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martes, 15 de octubre de 2013

Gnocchi & Palmaro: este papa no nos gusta.


A fuerza de combatir, la lucha se vuelve más cuesta arriba y arrecia la tentación de desistir. Jesús fue tentado cuando llegaba al término de su cuaresma, y no falta la lección de aquellos santos que debieron enfrentar las más arduas pruebas -la llamada «noche del espíritu»- cuando ya entreveían la cima, el día pleno. Según consta por tan admirables ejemplos, es entonces cuando más urge la perseverancia.
En la situación de anomalía sin descuentos en que se encuentra la Iglesia, no nos está siendo ahorrada -incluso entre las voces críticas de este pontificado, tan dolorosamente singular- alguna que otra señal de cansancio. Al fin de cuentas el sol sigue saliendo cada día, y un papa proclive a escandalizar en cada parada no alcanza a detener la costumbre rotatoria de los astros. Y entonces se cierne la tentación de absorber la anomalía en la regla, y de atenuar la horrísona verba papal por el recurso a alguna que otra dicción correcta, y de reconocerle incluso algunas virtudes -que, sin duda, las ha de tener. Estas cosas no atemperan nada; en rigor, no hacen más que confirmar el tenor de las falencias que, exhibidas como triunfos, acaban por herir gravemente la dignidad papal en el hombre que de momento la inviste.
Para provecho y aliento en la contienda, ofrecemos la traducción de un artículo aparecido ayer en el diario Il Foglio y reproducido en varios sitios italianos. Ellos nos recuerdan que hay un contexto aún más amplio que el párrafo del que se entresaca alguna afirmación malsonante de Francisco, y que incluso el párrafo que se trae en su defensa puede ser un testigo comprometedor. Que de nada sirve meter el sensus fidei en el alambique para ahorrarle mortificaciones, y que el análisis urge la síntesis, sin escapatorias.


ESTE PAPA NO NOS GUSTA
por Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro

Cuánto haya costado la imponente exhibición de pobreza de la que el papa Francisco fue protagonista el 4 de octubre en Asís, no es cosa que se sepa. Cierto es que, en tiempos en los que está tan de moda la simplificación, se nos ocurre que la histórica jornada ha tenido muy poco de franciscano. Una partitura bien escrita y bien interpretada, si se quiere, pero privada del quid que hizo que el espíritu de Francisco, el santo, resultara único: la sorpresa que desaira al mundo. Francisco, el papa, que abraza a los enfermos, que se apretuja con la multitud, que bromea, que improvisa discursos, que asciende al Panda, que abandona a los cardenales durante el almuerzo con las autoridades para ir a la mesa de los pobres, era cuanto menos descontado que pudiera esperarse, y ocurrió puntualmente. Naturalmente con gran concurso de prensa católica y para-católica lista a exaltar la humildad del gesto y soltando un suspiro de alivio porque, esta vez, el papa habló del encuentro con Cristo. Y de la prensa laica diciendo que, ahora sí, la Iglesia se pone a tono con los tiempos. Toda buena mercadería para el titulador de medio calibre que quiere cerrar de prisa el diario y mañana se verá.
No hubo ni siquiera la sorpresa del gesto clamoroso. Pero incluso ésta sería bien poca cosa, en vistas de cuánto el papa Bergoglio ha dicho y hecho en sólo medio año de pontificado concluido con los guiños a Eugenio Scalfari y con la entrevista a Civiltà Cattolica.
Los únicos que se vieron derrotados, en este caso, habrían sido los “normalistas”, aquellos católicos que se esfuerzan patéticamente en convencer al prójimo, y aún más patéticamente en convencerse a sí mismos, de que nada ha cambiado. Es todo normal y, como de costumbre, es culpa de los diarios que tergiversan al papa a gusto, el cual diría sólo de manera distinta las mismas verdades enseñadas por sus predecesores.

