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jueves, 27 de agosto de 2015

De la proposición 80 del Syllabus y los mitos que la rodean.


[InfoCaótica, 18-Ago-2015] Circula en ciertos ambientes una suerte de leyenda dorada del magisterio que aplica en base a un prejuicio de época el adagio de los romanistas: in claris non fit interpretatio. Pero se trata de un mito que la historia desmiente. Toda vez que no haya error, lo cierto es que las expresiones del magisterio admiten grados de claridad en su formulación, de modo que se pueden establecer comparaciones entre diversas fórmulas sobre un mismo tema, por ejemplo, entre León XIII y Pío XII en una o muchas cuestiones; pero lo que no se adecua a la realidad histórica es decir que un documento como el Syllabus, en todas y cada una de sus partes, es tan claro en su formulación como para no dar lugar a interpretaciones contrastantes dentro de la Iglesia. Por el contrario, la historia ha probado que el documento recibió distintas interpretaciones en la Iglesia: maximalistas, minimalistas, más equilibradas y fieles a su espíritu, etc.
Es muy conocida la proposición 80 del SyllabusEl Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y con la civilización moderna. Como toda condena se ha de interpretar en sentido estricto y no extensivo. Se debe precisar el significado de los términos condenados. Una interpretación extensiva del término "civilización", por ejemplo, conduciría a pensar que  Pío IX condenó por modernas cosas tales como el ferrocarril, la máquina a vapor, etc.
La proposición 80 tiene por fuente la Alocución Jamdudum cernimus (18-III-1861) que publicamos completa a continuación. Esperamos sirva de instrumento para una mejor interpretación. Notemos ahora que el término "civilización" aparece 13 veces en dicho documento. Y en algún pasaje se contiene algo que podría entenderse como definición de lo condenado: "un sistema establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo". Ello sin perjuicio de otras notas o propiedades que describen la "civilización" condenada.


ALOCUCION DE N. S. P. EL PAPA PIO IX PRONUNCIADA EN EL CONSISTORIO SECRETO DEL 18 DE MARZO DE 1861.

Venerables Hermanos.

Ya en otro tiempo os hice notar el triste conflicto, en que particularmente en nuestros tristes tiempos se encuentra nuestra sociedad a causa de la lucha continua entre la verdad y el error, entre la virtud y el vicio, entre la luz y las tinieblas. Puesto que por una parte los unos defienden ciertas modernas exigencias, que según dicen, son convenientes a la civilización, mientras otros por otro lado sostienen los derechos de la justicia y de nuestra Santísima Religión. Los primeros piden, que el Romano Pontífice se reconcilie y avenga con el Progreso, con el Liberalismo, como lo llaman, y con la civilización moderna: otros empero con razón claman, para que se conserven íntegros e intactos los inmóviles e inconcusos principios de la justicia eterna, y se mantenga en todo su vigor altamente saludable nuestra divina Religión, que no solo engrandece la gloria de Dios, y trae el oportuno remedio a tantos males, que afligen al género humano, sí que también es la única y verdadera norma, por la cual los hijos de los hombres formados en esta vida mortal en todo género de virtudes son conducidos al puerto de la bienaventuranza. Mas los propagadores de la civilización moderna no reconocen esta diferencia, como quiera que se tienen a sí propios por verdaderos y sinceros amigos de la Religión. Y aun Nos quisiéramos dar crédito a sus palabras, si no nos manifestasen todo lo contrario los tristísimos hechos, que todos los días pasan a nuestra vista. Y a la verdad, una es tan solo la verdadera y santa Religión fundada y establecida en la tierra por Nuestro Señor Jesucristo, que siendo fecundo origen de todas las virtudes, como que les da vida y aliento, y expele los vicios y da libertad a las almas, y nos indica la verdadera felicidad, se llama Católica, Apostólica, Romana. Mas ya en nuestra Alocución del consistorio habido el día 9 de Diciembre del año 1854, ya os manifestamos lo que debemos pensar, de los que viven fuera de esta arca de salvación, y ahora reproducimos y confirmamos la misma doctrina. Sin embargo, a los que para bien de la Religión nos encarecen, que nos asociemos a la civilización moderna, debemos preguntarles si son tales los hechos, que puedan inducir al Vicario de Jesucristo instituido en la tierra por el mismo, y por virtud divina para defender la pureza de su celestial doctrina, y apacentar y confirmar a los corderos y a las ovejas en la misma, a que sin grave detrimento de la conciencia y grande escándalo de todos se alíe con la civilización moderna, cuyas obras, nunca bastante deplorables, son malas, y cuyas tristes opiniones proclaman errores y principios, que son del todo contrarios a la Religión Católica y a su doctrina.
