo que se celebró en París, y un gran número de obispos y pastores que tenían a cargo las almas estuvieron presentes: el rey y los príncipes también fueron a añadir lustre a esta asamblea con su presencia. Un famoso predicador fue invitado a predicar. Mientras estaba preparando su sermón, un horrible demonio se le apareció y le dijo: “Pon tus libros a un lado. Si quieres dar un sermón que será útil para los príncipes y prelados, alégrate con decirles esto de nuestra parte: Nosotros los príncipes de las tinieblas les agradecemos, príncipes, prelados y pastores de almas, que, debido a su negligencia, la mayor parte de los fieles son condenados, además, estamos guardando una recompensa para ustedes por este favor, cuando ustedes estén con nosotros en el infierno”.
¡Ay de vosotros que mandan a otros! Si tantos son condenados por vuestra culpa, ¿qué va a pasar con ustedes? Si pocos de los que son primeros en la Iglesia de Dios se salvan, que va a pasar con ustedes? Tomemos todos los estados, ambos sexos, todas las condiciones: maridos, esposas, viudas, mujeres jóvenes, hombres jóvenes, soldados, comerciantes, artesanos, pobres y ricos, nobles y plebeyos. ¿Qué podemos decir acerca de todas estas personas que están viviendo tan mal? El siguiente relato de San Vicente Ferrer les mostrará lo que ustedes pueden pensar de ello. Relata que un archidiácono en Lyon renunció a su cargo y se retiró a un lugar desierto para hacer penitencia, y que murió al mismo día y hora que San Bernardo. Después de su muerte, se apareció a su obispo y le dijo: “Sabe, Monseñor, en el mismo momento que morí, treinta y tres mil personas también murieron. De esta cifra, Bernardo y yo fuimos al cielo sin demora, tres se fueron al purgatorio, y todos los demás cayeron en el infierno”. Nuestras crónicas relatan un suceso aún más terrible. Uno de nuestros hermanos, bien conocido por su doctrina y santidad, estaba predicando en Alemania. Representó a la fealdad del pecado de impureza tan fuertemente que una mujer cayó muerta de tristeza en frente de todos. Entonces, volviendo a la vida, dijo, “Cuando me presente ante el Tribunal de Dios, sesenta mil personas llegaron al mismo tiempo de todas partes del mundo, de este número, tres fueron salvadas al ir al purgatorio, y el resto fueron condenadas”.
¡Oh abismo de los juicios de Dios! ¡Fuera de treinta mil, sólo cinco se salvaron! ¡Y fuera de sesenta mil, sólo tres se fueron al cielo! Ustedes pecadores que me están escuchando, ¿en qué categoría van a ser numerados?... ¿Qué dicen?... ¿Qué piensan?...
Veo a casi todos ustedes bajar la cabeza, llenos de asombro y horror. Pero vamos a poner nuestro estupor a un lado, y en lugar de halagarnos a nosotros mismos, vamos a tratar de sacar algún provecho de nuestro miedo. ¿No es cierto que hay dos caminos que conducen al cielo: la inocencia y el arrepentimiento? Ahora, si les muestro que muy pocos toman uno de estos dos caminos, como personas racionales llegaran a la conclusión de que muy pocos se salvan. Y para hablar de las pruebas: en qué edad, empleo o condición van a encontrar que el número de los malos no es cien veces mayor que el de los buenos, sobre los cuales se podría decir, “Los buenos son tan raros y los malvados son tan grande en número”. Se podría decir de nuestro tiempo lo que Salviano, dijo del suyo: es más fácil encontrar una innumerable multitud de pecadores, inmersos en toda clase de iniquidades que a unos pocos hombres inocentes. ¿Cuantos servidores son totalmente honestos y fieles en sus funciones? ¿Cuantos comerciantes son justos y equitativos en su comercio?, ¿cuantos artesanos exactos y veraces, cuantos vendedores desinteresados y sinceros? ¿Cuántos hombres de la ley no abandonan la equidad? ¿Cuántos soldados no pisan al inocente?, ¿cuántos maestros no retienen injustamente el salario de quienes les sirven, o no tratan de dominar a sus inferiores? En todas partes, los buenos son raros y los malos en gran número. ¿Quién no sabe que hoy en día hay tanto libertinaje entre los hombres maduros, libertad entre las jóvenes, vanidad en las mujeres, libertinaje en la nobleza, corrupción en la clase media, disolución en el pueblo, descaro entre los pobres?, que uno podría decir lo que David dijo de su época: “Todos por igual se han ido por mal camino... no hay ni siquiera uno que haga el bien, ni siquiera uno”.
