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sábado, 14 de septiembre de 2013

La Santa Misa, exaltación de la Santa Cruz.

(14 de septiembre: fiesta de la exaltación de la Santa Cruz)


El motivo de la fiesta del 14 de septiembre, la Exaltación de la Santa Cruz, es conmemorar un hecho histórico al que Dios ha querido dar, por así decir, una significación profética. Expliquemos, pues, el hecho, y hagamos luego la aplicación a la situación en que nos toca vivir hoy en día.

1º Conservar preciosamente la Santa Misa.

Cosroes II, rey de los Persas, ocupó Egipto y África y tomó en el año 614 la ciudad de Jerusalén, la puso a sangre y fuego, y se llevó en cautividad al Patriarca y a una gran muchedumbre de cristianos. También se llevó a Persia, como parte del botín, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, que Santa Elena había hecho colocar en el monte Calvario. Heraclio, que era entonces el emperador romano, forzado por las guerras y otras varias calamidades que entonces sufría el imperio, pidió la paz a Cosroes; pero este, insolente por su victoria, sólo la ofreció con condiciones inadmisibles. Viéndose en tal apuro, el emperador Heraclio se dio a la oración y al ayuno para implorar la ayuda del cielo, y luego enfrentó a las tropas de Cosroes, a las que logró vencer en tres batallas sucesivas, en el año 628. Cosroes huyó, y para rehacer sus fuerzas asoció a su reino a su hijo Medarsen; más el primogénito, Siroes, sintiéndose ultrajado por ello, llevó a cabo una conjuración contra su padre y su hermano, les dio muerte, y pidió a Heraclio que lo reconociera como rey. Heraclio sólo aceptó a condición de que le devolviera los prisioneros cristianos, y sobre todo la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Y así, después de catorce años de estar en poder de los Persas, el imperio cristiano logró recuperar tan valiosa reliquia.
Este hecho guarda estrechas semejanzas con lo que ha sido nuestra civilización cristiana. La cruz fue en otro tiempo un signo de oprobio, de maldición y de horror: «Maldito el que cuelga de un madero»; un suplicio reservado al último de los criminales y de los esclavos. Pero Dios, por un prodigio inaudito, convirtió esta señal tan ignominiosa en la más gloriosa de todos; de modo que hoy la señal de la Cruz es un signo de bendición y de salvación, de heroísmo y de mérito, de abnegación y de esperanza. En efecto, estaba escrito: «Dios reinó desde el madero»: esto es, que Nuestro Señor debía reinar por el madero de la Cruz Y si quisiéramos resumir la historia de la cristiandad, podríamos decir que fue la irradiación, en todos los órdenes de la vida humana, del sacrificio de Nuestro Señor en la Cruz. Jesucristo realizó el admirable prodigio de establecer su Cruz en el centro de la vida de los individuos, familias y sociedades, edificando con ella, a pesar de ser tan contraria a nuestra naturaleza caída, una civilización admirable: la civilización cristiana.
Ahora bien, como muy firmemente señalaba nuestro Fundador en el sermón de su jubileo sacerdotal, esta irradiación del sacrificio de la Cruz sobre toda la vida humana se realizó a través de la Santa Misa, que es ese mismo sacrificio perpetuado sobre nuestros altares. La Misa es, propiamente hablando, la exaltación más plena de la Santa Cruz.