Aunque el periodismo sea el oficio más antiguo del mundo, resulta difícil dar crédito a esta tesis. «Santidad», pregunta por ejemplo Scalfari en su entrevista, «¿existe una visión única del Bien? ¿Y quién la establece?». «Cada uno de nosotros», responde el papa, «tiene una visión del Bien y del Mal. Nosotros debemos animar a cada uno a dirigirse a lo que piensa que es el Bien». «Usted, Santidad» acosa jesuíticamente Eugenio, a quien no le parece real, «ya lo escribió en la carta que me mandó. La conciencia es autónoma, dijo, y cada uno debe obedecer a la propia conciencia. Creo que esta es una de las frases más valientes dichas por un Papa». «Y aquí lo repito»,confirma el papa, a quien tampoco le parece cierto: «cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe. Bastaría eso para cambiar el mundo».
A Vaticano II ya concluido y a post-concilio más que aviado, en el capítulo 32 de laVeritatis Splendor Juan Pablo II escribía, refutando a «algunas corrientes de pensamiento moderno» que «se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categóricamente e infaliblemente acerca del bien y el mal (...), al punto que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral». Incluso el “normalista” más antojadizo debiera encontrar difícil conciliar el Bergoglio 2013 con el Wojtyla 1993.
En presencia de un tal cambio de ruta, los diarios hacen su honesto y descontado trabajo. Retoman las frases del papa Francisco en evidente contraste con aquello que los papas y la Iglesia han enseñado siempre y las transforman en titulares de primera página. Y entonces el “normalista”, que dice siempre y doquiera aquello que piensaL' Osservatore Romano, sacan el contexto a colación. Las frases extrapoladas del bendito contexto no reflejarían la mens de aquel que las pronunció. Sin embargo -y es la historia de la Iglesia quien así lo enseña-, ciertas frases de sentido completo tienen sentido y son juzgadas con prescindencia del contexto. Si en una larga entrevista alguien sostiene que «Hitler ha sido un benefactor de la humanidad», difícilmente podrá evadirse ante el mundo invocando el contexto. Si un papa dice en una entrevista «yo creo en Dios, no en un Dios católico», es que el pastiche se ha consumado sin atenuantes. Hace dos mil años que la Iglesia juzga las afirmaciones doctrinales aislándolas del contexto. En 1713, Clemente XI publica la constitución Unigenitus Dei Filius, en la que condena 101 proposiciones del teólogo Pasquier Quesnel. En 1864, Pío IX publica en el Syllabus un elenco de proposiciones erróneas. En 1907, san Pío X adjunta a la Pascendi dominici gregis 65 frases incompatibles con el catolicismo. Y son sólo algunos ejemplos para decir que el error, cuando se encuentra, se reconoce a ojos vista. Un repasito al Denzinger no haría mal.
Por otro lado, en el caso de las entrevistas de Bergoglio, el análisis del contexto puede incluso empeorar las cosas. Cuando, por ejemplo, el papa Francisco le dice a Scalfari que «el proselitismo es una solemne tontería», el “normalista” explica de prisa que se está hablando del proselitismo agresivo de las sectas sudamericanas. Lamentablemente, en la entrevista, Francisco dice a Scalfari «no quiero convertirlo». Se sigue que, en la interpretación auténtica, cuando se define “solemne tontería” el proselitismo, se entiende el esfuerzo hecho por la Iglesia para convertir a las almas al catolicismo.
Sería difícil interpretar el concepto de otra manera, a la luz de las bodas entre Evangelio y mundo, que Francisco bendijo en la entrevista de Civiltà Cattolica. «El Vaticano II», explica el papa «supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a la luz de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible». Así, justamente: no más el mundo medido a la luz del Evangelio, sino el Evangelio deformado a la luz del mundo, de la cultura contemporánea. Y quizás cuántas veces tendrá aún que ocurrir, a cada vuelta del cambio cultural, emplazando cada vez la relectura precedente: no otra cosa que el “concilio permanente” teorizado por el jesuita Carlo Maria Martini.