Vayan a la calle y la plaza, al palacio y la casa, a la ciudad y al campo, al tribunal y al tribunal de la ley, e incluso al templo de Dios. ¿Dónde se encuentra la virtud? “¡Ay!” grita Salviano, “salvo por un número muy pequeño que huye del mal, ¿qué es la asamblea de los cristianos si no un sumidero de vicio?” Todo lo que podemos encontrar en todas partes es el egoísmo, la ambición, la gula y el lujo. ¿No está la mayor proporción de hombres contaminados por el vicio de la impureza, y no esta San Juan correcto al decir: “El mundo entero - si se puede decir así- se encuentra asentado en la maldad”. Yo no soy el que digo esto, la razón nos obliga a creer que de aquellos que viven tan mal, muy pocos se salvan.
Pero ustedes dirán: ¿Puede la penitencia reparar la pérdida de la inocencia? Eso es cierto, lo admito. Pero también sé que la penitencia es muy difícil en la práctica; hemos perdido la costumbre de manera tan completa, y es tan maltratada por los pecadores, que esto sólo debería ser suficiente para convencerlos de que muy pocos son salvados por este camino. ¡Oh, cuan empinada, estrecha y espinosa, horrible de ver y difícil de escalar que es! Dondequiera que miremos, vemos rastros de sangre y cosas que atraen tristes recuerdos. Muchos se debilitan a la vista de ella. Muchos pierden desde el principio. Muchos caen de cansancio en el medio, y muchos pierden miserablemente al final. ¡Y cuán pocos son los que perseveran en ella hasta la muerte! San Ambrosio dice que es más fácil encontrar hombres que han mantenido su inocencia que encontrar hombres que han hecho penitencia apropiada.
Si se considera el sacramento de la penitencia, ¡hay tantas confesiones distorsionadas, tantas excusas estudiadas, tantos arrepentimientos engañosos, tantas falsas promesas, tantas resoluciones inútiles, tantas absoluciones inválidas! ¿Se considera como válida la confesión de alguien que se acusa de pecados de impureza y todavía se aferra a la ocasión de ellos? ¿O alguien que se acusa de injusticias evidentes, sin la intención de hacer cualquier reparación que sea por ellas? O alguien que cae de nuevo en las mismas iniquidades después de ir a la confesión? ¡Oh, los horribles abusos de tan gran sacramento! Uno confiesa para evitar la excomunión, otro para hacer una reputación como penitente. Uno se libera de sus pecados para calmar sus remordimientos, otro los oculta por vergüenza. Uno los acusa imperfectamente por malicia, otro lo hace por costumbre. Uno no tiene el verdadero fin del sacramento en la mente, a otro le falta la pena necesaria, y a otro más firme propósito. Pobres confesores, ¿qué esfuerzos hacen para atraer al mayor número de penitentes a estas resoluciones y actos, sin que la confesión sea un sacrilegio, la absolución una condena y la penitencia una ilusión?
¿Dónde están ahora, los que creen que el número de los salvados entre los cristianos es mayor que la de los condenados y quienes, para autorizar su opinión, razonan de esta manera: la mayor parte de los adultos católicos mueren en sus camas, armados con los sacramentos de la Iglesia, entonces, la mayoría de los católicos adultos se salvan? ¡Ah, qué buen razonamiento! Ustedes deben decir exactamente lo contrario. La mayoría de los adultos católicos se confiesan mal en la muerte, por lo tanto la mayoría de ellos están condenados. Digo “en todo es más seguro”, porque, para una persona moribunda que no se ha confesado bien cuando se encontraba en buen estado de salud, será aún más difícil hacerlo cuando este en cama con el corazón pesado, una cabeza inestable, una mente confusa; cuando se opone en muchos aspectos aún por los seres vivos, y, sobre todo por los demonios que buscan todos los medios para echarlo al infierno. Ahora, si se añade a todos estos falsos penitentes todos los otros pecadores que mueren de forma inesperada en el pecado, debido a la ignorancia de los médicos o por culpa de sus familiares, que mueren por envenenamiento o al ser enterrados en los terremotos, o en un accidente cerebrovascular, o en una caída, o en el campo de batalla, en una pelea, en una trampa, alcanzado por un rayo, quemados o ahogados, ¿No sois obligados a concluir que la mayoría de adultos cristianos están condenados? Ese es el razonamiento de San Juan Crisóstomo. Este santo, dice que la mayoría de los cristianos están caminando en el camino al infierno a lo largo de su vida. ¿Por qué, entonces, están tan sorprendidos de que la mayor parte va al infierno? Para llegar a una puerta, ustedes deben tomar el camino que conduce allí. ¿Qué tienen que responder a esta poderosa razón?
