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miércoles, 5 de marzo de 2014

Consideración sobre la oración (II).


Consideremos, además, la necesidad de la oración. Dice San Juan Crisóstomo (Tomo 1, 77), que así como el cuerpo sin alma está muerto, así el alma sin oración se halla tam­bién sin vida, y que tanto necesitan las plan­tas el agua para no secarse, como nosotros la oración para no perdernos. Dios quiere que nos salvemos todos y que nadie se pierda (1 Ti., 2, 4). «Espera con paciencia por amor de vosotros, no queriendo que perezca ninguno, sino que todos se conviertan a penitencia» (2 P., 3, 9). Pero también quiere que le pida­mos las gracias necesarias para nuestra sal­vación; puesto que, en primer lugar, no po­demos observar los divinos preceptos y sal­varnos sin el auxilio actual del Señor, y, por otra parte, Dios no quiere, en general, darnos esas gracias si no se las pedimos. Por esta razón dice el Santo Concilio de Trento (Ses., 6, c. 2) que Dios no impone preceptos impo­sibles, porque, o nos da la gracia próxima y actual necesaria para observarlos, o bien nos da la gracia de pedirle esa gracia actual. Y enseña San Agustín[1] que, excepto las pri­meras gracias que Dios nos da, como son la vocación a la fe, o a la penitencia, todas las demás, y especialmente la perseverancia, Dios las concede únicamente a los que se las piden.
Infieren de aquí los teólogos, con San Ba­silio, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Clemente de Alejandría y otros muchos, que para los adultos es necesaria la oración, con necesidad de medio. De suerte que sin orar, a nadie le es posible salvarse. Y esto, dice el doctísimo Lessio[2], debe tenerse como de fe.
Los testimonios de la Sagrada Escritura son concluyentes y numerosos: «Es menester orar siempre. Orad, para que no caigáis en la tentación. Pedid y recibiréis. Orad sin intermisión»[3]. Las citadas palabras «es menes­ter, orad, pedid», según general sentencia de los doctores con el angélico Santo Tomás (3 p., q. 29, a. 5), imponen precepto que obliga bajo culpa grave, especialmente en dos ca­sos: 1.°, cuando el hombre se halla en peca­do; 2.°, cuando está en peligro de pecar. A lo cual añaden comúnmente los teólogos que quien deja de orar por espacio de un mes o más tiempo, no está exento de culpa mortal. (Puede verse a Lessio en el lugar citado.) Y toda esta doctrina se funda en que, como he­mos visto, la oración es un medio sin el cual no es posible obtener los auxilios necesarios para la salvación.
Pedid y recibiréis. Quien pide alcanza. De suerte —decía Santa Teresa— que quien no pide no alcanzará. Y el Apóstol Santiago ex­clama (4, 2): No alcanzáis porque no pedís. Singularmente es necesaria la oración para obtener la virtud de la continencia. «Y como llegué a entender que de otra manera no po­día alcanzarla, si Dios no me la daba... acu­dí al Señor y le rogué» (Sb., 8, 21). Resuma­mos lo expuesto considerando que quien ora se salva, y quien no ora, ciertamente, se condena. Todos cuantos se han salvado lo consiguieron por medio de la oración. Todos los que se han condenado se condenaron por no haber orado. Y el considerar que tan fácilmente hubieran podido salvarse orando, y que ya no es tiempo de remediar el mal, aumentará su desesperación en el infierno

Afectos y súplicas

¿Cómo he podido, Señor, vivir hasta ahora tan olvidado de Vos? Preparadas teníais to­das las gracias que yo debiera haber busca­do; sólo esperabais que os las pidiese; pero no pensé más que en complacer a ni sen­sualidad, sin que me importase verme pri­vado de vuestro amor y gracia. Olvidad, Se­ñor, mi ingratitud, y tened misericordia de mí; perdonad las ofensas que os hice, y concededme el don de la perseverancia, auxilián­dome siempre, ¡oh Dios de mi alma!, para que no vuelva a ofenderos. No permitáis que' de Vos me olvide, como os olvidé antes. Dad­me luz y fuerza para encomendarme a Vos, especialmente cuando el enemigo me mueva a pecar. Otorgadme, Dios mío, esta gracia por los méritos de Jesucristo y por el amor que le tenéis. Basta, Señor; basta de culpas. Amaros quiero en el resto de mi vida. Dad­me vuestro santo amor, y él haga que os pida vuestro auxilio siempre que me halle en pe­ligro de perderos pecando... María Santí­sima, mi esperanza y amparo, de Vos espe­ro la gracia de encomendarme a Vos y a vuestro divino Hijo en todas mis tentacio­nes. Socorredme, Reina mía, por amor de Cristo Jesús.


San Alfonso María de Ligorio, “Preparación para la muerte”, Ed. Apostolado de la Prensa, S. A., Madrid, 1944.




[1] De dono persev., o. 16.
[2] De Just., lib. 2, C. 39, n. 9.
[3] Lc, 18, 1;  32, 40; Jn. 16, 24; 1 Ts., 8, 17.