Siguiendo este surco se va elevando sobre el horizonte la idea de una nueva Iglesia, el «hospital de campaña» evocado en la entrevista a Civiltà Cattolica donde resulta que los médicos, hasta el día de hoy, parecen no haber cumplido bien su oficio. «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», continúa diciendo el papa. «Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?». Un discurso construido sabiamente para ser rematado con una pregunta después de la cual se vuelve al comienzo para mudar argumento, casi destacando la incapacidad de la Iglesia para responder. Un pasaje desconcertante si se piensa que la Iglesia satisface desde hace dos mil años tal dilema con una regla que permite la absolución del pecador, con la condición de que esté arrepentido y que se esfuerce en no permanecer en el pecado. Y sin embargo, subyugadas por la desbordante personalidad del papa Bergoglio, legiones de católicos se han tragado la fábula de un problema que en realidad no ha existido jamás. Todos allí, con sentimiento de culpa por dos mil años de presuntas supercherías a expensas de los pobres pecadores, a agradecerle al obispo venido desde el fin del mundo, no el haber resuelto un problema que no existía, sino el haberlo inventado.
El aspecto inquietante del pensamiento subentendido en tales afirmaciones es la idea de una alternativa insanable entre rigor doctrinal y misericordia: si está el uno, no puede estar la otra. Pero la Iglesia, desde siempre, enseña y vive exactamente lo contrario. Son la percepción del pecado y el arrepentimiento por haberlo cometido, junto al propósito de evitarlo en lo futuro, los que hacen posible el perdón de Dios. Jesús salva a la adúltera de la lapidación, la absuelve, pero la despide diciendo «vete y no peques más». No le dice: «vete, y date por segura de que mi Iglesia no ejercitará ninguna injerencia espiritual en tu vida personal».
Visto el consenso prácticamente unánime del pueblo católico y el enamoramiento del mundo, contra el cual y no obstante el Evangelio debiera poner sobre aviso, diríase que seis meses del papa Francisco han cambiado una época. En realidad se asiste al fenómeno de un líder que dice a la multitud aquello que la multitud quiere que se le diga. Pero es innegable que esto se ejecuta con gran talento y mucho oficio. La comunicación con el pueblo, que se ha convertido en pueblo de Dios allí donde de hecho no hay más distinción entre creyentes y no creyentes, es sólo -en una pequeñísima parte- directa y espontánea. Incluso los baños de multitud en la plaza San Pedro, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Lampedusa o en Asís, son filtrados por los medios de comunicación que se encargan de suministrar los acontecimientos juntamente con su interpretación.
El fenómeno Francisco no se substrae a la regla fundamental del juego mediático sino que, más aún, se sirve de él casi hasta volvérsele connatural. El mecanismo fue definido con gran eficacia a comienzos de los años ochenta por Mario Alighiero Manacorda en un provechoso librito con el provechosísimo título de El lenguaje televisivo. O la loca anadiplosis. La anadiplosis es una figura retórica que, como ocurre en este renglón, hace empezar una frase con el término principal contenido en la frase precedente. Tal artificio retórico, según Manacorda, se ha convertido en la esencia del lenguaje mediático. «Estos modos puramente formales, superfluos, inútiles e incomprensibles en lo tocante a la sustancia» decía, «inducen al oyente a seguir la parte formal, es decir la figura retórica, y a olvidar la parte sustancial».
Con el tiempo, la comunicación de masas ha terminado por sustituir definitivamente el aspecto formal por el sustancial, la apariencia a la verdad. Y lo ha hecho, en particular, gracias a las figuras retóricas de la sinécdoque y de la metonimia, con las cuales se representa el todo por la parte. La velocidad crecientemente vertiginosa de la información impone descuidar el conjunto y lleva a concentrarse sobre algunos particulares elegidos con pericia para dar una lectura del fenómeno complexivo. Cada vez más a menudo, diarios, tv, sitios de internete, resumen los grandes eventos en un detalle.
Desde este punto de vista, parece que el papa Francisco estuviera hecho para los mass media y que losmass media estuvieran hechos para el papa Francisco. Basta sólo con citar el ejemplo del hombre vestido de blanco que desciende por la escalera del avión llevando un andrajoso bolso de cuero negro: perfecta utilización de sinécdoque y metonimia a la vez. La figura del papa resulta absorbida por aquel bolso negro que anula la imagen sacral transmitida por siglos para devolver otra completamente nueva y mundana: el papa, el nuevo papa, está todo presente en aquel particular que exalta la pobreza, la humildad, la entrega, el trabajo, la contemporaneidad, la cotidianidad, la proximidad a cuanto de más terreno se pueda imaginar.
El efecto final de tal proceso lleva a disponer el concepto impersonal de papado como telón de fondo, y a la contemporánea salida a escena de la persona que lo encarna. El efecto es tanto más detonante si se observa que los destinatarios del mensaje asumen el significado exactamente opuesto: exaltan la gran humildad del hombre y piensan que éste le da lustre al papado.

