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martes, 22 de abril de 2014

El Superior de la FSSPX sobre las futuras canonizaciones y los errores emanados del Concilio Vaticano II.

El Superior de la FSSPX, Bernard Fellay, DICI, 22-Abr-2014, en carta firmada el 13-Abr-2014, se despacha sobre las futuras canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II, incluyendo también a los errores emanados del Concilio Vaticano II. Hemos corregido algunas erratas de redacción que tenía la versión original y las hemos puesto en color entre corchetes.



Carta a los amigos y benefactores n°82

Estimados amigos y benefactores,

Si las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II tienen lugar el 27 de abril próximo, plantearán a la conciencia de los católicos un doble problema. En primer lugar, un problema sobre la canonización en cuanto tal: ¿cómo se podrá presentar a toda la Iglesia como modelo de santidad, por un lado, al iniciador del Concilio Vaticano II, y por otro, al Papa de Asís y de los derechos del hombre? Pero también, y [de] manera más profunda, el problema de lo [que] aparecerá como un reconocimiento de autenticidad católica sin precedentes: ¿cómo se podrán refrendar con el sello de la santidad las enseñanzas de tal Concilio, que inspiraron toda la actividad de Karol Wojtyla, y cuyos frutos nefastos son el signo inequívoco de la autodestrucción de la Iglesia? Este segundo problema ya nos da la solución: los errores contenidos en los documentos del Concilio Vaticano II y en las reformas que siguieron, especialmente la reforma litúrgica, no pueden ser obra del Espíritu Santo, que es a la vez Espíritu de verdad y Espíritu de santidad. He aquí por qué nos parece necesario recordar cuáles son los principales errores y cuáles las razones fundamentales por las que no podemos aceptar las novedades del Concilio y de las reformas que surgieron de él, ni estas canonizaciones que pretenden de hecho “canonizar” el Concilio Vaticano II.
Por esta razón, al tiempo que protestamos con fuerza contra estas canonizaciones, queremos denunciar la acción que desnaturaliza la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. He aquí los principales elementos.

I – El concilio

“Mientras el Concilio se preparaba para ser un faro luminoso en el mundo de hoy si se hubiesen utilizado los textos preconciliares en los que se encontraba una profesión solemne de la doctrina segura frente a los problemas modernos, se puede y desafortunadamente se debe afirmar que, de manera casi general, cuando el Concilio ha innovado, ha socavado la certeza de verdades que el magisterio auténtico de la Iglesia enseñaba como pertenecientes definitivamente al tesoro de la Tradición (…) Alrededor de estos puntos fundamentales la doctrina tradicional era clara y se la enseñaba unánimemente en las universidades católicas. Ahora bien, a vista de muchos textos del Concilio, de ahora en más se puede dudar sobre estas verdades (…) En consecuencia y obligado por los hechos, se debe concluir que el Concilio favoreció de manera inaceptable la difusión de los errores liberales”[1].

