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miércoles, 29 de octubre de 2014

Pablo VI, ¿beato?


El 19 de octubre de 2014 quedará en la historia como el día en que el Papa Francisco beatificó a Juan Bautista Montini.
Ante la beatificación de quien gobernó la Iglesia en la tormenta de los años 1960-1970, algunos se extrañan, otros se indignan, pero la mayoría guardará silencio. ¿Qué se puede hacer contra una beatificación? ¿No es el término de un proceso en forma canónica, durante el cual se han examinado las virtudes del «servidor de Dios», y se las ha considerado heroicas?
Sin embargo, hay procesos cuya sentencia es injusta. Ninguna beatificación puede falsear la realidad, y la memoria de los «años de Pablo VI» no se borrará tan prontamente. Recordemos, pues, para justificar nuestro rechazo de esta beatificación, los hechos que forman la trama del pontificado de Juan Bautista Montini.

Empecemos, sin embargo, diciendo que no pretendemos juzgar el alma de Pablo VI: sólo Dios es juez de los actos internos y de las intenciones; nos contentamos con citar algunos ejemplos externos que bastan para asentar la siguiente proposición: las acciones de Pablo VI no han sido las de un papa que se pueda proponer como modelo de vida cristiana.

Tampoco negamos que este papa haya tenido ciertas dotes muy por encima de lo común; pues ¿cómo comprender, si no, que haya llegado al sumo pontificado? Los biógrafos de Pablo VI, tanto los favorables como los críticos, no han dejado de subrayar las cualidades de Juan Bautista Montini. Trabajador, organizado, inteligente, orador de talento; más bien discreto y digno de porte, respetuoso, fiel a la amistad, realizó señalados gestos de generosidad en alguna que otra ocasión. Pero no se beatifica a nadie por sus cualidades naturales.

Finalmente, hemos de reconocer que Pablo VI manifestó varias veces su deseo de estar al servicio de la verdad y de la fe católica. En ese sentido, reafirmó la satisfacción vicaria de Cristo en su Pasión, negada por la nueva teología, y encomió en algunas ocasiones los méritos del tomismo, aunque por desgracia él mismo no estuviese impregnado de las enseñanzas del Doctor angélico. Cabe recordar también su profesión de fe de 1968, y la encíclica Humanæ vitæ, en defensa de la moral matrimonial.

1º Pablo VI introdujo en el Concilio las ideas liberales.

El problema con Pablo VI se plantea al nivel de la fe y, más generalmente, de la doctrina. Las tendencias innovadoras en teología, sostenidas por hombres como Rahner, Schillebeeckx o Chenu, no datan del Concilio; pero también eran muy anteriores al mismo la simpatía y el interés que Juan Baustista Montini mostraba por estas audacias doctrinales.

Ya mientras estaba al servicio de Pío XII, en la Curia romana, fue el principal sostén de los teólogos «conflictivos» con el Vaticano y el Santo Oficio. Consideraba la filosofía de Blondel como «válida»; defendió varias veces a Congar, de Lubac, Guitton y Mazzolari contra las amenazas de sanción del Santo Oficio. Cuando los libros de Karl Adam iban a ser denunciados al Índice, fue Monseñor Montini, uno de los hombres de confianza del papa, quien los escondió en sus apartamentos, para difundirlos luego discretamente. ¿Es eso virtud heroica?

Cuando Juan XXIII convocó el concilio Vaticano II, Juan Bautista Montini era arzobispo de Milán. Al fallecer Juan XXIII entre la primera y la segunda sesión, fue elegido papa el cardenal Montini, que asumió el nombre de Pablo VI. Y como había depositado muchísimas esperanzas en ese Concilio, decidió continuarlo y mantener el rumbo que ya llevaba.

