Páginas

domingo, 31 de mayo de 2015

Comentarios introductorios sobre la importancia de la ortodoxia.


Curiosamente, nada expresa mejor el enorme y silen­cioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordi­nario que hoy día se hace de la palabra «ortodoxo». Antes, el hereje se enorgullecía de no serlo. Herejes eran los remos del mundo, la policía y los jueces. Él era or­todoxo. Él no se enorgullecía por haberse rebelado con­tra ellos; eran ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con sus fríos rostros, los decorosos procesos del Estado, los razonables procesos de la ley; todos ellos, como cor­deros, se habían extraviado. El hombre se enorgulle­cía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantaba solo en medio de un erial ululante era algo más que un hombre; era una iglesia. Él era el centro del universo; a su alrededor giraban los astros. Ni todas las torturas sacadas de olvidados infiernos lograban que admitiera que era un hereje. Pero unas pocas frases modernas le han llevado a jactarse de ello. Hoy, entre risas conscien­tes, afirma: «Supongo que soy muy hereje»; y se vuelve, esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía» ya no sólo no significa estar equivocado: prácticamente ha pasado a significar tener la mente despejada y ser va­liente. Ello sólo puede indicar una cosa: que a la gente le importa muy poco tener razón filosófica. Pues sin duda un hombre debería preferir confesarse loco antes que hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería de­fender a capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, al poner una bomba, debería sentir que, sea o no otra cosa, al menos es ortodoxo.
Por lo general, resulta una necedad que un filósofo prenda fuego a otro en el mercado de Smithfield por es­tar en desacuerdo con sus teorías sobre el universo. Eso se hacía con frecuencia en el último periodo de deca­dencia de la Edad Media, y se erraba por completo en el objetivo. Pero hay algo infinitamente más absurdo y poco práctico que quemar a un hombre por su filosofía, y es el hábito de asegurar que su filosofía no importa, algo que se practica universalmente en el siglo XX, en la decadencia del gran periodo revolucionario. Las teorías generales se condenan en todas partes: la doctrina de los derechos del hombre se contrapone a la doctrina de la caída del hombre. El propio ateísmo nos resulta dema­siado teológico hoy día. La revolución misma es de­masiado sistemática; la libertad misma, demasiado res­trictiva. No deseamos generalizaciones. Bernard Shaw lo ha expresado en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de oro». Cada vez más nos ocu­pamos de los detalles en el arte, la política, la literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, so­bre Botticelli. Pero su opinión sobre el todo no importa. Puede mirar a su alrededor y explorar un millón de ob­jetos, pero no debe, bajo ningún concepto, dar con ese objeto extraño, el universo, pues si lo hace tendrá una religión, y se perderá. Todo importa, excepto el todo.
Apenas hacen falta ejemplos de esta total levedad en relación con el tema de la filosofía cósmica. Apenas ha­cen falta ejemplos para comprobar que, sea lo que sea lo que creemos que afecta a los asuntos de índole práctica, no creemos que importe que un hombre sea pesimista u optimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiri­tualista. Permítanme, no obstante, escoger un caso al azar. En tomo a cualquier mesa inocente, tomando un té, es fácil oír a un hombre decir: «La vida no merece la pena». Lo aceptarnos como quien acepta la afirmación de que el día es soleado. Nadie piensa que eso pueda re­percutir gravemente en el hombre o en el mundo. Y, sin embargo, si esas palabras fueran ciertas, el mundo se pondría patas arriba. A los asesinos les concederían medallas por librar a los hombres de la vida, a los bom­beros se los denunciaría por impedir la muerte; los ve­nenos se usarían como medicinas; se llamaría a los mé­dicos cuando la gente se sintiera bien, las sociedades filantrópicas serían erradicadas como hordas de asesi­nos. Y, sin embargo, nunca especulamos sobre si ese pesimista fortalece o desorganiza la sociedad, pues esta­mos convencidos de que las teorías no importan.