II – Una concepción ecuménica de la Iglesia

La expresión “subsistit in” (Lumen Gentium, 8) quiere decir que habría una presencia y una acción de la Iglesia de Cristo en las comunidades cristianas separadas, que se distinguirían de una subsistencia de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica. Entendida en este sentido, esta expresión niega la identidad estricta entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica hasta aquí siempre enseñada, especialmente por Pío XII en dos oportunidades, a saber, en Mystici corporis[2] y en Humani generis[3]. La Iglesia de Cristo está presente y actúa como tal, es decir como la única arca de salvación, solamente allí donde está el Vicario de Cristo. El Cuerpo místico, del cual éste es cabeza visible, es estrictamente idéntico a la Iglesia católica romana.
La misma declaración (LG 8) reconoce también la presencia de “elementos salvíficos” en las comunidades cristianas no-católicas. El decreto sobre el ecumenismo va más allá al afirmar que “el Espíritu de Cristo no ha rehusa[do] servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia católica” (UR 3).
Tales afirmaciones no son conciliables con el dogma “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, reafirmado por la Carta del Santo Oficio del 8 de agosto de 1949. Una comunidad separada no podría ser un medio para la acción Dios ya que su separación entraña una resistencia al Espíritu Santo. Las verdades y los sacramentos que eventualmente se conservan en ella no pueden producir un efecto salvífico sino a pesar de los principios erróneos que fundan la existencia de dichas comunidades y que implican su separación del Cuerpo místico de la Iglesia católica, cuyo jefe visible es el vicario de Cristo.
La declaración Nostra aetate afirma que las religiones no cristianas “aportan a menudo un destello de la verdad que ilumina a todos los hombres”, aunque éstos deben encontrar en Cristo “la plenitud de la vida religiosa”; además “considera con sincero respeto estos modos de obrar y de vivir, estas reglas y estas doctrinas” (NA 2). Semejante afirmación cae bajo el mismo reproche que la precedente. Según como se dan en el contexto de la herejía o del cisma, los sacramentos, las verdades parciales de la fe y de la Escritura están en un estado de separación respecto al Cuerpo místico. Esta es la razón por la cual la secta que los utiliza no puede vehiculizar en cuanto secta – porque carece de la gracia sobrenatural – la mediación eclesial ni contribuir a la salvación. Otro tanto se debe decir de las formas de pensar, vivir y obrar tal como se presentan en las religiones no cristianas.
Estos textos del Concilio favorecen la concepción latitudinarista de la Iglesia condenada por Pío XI en Mortalium animos, así como el indiferentismo religioso igualmente condenado por todos los Papas, desde Pío IX a Pío XII[4]. Todas las iniciativas inspiradas por el diálogo ecuménico e interreligioso, de los cuales la reunión de Asís de 1986 sigue siendo el ejemplo más patente, no son más que la puesta en práctica, “el ejemplo visible, la lección práctica y la catequesis comprensible para todos” (Juan Pablo II) de estas enseñanzas conciliares. Con todo, expresan también el indiferentismo denunciado por Pío XI al reprobar la esperanza de que “no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual (…) Cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios”[5].

III – Una concepción colegialista y democrática de la Iglesia.

1. Después de haber quebrantado la unidad de la Iglesia en la profesión de la fe, los textos conciliares también la han hecho tambalear en su gobierno y su estructura jerárquica. La expresión “subjectum quoque” (LG 22) quiere decir que el colegio de los obispos unidos al Papa como a su jefe, es asimismo, además de serlo el Papa solo, sujeto habitual y permanente del poder supremo y universal de jurisdicción en la Iglesia. Esta es una puerta abierta para disminuir el poder del Sumo Pontífice, e incluso para cuestionarlo, y eso al precio de poner en peligro la unidad de la Iglesia.
Esta idea de un doble sujeto permanente del primado es contraria, en efecto, a la enseñanza y a la práctica del magisterio de la Iglesia, especialmente a la constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano I (DS 3055) y a la encíclica Satis cognitum de León XIII. Pues sólo el Papa posee de manera habitual y constante el poder supremo, que comunica solamente en circunstancias extraordinarias a los concilios, según lo juzgue oportuno.
2. La expresión “sacerdocio común” propio de los bautizados, distinguida del “sacerdocio ministerial” (LG 10), no puntualiza que sólo el segundo debe entenderse según el sentido verdadero y propio del término, mientras que el primero se entiende solamente en sentido místico y espiritual.
Esta distinción era sostenida claramente por Pío XII en su discurso del 2 de noviembre de 1954. Está ausente de los textos conciliares y abre la puerta a una orientación democrática de la Iglesia, condenada por Pío VI en la Bula Auctorem fidei (DS 2602). Esta tendencia a hacer participar el pueblo en el ejercicio del poder vuelve a hallarse en la multiplicación de los organismos de todo tipo, en conformidad con el nuevo derecho canónico (canon 129 § 2). Pierde de vista la distinción entre clérigos y laicos, no obstante ser de derecho divino

IV – Los falsos derechos del hombre.