«Ciertamente, yo sabía, por lo que habíamos estudiado, lo que era la Misa, pero no había comprendido bien todo su valor, toda su eficacia, toda su profundidad. Eso lo he vivido día a día, año tras año en el África, y particularmente en Gabón… Allí yo he visto, sí, he visto, lo que puede la gracia de la Santa Misa… Lo he visto en todas esas almas paganas, transformadas por la gracia del bautismo, por la asistencia a la Misa y por la sagrada Eucaristía. Estas almas comprendían el misterio del sacrificio de la Cruz, y se unían a Nuestro Señor Jesucristo en los sufrimientos de su Cruz, ofreciendo sus sacrificios y sufrimientos con los de Nuestro Señor, y vivían como cristianos… He podido ver esos pueblos paganos ahora hechos cristianos, transformarse no sólo espiritual y sobrenaturalmente, sino también física, social, económica y políticamente; transformarse porque esas personas, de paganas que eran, se volvieron conscientes de la necesidad de cumplir su deber a pesar de las pruebas y de los sacrificios, sobre todo sus obligaciones de matrimonio. Y entonces el pueblo se transformaba poco a poco, bajo la influencia de la gracia del santo sacrificio de la Misa. Y todos esos pueblos querían tener su capilla, y la visita del Padre…
«Si echamos ahora una ojeada a la historia, eso mismo ha pasado también en nuestros propios países, en los primeros siglos después de Constantino. Nuestros antepasados se convirtieron, y durante siglos ofrecieron sus países a Nuestro Señor Jesucristo, sometiéndose a la Cruz de Jesús… ¡Qué fe la de entonces en la Santa Misa! San Luis, rey de Francia, ayudaba a decir dos Misas cada día, y cuando viajaba y oía la campanilla de la consagración, bajaba del caballo o de su carroza para arrodillarse y unirse espiritualmente a la consagración que en aquel momento se realizaba. ¡Esa era la civilización católica!».

Pero ¿qué pasó después? Que el enemigo, como nuevo Cosroes, trató de eliminar la Cruz, y por tanto la Misa, del corazón de la cristiandad. Primero con Lutero, desde fuera, y luego con la complicidad de los pastores de la Iglesia, en las reformas del Vaticano II, se abolió prácticamente el misterio de la Cruz.

«En el concilio se han infiltrado los enemigos de la Iglesia, y su primer objetivo ha sido demoler y destruir en cierto modo la Misa… La reforma litúrgica del Vaticano II se parece exactamente a la que se produjo en tiempos de Cranmer, en el nacimiento del protestantismo inglés. Si se lee la historia de la transformación litúrgica, hecha por Lutero, se advierte que se ha seguido el mismo procedimiento, pero bajo aspectos todavía aparentemente católicos. Se ha suprimido justamente de la Misa su carácter sacrificial, su carácter de redención del pecado por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, por la víctima que es Nuestro Señor Jesucristo. Se transformado la Misa en una pura asamblea… Así no es extraño que la Cruz no triunfe, porque el sacrificio no triunfa, y los hombres no tienen otro pensamiento que el de aumentar su nivel de vida, el dinero, las riquezas, los placeres, las comodidades de esta tierra».

¿Qué nos queda, pues, por hacer?, preguntaba Monseñor Lefebvre. Y su respuesta era:

«Una cruzada, apoyada en el santo Sacrificio de la Misa, en la sangre de Nuestro Señor Jesucristo; apoyada en esa roca invencible y en esa fuente inagotable que es el santo sacrificio de la Misa… Es preciso hacer una cruzada, apoyada precisamente en estas nociones de siempre, de sacrificio, a fin de recrear la cristiandad, de rehacer la cristiandad tal como la Iglesia la desea y siempre la ha hecho, con los mismos principios, el mismo sacrificio de la Misa, los mismos sacramentos, el mismo catecismo, la misma sagrada Escritura».

Para eso, hemos de mantenernos firmes, como hace la Fraternidad San Pío X, en exigir la Santa Misa a las autoridades de la Iglesia. Así como Heraclio puso la condición a Siroes de devolver la Santa Cruz, también nosotros reclamamos que Roma libere incondicionalmente la Santa Misa para toda la Iglesia. Sin la Misa no puede haber una renovación de la fe y de la vida cristiana; pero con la Santa Misa difundida de nuevo en todas partes, la fe católica queda bien asentada, la gracia se comunica eficazmente a las almas, y se restablece en la Iglesia la auténtica vida cristiana.

2º Vivir de la Santa Misa.