La respuesta, ustedes me dirán, es que la misericordia de Dios es grande. Sí, para los que le temen, dice el profeta, pero grande es su justicia para los que no le temen, y condena a todos los pecadores obstinados.
Así que me dirán: Bueno, entonces, ¿para quién es el paraíso, si no es para los cristianos? Es para los cristianos, por supuesto, pero para aquellos que no deshonran a su carácter y que viven como cristianos. Además, si al número de adultos cristianos que mueren en gracia de Dios, se añade el de innumerables niños que mueren después del bautismo y antes de llegar a la edad de la razón, no se sorprenderán de que San Juan Apóstol, hablando de los que se salvan, diga, “vi una gran multitud que nadie podía contar”.
Y esto es lo que engaña a los que pretenden que el número de los salvados entre los católicos es mayor que el de los condenados ... Si a ese número, se añade el de los adultos que han mantenido el manto de la inocencia, o que después de haberse manchado, se han lavado en las lágrimas de la penitencia, es cierto que se salva un mayor número, y que explica las palabras de San Juan, “Yo vi una gran multitud”, y estas otras palabras de nuestro Señor, “muchos vendrán de oriente y de occidente, y harán fiesta con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos”, y las otras figuras que suelen citarse a favor de esa opinión. Pero si estamos hablando de los cristianos adultos, la experiencia, la razón, la autoridad, la propiedad y la Escritura están de acuerdo en aprobar que el mayor número sea condenado. No creas que por esto, el paraíso está vacío, por el contrario, es un reino muy poblado. Y si los condenados son “tan numerosos como la arena en el mar”, los salvados son “tan numerosos como las estrellas del cielo”, es decir, tanto el uno como el otro son innumerables, aunque en proporciones muy diferentes.
Un día San Juan Crisóstomo, predicando en la catedral de Constantinopla, y teniendo en cuenta estas proporciones, no podía dejar de temblar de horror y preguntar: “Fuera de este gran número de personas, ¿cuántos creen que van a ser salvos?” Y sin esperar una respuesta, añadió, “entre tantos miles de personas, no encontraríamos un centenar que se salvasen, e incluso dudo de los cien”. ¡Qué cosa tan horrible! El gran santo cree que de tantas personas, apenas cien se salvarían, y aun peor, no estaba seguro de esa cifra. ¿Qué les pasará a ustedes que me están escuchando? ¡Dios mío, no puedo pensar en esto sin estremecerme! Hermanos, el problema de la salvación es una cosa muy difícil, pues de acuerdo a las máximas de los teólogos, cuando un fin exige grandes esfuerzos, sólo unos pocos logran alcanzarlo.
Por eso, Santo Tomás, el Doctor Angelical, después de pesar todas las razones a favor y en contra, en su inmensa erudición, finalmente llegó a la conclusión de que el mayor número de católicos adultos son condenados. Él dice, “Debido a que la belleza eterna sobrepasa al estado natural, sobre todo porque ha sido privado de la gracia original, es un pequeño número el que se salva”.
Entonces, quítense las vendas de los ojos que los ciega con el amor propio, que les impide creer una verdad tan obvia dándoles ideas muy falsas sobre la justicia de Dios, “Padre Justo, el mundo no te ha conocido”, dijo Nuestro Señor Jesucristo. Él no dice “Padre Todopoderoso, bondadoso y misericordioso”. Dice “Padre Justo”, por lo que podemos entender que, de todos los atributos de Dios, ninguno es más conocido que su justicia, porque los hombres se niegan a creer lo que tienen miedo a sufrir. Por lo tanto, quítense las vendas que cubren sus ojos y digan entre lágrimas: ¡Ay! ¡El mayor número de católicos, el mayor número de personas que viven aquí, incluso los que están en esta Asamblea, se condenará! ¿Qué tema podría ser más merecedor de sus lágrimas?
