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lunes, 13 de diciembre de 2010

¿Es compatible la Revelación con la evolución?

Teilard de Chardin, uno de los principales exponenetes del  “evolucionismo cristiano”.

A lo largo del Concilio y del postconcilio se ha realizado en la Iglesia toda una labor de aggiornamento, esto es, de actualización o de compa­ginación con el mundo moderno y con su pensamiento, que le ha permitido —supuestamente— purificar sus principios y valores y asimilarlos dentro de la doctrina católica.
Uno de los postulados que había que purificar y asi­milar es el de la evolución. De hecho, desde el Conci­lio, exegetas y teólogos han intentado aplicar la idea de evolución a todo, incluso a la religión, que desde formas primitivas (totémicas y demoníacas) se habría ido trans­formando primero en politeísmo y luego en monoteís­mo, hasta llegar a las tres grandes culturas monoteístas, a saber, judaísmo, cristianismo e islamismo; y también se la han aplicado a las Divinas Escrituras, cuyos libros no habrían sido redactados de un tirón por personas in­dividuales, sino muy gradualmente, a través de los si­glos, por muchas manos anónimas, hasta llegar al esta­do en que las tenemos actualmente.
Y es que la evolución, para el hombre moderno, ha llegado a ser, más que un hecho científico y demostra­do, un modo de concebirlo y de pensarlo todo, o como se dice hoy, una cosmovisión.
Esta cosmovisión se aplica al origen del hombre y de las cosas como un principio casi evidente, que nadie puede ni debe discutir. Eso de que el hombre fue crea­do por Dios a partir del barro, y Eva a partir de Adán, y que todo fue hecho por Dios como se indica en los seis días de la creación, es un cuentito que se creía antes, o por decirlo más educadamente, era la manera de conce­bir las cosas en un pasado; pero hoy, con toda la ciencia y progreso modernos, esta visión de las cosas ya no es posible.
Veamos, si no, a modo de ejemplo, la explicación que el Padre Maximiliano García Cordero da de la crea­ción del hombre. En sus comentarios a la Biblia Nácar-Colunga[1], dice respecto a este punto: La formación del hombre del polvo es una concepción primitivista y folklórico-ambiental que no prejuzga el problema del posi­ble origen evolucionista del hombre. Y en su libro Problemática de la Biblia, el mismo Padre explaya más extensamente la afirmación anterior. Sigamos su explicación, que servirá de status quaestionis de nuestro artículo.
“Como siempre —nos dice el Padre Cordero, ha­blando de la creación del hombre—, el autor bíblico da una solución religiosa a un misterio que la ciencia mo­derna explicará hoy con nuevas categorías mentales a base de lo que en filosofía se llaman «causas segun­das». Los hagiógrafos, en su visión religiosa de la rea­lidad del mundo y de la vida, simplifican los problemas viendo a Dios interviniendo directamente en todo. Hay que tener en cuenta este modo de pensar y de expresar­se para luego calibrar el sentido de sus afirmaciones dentro de unas concepciones religiosas de su época”.
Por lo tanto, sigue diciendo nuestro autor, “sería in­fantil entender [la creación del hombre] al pie de la le­tra, ya que es una concepción antropomórfica y folkló­rica. Lo que interesa es la lección religiosa que supo­ne: el hombre salió de las manos de Dios, y por ello con una dignidad excepcional dentro de la creación”.
Igualmente, “la leyenda de que la mujer fue tomada del cuerpo del varón («será llamada varona, porque del varón fue tomada», Génesis, 2, 23) encuentra su para­lelo en el folclore de los diversos pueblos de la antigüe­dad, ya que la leyenda de los hombres andróginos (se creía que, al principio, el hombre y la mujer estaban materialmente pegados, y que después fueron violenta­mente separados) estaba muy extendida entre los hom­bres de las culturas primitivas. Es una explicación po­pular y primaria de la atracción irresistible de los se­xos: si el hombre y la mujer en todos los tiempos y lati­tudes se buscan para unirse corporalmente, es porque en un principio estuvieron fisiológicamente unidos”[2].
Hoy en día, concluye el Padre García Cordero, el planteo ya no es religioso, sino científico: “Los paleo-antropólogos deducen que el proceso de «hominización» ha sido muy lento a través de decenas de milenios antes de la aparición del «homo sapiens» en el período cuaternario, hace más de un millón de años. El proce­so de «cefalización» culminaría a través de las edades en la manifestación de la conciencia refleja, la deducción lógica elemental y el principio del progreso, que encontramos ya claramente en el paleolítico... Ante es­te planteamiento científico, ¿cuál es la enseñanza de los textos sagrados? Ya hemos indicado que los autores sa­grados se sitúan en sus explicaciones dentro del ángulo exclusivo de la enseñanza religiosa sin pretensiones científicas, que no se han de pedir a gentes que vivieron hace tres mil años en un ambiente cultural embrionario como los hebreos... El planteamiento de la teoría evo­lucionista escapa a su planteamiento, porque no la co­noce. Por lo tanto, no da un juicio sobre ella. Esto quiere decir que la Biblia ni patrocina ni se opone al origen evolucionista del hombre. Esto es una cuestión que tiene que decidir la investigación científica moder­na. A los autores bíblicos sólo les interesa dejar bien asentado que el hombre viene de Dios, lo que no com­promete la teoría evolucionista sobre el origen del hom­bre”[3].
¿Es tan así? ¿Será cierto que “la Biblia ni patrocina ni se opone al origen evolucionista del hom­bre”1 Por supuesto, el Padre Cordero rechaza la tesis del Evolucionismo ateo, en el cual Dios no intervendría para nada; pero intenta asimilar el Evolucionismo en una versión que sea compati­ble con la doctrina cató­lica, una Evolución en la que Dios habría dirigido las cosas de tal manera que tendría razón la Bi­blia desde un punto de vista religioso, al atribuir dicha Evolución a Dios, y tendría razón también la Ciencia desde un pun­to de vista científico, al explicar el largo proceso como Dios pudo valerse de causas segundas, para hacer emerger al hom­bre, en un largo período de “hominización” y de “cefalización”, de for­mas inferiores de vida. Tomar la Biblia al pie de la letra estaría mal, pues sería no tener en cuenta los aportes de la Ciencia, debidamente purificados; como también es­taría mal tener en cuenta sólo a la Ciencia, sin conside­rar la respuesta religiosa de la Biblia.
Tal visión, volvemos a preguntar, ¿es defendible pa­ra un católico? A ello trataremos de contestar en el pre­sente artículo.