Esa no era precisamente la idea de quienes nos in­trodujeron a la libertad. Cuando los viejos liberales suprimieron las mordazas de todas las herejías, su idea era que, de ese modo, pudieran producirse descubri­mientos religiosos y filosóficos. Para ellos, la verdad cósmica era tan importante que todos debíamos poder aportar nuestro testimonio independiente. La idea mo­rtífera, por el contrario, es que la verdad cósmica im­porta tan poco que nada de lo que nadie diga sobre ella es relevante. Aquéllos liberaron la investigación como quien libera a un perro noble; éstos la liberan como quien devuelve al mar un pez incomestible. Jamás ha habido tan poco debate sobre la naturaleza del hombre como ahora, cuando precisamente, por primera vez, to­dos pueden debatir sobre ella. Las viejas restricciones implicaban que sólo a los ortodoxos se les permitía abordar el tema de la religión. La libertad moderna im­plica que no se permite a nadie abordarlo. El buen gus­to, la última y más vil de las supersticiones humanas, ha logrado silenciarnos allí donde el resto había fracasado. Hace sesenta años era de mal gusto ser ateo reconoci­do. Luego llegaron los seguidores de Bradlaugh, los úl­timos hombres religiosos, los últimos para quienes Dios era importante. Pero no pudieron hacer nada; hoy sigue siendo de mal gusto ser un ateo declarado. Pero su ago­nía sólo ha conseguido que hoy sea también de mal gus­to ser un cristiano declarado. La emancipación sólo ha logrado encerrar al santo en la misma torre de silencio que ocupaba el heresiarca. Y entonces hablamos de lord Anglesey y del tiempo, y decimos que esa es la absolu­ta libertad de los credos.
Con todo, hay personas -entre las que me cuento- que creen que lo más práctico e importante de los hom­bres sigue siendo su concepción del universo. Creemos que para la propietaria de una casa de huéspedes que esté pensando en aceptar a un nuevo inquilino es im­portante conocer sus ingresos, pero más importante aún es conocer su filosofía. Creemos que para un general a punto de luchar contra el enemigo es importante cono­cer la filosofía de dicho enemigo. Creemos que la cues­tión no es si la teoría del cosmos influye sobre las cosas, sino si, a largo plazo, hay alguna otra cosa que influya sobre ellas. En el siglo XV, los hombres interrogaban y torturaban a otros por predicar actitudes inmorales; en el siglo XIX, jaleamos y elogiamos a Oscar Wilde por predicar esa misma actitud, y después le rompimos el corazón al condenarlo por llevarla a la práctica. Tal vez pueda cuestionarse cuál de los dos métodos resulta más cruel, pero no cuál resulta más descabellado. La época de la Inquisición, por lo menos, no vivió la vergüenza de crear una sociedad que convirtió en ídolo a un hombre por predicar las mismas cosas por cuya práctica le con­denaron.
Hoy, en nuestro tiempo, la filosofía o la religión, es decir, nuestra teoría sobre las cosas más elevadas, ha sido expulsada, más o menos simultáneamente, de dos de los campos que ocupaba. Los ideales generales do­minaban la literatura. Y han sido expulsadas de ella al grito de «el arte por el arte». Las ideas generales tam­bién dominaban la política. Y han sido expulsados de ella en aras de la «eficiencia», al grito de lo que podría traducirse libremente por «la política por la política». Con gran persistencia, a lo largo de los últimos veinte años, los ideales de orden y libertad han menguado en nuestros libros; la ambición de ser ingeniosos y elo­cuentes ha disminuido en nuestros parlamentos. La li­teratura se ha vuelto deliberadamente menos política; la política se ha vuelto deliberadamente menos litera­ria. Y así, las teorías generales sobre la relación que existe entre las cosas han desaparecido de ambas. Y es­tamos en posición de preguntar: «¿Qué hemos ganado o perdido con esta desaparición? ¿Es mejor la literatu­ra, es mejor la política, tras haber descartado al mora­lista y al filósofo?».
