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jueves, 2 de julio de 2015

Aviones y rascacielos.

[Syllabus, 30-Jun-2015]



“¿Se puede negar la belleza de un avión, o de algunos rascacielos?”
Francisco, Laudato si’, n. 103

De entre todas las perlitas que nos ha deparado la nueva eco-encíclica de Francisco, esta es quizá la menos señalada, pero para nosotros muy significativa. Que Francisco haya tenido en su mente esa infeliz asociación, quizá podría parecer un “guiño” para alguien habituado a encontrar señales conspiranoicas en cada renglón y cada coma. Sin dudas que los verdaderos complotistas encontrarán dichosa y hasta deliciosa tal frase, colocada en medio de una carta encíclica que no trepida en pedir un gobierno mundial con el fin de cuidar la “casa común”. Pero más allá de eso, lo que Francisco demuestra en esa sola pregunta retórica que hace es su absoluta pleitesía al mundo moderno y su ramplonería en materia estética.

Como todo progresista, Francisco es capaz de admirar la ordinariez hasta el punto del kitsch, por no forzar un desarreglo con un mundo al que no se resiste, sino que se lo pretende en componenda con una religión ya transmutada en culto al hombre. Pero en estos acuerdos buscados propios del liberal, no duda en caer en la aberración de elogiar la belleza de los rascacielos, cuando lo que un papa debería elogiar es la belleza de las catedrales.

Precisamente los rascacielos son lo opuesto de las catedrales. Devenidos del babélico orgullo, son hoy la imagen corporativa de las compañías depredadoras, cuando no los termiteros en que se hacinan pobladores u oficinistas cuyo horizonte no sale de una esclavitud confortable.

El escritor español Julio Camba, de paso por las florecientes megalópolis norteamericanas, refería esta significación de los rascacielos yanquis como grandes símbolos de la civilización de masas:

“En relación al hombre, los templos mayas y las fortalezas incaicas son, poco más o menos, lo mismo que las termiteras en relación a las termitas, y quien habla de los templos mayas o de las fortalezas incaicas, habla también –y a eso vamos- de los rascacielos yanquis (...) La civilización americana es, aunque de otro grado, del mismo tipo de la civilización incaica. Es una civilización de masas y no de individuos. Es una civilización de grandes estructuras arquitectónicas. Es una civilización de insectos”. (La ciudad automática, Espasa-Calpe, 1944).

E ironizaba Camba en otro de sus jugosos artículos hablando de “los rascacielos como obra de ternura”, algo que quizás el Cardenal Bergoglio aprobaría, tan afecto a esa palabra. Mas el articulista gallego los vinculaba con el espíritu salvaje que desde sus comienzos llevó al exceso –de violencia, de sexo o de alcohol- a Norteamérica.

Las catedrales son la imagen del espíritu contemplativo que se eleva para dar gloria a Dios, mediante la belleza de la forma artística. Los rascacielos son el culmen del espíritu práctico y materialista, que exhibe horrorosamente el orgullo del ser humano que se coloca en lugar de Dios. Las primeras rinden culto a Dios, mientras que los segundos al dinero. La eternidad simbolizada en la piedra de las primeras contrasta con lo efímero del vidrio y el metal fundente de los segundos.

Cuanto a los aviones, asociados en su elogio de lo bello por Francisco, recordamos ahora un texto muy interesante de Mons. Juan Straubinger, de un artículo suyo en relación a la bomba atómica, que dejamos a manera de colofón:


“No dudamos que, en cuanto al progreso industrial, el asombroso invento podrá brindar en el tamaño de un dedal, energía suficiente para que una locomotora dé varias veces la vuelta al mundo. Pero no podemos menos de recordar las palabras de León Bloy, que ante otra gran conquista de la ciencia, el avión (que es quien hoy arroja las bombas), trató de ‘imbécil’ a un escritor que veía en ello el triunfo de la fraternidad que suprimiría las fronteras entre las naciones, y previó claramente, aunque no en todo su horror, que los hombres harían todo lo contrario y convertirían el avión en el más mortífero auxiliar de la guerra. Los acontecimientos han justificado el pesimismo de Bloy, como lo muestran las ciudades destruidas en el corazón de la cultura europea” (Espiritualidad Bíblica, Ed. Plantín, 1949).