Queridos amigos,
Esta cuestión ha mantenido toda
su actualidad, y hasta se volvió candente en estos últimos tiempos.
¿Qué hay que decirles a los
hombres? ¿Qué lenguaje hay que tener…
-ante las autoridades romanas,
cuando nos hacen gestos de benevolencia?
-ante esa franja indefinible de
católicos “conciliares” de tendencia conservadora?
-ante el hombre de la calle que
ya no tiene más fe, ni ley?
A primera
vista, se presentan ante nosotros dos soluciones. La primera es la del doberman
que aúlla ante todo lo que se mueve, y muerde al primer extraño que llega. Es
la posición belicosa del que alrededor de sí no ve más que enemigos, y que les
lanza sin cesar todos los insultos del diccionario. Esta actitud, de un
antiliberalismo primario y autosuficiente, se encuentra a veces, pero no es de
hecho la de la mayoría, y no nos parece que sea la más peligrosa.
Un segundo
estado de espíritu es el más difundido, y parece imponerse como una moda: es el
de la diplomacia. Como algunos católicos conciliares, bastante numerosos se nos
dice, nos manifiestan un cierto interés por la Tradición, no hay que
espantarlos con un lenguaje polémico: tratemos de conmoverlos con una actitud
conciliatoria. Debemos mostrarles que no somos tan malos como se les quiere
hacer creer que somos. Hablemos un lenguaje que entiendan. Pongamos a la luz lo
que hay de bueno, o por lo menos de soportable, en ellos, sin focalizarse sobre
sus errores. Busquemos ante todo ser vistos y escuchados, y agradar.
Las dos
actitudes que presentamos aquí de una manera voluntariamente caricaturesca
contienen ambas una gran parte de verdad. Con la primera hay que afirmar que el
modernismo (liberalismo, naturalismo, etc…) sigue siendo el gran enemigo de la
Iglesia y de las almas, y que hay que combatirlo abiertamente. Con la segunda,
debemos saber que sólo la bondad puede tocar los corazones y abrir un camino a
la verdad en los espíritus falseados por los prejuicios. Esta actitud parte de
un buen sentimiento: hay que ser misionero, y entonces afable.
Esta segunda
actitud, sin embargo, no deja de constituir un peligro. Un sacerdote de la
Fraternidad San Pío X decía con razón en los años 1987-1989: “La diplomacia y
la fe son incompatibles”.
La proposición
aparece provocante, pero contiene una gran parte de verdad.
La diplomacia
conduce necesariamente a ciertas concesiones. Para obtener mucho, debo ceder un
poco (o hasta mucho). Ahora bien, en las cosas de la fe, no se puede ceder
algo, “ni una iota”, como dice Nuestro Señor.
El diplomático
debe hablar con el lenguaje de su interlocutor. Pero en el campo de la verdad,
hablar el lenguaje del otro ya a menudo es una concesión a las ideas. ¿Qué
hacer entonces? ¿Estamos obligados a elegir entre un antiliberalismo excesivo
(el famoso “celo amargo”) y el camino tan peligroso y a menudo mundano de la
“diplomacia”? No; por encima de estas dos actitudes, hay una tercera, que
contiene como en una síntesis superior el bien que presentaban las dos
primeras. Esta tercera vía que fue inaugurada por Nuestro Señor y fue
practicada sin cesar por la Iglesia, es la de la predicación abierta y simple
de la fe.
¿Qué hay que
decirles a los hombres? Lo que San Pablo les decía a los judíos y a los paganos
de su tiempo: que Jesús es Dios, y que deben convertirse. Fue el lenguaje
simple y directo del Santo Cura de Ars en su siglo cientificista, fue también
el de Monseñor Lefebvre. Lo que conmueve a las almas es la predicación de los
nombres de Jesús, de María, y de las grandes verdades de la fe, donde estas
palabras son claramente definidas y explicadas.
Las dos
primeras actitudes que hemos mencionado proceden de un gusto insuficiente por
la verdad y la luz. Se definen demasiado en función del error o del parecer.
Ojalá la misericordia divina nos guarde en el amor de la verdad y en la verdad
del amor.
R.P. Jean Dominique, O.P., Revista Iesus Christus Nº
79, Enero/Febrero de 2002. Visto en Syllabus.