Cuando todo lo que respecta a un pueblo se vuelve débil e ineficaz, se empieza a hablar de eficacia. Lo mis­mo sucede cuando el cuerpo de un hombre zozobra; en­tonces ese hombre, por primera vez, empieza a hablar de salud. Los organismos vigorosos no hablan de sus procesos sino de sus metas. No puede haber mejor prueba de la eficacia física de un hombre que cuando habla alegremente de un viaje al fin del mundo, Y no puede haber mejor prueba de la eficacia práctica de una nación que cuando habla constantemente cíe un viaje al fin del mundo, un viaje al Día del juicio y a la Nueva Jerusalén. No hay mayor señal de absoluta salud mate­rial que la tendencia a perseguir alocados ideales; es du­rante la primera exuberancia de la niñez cuando pedi­mos la luna. Ninguno de los hombres fuertes de las eras fuertes habría comprendido el significado de «trabajar para la eficacia», Hildebrand no habría dicho que tra­bajaba para la eficacia, sino para, la Iglesia católica. Danton no habría dicho que trabajaba para la eficacia, sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. In­cluso si el ideal de esos hombres era, simplemente, echar escaleras abajo a otros hombres de un puntapié, pensaban en las metas, como hombres, y no en los pro­cesos, como paralíticos. No decían: «Elevando con efi­cacia mí pierna derecha, usando, como constatará, los músculos del muslo y la pantorrilla, que se hallan en perfecto estado, yo...». Ellos sentían las cosas de otro modo. Se hallaban tan impregnados de la hermosa vi­sión del hombre a los pies de una escalera, que en ese éxtasis el resto seguía como un destello. En la práctica, el hábito de generalizar e idealizar no significaba en ab ­soluto sucumbir a una debilidad mundana. La época de las grandes teorías era época de grandes resultados. En la era del sentimiento y las buenas palabras, a finales del siglo xviii, los hombres eran en realidad robustos y eficaces. Quienes vencieron a Napoleón eran unos sen­timentales. Los cínicos no atraparían ni a De Wet. Hace cien años eran los retóricos quienes dirimían, triun­fantes, nuestros asuntos, para bien o para mal. Ahora, nuestros asuntos los confunden, irremediablemente, hombres fuertes y silenciosos. Y del mismo modo en que ese repudio a las grandes palabras y las grandes vi­siones ha generado una raza de hombres de escasa talla en política, también ha alumbrado una raza de hom­bres de escasa talla en las artes. Nuestros políticos mo­dernos se abrogan la licencia colosal de un césar y un superhombre, defienden que son demasiado prácticos para ser puros, y demasiado patrióticos para ser mora­les; pero el resultado de todo ello es que un mediocre llega a ministro de Economía. Nuestros nuevos filóso­fos artísticos exigen la misma licencia moral, una liber­tad para destrozar cielo y tierra con su energía; pero el resultado de todo ello es que un mediocre llega a poeta laureado. No digo que no existan hombres más fuertes que éstos, pero ¿diría alguien que existen hombres más fuertes que aquéllos de la antigüedad, dominados por su filosofía y comprometidos con su religión? Puede discutirse si el compromiso es mejor que la libertad. Pero a cualquiera le resultaría difícil negar que su com­promiso dio más frutos que nuestra libertad.
La teoría de la inmoralidad del arte se ha establecido con firmeza entre las clases estrictamente artísticas. Tie­nen libertad para producir lo que se les antoje. Tienen libertad para escribir un Paraíso perdido en el que Sa­tán venza sobre Dios. Tienen libertad para escribir una Divina comedia en la que el cielo se halle bajo el suelo del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido, en su universalidad, algo más grande y más hermoso que las palabras pronunciadas por el aguerrido católico gibelino, por el rígido maestro de escuela puritano? Sabe­mos que sólo han creado unas pocas redondillas. Milton no sólo los supera en devoción, los supera también en su propia irreverencia. En todos sus librillos de poe­mas no hallarán un mejor desafío a Dios que el que pronuncia Satán. Ni encontrarán un sentimiento de pa­ganismo tan imponente como el que sintió aquel fiero cristiano que Farinata describió irguiendo mucho la ca­beza en desdén del infierno. Y la razón es obvia. La blasfemia es un efecto artístico, porque depende de una convicción filosófica. La blasfemia depende de la creen­cia, y se desvanece con ella. Si alguien lo duda, que se siente y trate de provocarse ideas blasfemas sobre Thor. Creo que sus familiares lo hallarán, transcurridas unas horas, en un estado de fatiga extrema.