Principios de solución.

Lo primero que conviene decir ante dicho planteo es lo afirmado por el Papa Pío XII, a saber, que “algunos, con temeraria audacia, traspasan la libertad de discu­sión [que el magisterio de la Iglesia ha concedido a los científicos católicos al estudiar este tema][4] al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una ma­teria viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia máxima moderación y cautela”[5].
Es decir, que ni hay nada ciertamente demostrado desde el campo de la Ciencia que obligue a sacrificarle las afirmaciones de la Sagrada Escritura; ni faltan tam­poco serios reparos contra la hipótesis evolucionista desde el campo de la Revelación.
Estos reparos se echan de ver claramente apenas se recuerdan las grandes leyes de interpretación católica de la Sagrada Escritura. En efecto, la Iglesia siempre ha en­señado:

1º Que Ella sola es la intérprete autorizada y fiel de la Sagrada Escritura, y por tanto sólo a Ella —y no a la Ciencia— le compete juzgar del sentido de la misma —en este caso, del sentido exacto del relato de la creación, contenido en el libro del Génesis—.

2º que para indagar este sentido, hay que valerse de tres grandes criterios: el primero es la ense­ñanza solemne del Magisterio, contra cuyo juicio no se puede explicar la Escritura; el segundo es el parecer unánime y constante de los Santos Padres, del que no puede apartarse el exegeta católico; y el tercero es la analogía de la fe, esto es, la perfecta armonía de un tex­to bíblico con el conjunto de las demás verdades bíbli­cas, y con el conjunto de la doctrina enseñada por la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.

Vamos a investigar, pues, qué nos dicen estas tres re­glas, y qué límites imponen a la doctrina de la Evolu­ción, para ver en qué medida dicha hipótesis es compa­tible con la doctrina católica.

1) El Magisterio de la Iglesia.