Y entre estos hechos nadie ignora cómo se quebrantan, casi luego de iniciados, hasta los solemnes Concordatos hechos entre esta Sede Apostólica y los Reales Príncipes, como aconteció tiempo atrás en Nápoles: de lo cual, Venerables Hermanos, una y otra vez nos hemos quejado en esta vuestra solemne reunión, y reclamamos en gran manera del mismo modo, con que hemos protestado en otras circunstancias contra semejantes violaciones y actos de audacia.
Pero esta civilización moderna, mientras presta su protección a los cultos no católicos, y no impide a los infieles el obtener cargos públicos, y cierra a sus hijos las escuelas católicas, enójase contra las Comunidades Religiosas, contra los institutos fundados para regularizar las escuelas católicas, contra muchísimos eclesiásticos de todas categorías, revestidos de grandes dignidades, de los cuales no pocos están desterrados o en las cárceles, y también contra los seglares, que adictos a Nos y a esta Santa Sede defienden con valor la causa de la Religión y de la justicia. Esta civilización, mientras protege con largueza a los institutos y personas anticatólicas, despoja de sus legítimas posesiones a la Iglesia Católica, y emplea todos sus consejos y desvelos en disminuir la saludable influencia de la propia Iglesia. Fuera de esto, mientras, concede la más amplia libertad para la publicación de frases y escritos, en que se ataca a la Iglesia, y a los que le son sinceramente adictos, y mientras anima, sostiene y fomenta la licencia, y se muestra sumamente precavida y moderada en reprender los violentos excesos, que se cometen de palabra y por escrito, emplea toda su severidad en castigar a los aludidos si juzga que salvan ni siquiera levemente los límites de la templanza.
Y a esta civilización ¿pudiera jamás el Romano Pontífice tenderle su mano, y formar con ella sincera unión y alianza? Dése a las cosas su verdadero nombre, y esta Santa Sede nunca faltará a lo que así se debe. Esta Santa Sede fue la que patrocinó y fomentó la verdadera civilización; y los monumentos históricos dan elocuente testimonio, y prueban, que en todos tiempos la Santa Sede ha introducido la verdadera y real humanidad de costumbres, la moralidad y la ilustración en las más apartadas regiones de la tierra. Mas cuando bajo el nombre de civilización se quiere entender un sistema establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo, nunca esta Santa Sede ni el Romano Pontífice podrán formar alianza con semejante civilización; pues, como dice muy acertadamente el Apóstol S. Pablo, ¿qué hay de común entre la justicia y la iniquidad, o qué alianza puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿qué alianza cabe entre Cristo y Belial?
