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miércoles, 19 de marzo de 2014

Leonardo Castellani: San José.


HIJO, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te estábamos buscando con angustia[1].

El Justo.
Esposo de la Madre de Dios.
Padre adoptivo del Redentor.
Lugarteniente de Dios Padre.
Patrono de la Iglesia Universal.
Abogado de una Buena Muerte.
Defensor de todos los Obreros.
Modelo de todos los Padres de familia,

y al mismo tiempo el Santo de quien menos se sabe, el más humilde y escondido, como una estrella que hay en el cielo tan al lado del Sol que nadie ha visto.
La Escritura dice de San José una sola palabra: que era justo, lo cual en el lenguaje de la Escritura significa santo, perfecto, cabal. Es tan grande la virtud de la justicia.
Una virtud perfecta presupone todas: muchos distinguen en alguna virtud, no hay hombre que no tenga alguna: generoso, leal, compasivo, recto, valiente, franco, piadoso, religioso, sobrio... Pero hay quie­nes son compasivos y débiles, generosos e incontinentes, fuertes y or­gullosos, humildes y pusilánimes.
Las tres virtudes que resplandecen en lo que el Evangelio nos narra de San José son la castidad, el trabajo y la oración.
La castidad en el pasaje de San Lucas que cuenta la Anunciación de Nuestra Señora, donde se deduce que San José había ofrecido a Dios su castidad perpetua prenunciando así lo que había de ser des­pués el estado religioso.
El trabajo humilde y oscuro: “¿Acaso no es este el hijo del carpinte­ro?”.
La oración de San José está en las dos moniciones del ángel, la de recibir a su esposa[2] y la de huir a Egipto[3].
La narración de San Lucas es un pasaje delicadísimo. Lucas nos presenta de golpe las cosas ya hechas: una doncella prometida, el anun­cio de que va a ser Madre del Mesías. La respuesta de María: “No co­nozco varón” ni lo conoceré nunca. “No importa”, dice el ángel: “será un milagro”. El milagro será la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo os dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[4].
La virgen consiente. Ese consentimiento es un poema de alabanza a San José, porque supone que los dos jóvenes habían hecho jura­mento de castidad. San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermano y hermana. La virgen tenía plena confianza en la fidelidad de San José.
El Espíritu Santo había inspirado a estos dos jóvenes esa actitud tan insólita en las costumbres de Israel. San José era joven, por lo me­nos relativamente, pues su misión era proteger y criar a Jesús durante treinta años. El matrimonio virginal de San José y la virgen fue matri­monio válido y no fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio no es la unión conyugal propiamente sino el consenti­miento de la voluntad ante el sacerdote. Porque el hombre es un cuer­po y es antes de todo una voluntad.
San José es así ejemplo de una de las virtudes más necesarias de nuestros tiempos perturbados. La castidad significa el dominio del hombre sobre los propios apetitos, aun los más violentos, el respeto a la propia dignidad y al honor ajeno, la limpieza y decoro delante de Dios y delante de los hombres. Perdida esta virtud, trae como conse­cuencia toda clase de terribles castigos; y el mundo moderno lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de impureza, vemos cuántas plagas, desórdenes y catástrofes siguen. Sois vasos del Espíritu Santo, Dios mora en vosotros, sois miembros de Cristo, no ensuciéis vuestros cuerpos con torpezas, nos dice San Pablo.

El Trabajo. San José fue encargado de una de las misiones más grandes del mundo. Personaje importantísimo. Nos asombramos ante la misión de un Colón, de un San Martín, de un Dus... San José es el eje sobre el que gira la redención -el mayor de los santos fuera de la madre de Dios- y mirad cómo son las vías de Dios: trabajo el más os­curo, humilde, insignificante. Trabajo manual rudo toda la vida. Pero, ¿cómo? ¿Vos, oh, San José, sois padre del Mesías, mandáis al Verbo de Dios, tenéis en vuestra casa a la esperanza de toda la humanidad y estáis haciendo arados, manceras, vigas, puertas, postigos, batientes, ataúdes...
No se puede decir que el mundo moderno no trabaje; trabaja quizá demasiado, pero trabaja mal. Ha robado al trabajo su sello divino y humano y ese es quizá al peor crimen de nuestra época, trabajo de bestias, trabajo de esclavos, máquinas, enfermos enloquecidos... Tra­bajan los pobres explotados por algunos ricos; trabajan ricos esclaviza­dos al dios cruel del Lucro de la Avaricia, del más tengo más quiero; y al dios estúpido del placer frívolo y la diversión incesante que los trae con fiebre continua y se llama Vida Social, Figuración, Vida Mundana. Y sobre este mundo que ha olvidado la dignidad humana y cristiana del trabajo planea la más grande de las revoluciones de la historia.

La Oración. La oración es necesaria. El mundo moderno anda perturbado porque ha perdido el contacto con Dios. Anda ciego detrás del Placer o del Oro porque no ve ni conoce más a Dios. La oración es necesaria al ser humano. El niño necesita de sus padres para poder llegar a su estado perfecto, a ser adulto. El hombre necesita de Dios para llegar a su Ultimo Fin que es el mismo Dios. Representaos el estado de un hombre sin oración como el estado de un niño sin sus padres, y en medio de un bosque. La oración es necesaria para la salvación. Sin oración no hay salvación. El cielo nos lo da Dios. Nos lo da por nuestras buenas obras, pero nos lo da. “Pedid y recibiréis”. Y nuestras bue­nas obras nos las da Dios. “Sin mí nada podéis”.
Por eso la Iglesia nos manda a hacer oraciones vocales, asistir a la misa dominical y a ciertas solemnidades.
San José hablaba con Dios continuamente y penetraba las pala­bras de Jesús. ¿Por qué murió antes de la predicación de Jesús? Por­que no la necesitaba. ¿Y por qué la Virgen? Porque Jesús necesitaba de ella. La contemplación de los santos, San Ignacio, Santa Teresa, es nada el lado de la de San José.
Se ora poco en el mundo. A Dios gracias hay santas almas que oran por otras. Pero las naciones no oran, porque en ellas ha triunfado el liberalismo. Y bien, he aquí que las naciones se derrumban. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad, el centinela vigila en vano”. Las guerras son efectos de los pecados. Dice De Maistre que cuando los pecados; ciertos pecados se acumulan, estalla la guerra:

1o: los vicios nefandos
2o: la explotación del pobre, claman al cielo.
Un mundo muere. Que se salve. Y nosotros morimos. La muerte, que tenemos tan olvidada, hecho trascendental para el hombre. Pa­trón de la buena muerte, salvadnos. Enséñanos a mirar la muerte sin horror y sin desesperación haciendo que nuestra alma penetre, como la tuya, el Misterio Grande de Jesús y de María.

Leonardo Castellani, Revista Gladius 52 – Año 2001, visto en Syllabus, 18-Mar-2014.

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[1] Lc. 2, 48.
[2] Mt 1, 20-21.
[3] Mt 2,13-14.

[4] Isaías 7, 14.