El rey Jerjes, de pie sobre una colina, mirando a su ejército de cien mil soldados en la batalla, y considerando que de todos ellos no habría un solo hombre vivo en cien años, no pudo contener las lágrimas. ¿No tenemos más razón para llorar con el pensamiento de que, de tantos católicos, el mayor número será condenado? Acaso este pensamiento no hará a nuestros ojos derramar ríos de lágrimas, o al menos producir en nuestro corazón el sentimiento de compasión que sintió un hermano agustino, Ven. Marcello de Santo Domingo? Un día, mientras estaba meditando sobre el dolor eterno, el Señor le mostró cuántas almas se van al infierno en ese momento y le hizo ver un camino muy amplio en el que veintidós mil reprobados fueron corriendo hacia el abismo, que chocaban entre sí. El siervo de Dios se quedó estupefacto ante la vista y exclamó: “¡Oh, qué número! ¡Qué número! Y aún hay más en camino. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué locura!” Déjenme repetir con Jeremías: “¿Quién va a dar agua a mi cabeza, y una fuente de lágrimas a mis ojos? Y voy a llorar día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo”.
¡Pobres almas! ¿Cómo se puede correr tan de prisa hacia el infierno? Por amor a la piedad paren y escúchenme un momento. O entienden lo que significa ser salvados y ser condenados por toda la eternidad, o no. Si ustedes entienden y, a pesar de eso, no deciden cambiar su vida hoy en día, hacer una buena confesión y pisotear al mundo, en una palabra, hacen todo esfuerzo para ser contados entre el número pequeño de los que se salvan, Yo digo que no tienen la fe. Ustedes son más excusables si no lo entienden, porque si no hay que decir que están dementes. Para ser salvados por toda la eternidad, para ser condenados por toda la eternidad, y no hacer sus máximos esfuerzos para evitar una, y asegurarse de la otra, es algo inconcebible.

La Bondad de Dios:

Tal vez ustedes todavía no creen en la terrible verdad que acabo de enseñar. Pero son la mayoría de los teólogos altamente considerados, los Padres más ilustres que han hablado a través de mí. Entonces, ¿cómo se pueden resistir a razones con el apoyo de tantos ejemplos y las palabras de la Escritura? Si ustedes aún no se deciden, a pesar de esto, y si sus mentes se inclinan a la opinión contraria, ¿esta consideración no basta para hacerlos temblar? Ah, ¡esto muestra que no les importa mucho su salvación! En esta importante cuestión, un hombre sensato es golpeado con más fuerza por la menor duda de que corre el riesgo, por la evidencia de la ruina total en asuntos en que el alma está implicada. Uno de nuestros hermanos, Giles de Asís, tenía la costumbre de decir que si un solo hombre iba a ser condenado, el haría todo lo posible para asegurarse de que no fuera ese hombre.
Entonces, ¿qué debemos hacer, nosotros los que sabemos que la mayor parte va a ser condenada, y no sólo de todos los católicos? ¿Qué debemos hacer? Tomar la resolución de pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Alguno dirá: Si Cristo quería maldecirme, ¿por qué me ha creado? ¡Silencio, lengua precipitada! Dios no creó a nadie para condenarlo, pero el que está condenado, está condenado porque él quiere estarlo. Por lo tanto, voy a tratar de defender la bondad de mi Dios y de absolverla de toda culpa: que será el tema del segundo punto.
Antes de continuar, vamos a reunir a un lado todos los libros y todas las herejías de Lutero y Calvino, y en el otro lado los libros y las herejías de los pelagianos y semipelagianos, y vamos a quemarlos. Algunos destruyen la gracia, otros la libertad, y todos están llenos de errores, así que los echamos en el fuego. Todos los condenados tienen a su frente el oráculo del profeta Oseas, “Tu condena proviene de ti”, de modo que puedan entender que todo el que está condenado, está condenado por su propia malicia y porque quiere ser condenado.

Primero vamos a echar estas dos verdades innegables como base: “Dios quiere que todos los hombres se salven", "Todos se encuentran en necesidad de la gracia de Dios”. Ahora, si me muestran que Dios quiere salvar a todos los hombres, y que para ello le da a todos ellos su gracia y todos los demás medios necesarios para obtener este fin sublime, estarán obligados a aceptar que quien está condenado debe imputarlo a su propia malicia, y que si el mayor número de cristianos son condenados, es porque quiere serlo. “Tu maldición viene de ti, tu ayuda es sólo en mí”.