¿Con que decoroso fin, por consiguiente, levantaron su voz los perturbadores y protectores de la sedición para exagerar los esfuerzos intentados en vano por ellos mismos para formar alianza con el Soberano Pontífice? Este, que saca toda su fuerza y vigor de los principios de la justicia eterna, ¿cómo pudiera jamás prescindir de ellos para debilitar su santísima fe, y aun para arriesgar a la contingencia de perder su especial esplendor y gloria, que casi de veinte siglos a esta parte le corresponde por ser el centro y la verdadera Sede de la Verdad Católica? Ni puede objetarse, que esta Sede Apostólica, en lo relativo al gobierno civil o temporal ha desatendido las demandas de los que han manifestado desear un Gobierno más liberal; y omitiendo antiguos ejemplos, hablemos de nuestros desafortunados días. Luego que la Italia obtuvo de sus legítimos príncipes instituciones liberales, Nos cediendo a nuestros paternales sentimientos dimos parte a nuestros hijos en el gobierno civil de nuestro territorio pontificio, e hicimos las oportunas concesiones, con sujeción empero a ciertas medidas prudentes, para que la influencia de hombres perversos no envenenase la concesión, que con ánimo paternal hacíamos. Pero ¿qué sucedió? La desenfrenada licencia se aprovechó de nuestra magnanimidad, y fueron regados con sangre los umbrales del palacio, en que se habían reunido nuestros ministros y diputados, y la impía revolución se levantó sacrílegamente contra el que les había concedido semejante beneficio. Y si en estos últimos tiempos se nos han dado consejos relativamente al gobierno civil, no ignoráis, Venerables Hermanos, que los admitimos, exceptuando y rechazando lo que no hacía referencia a la administración civil, sino que tendía, a que se accediese a la parte del despojo, que ya se había consumado. Pero no hay que hablar de los consejos bien recibidos, y de nuestras sinceras promesas, de ponerlos en práctica, cuando los que tendían a moderar las usurpaciones dijeron en alta voz, que no querían precisamente reformas, sino la rebelión absoluta, y la completa emancipación del Príncipe legítimo. Y ellos mismos, pero no el pueblo, eran los autores y promovedores de tan grave maldad, que lo llenaban todo con sus gritos, para que pudieran con razón decirse de ellos lo que el Venerable Beda decía de los fariseos y escribas enemigos de Jesucristo: «No eran algunos de la multitud, sino los fariseos y los escribas los que le calumniaban, como dan fe de ello los Evangelistas.»
Mas, los que atacan al Pontificado Romano no solo tienden a despojar completamente de todo su legítimo poder temporal a esta Santa Sede y al Romano Pontífice, sino que aspiran a que se debilite, y, si posible fuere, desaparezca del todo la virtud y la eficacia de la Religión Católica; y por lo tanto afectan de esta suerte a la obra del mismo Dios, al fruto de la redención y a la santa fe, que es la más preciosa herencia, que nos ha legado el inefable sacrificio, que se consumó en el Gólgota. Y que todo esto es lo cierto lo demuestran claramente, no solo los hechos que se han realizado ya, sino también los que vemos amenazar cada día. Ved en Italia cuántas diócesis están privadas de sus Obispos por los citados impedimentos, con aplauso de los protectores de la civilización moderna, que dejan a tantos pueblos cristianos sin pastores, y se apoderan de sus bienes hasta para hacer de ellos un mal uso. Ved cuántos Prelados viven hoy en el destierro. Ved, y lo decimos con imponderable sentimiento, cuántos apóstatas que hablando, no en nombre de Dios, sino en el de Satanás, y fiando en la impunidad, que les concede el fatal sistema del régimen vigente, descarrían las conciencias, e impelen a los débiles a la prevaricación, y vuelven más temerarios a los que han incurrido ya en vergonzosos errores, y se empeñan en rasgar la túnica de Jesucristo, proponiendo y aconsejando el establecimiento de iglesias nacionales, como dicen ellos, y otras impiedades por el estilo. Y después que de esta suerte han insultado a la Religión, a la cual por hipocresía le aconsejan, que forme alianza con la civilización moderna, no vacilan con igual hipocresía en excitar a Nos, a que nos reconciliemos con la Italia. Más claro; cuando despojados casi de todos nuestros dominios temporales sobrellevamos los graves gastos anejos a nuestra doble representación como Pontífice y Príncipe temporal con los piadosos donativos de los hijos de la Iglesia