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jueves, 12 de septiembre de 2013

Todos los cristianos somos soldados.


“La vida cristiana es esencialmente una milicia en la que todos nos damos de alta y juramos defender el tesoro de la fe en el día del bautismo. Todos los cristianos somos soldados, y debemos luchar contra nuestros enemigos, que lo son principalmente el demonio y nuestra propia carne, pero con frecuencia lo es también el mundo y todos aquellos que debieran conducirnos a la felicidad. Si estos tales -aunque sean nuestros mismos gobernantes- lejos de encauzarnos por la senda del bien, nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a oponerles resistencia, en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Jesucristo: ‹No he venido a traer la paz, sino la guerra›; y aquellas otras: ‹No queráis temer a aquellos que quitan la vida del cuerpo, sino temed a Aquél que puede arrojar alma y cuerpo a las llamas del Infierno›. Por eso los Apóstoles contestaron a los Príncipes, que les prohibían predicar: “Antes obedecer a Dios que a los hombres”. Ahora bien: esta resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir que se deja descuartizar antes que renegar de su fe, resiste pasivamente. El soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios, resiste activamente a sus perseguidores. En tratándose de los individuos, puede haber algunos casos en que sea preferible -por ser de mayor perfección- la resistencia pasiva. Tal es el caso de los sacerdotes que en una lucha sangrienta, por la fe andan inermes en el campo auxiliando a los moribundos, y que, cayendo en manos del enemigo, son llevados al suplicio. Tal sucede también con los inocentes ciudadanos que por justísimas razones se abstienen de la lucha armada, y que, sin embargo, por odio a su fe son sacrificados por las turbas impías. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha; los mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, sería tentar a Dios, pretender que todo un pueblo alcanzara la corona del martirio. Luego de ley ordinaria la lucha tiene que entablarse activamente y repelerse la agresión en la forma en que se produce. Cuando, pues, la sociedad es agredida por aquél que la gobierna, debe desde luego aprestarse a la defensa. Si se trata de agresiones del orden intelectual y moral, las armas que deben emplearse deben ser de éste mismo género; pero cuando la agresión es del orden material, entonces convendrá agotar primero todos los recursos legales y pacíficos. Si no dieren resultado, habrá que acudir a los medios del orden material. Sin embargo, creemos todavía necesario hacer otra distinción: si el tirano, aunque oprima al pueblo y lo prive de algunas de sus libertades, le deja empero, las esenciales, como es la de adorar a Dios, y no hace imposible la vida social, habrá que soportarlo en paciencia, sobre todo si son mayores los males que se sigan de la contienda armada. Pero si ataca las libertades esenciales de los ciudadanos; si traiciona a la Patria; si asesina, viola y atenta sistemáticamente contra la vida y la honra de las familias y de los individuos, entonces la defensa armada es un deber social que se impone a todos los miembros de la comunidad. Soportar a un tirano en estas condiciones sería un crimen de lesa Religión y de lesa Patria. Esta obligación subsiste, no solamente en el caso de que sea humanamente posible la derrota del tirano, sino también en la hipótesis de que ésta sea imposible, atendidas las leyes ordinarias de la guerra. La razón es porque la pérdida de la fe y de la independencia nacional y la ruina misma de la sociedad, son males todavía mayores que la muerte segura de un gran número de ciudadanos. Y esto es precisamente lo que sucede en el caso de México”.

Mons. José de Jesús Manríquez y Zárate, Obispo de Huejutla, Méjico. Visto en Hispanismo.org