Pablo VI apoyó indiscutiblemente con su autoridad la toma del poder, durante el Concilio, por parte del ala liberal representada por los cardenales Döfner, Lercaro, Koenig, Liénart, Suenens, Alfrink, Frings y Léger, en detrimento de la línea tradicional representada por los cardenales Ottaviani, Siri, Agagianian y Monseñor Carli, fieles a la herencia multisecular de la que Pío XII se había mostrado verdadero de-positario. Sesión tras sesión, declaración tras declaración, Pablo VI apoyó, aunque con aires de moderación, «la revolución en tiara y capa pluvial» que se desarrollaba ante los ojos espantados de los obispos aún clarividentes. Para la historia, es el gran responsable de la firma de documentos funestos tales como Lumen Gentium, Gaudium et Spes, Nostra Ætate, Unitatis Redintegratio.

Sobre todo, Pablo VI, ganado ya antes del Concilio para el principio de la libertad religiosa, promulgó la declaración Dignitatis humanæ, que afirmaba sin ambigüedad lo que sus predecesores habían condenado como opuesto a la doctrina católica. ¿Cómo suponer que la proclamación del derecho civil a los cultos erróneos, y las presiones ejercidas sobre los gobiernos católicos del mundo entero para que aceptaran la laicidad, sean indicios de virtud y santidad de vida? Piénsese tan sólo en el gran número de almas que, arrastradas por la corriente de la nueva laicidad y de la apostasía de las leyes, acabaron por perder la fe de sus padres.
Si Pablo VI amó tanto ese Concilio, fue porque la orientación general de esa gran asamblea correspondía a las aspiraciones íntimas de su espíritu. El Concilio fue una apertura de los hombres de Iglesia hacia el mundo. Ahora bien, Pablo VI amaba el mundo moderno, y deseaba sumirse en él y sentir con él. Interesado por todas las realidades humanas, mantuvo siempre un juicio benévolo sobre el pensamiento moderno, su filosofía, su cultura, su arte, sus ideales.

Lo que él amaba en el mundo era el hombre. La humanidad estuvo en el centro de su reflexión, aunque de vez en cuando denunciara un antropocentrismo exagerado. Al hombre volcó todo el trabajo del Concilio, que él mismo resumió, en la clausura de la cuarta sesión y de todo el Concilio, con las siguientes palabras: «El humanismo laico y profano ha aparecido en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio… El descubrimiento de las necesidades humanas ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito, y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros –y más que nadie– tenemos el culto del hombre».

2º Pablo VI reformó la Iglesia según el mundo moderno.

• Pues bien, para acercarse a este hombre, laico y profano, había que empezar por arrepentirse de tantos comportamientos característicos del pasado de la Iglesia, propios para alejar las almas, como las condenaciones o las afirmaciones dogmáticas demasiado tajantes. De ahí que suprimiera el Indice de los libros prohibidos. Prefería la sugestión al gobierno, la exhortación a la sanción. Su reino fue un reino de diálogo con todos, salvo, claro está, con los que querían mantener la verdad, como Monseñor Lefebvre. Con él sí fue claramente intolerante y se valió de las más severas sanciones.

• Acercarse al hombre quería decir, ante todo, acercarse a los protestantes. Pablo VI fue el iniciador pontificio del ecumenismo. Aunque teóricamente pudiese concebirlo como una vuelta al catolicismo, no dejó de exaltar los valores de los protestantes, multiplicando las relaciones con Taizé. El escándalo llegó a su colmo cuando invitó al «arzobispo» anglicano de Cantorbery a bendecir a la gente en su lugar, con motivo de una jornada ecuménica en San Pablo Extramuros, y poniéndole en el dedo su propio anillo pastoral. Podemos preguntarnos: ¿Es así como se comportan los santos? Sin embargo, según Pablo VI, teníamos que transformar nuestras actitudes católicas: «La Iglesia ha entrado en el movimiento de la historia que evoluciona y cambia», explicaba. Ese era el programa: evolución, cambio, aggiornamento.