Pero no basta defender y conservar la Misa, si no nos aplicamos a vivirla. Para comprenderlo, sigamos considerando el acontecimiento conmemorado en la fiesta del 14 de septiembre.
En acción de gracias a Dios por la victoria, el mismo emperador Heraclio quiso cargar sobre sus hombros la Cruz del Señor, y reponerla personalmente en el monte Calvario. Pero, al tomar la venerable reliquia, revestido de sus insignias imperiales, una fuerza invisible lo detuvo, y la Cruz se resistió a ser movida. Estupefactos todos los presentes por el prodigio, el Patriarca de Jerusalén, Zacarías, dijo al emperador: «Majestad, mal podréis llevar con vuestro atavío real una Cruz que nuestro Salvador quiso cargar en suma humildad y pobreza». El emperador, deponiendo entonces sus vestiduras reales, revistió un simple sayal y, caminando con los pies desnudos, pudo llevar la Santa Cruz hasta el monte Calva-rio, de donde la habían sacado los Persas. Al mismo tiempo sucedían varios milagros, que consolaron al emperador y a todos los fieles. Este es el acontecimiento memorable que la Iglesia celebra en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
También nosotros, que queremos defender y conservar la Santa Misa, para nosotros y para nuestros hijos, deseamos cargar con ella. Pero nos damos cuenta de que muchas veces no podemos, como le pasó al emperador Heraclio, por estar revestidos, no de oro y pedrería, sino de múltiples apegos al mundo y a sus máximas. No tenemos bastante espíritu de mortificación para vivir como verdaderos cristianos, no inculcamos suficientemente este espíritu a nuestros hijos. Y claro, así no podemos volver a poner la Cruz, la Misa, donde debe estar. Hemos de despojarnos de toda esa pompa, y revestir la humildad, la pobreza y la mortificación de Nuestro Señor Jesucristo. Monseñor Lefebvre nos explicaba también el porqué de ello.

«La noción de sacrificio es una noción profundamente católica. Nuestra vida no puede prescindir de sacrificio, desde que Nuestro Señor Jesucristo, Dios mismo, ha querido tomar un cuerpo como el nuestro y decirnos: Tomad vuestra cruz y seguidme, si queréis salvaros. Y nos ha dado el ejemplo con su muerte en la Cruz y el derramamiento de su sangre. Y nosotros, sus pobres criaturas, pecadores como somos, ¿nos atreveríamos a no seguir a Nuestro Señor, a no compartir su sacrificio y su Cruz? Este es todo el misterio de la civilización cristiana, la raíz de la civilización católica: la comprensión del sacrificio en la vida de cada día, la comprensión del sufrimiento, no como un mal y un dolor insoportable, sino entendiendo que es preciso compartir los dolores y sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo a la Santa Misa, que es la continuación de la pasión de Nuestro Señor en el Calvario.
«Cuando se comprende el sufrimiento, se convierte en un tesoro, porque estos sufrimientos, unidos a los de Nuestro Señor, unidos a los de todos los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos que sufren en el mundo…, se transforman en un tesoro incalculable, de eficacia extraordinaria para la conversión de las almas, y para la salvación de nuestra propia alma».

Conclusión.

Eso es lo que hemos de pedirle a Nuestro Señor Jesucristo al celebrar la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz: • la gracia de aprender el arte de llevar la cruz; • la gracia de querer llevarla; • la gracia de imponernos todas las mortificaciones, renuncias y sacrificios que nos imponen la asistencia a la Santa Misa, el deber de estado y nuestra conformidad con Nuestro Señor crucificado. A todos nos cuesta; nuestra naturaleza siente una repugnancia natural al sacrificio; pero la gracia de Dios nos ayudará, como ayudó a todos los mártires, y a todos los que construyeron la civilización cristiana.
Hagamos un examen de conciencia: ¿qué importancia le damos a la Misa, y por lo tanto al sacrificio, en nuestras vidas? ¿qué esfuerzos deberíamos hacer, para que este espíritu de sacrificio se afiance en nosotros y en nuestras familias? En definitiva, ¿qué hemos de hacer para que, en la exaltación definitiva de la Santa Cruz, que se verificará el día del juicio final, tengamos el consuelo de ver nuestras vidas conformes con la Cruz del Señor, que será el gran criterio con que Nuestro Señor juzgará nuestras vidas?

Tomado de Hojitas de Fe N°3, Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.