  
Dios quiere que todos los hombres se salven:

En un centenar de lugares en las Sagradas Escrituras, Dios nos dice que es realmente su deseo el de salvar a todos los hombres. “¿Es acaso mi voluntad que el pecador muera, y no que se convierta de sus caminos? ... Vivo yo, dice Jehová el Señor. Yo no deseo la muerte del pecador. Si se convierte vivirá”. Cuando alguien quiere algo mucho, dice que se está muriendo con el deseo, es una hipérbole. Pero Dios ha querido y aún quiere nuestra salvación, tanto, que murió de deseo, y sufrió la muerte para darnos vida. Esta voluntad de salvar a los hombres tanto, no es una voluntad superficial y aparente en Dios, es una voluntad real, efectiva, y beneficiosa, porque Él nos da todos los medios más adecuados a nosotros para ser salvos. No nos los da a nosotros para que no la consigamos, nos los da con una voluntad sincera, con la intención de que podamos obtener su efecto. Y si no lo obtenemos, se muestra afligido y ofendido por ello. Manda aún a los condenados a seguirla, a fin de ser salvados; Les exhorta a esta, les obliga a esta, y si no la hacen, pecan. Por tanto, puedan hacerla y así ser salvados.
Es más, porque Dios ve que ni siquiera podemos hacer uso de su gracia, sin su ayuda, Él nos da otras ayudas, y si a veces son ineficaces, es nuestra culpa, porque con estas mismas ayudas, se puede abusar de ellas y ser condenados con ellas, más otro con ellas puede hacer el bien y ser salvo; incluso podríamos salvarnos con las ayudas de menor potencia. Sí, puede suceder que abusen de una mayor gracia y sean condenados, mientras que otro coopera con una gracia menor y se salva.
San Agustín exclama: “Por tanto, si alguien se aparta de la justicia, este es llevado por su libre voluntad, encabezada por su concupiscencia, y engañado por su propia convicción”. Pero para aquellos que no entienden teología, esto es lo que les tengo que decir: Dios es tan bueno que cuando ve a un pecador corriendo a su ruina, corre detrás de él, le llama, le suplica y lo acompaña hasta las puertas del infierno, ¿qué no hará para convertirlo? Le envía buenas inspiraciones y pensamientos santos, y en caso de que no saque provecho de ellos, Él se enoja y se indigna, Él lo persigue. ¿Le golpeará? No. Él golpea el aire y lo perdona. Pero el pecador no se convierte todavía. Dios le envía una enfermedad mortal. Sin duda, es todo para él. No, hermanos, Dios lo cura, el pecador se obstina en el mal, y Dios en su misericordia, busca otro camino, Él le da un año más, y cuando este año pasa, es más, le concede otro.
Pero si el pecador todavía quiere arrojarse al infierno a pesar de todo esto, ¿qué hace Dios? ¿Le abandona? No. Él lo toma de la mano, y mientras que él tiene un pie en el infierno y el otro fuera, Él le predica y le implora que no abuse de sus gracias. Ahora les pregunto, si ese hombre es condenado, ¿no es cierto que es condenado en contra de la voluntad de Dios y porque quiere ser condenado? Ahora ven y pregúntame: Si Dios hubiera querido condenarme, ¿por qué me ha creado?
Pecador ingrato, aprende hoy de que si eres condenado, no es Dios quien tiene la culpa, sino eres tú y tu propia voluntad. Para que te convenzas tú mismo, baja hasta las profundidades del abismo, y os traeré una de esas miserables almas condenadas ardiendo en el infierno, para que estas te expliquen esta verdad. Aquí está una ahora: “Dime, ¿quién eres?” “Soy un pobre idólatra, nacido en una tierra desconocida, nunca oí hablar del cielo o del infierno, ni de lo que estoy sufriendo ahora”. ¡Pobre miserable! Vete, no eres al que estoy buscando”. Otro está viniendo; ahí está. “¿Quién eres?” “Soy un cismático de los extremos de Tartaria, siempre he vivido en un estado incivilizado, casi sin saber que hay un Dios”. “Usted no es al que quiero, regresa al infierno”. Aquí está otro. “¿Y tú quién eres?” “Soy un pobre hereje del Norte. Nací bajo el Polo y nunca vi ni la luz del sol ni la luz de la fe”. “No eres al que yo estoy buscando, regresa al infierno”. Hermanos, mi corazón se rompe al ver a estos desgraciados que ni siquiera sabían de la verdadera fe entre los condenados. Aun así, sabemos que la sentencia de condena fue pronunciada contra ellos y se les dijo, “tu condena proviene de ti”. Fueron condenados porque querían serlo. ¡Recibieron tantas ayudas de Dios para ser salvados! No sabemos lo que eran, pero ellos saben bien, y ahora gritan “¡Oh Señor!, tú eres justo... y tus juicios son equitativos”.