La declaración Dignitatis humanae afirma la existencia de un falso derecho natural del hombre en materia religiosa. Hasta aquí la Tradición de la Iglesia reconocía unánimemente a los no-católicos el derecho natural a no ser obligados por los poderes civiles a adherir (con la intención en el fuero interno y por el ejercicio en el fuero externo) a la única religión verdadera, y legitimaba, al menos en ciertas circunstancias, una cierta tolerancia en el ejercicio de las falsas religiones en el fuero externo público. El Concilio Vaticano II reconoce además a todo hombre el derecho natural a no ser impedido por los poderes civiles de ejercer en el fuero externo público una religión falsa, y pretende reconocer como un derecho civil este derecho natural de exención de toda coacción de parte de las autoridades sociales. Los solos límites jurídicos a este derecho serían los del orden puramente civil y profano de la sociedad. El Concilio obliga así a los gobiernos civiles a no discriminar más por motivos religiosos y a establecer la igualdad jurídica entre la religión verdadera y las falsas religiones.
Esta nueva doctrina social se opone a las enseñanzas de Gregorio XVI en Mirari vos y de Pío IX en Quanta cura. Se funda en una falsa concepción de la dignidad humana, puramente ontológica y ya no moral. En consecuencia, la constitución Gaudium et spes enseña el principio de la autonomía de lo temporal (GS 36), es decir, la negación de la realeza social de Jesucristo, enseñada sin embargo por Pío XI en Quas primas,y finalmente abre la puerta a la independencia de la sociedad temporal respecto a los mandamientos de Dios.

V – La protestantización de la Misa.

El nuevo rito de la Misa “se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto como en detalle”[6] de la definición católica de la Misa, tal como resulta de las enseñanzas del Concilio de Trento. Por sus omisiones y sus equívocos, el nuevo rito de Pablo VI atenúa la identificación de la misa con el sacrificio de la Cruz, a punto tal que la misa aparece más como simple memorial que como sacrificio. Este rito reformado oculta también el rol del sacerdote para realce de la acción de la comunidad de los fieles. Disminuye gravemente la expresión del fin propiciatorio del sacrificio de la misa, es decir, la expiación y la reparación del pecado.
Estas deficiencias prohíben considerar este nuevo rito como legítimo. En el interrogatorio del 11-12 de enero de 1979, a la pregunta formulada por la Congregación para la Doctrina de la Fe: “¿Sostiene Usted que un fiel católico puede pensar y afirmar que un rito sacramental, en particular el de la misa aprobada y promulgada por el Sumo Pontífice, pueda ser no conforme a la fe católica o favens haeresim?” Mons. Lefebvre contestó: “Este rito en sí mismo no profesa la fe católica con la misma claridad que lo hacía el antiguo Ordo misase y por consiguiente puede favorecer la herejía. Pero no sé a quién atribuirlo, ni si el Papa es el responsable. Lo que sorprende es que un Ordo misae con sabor protestante, y por tanto favens haeresim, haya podido ser difundido por la curia romana”[7]. Estas deficiencias graves nos impiden considerar este nuevo rito como legítimo, celebrarlo y aconsejar asistir a él o participar en él activamente.

VI – El nuevo Código, expresión de las novedades conciliares.

Según palabras mismas de Juan Pablo II, el nuevo Código de derecho canónico de 1983 representa “un gran esfuerzo por traducir al lenguaje canónico”[8] las enseñanzas del Concilio Vaticano II, incluyendo en ello – y de modo principal – los puntos gravemente erróneos hasta aquí señalados. “De entre los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia”, continúa explicando Juan Pablo II, “han de mencionarse principalmente éstos: la doctrina que propone a la Iglesia como el pueblo de Dios y a la autoridad jerárquica como servicio; además, la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y establece, por tanto, las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia particular y la universal y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, según su modo propio, de la triple función de Cristo, o sea, de la sacerdotal, de la profética y de la regia, doctrina a la cual se añade también la que considera los deberes y derechos de los fieles cristianos y concretamente de los laicos; y, finalmente, el empeño que la Iglesia debe poner por el ecumenismo”.
Este nuevo derecho acentúa la falsa dimensión ecumenista de la Iglesia, permitiendo recibir los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de la extrema unción de ministros no católicos (canon 844) y favorece la hospitalidad ecuménica, autorizando a los ministros católicos a administrar el sacramento de la eucaristía a no católicos. El canon 336 retoma y acentúa la idea de un doble sujeto permanente del primado. Los cánones 204 § 1, 208, 212 § 3, 216 y 225 acentúan el equívoco del sacerdocio común y la idea correlativa de pueblo de Dios. Finalmente, en este nuevo Código se perfila una definición errónea del matrimonio, en la que ya no aparece el objeto preciso del contrato matrimonial ni la jerarquía entre sus fines. Lejos de favorecer la familia católica, estas novedades abren una brecha en la moral matrimonial.