Así pues, ni en el mundo de la política ni en el de la literatura, el rechazo a las teorías generales ha demos­trado ser un éxito. Tal vez hayan existido muchos idea­les descabellados y engañosos que, de vez en cuando, han desconcertado a la humanidad. Pero no ha existi­do, sin duda, un ideal en la práctica más descabellado y engañoso que el ideal de la practicidad. Con nada se han perdido más oportunidades que con el oportunismo de lord Rosebery. Él es, ciertamente, un símbolo viviente de esta época: el hombre que es, en teoría, un hombre práctico, y en la práctica, menos práctico que un teóri­co. Nada en el universo resulta menos sensato que esa veneración por la sabiduría mundana. Un hombre que no deja de pensar en si esta o aquella raza son fuertes, en si esa o aquella causa resultan prometedoras, es el hombre que jamás creerá en nada el tiempo suficiente como para que se imponga aquello en lo que cree. El político oportunista es como el hombre que deja de ju­gar al billar porque le han ganado al billar, que deja de jugar al golf porque le han ganado al golf. No hay nada que debilite más, en lo referido a las perspectivas de tra­bajo, que esa inmensa importancia que se da a la victo­ria inmediata. No hay nada que fracase tanto como el éxito.
Una vez he descubierto que el oportunismo fracasa, me he sentido inclinado a estudiarlo con más deteni­miento y, al hacerlo, he visto que no puede ser de otro modo. Percibo que es mucho más práctico empezar por el principio y discutir de teorías. Veo que los hombres que se mataron por la ortodoxia del homoousion eran mucho más sensatos que quienes discuten sobre la Ley de Educación. Pues los dogmáticos cristianos trataban de establecer un reino de santidad, y de definir, en primer lugar, lo que era realmente sagrado. Pero nues­tros modernos pedagogos tratan de establecer una li­bertad religiosa sin determinar antes qué es religión y qué es libertad. Si los antiguos sacerdotes forzaban a la humanidad a comulgar con un juicio, al menos, previa­mente, se tomaban la molestia de acotarlo. Perseguir a causa de una doctrina sin siquiera estipularla es algo que ha quedado para las turbas modernas de anglica­nos e inconformistas.
Por estas razones, y muchas más, yo, concretamente, he llegado a creer en el regreso a lo fundamental. Esa es la idea general de esta obra. Deseo discutir con mis más distinguidos contemporáneos, no sólo personalmente o de un modo meramente literario, sino en relación con el cuerpo real de la doctrina que enseñan. A mí no me in­teresa Rudyard Kipling en tanto que prolífico artista o personalidad vigorosa; a mí me interesa en tanto que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya visión de las cosas tiene la osadía de diferir de la mía. No me intere­sa Bernard Shaw en tanto que uno de los hombres vivos más brillantes y más sinceros; a mí me interesa en tan­to que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya filo­sofía es bastante sólida, bastante coherente, y bastante equivocada. Regreso a los métodos doctrinales del si­glo xiii, inspirado en la confianza general de lograr algo.
Supongamos que en la calle se produce una conmo­ción general por algo, digamos que por una farola de gas, con la que muchas personas influyentes pretenden acabar. Un monje de hábito gris, que es el espíritu de la Edad Media, es convocado para que dé su opinión, y empieza por decir, a la manera ardua de los escolásti­cos: «Consideremos en primer lugar, hermanos míos, el valor de la luz; si la luz, en sí misma, es buena...». Lle­gado a este punto, la gente, no sin excusarse, se aleja de él. Todos se acercan apresuradamente a la farola que, en cuestión de diez minutos, acaba en el suelo. Y se fe- licitan unos a otros por su practicidad nada medieval. Pero con el tiempo se ve que las cosas no resultan tan fáciles. Hay gente que ha derribado la farola porque quería instalar luz eléctrica; otros porque prefieren las viejas, de hierro; otros porque desean que reine la oscu­ridad y poder, de ese modo, obrar mal. Algunos creen que no basta con derribar una farola; otros, que ya es demasiado; algunos han actuado porque querían des­truir el mobiliario municipal; otros, porque querían destruir algo. Y en medio de las tinieblas estalla la gue­rra, y nadie sabe contra quién lucha. De modo que, gradual e inevitablemente, hoy, mañana, pasado, regre­sa la convicción de que el monje tenía razón y de que todo depende de cuál sea la filosofía de la luz. La dife­rencia es que lo que podríamos haber discutido a la luz de la farola de gas, nos vemos obligados a abordarlo a oscuras.


G.K. Chesterton, “Herejes”, El Cobre Ediciones, Barcelona 2007.