Católica, que nos remiten cada día con el mayor afecto; cuando se nos ha señalado como blanco del odio y de la envidia por los mismos, que nos piden una reconciliación, quisieran además, que declarásemos públicamente, que cedemos a la libre propiedad de los usurpadores las provincias usurpadas de nuestros dominios temporales. Y con esta atrevida e inaudita demanda pretenden, que esta Apostólica Sede, que fue y será siempre el baluarte de la verdad y de la justicia, sancionase, que un agresor inicuo puede poseer tranquila y honradamente una cosa arrebatada con injusticia y violencia, estableciéndose de esta suerte el falso principio, de que la santidad del derecho nada tiene que ver con una injusticia consumada. Y esta demanda es incompatible hasta con las solemnes palabras, con que en un grande e ilustre Senado se declaró no ha mucho tiempo, que el Romano Pontífice es el representante de la principal fuerza moral en la sociedad humana. De lo cual se desprende, que no puede en manera alguna consentir en un despojo vandálico sin faltar a los fundamentos de la disciplina moral, de la que se reconoce ser, digámoslo así, la primera forma e imagen.
Si alguno, empero, o seducido por el error, o cediendo al temor, quisiere dar consejos conforme con las injustas aspiraciones de los perturbadores de la sociedad civil, es preciso que, especialmente en nuestros días se convenza de que nunca se darán ellos por satisfechos mientras no puedan hacer, que desaparezca todo principio de autoridad, todo freno religioso, y toda regla de derecho y de justicia. Y estos perturbadores tanto han hecho ya, así de palabra como por escrito, para desgracia de la sociedad civil, que han pervertido los humanos entendimientos, han debilitado el buen sentido moral, y han quitado todo horror a la injusticia, y no perdonan esfuerzos para persuadir a todos, que el derecho invocado por las personas honradas, no es más que una voluntad injusta, que debe desatenderse por completo: «¡Ay! verdaderamente lloró la tierra, y cayó, y desfalleció; cayó el orbe, y desfalleció la alteza del pueblo de la tierra. Y la tierra fue inficionada por sus moradores, porque traspasaron las leyes, mudaron el derecho, rompieron la alianza sempiterna»
Pero en medio de esa oscuridad tenebrosa, que Dios por sus inescrutables designios permite en ciertas gentes, Nos ciframos toda nuestra esperanza y confianza en el clementísimo Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones. Él es, Venerables Hermanos, quien os infunde el espíritu de unanimidad y de concordia, y os lo infundirá cada día más, para que unidos a Nos íntimamente estéis dispuestos a sufrir con Nos, la suerte que nos tenga reservada a cada uno de nosotros por secreto designio de su divina providencia, Él es quien une con el vínculo de la caridad entre sí, y con este centro de la verdad y de la unidad católica a los Prelados del Orbe Católico, que instruyen en la doctrina de la verdad evangélica a los fieles confiados a su cargo, y les muestran el camino, que han de seguir en medio de tanta oscuridad, anunciando con prudencia a los pueblos las verdades santas. Él es quien difunde sobre todas las naciones católicas el espíritu de oración, e inspira a los disidentes el sentimiento de la equidad para que formen una apreciación exacta de los acontecimientos actuales. Mas esta admirable unanimidad de oraciones en todo el Mundo Católico, y las unánimes demostraciones de amor hacia Nos, expresadas de tantos y tan variados modos (que es difícil encontrar otro ejemplo igual en anteriores tiempos), claramente demuestran cuánto necesitan los hombres de rectas intenciones dirigirse a esta Cátedra del bienaventurado Príncipe de los Apóstoles, luz del mundo, que siendo la maestra de la verdad, y la mensajera de la salvación, siempre enseñó, y nunca dejará de enseñar hasta la consumación de los siglos las inmutables leyes de la justicia eterna. Y está tan lejos de creer, que los pueblos de Italia se hayan abstenido de estos evidentísimos testimonios de amor filial y de respeto hacia esta Sede Apostólica, como que centenares de miles nos han dirigido afectuosamente cartas, no para suplicarnos, que accediésemos a la reconciliación solicitada, sino para compadecerse vivamente de nuestras molestias, angustias y pesadumbres, y asegurarnos del modo más completo su afecto, y detestar una y mil veces el perverso y sacrílego despojo del dominio temporal Nuestro, y de la Santa Sede.