VII – Una nueva concepción del magisterio.

1. La constitución Dei Verbum afirma sin dar las debidas precisiones que “la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios” (DV 8). Esta imprecisión abre las puertas al error de la Tradición viva y evolutiva condenada por San Pío X en la Encíclica Pascendi y en el Juramento antimodernista. Ello así porque la Iglesia no puede “tender a la plenitud de la verdad divina” más que precisándola más acabadamente, lo cual no significa que los dogmas propuestos por la Iglesia podrían ser objeto de “sentido diferente del que la Iglesia ha entendido y entiende aún” (Dei Filius, DS 3043).
2. El discurso de Benedicto XVI del 22 de diciembre de 2005 intenta justificar esta concepción evolutiva de una Tradición viva y disculpar así al Concilio de cualquier ruptura en la Tradición de la Iglesia. El Concilio Vaticano II quiso dar una “nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno”  y para hacerlo “revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza [la de la Iglesia] y su verdadera identidad”,  la “del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino”. Esta explicación supone que la unidad de la fe de la Iglesia descansa, no ya en un objeto (pues hay discontinuidad, al menos en los puntos señalados anteriormente, entre el Concilio Vaticano II y la Tradición) sino en un sujeto, en el sentido de que el acto de fe se define mucho más en función de las persona y creyentes que en función de las verdades creídas. Este acto se convierte principalmente en la expresión de una conciencia colectiva, dejando de ser la firme adhesión de la inteligencia al depósito de las verdades reveladas por Dios.
Pío XII enseña sin embargo en Humani generis que el magisterio es la “regla próxima y universal de verdad en materia de fe y de costumbres”, verdad objetiva del depósito de la fe, consignada como en sus fuentes en las Sagradas Escrituras y la Tradición divina. Y la constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I enseña también que este depósito no es “un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana”, sino que ha sido “confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado” (DS 3020).
3. Es manifiesto que el discurso de apertura del Papa Juan XXIII (11 de octubre de 1962) y su alocución dirigida al Sacro Colegio el 23 de diciembre de 1962, asignan al Concilio Vaticano II una intención muy particular, de tipo supuestamente “pastoral”, en virtud de la cual el magisterio debería “expresar la fe de la Iglesia siguiendo los métodos de investigación y formulación literaria del pensamiento moderno”. La encíclica Ecclesiam suam del Papa Pablo VI (6 de agosto de 1964) precisa incluso esta idea, diciendo que el magisterio del Concilio Vaticano II busca “la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la faz de la tierra” (n° 27); en particular, el anuncio de la verdad “no se presentará armada por coacción externa, sino tan sólo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil” (n° 29). La constitución pastoral Gaudium et spes afirma que “el Concilio se propone ante todo juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación” (GS 11). De estos valores del mundo proceden las tres grandes novedades introducidas por el Concilio Vaticano II: la libertad religiosa, la colegialidad y el ecumenismo.
4. Nos apoyamos, pues, sobre esta regla próxima y universal de la verdad revelada que es el magisterio de siempre para refutar las nuevas doctrinas que le son contrarias. Este es precisamente el criterio dado por San Vicente de Lérins: “El criterio de la verdad, y además de la infalibilidad del Papa y de la Iglesia, es la conformidad con la Tradición y con el depósito de la fe. Quod ubique, quod semper. Lo que es enseñado siempre y en todas partes, en el tiempo y en el espacio”[9]. Ahora bien, la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el ecumenismo, la colegialidad y la libertad religiosa es una doctrina nueva, contraria a la Tradición y al derecho público de la Iglesia, que se basa sobre principios divinamente revelados y como tal inmutables. De todo esto concluimos que este Concilio, habiendo querido proponer estas novedades, está privado de carácter magisterial vinculante, en la medida misma en que las propone. Su autoridad ya es dudosa en razón de la intención nueva, supuestamente “pastoral”, indicada en el parágrafo precedente. Se manifiesta además ciertamente nula en cuanto a los puntos en los que se coloca en contradicción con la Tradición (cfr. supra I a VII, 1).