Examinemos, en primer lugar, qué nos dice la Igle­sia sobre el origen del hombre. Para ello desenterremos un decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, que quedó olímpicamente relegado al olvido (seguramente por no ser conforme con la mentalidad del hombre moderno). Es el Decreto sobre el carácter histórico de los tres pri­meros capítulos del Génesis, del 30 de junio de 1909[6] (recordemos que en ese tiempo la Pontificia Comisión Bíblica era órgano del Magisterio). En este texto se nos dice, entre otras cosas:

1º Que “los tres predichos capítulos del Génesis contienen narraciones de cosas realmente suce­didas, es decir, que responden a la realidad objetiva y a la verdad histórica; y no fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de los pueblos antiguos, acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteísta; ni puras alegorías y símbolos bajo apariencia de historia, pro­puestos para inculcar las verdades religiosas; ni leyen­das, en parte históricas y en parte ficticias, compuestas para instrucción o edificación de las almas”. ¿La prue­ba de ello? La Pontificia Comisión Bíblica las enume­ra, y son varias: “El carácter y forma histórica del libro del Génesis; el peculiar nexo de los tres primeros capí­tulos entre sí y con los capítulos siguientes; el múltiple testimonio de las Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento; el sentir casi unánime de los Santos Padres y el sentido tradicional que, trasmitido ya por el pueblo de Israel, ha mantenido siempre la Iglesia”; co­sas todas que, obviamente, ya no pueden cambiar con el correr de los tiempos. De manera que esta afirmación del Magisterio supera el marco de una decisión pura­mente prudencial, y pasa a ser de orden doctrinal.

2º Que “el sentido literal histórico debe ser mante­nido especialmente donde se trata de hechos na­rrados en los mismos capítulos que tocan a los funda­mentos de la religión cristiana, como son, entre otros: la creación de todas las cosas hechas por Dios al princi­pio del tiempo; la peculiar creación del hombre; la for­mación de la primera mujer a partir del primer hom­bre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia, integri­dad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia; la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro”. Notemos en particular las cuatro verdades puestas en negrita, que son las que se encuentran directamente implicadas en el tema que tratamos.

3º Que “sólo es lícito apartarse del sentido propio de las cosas, palabras y frases de estos capítulos cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente, y la razón prohíba mantener el sentido propio, o la necesidad obligue a abandonarlo”. Es decir, que a menos de probar lo contrario, el sentido literal histórico es el que debe presuponerse por principio.

A partir de esta enseñanza del Magisterio, argumen­temos por partes. Ante todo, es dogma de fe la unidad del género humano, esto es, que todos los hombres, ab­solutamente todos sin excepción, vienen de Adán y Eva. Este dogma es un presupuesto de otros dos dogmas, a saber, la universalidad del pecado original, que afecta a todos los hombres (salvo a la Santísima Virgen por pri­vilegio singular) por venir todos de Adán, y la universa­lidad de la redención realizada por Cristo. Por esta ra­zón hay que descartar como herética la sentencia del poligenismo, esto es, la supuesta multiplicidad de las pri­meras parejas humanas que postula el Evolucionismo en su hipótesis más difundida. Primer límite impuesto por la doctrina católica a una postura evolucionista: una so­la primera pareja, o lo que es lo mismo en clave evolu­cionista, la evolución sólo pudo afectar al primer hom­bre y a la primera mujer.
Pero no; que también es dogma de fe que la mujer viene del hombre. San Pablo nos lo recuerda: “No pro­cede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre; ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mu­jer por razón del hombre”[7]; esto es, también hay que en­tender literalmente la formación del cuerpo de Eva a partir del cuerpo de Adán, y así Eva no pudo evolucio­nar a partir de una primate o de lo que fuera. Segundo límite, pues, que la doctrina católica impone a la doctri­na evolucionista, y es que la evolución no vale para la mujer, que procede del hombre.
Nos encontramos entonces con que el único que ha­bría podido evolucionar, según una doctrina evolucio­nista “católica”, sería Adán. ¿No empieza ya a parecer un remiendo en tela de otro paño una tesis evolucionis­ta con semejantes limitaciones? ¿Se quedará contenta con ella la mentalidad moderna?
El caso es que hay más. Si leemos con cuidado el decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, vemos que, según la doctrina católica, hay que entender literalmen­te la peculiar creación del hombre.
Ahora bien, preguntamos nosotros, ¿qué es lo pecu­liar en la creación de Adán? No ciertamente la produc­ción de su alma, que fue exactamente igual que la creación del alma de Eva, o de la Virgen, ó de Cristo, o de cualquier otro hombre: es decir, a partir de la nada. Lo peculiar es precisamente la manera como Dios formó su cuerpo: esto último es, pues, lo que hay que entender al pie de la letra según el texto bíblico. Ahora bien, ese texto dice claramente, y lo recalca continuamente, que el hombre, por lo que mira a su cuerpo, fue formado de la tierra, llámesela lodo, barro o polvo: “Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser vi­viente”[8]; “con el sudor de tu rostro comerás el pan, has­ta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo tornarás”[9]; “el primer hombre, sa­lido de la tierra, es terreno; el segundo, que viene del cielo, es celestial”[10]. El mismo nombre de Adán (en he­breo “Adam”, derivado de “adamáh”, esto es, tierra, como diciendo “el terroso”, “el terreno”), está indican­do el origen del hombre a partir del limo.