Por efecto de sinécdoque y de metonimia, el paso sucesivo consiste en identificar la persona del papa con el papado: una parte por el todo, y Simón ha destronado a Pedro. Este fenómeno logra ciertamente que Bergoglio, aun expresándose formalmente como doctor privado, transforme de hecho cualquiera de sus gestos y cualquiera de sus palabras en un acto de magisterio. Si luego se piensa que aun la mayor parte de los católicos está convencida de que todo lo que dice el papa sea sólo y siempre infalible, el juego está completo. Por más que se pueda protestar que una carta a Scalfari o una entrevista a quien sea valgan incluso menos que el parecer de un doctor privado, en la época mass-mediática el efecto que producirán resultará inconmensurablemente mayor que el de cualquier pronunciamiento solemne. Es más: cuanto más formalmente pequeños e insignificantes resulten el gesto o el discurso, tanto mayor efecto tendrán y serán considerados como irreprochables e irrecusables.
No por caso la simbología que sostiene este fenómeno está hecha de pobres cosas cotidianas. El bolso negro llevado en la mano en el avión es un ejemplo de escuela. Pero también cuando se habla de la cruz pectoral, del anillo, del altar, de los objetos sagrados o de los paramentos, se habla del material con el que están hechos y ya no más de lo que representan: la materia informe le ha sacado ventaja a la forma. De hecho, Jesús ya no se encuentra más en la cruz que el papa lleva al cuello porque la gente es inducida a contemplar el hierro con el que el objeto fue producido. Una vez más la parte se engulle al Todo, que acá se escribe con T mayúscula. Y a la «carne de Cristo» se la busca en otra parte y cada uno acaba por identificar donde quiere el holocausto que más le viene a gusto. En estos días, en Lampedusa; mañana, quién sabe.
Es el éxito de la sabiduría del mundo, que san Pablo rechazaba como estulticia y que hoy es empleada para releer el Evangelio con los ojos de la tv. Pero ya en 1969 Marshall McLuhan escribía a Jacques Maritain: «los ambientes de la información electrónica, que han sido completamente etéreos, nutren la ilusión del mundo como sustancia espiritual. Éste es un razonable facsímil del Cuerpo Místico, una ensordecedora manifestación del anticristo. Al fin de cuentas, el príncipe de este mundo es un destacadísimo ingeniero electrónico».
Más tarde o más temprano tendremos que despertarnos del gran sueño mass-mediático y volver a cotejarnos con la realidad. Y será también necesario aprender la verdadera humildad, que consiste en someterse a Alguien más grande, que se manifiesta a través de leyes inmutables incluso por el Vicario de Cristo. Y será necesario recobrar el coraje de decir que un católico sólo puede sentirse turbado ante un diálogo en el que cualquiera, en homenaje a la pretendida autonomía de la conciencia, sea incitado a caminar hacia una suya y personal visión del bien y del mal. Porque Cristo no puede ser una opción entre tantas. Al menos para su Vicario.


Visto en: In Expectatione, 09-10-2013.