Hermanos, ustedes deben saber que la creencia más antigua es la Ley de Dios, y que todos llevamos escrita en nuestros corazones, que se pueden aprender sin maestro, y que basta con tener la luz de la razón para conocer todos los preceptos de esta ley. Por eso, incluso los bárbaros se escondieron al momento de cometer el pecado, porque sabían que estaban haciendo mal, y que son condenados por no haber observado la ley natural escrita en sus corazones, porque si la hubieran observado, Dios habría hecho un milagro en lugar de dejarlos que sean condenados, Él les hubiera enviado a alguien para que les enseñe y les hubiera dado otras ayudas, de las que se hicieron indignos por no vivir en conformidad con las inspiraciones de su propia conciencia, que nunca dejó de advertirles del bien que deben hacer y el mal que deben evitar. Así que es su conciencia, que los acusó en el Tribunal de Dios, y les dice constantemente en el infierno, “Tu condena proviene de ti”. Ellos no saben qué responder y se ven obligados a confesar que son merecedores de su destino. Ahora bien, si estos infieles no tienen excusa, ¿Habrá alguna para un católico que tenía tantos sacramentos, tantos sermones, tanta ayudas a su disposición? ¿Cómo se atreve a decir?: “Si Dios iba a condenarme, ¿por qué me ha creado”? ¿Cómo se atrevería a hablar de esta manera, cuando Dios le da tantas ayudas para ser salvo? Así que vamos a terminar frustrándole.
Ustedes, que están sufriendo en el abismo, ¡contéstenme! ¿Hay católicos entre ustedes? “¡Por cierto que hay!” ¿Cuántos? ¡Que uno de ellos venga aquí! “Eso es imposible, están demasiado abajo, y para poder hacer que ellos vengan aquí tendríamos que poner todo el infierno de cabeza, sería más fácil detener a uno de ellos que este cayendo adentro”. Así pues, me dirijo a ustedes que viven en el hábito de pecado mortal, en el odio, en el fango del vicio de la impureza, y que se acercan al infierno cada día. Para, y da la vuelta, es Jesús el que te llama y que, con sus heridas, así como con tantas voces elocuentes, te grita a ti, “Hijo mío, si eres condenado, sólo te puedes culpar a ti mismo: “Tu condenación proviene de ti”. Alzad vuestros ojos y ved todas las gracias con las que te he enriquecido para asegurar tu salvación eterna. Te podría haber hecho nacer en un bosque en Babaria, que es lo que hice con muchos otros, pero yo te hice nacer en la Iglesia Católica, te puse un padre tan bueno, una madre excelente, con las más puras instrucciones y enseñanzas. Si eres condenado a pesar de esto, ¿quién tiene la culpa? Tu propia culpa es, Hijo mío, tu propia culpa: Tu condenación proviene de ti”.
“Yo te podía haber echado en el infierno después del primer pecado mortal que cometiste, sin esperar al segundo: lo hice a tantos otros, pero fui paciente contigo, te esperé durante muchos largos años. Todavía estoy esperando de ti hoy en la penitencia. Si eres condenado, a pesar de todo eso, ¿de quién es la culpa? Tu culpa es, Hijo mío, tu propia culpa: Tu condena proviene de ti. Tú sabes cuántos han muerto ante tus propios ojos y son condenados, esta era una advertencia para ti. Tú sabes cuantos otros he puesto por el buen camino para darte un ejemplo. ¿Recuerdas lo que ese excelente confesor te dijo? yo soy el que hice que lo dijera. ¿No te ordeno cambiar tu vida, para hacer una buena confesión? yo soy el que le inspiró. ¿Recuerdas aquel sermón que tocó tu corazón? yo soy el que te llevó allí. Y lo que pasó entre tú y yo en el secreto de tu corazón,... que nunca puedes olvidar”.