2) El parecer unánime de los Santos Padres.

El último argumento, pensará tal vez quien lea este artículo, parece forzado: la “peculiar creación del hom­bre” podría muy bien referirse simplemente al hecho de que Adán, a diferencia de los demás hombres, no nace de mujer, o es creado en estado adulto, o goza de los do­nes extraordinarios de justicia original de que luego ca­recerá el resto de la humanidad caída en el pecado, o al­guna explicación semejante. ¿Por qué sostener que lo peculiar es precisamente la formación de su cuerpo, li­teralmente entendida según las palabras de la Escritura?
Simplemente, porque el parecer de los Santos Padres y de los teólogos es unánime en explicar la formación del cuerpo de Adán a partir del limo de la tierra, si se ex­ceptúa a Orígenes, Cayetano y algunos pocos más[11]. No hacemos más que seguir el segundo criterio católico de explicación de la Sagrada Escritura. La Iglesia, por su parte, ha explicado siempre literalmente a los fieles, en todo tiempo y lugar, la creación del hombre a partir del barro de la tierra, y el de la mujer a partir del hombre. Como muestras de ello, bástenos reproducir cómo ense­ña el Catecismo romano de Trento la creación de Adán: "Formó Dios al hombre del lodo de la tierra, dispuesto y ordenado en cuanto al cuerpo, de tal modo que fuese inmortal e impasible, no por virtud de su naturaleza, si­no por beneficio de Dios. Por lo que refiere al alma, lo formó a su imagen y semejanza, le dio libre albedrío, y con tal armonía ordenó sus movimientos y apetitos, que nunca dejasen de obedecer al imperio de la razón. Ade­más de esto, le concedió el don maravilloso de la justi­cia original, y quiso también que presidiese a los demás animales”. Y el Catecismo Mayor de San Pío X enseña igualmente que "Dios creó al hombre a su imagen y se­mejanza y lo hizo así: formó el cuerpo de tierra, luego sopló en su rostro, infundiéndole un alma inmortal. Dios impuso al primer hombre el nombre de Adán, que significa formado de tierra, y lo colocó en un lugar lle­no de delicias, llamado el Paraíso terrenal. Más Adán estaba solo. Queriendo, pues, Dios asociarle una com­pañera y consorte, le infundió un profundo sueño y, mientras dormía, le quitó una costilla de la cual formó a la mujer que presentó a Adán. Este la recibió con agrado y la llamó Eva, que quiere decir vida, porque ha­bía de ser madre de todos los vivientes”. Con este mis­mo criterio, el Concilio Provincial de Colonia de 1860 enseñaba: “Los primeros padres fueron creados inme­diatamente por Dios. Por lo tanto, declaramos que se opone a la Sagrada Escritura y a la fe la sentencia de aquellos que no temen afirmar que el hombre, en lo que respecta a su cuerpo, procede de la naturaleza inferior por una inmutación espontánea hasta alcanzar su per­fección humana”.
Por este motivo, la Iglesia reprobó en su tiempo las obras que trataban de explicar el origen del hombre por el transformismo; así sucedió con Mivart[12] y Leroy[13], cu­yas obras fueron puestas en el índice. Zahm, que defen­día la probabilidad de la sentencia de Mivart, fue obliga­do por la Sagrada Congregación del Santo Oficio a reti­rar su obra del comercio (año 1899).

3) La analogía de la Fe.