• Por esta misma razón procedió a una reforma litúrgica que, con el tiempo, se extendió a todos los ámbitos de la oración y de los sacramentos. La misa dejó de ser un sacrificio, para pasar a ser una «sinaxis», todo ello con el fin de acercar ecuménicamente la liturgia católica a la protestante.

«La Cena del Señor, o Misa, es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor. De ahí que sea eminentemente válida, cuando se habla de la asamblea local de la Santa Iglesia, aquella promesa de Cristo: “Donde están reunidos dos o tres en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18 20)» (Constitución Missale Romanum, nº 7). Tanto esta nueva definición de la Misa, como su rito, «se aleja, en su con-junto como en sus detalles, de la teología católica de la santa Misa, tal como fue formulada en la sesión XXII del Concilio de Trento», como lo denunciaron los cardenales Ottaviani y Bacci.

• Por lo que al comunismo se refiere, Pablo VI no sólo se negó a condenar durante el Concilio ese gran error de los tiempos modernos, a pesar de las súplicas dirigidas a él por numerosos Padres conciliares, sino que luego sostuvo una política de benevolencia hacia los países comunistas (la famosa Ostpolitik), cuyos frutos fueron tan amargos para los católicos.

En efecto, en defensa de su Ostpolitik, Pablo VI abandonó al gulag soviético, por su obstinado silencio, a millones y millones de católicos, deportados a campos de concentración o simplemente asesinados, y dejó que los comunistas ocuparan naciones hasta entonces católicas. El cardenal Mindszenty, a quien Pablo VI –por pedido expreso del gobierno comunista– le exigió su renuncia como Primado de Hungría, confesaba consternado: «Pablo VI ha entregado los países católicos en manos del comunismo».

Conclusión.

Ya durante el Concilio, Pablo VI encontró la oposición de ciertos obispos, que presentían la crisis que iba a atravesar la Iglesia. Y no se equivocaban. Esta crisis fue terrible, y lo sigue siendo.

Pablo VI tuvo que confesarlo en reiteradas ocasiones: «La apertura al mundo ha sido una verdadera invasión de la Iglesia por el espíritu del mundo». «La Iglesia se encuentra en un momento de inquietud, de autocrítica, incluso de autodestrucción. Es como si la Iglesia se golpeara a sí misma». «En numerosos ámbitos, el Concilio no nos ha dado hasta el presente la tranquilidad que esperábamos; más bien ha susci-tado perturbaciones y problemas que estorban la consolidación del Reino de Dios en la Iglesia y en las almas». «El humo de Satanás se ha filtrado por alguna grieta en el templo de Dios; la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción y el enfrentamiento están a la orden del día». Todo eso lo llevó al desaliento, tiñendo de marcada tristeza los últimos años de su pontificado.

En resumen, el pontificado de Pablo VI ha provocado el mayor cataclismo en la historia de la Iglesia. Uno no puede dejar de hacerse la pregunta de nuestro Fundador: «¿Cómo un sucesor de Pedro ha podido en tan poco tiempo causar más males a la Iglesia que la Revolución francesa?»
Por eso, sin dejarnos llevar por ninguna animosidad contra la persona de Pablo VI, nos atenemos a la recta noción de lo que significa ser beato. Y en ese orden de cosas no tememos afirmar que, si Pablo VI es beato, entonces es virtuoso que un papa contradiga a sus predecesores en puntos fundamentales de la doctrina; entonces es digno de alabanza que un papa abandone a tantos millones de católicos a la triste suerte que les reservaba la persecución de los comunistas; entonces no es reprensible cubrir con el manto del silencio los espantosos abusos cometidos en la liturgia del sacrificio. Si Pablo VI es beato, la injusticia es una virtud, la imprudencia es un camino de santidad, y la revolución es fruto del Evangelio.



Tomado del boletín, Hojitas de Fe, n° 61, octubre de 2014.