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Fieles a la enseñanza constante de la Iglesia, junto a nuestro venerado fundador Mons. Marcel Lefebvre y en pos de él, hasta ahora no hemos dejado de denunciar el Concilio Vaticano II y sus textos fundamentales como una de las causas principales de la crisis que sacude a la Iglesia por completo, alcanzando hasta sus “entrañas mismas” y sus “venas” según la vigorosa expresión de san Pío X. Por otra parte, mientras más trabajamos, más vemos confirmarse los análisis presentados con extraordinaria claridad por Mons. Lefebvre el 9 de septiembre de 1965 en al aula conciliar. Permítasenos retomar sus propias palabras a propósito de la constitución conciliar sobre la “Iglesia en el mundo de hoy” (Gaudium et spes): “Esta constitución no es pastoral ni emana de la Iglesia católica; no alimenta a los hombres y a los cristianos con la verdad evangélica y apostólica, y por otra parte tampoco es la voz de la Esposa de Cristo. Nosotros conocemos la voz de Cristo, nuestro pastor; ésta, la ignoramos. La apariencia es la del cordero; la voz no es la del pastor sino quizá la del lobo. He dicho”[10]. Los cincuenta años que ha pasado desde esta intervención no han hecho más que confirmar este análisis.
El 7 de diciembre de 1968, sólo tres años después de la clausura del Concilio, Pablo VI debió admitir: “La Iglesia se encuentra en una hora de inquietud, de autocrítica, diríamos incluso de autodestrucción”. Y el 29 de junio de 1972 reconoció que “a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”. Lo comprobó pero no hizo nada. Continuó con la reforma conciliar, cuyos promotores no habían dudado compararla con la Revolución de 1789 en Francia o con la de 1917 en Rusia.
No podemos permanecer pasivos, no podemos hacernos cómplices de esta autodestrucción. Por eso, queridos amigos y benefactores, los invitamos a permanecer firmes en la fe y a no dejarse perturbar por las novedades de una de las crisis más formidables que debe atravesar la santa Iglesia.
Que la Pasión de nuestro Señor y su Resurrección nos conforten en nuestra fidelidad, en nuestro amor indefectible a Dios, a nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, a su santa Iglesia, divina y humana, en una esperanza inquebrantable… in Te speravi non confundar in aeternum.  ¡Dígnese el Corazón doloroso e inmaculado de María protegernos y que su triunfo llegue pronto!

Winona, domingo de Ramos, 13 de abril 2014

+Bernard Fellay



[1] Mons. Lefebvre, Carta del 20 de diciembre de 1966 al Cardenal Ottaviani, en J’accuse le Concile, Ed. Saint-Gabriel, Martigny, 1976, p. 107-111.
[2] Pío XII, Encíclica Mystici corporis, 29 de junio de 1943, Enseignements pontificaux, L’Eglise, Solesmes-Desclée, 1960, t. 2, n° 1014.
[3] Pío XII, Encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950, Enseignements pontificaux, L’Eglise, Solesmes-Desclée, 1960, t. 2, n° 1282.
[4] Sobre el indiferentismo y el latitudinarismo, ver las proposiciones condenadas en el Syllabus, capítulo 3, n° 15 a 18: “Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que, guiado de la luz de la razón, juzgare como verdadera. Los hombres pueden hallar en el culto de cualquier religión el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación. Por lo menos se debe esperar la eterna salvación de todos cuantos no están en la verdadera Iglesia de Cristo. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios”.
[5] Pío XI, Encíclica Mortalium animos, 6 de enero de 1928, Enseignements pontificaux, L’Eglise, t. 1, n° 855.
[6] Cardenales Ottaviani y Bacci, “Prefacio al Papa Pablo VI” en Breve examen crítico del Novus ordo missae, Ecône, p. 6.
[7] “Mons. Lefebvre y el Santo Oficio”, Itinéraires n° 233 de mayo 1979, p. 146-147.
[8] Juan Pablo II, Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, 25 de enero de 1983, La Documentation Catholique, n° 1847, p. 245-246.
[9] Mons. Lefebvre, “Conclusión” en J’accuse le Concile, Ed. Saint-Gabriel, Martigny, 1976, p. 112.
[10] Mons. Lefebvre, “Conclusión” en J’accuse le Concile, Ed. Saint Gabriel, 1976, p. 93.