“Esas inspiraciones interiores, ese conocimiento claro, ese constante remordimiento de conciencia, ¿te atreves a negarlos? Todas estas fueron tantas ayudas de mi gracia, porque quería salvarte. Me negué a dárselas a muchos otros, y te las di a ti porque te amaba tiernamente. Hijo mío, hijo mío, si yo les hubiera hablado con tanta ternura como me dirijo a ti hoy, ¿cuántas otras almas hubieran vuelto al camino correcto? Y tú... Me das la espalda. Escucha lo que te voy a decir, y estas son mis últimas palabras: Tú me has costado mi sangre, si deseas ser condenado a pesar de la sangre que derrame por ti, no me culpes, sólo a ti mismo puedes acusar, y por toda la eternidad, no olvides que si eres condenado, a pesar de mí, eres condenado porque quieres ser condenado: Tu condena proviene de ti”.
Oh, mi buen Jesús, las piedras mismas se partirían al oír palabras tan dulces, expresiones tan tiernas. ¿Hay alguien aquí que quiere ser condenado, con tantas gracias y ayudas? Si hay una, dejen que me escuche, y que se resista si puede.
Baronio relata que después de la apostasía infame de Juliano el Apóstata, este concibió un odio tan grande contra el Santo Bautismo que día y noche, buscó una manera en la que podría borrar el suyo. Para tal fin preparo un baño de sangre de cabra y se colocó en él, queriendo que esta sangre impura de una víctima consagrada a Venus pueda borrar el carácter sagrado del bautismo de su alma. Tal comportamiento te parecerá abominable, pero si el plan de Juliano hubiera sido capaz de tener éxito, lo cierto es que estaría sufriendo mucho menos en el infierno.
Pecadores, el consejo que les quiero dar, sin duda, parecerá extraño, pero si ustedes lo entienden bien, es, por el contrario, inspirado por la tierna compasión hacia ustedes. Les suplico de rodillas, con la sangre de Cristo y el Corazón de María, que cambien sus vidas, vuelvan al camino que conduce al cielo, y hagan todo lo posible por pertenecer al pequeño número de los que son salvados. Si, en lugar de ello, desean continuar caminando en la carretera que conduce al infierno, al menos, encuentren una manera de borrar su bautismo. ¡Ay de ti si tomas el Santo Nombre de Jesucristo y el carácter sagrado de los cristianos grabado en tu alma al infierno! Tu castigo será aún mayor. Así que lo que yo aconsejo que hagas: si no deseas convertirte, ve hoy mismo y pregúntale a tu pastor para borrar tu nombre del registro bautismal, de modo que no quede ningún recuerdo de que hallas sido alguna vez un cristiano; implora a tu ángel de la guarda para que te borre de su libro de gracias las inspiraciones y las ayudas que te ha dado por orden de Dios, porque ¡ay de ustedes si las recuerda! Dígale a Nuestro Señor que tome de regreso su fe, su bautismo, sus sacramentos.
¿Estás horrorizado al pensar así? Pues bien, échate a los pies de Jesucristo, y dile, con lágrimas en los ojos y el corazón contrito: “Señor, confieso que hasta ahora no he vivido como cristiano. No soy digno de ser contado entre tus elegidos. Reconozco que merezco ser condenado, pero tu misericordia es grande y lleno de confianza en tu gracia, te digo que quiero salvar mi alma, aunque tenga que sacrificar mi fortuna, mi honor, y hasta mi vida, con tal que sea salvado. Si he sido infiel hasta ahora, me arrepiento, deploro, detesto mi infidelidad, te pido humildemente que me perdones por ello. Perdóname, buen Jesús, y también fortaléceme, para que pueda ser salvado. Te pido no la riqueza, ni el honor ni la prosperidad, te pido una sola cosa, que salves mi alma”.