Siendo así, antes de terminar, declaramos explícitamente ante Dios y ante los hombros, que no hay causa alguna por la cual debamos reconciliarnos con nadie. Ya que empero, si bien sin mérito alguno por nuestra parte, somos el representante en la tierra de Aquel, que rogó y pidió perdón para los pecadores, no podemos menos de sentirnos inclinados a perdonar, a los que nos odiaron, y a rogar por ellos, para que con el auxilio de la divina gracia se conviertan, y de esta suerte sean merecedores de la bendición, del que es Vicario de Jesucristo en la tierra. Con sumo gusto rogamos, pues, por ellos, y al punto que se convirtieren estamos dispuestos a perdonarles y bendecirles. Entre tanto, no podemos a pesar de todo mirarlo con indiferencia, como los que no toman interés alguno por las calamidades humanas; no podemos menos de conmovernos hondamente y de dolemos, y de considerar como nuestros los más graves perjuicios y males causados perversamente a los que sufren persecución por la justicia. Por lo cual, mientras desahogamos nuestro intenso dolor rogando a Dios, cumplimos el gravísimo deber de nuestro supremo apostolado de hablar, enseñar y condenar todo lo que Dios y su Iglesia enseña y condena, para que así cumplamos nuestra misión, y el ministerio, que recibimos do Nuestro Señor Jesucristo, de dar fe del Evangelio.

Por lo tanto, si se nos piden cosas injustas, no podemos acceder a ellas; más si se nos pide perdón, lo concederemos con sumo gusto, como ya antes hemos indicado. Mas, para dar la palabra de conceder este perdón, del modo que corresponde a nuestra dignidad pontificia, doblamos las rodillas ante Dios, y abrazando la triunfal bandera de nuestra redención rogamos humildemente a Jesucristo, que llene de su caridad, de suerte, que perdonemos del mismo modo, con que Él perdonó a sus enemigos antes de entregar su santísima alma en manos de su eterno Padre. Y le suplicamos encarecidamente, que así como después de concedido su perdón, en medio de las densas tinieblas, que cubrieron la tierra, iluminó los entendimientos de sus enemigos, que arrepentidos de su horrenda maldad regresaban a sus casas golpeando sus pechos, así en medió de la oscuridad de nuestros tiempos se digne derramar de los inagotables tesoros de su misericordia los dones de su gracia celestial y vencedora, que vuelva al único redil, a todos los que van errados. Sean cuales fueren empero los designios de su divina providencia, rogamos al mismo Jesucristo en nombre de su Iglesia, que juzgue la causa de su Vicario, que es la causa de su Iglesia, y la defienda contra los conatos de sus enemigos, y la enaltezca y ensalce con una gloriosa victoria. Y le rogamos, que devuelva la paz y la tranquilidad a la sociedad perturbada, le conceda la deseada paz para el triunfo dé la justicia, que únicamente la esperamos de Él. Pero en tanto desconcierto de la Europa y de todo el mundo, y de los que desempeñan el gravé cargo de gobernar a los pueblos, solo hay un Dios, que pueda pelear con nosotros y por nosotros: Júzganos, Dios, y aparta nuestra causa de «la gente no santa; danos, Señor, tu paz en nuestros días, porque no hay otro que pelee por nosotros sino tú, Señor Dios Nuestro».