Y tú, ¡oh Jesús! ¿Qué dices? ¡Oh buen Pastor, mira a la oveja descarriada que vuelve a ti; abraza a este pecador arrepentido, bendice sus suspiros y lágrimas, o más bien bendice a estas personas que están tan dispuestas y que no quieren nada más que su salvación. Hermanos, a los pies de Nuestro Señor, vamos a protestar porque queremos salvar nuestra alma, cueste lo que cueste. Pongámonos todos a decirle con los ojos llenos de lágrimas, “Buen Jesús, yo quiero salvar mi alma”, ¡Oh, benditas lágrimas, benditos suspiros!

Conclusión: 

Hermanos, quiero despedirlos a todos ustedes consolados hoy. Así que si preguntan mi sentimiento sobre el número de los que se salvan, aquí está: si hay muchos o pocos los que se salvan, digo que todo aquel que quiere ser salvo, será salvo, y que nadie puede ser condenado si no quiere serlo. Y si bien es cierto que pocos se salvan, es porque hay pocos que viven bien. Por lo demás, comparen estas dos opiniones: la primera afirma que son condenados el mayor número de católicos, la segunda, por el contrario, pretende que se salvan el mayor número de católicos. Imagina a un ángel enviado por Dios para confirmar la primera opinión, viene a decir que no sólo son la mayoría de los católicos condenados, pero que de esta reunión de todo estos aquí presentes, uno solo será salvo. Si obedeces los mandamientos de Dios, si detestas la corrupción de este mundo, si abrazas la cruz de Jesucristo en un espíritu de penitencia, serás ese uno que se salvará.
Ahora imagínate al mismo ángel que regrese a ti confirmando la segunda opinión. Él te dice que no sólo son la mayor parte de los católicos salvados, pero que de todos en esta reunión, uno solo va a ser condenado y todos los demás salvados. Si después de esto, continúas con tus usuras, tus venganzas, tus acciones criminales, tus impurezas, entonces serás ese uno que será condenado.
¿Cuál es el uso de saber si muchos o pocos se salvan? San Pedro nos dice: “Esfuérzate por las buenas obras para hacer tu elección segura”. Cuando la hermana de Santo Tomás de Aquino le preguntó qué debía hacer para ir al cielo, este dijo: “serás salva si deseas serlo”. Yo les digo lo mismo a ustedes, y aquí está la prueba de mi declaración. Nadie es condenado si no comete pecado mortal, que es de la fe. Y nadie comete un pecado mortal, a menos que quiera: que es una proposición teológica innegable. Por lo tanto, nadie va al infierno a menos que quiera, y la consecuencia es obvia. ¿Acaso eso no es suficiente para consolarlos a ustedes? Lloren por los pecados del pasado, hagan una buena confesión, no pequen más en el futuro, y todos serán salvos. ¿Por qué te atormentes así? Porque es cierto que hay que cometer pecado mortal para ir al infierno, y que para cometer pecado mortal debes querer hacerlo, y como consecuencia, nadie va al infierno a menos que quiera. Esto no es sólo una opinión, es una verdad innegable y muy reconfortante, Dios os haga entender, y que Dios los bendiga. Amén.
En las primeras normas sobre el discernimiento de espíritus, San Ignacio pone de manifiesto que es típico del espíritu del mal tranquilizar a los pecadores. Por lo tanto, debemos predicar constantemente y dar lugar a la confianza y a la esperanza en el perdón infinito del Señor y de su misericordia, para que la conversión sea fácil y su gracia, omnipotente. Pero también debemos recordar que “Dios no puede ser burlado”, y que alguien que vive habitualmente en el estado de pecado mortal está en el camino a la condenación eterna.
Hay milagros de último minuto, pero a menos que sostengamos que los milagros son la generalidad de las cosas, estamos obligados a aceptar que para la mayoría de las personas que viven en el estado de pecado mortal, condenación final es la posibilidad más probable.
La doctrina de San Leonardo de Puerto Mauricio ha salvado y salvará innumerables almas hasta el fin del tiempo. Esto es lo que dice la Iglesia en la oración del Oficio Divino, Lección Sexta, hablando de la elocuencia celestial San Leonardo: Al oírle, hasta los corazones de hierro y bronce fueron fuertemente inclinados a la penitencia, con motivo de la sorprendente eficacia de la predicación y celo ardiente del predicador. Y en la oración litúrgica pedimos al Señor, “danos el poder para doblar el corazón de los pecadores endurecidos por las obras de la predicación.”

Este sermón de San Leonardo de Porto-Maurizio se predicó durante el reinado del Papa Benedicto XIV, que tanto amó al gran misionero.