Vemos, por lo dicho, que es absolutamente falso de­cir que el texto bíblico es indiferente ante la teoría de la Evolución, y que no faltan argumentos doctrinales se­rios para afirmar que dicha teoría es incompatible con la doctrina católica. Y veámoslo con un ejemplo más, sa­cado de la analogía de la fe, esto es, de la armonía que debe existir entre las diferentes verdades reveladas.
La doctrina católica siempre ha afirmado, como dogma de fe, que Dios estableció al primer hombre en un estado de justicia original. Este estado de justicia original consta de elementos que no serían explicables según la teoría de la Evolución tal como hoy se la sos­tiene, y que difícilmente encajarían incluso en una ver­sión católica de la misma.
La versión evolucionista pura afirma en líneas gene­rales que el hombre evolucionó paulatinamente de esta­dos inferiores a estados superiores, hasta pasar de pri­mate a hombre. Entrando en algunos detalles, para el evolucionista el primer hombre habría sido un ser bas­tante miserable, apenas algo más que un mono, y sería absurdo suponer que estaba en estado de gracia, inhabi­tado por la Trinidad, sin concupiscencia, iluminado es­pecialmente en su inteligencia, sin estar sujeto ni a la en­fermedad ni a la muerte. Tampoco sería evolutivo supo­ner en él un pasaje de lo superior a lo inferior, es decir, la caída que habría significado para el género humano la pérdida de esos dones preternaturales. En cuanto a la religión, habría pasado de la admiración de los misterios de la naturaleza a la adoración de los animales (totemis­mo), luego a la de los demonios (pandemonismo), para terminar en la de seres ya endiosados (politeísmo), y culminando en el monoteísmo, ya muy posterior (tiem­pos postmosaicos). Resumiendo, la perfección del hom­bre no se encuentra en sus comienzos, sino que la alcan­zará un día como culminación de todo un proceso evo­lutivo; en términos “cristianos” se lo podría identificar con el Cristo cósmico de Teilhard de Chardin, esto es, con lo que él mismo llamaba Punto Omega de la Evolu­ción: un día, por fin, el hombre llegará a ser perfecto e inmortal, consciente de su propia divinidad.
La Iglesia Católica, por su parte, afirma todo lo con­trario: que el hombre fue constituido desde el comienzo en un estado de perfección natural y sobrenatural: tenía la gracia santificante, la inmortalidad, la impasibilidad, la integridad y el dominio sobre toda la creación infe­rior; y luego, por su pecado, decayó de esa perfección primitiva y quedó reducido a un estado inferior. El co­nocimiento perfecto que tenía de Dios se fue degeneran­do, y de monoteísmo derivó en politeísmo, y luego en demonismo y fetichismo. Todos los males que lo afli­gen hoy en día no los tuvo en un principio: ni enferme­dades, ni muerte, ni dolor, ni pena en el trabajo; no ne­cesitaba de medicamentos, ni de vestido, ni de casa, pues la naturaleza no le era adversa.

Conclusión.

Como puede verse, la oposición entre la doctrina evolucionista y la doctrina católica (al menos en lo que mira al origen del hombre, al que nos hemos limitado en este artículo) no puede ser más flagrante, y su concilia­ción es una obra de prestidigitador, que presenta muchas limitaciones, incongruencias y reparos.
• Una versión evolucionista verdaderamente “católi­ca” tendría, no sólo que reducir la evolución al pobre Adán (ya que, como hemos señalado, Eva no pudo evo­lucionar, ni tampoco pudieron hacerlo los hijos de am­bos), sino que además debería hacerla encajar con una justicia original que al menos comportase la gracia san­tificante y la inmortalidad, ambas definidas como dog­mas de fe.
•  Para lo primero tendría que aceptar una interven­ción directa de Dios, que transformase al primate en hombre (ya que el hombre no es sólo un mono con alma humana, sino un ser específicamente distinto, incluso corporalmente) y produjese a partir de su carne el cuer­po de Eva.
•  Para lo segundo tendría que aceptar una nueva in­tervención divina, que le confiriese la gracia y la inmor­talidad (algunos planteos que tendría que resolver en ese caso: ¿Podría Dios darle la gracia y la inmortalidad sin destruirlo como primate y rehacerlo enteramente como hombre? ¿En qué etapa de su “hominización” y de su “cefalización” le habría infundido Dios la gracia? ¿Có­mo la habría perdido él después, y en qué consistiría el pecado de un ser aún no plenamente “hominizado” ni “cefalizado”? Y Jesucristo, al redimirnos luego, ¿nos habría redimido sólo a nosotros, o también a nuestros antecesores primates ya algo “hominizados” y “cefalizados”?).
• En todo caso, y a fin de cuentas, todo acabaría ex­plicándose por la intervención directa de Dios, y no por la evolución, ya que ni el alma es una forma desarrolla­da de la materia, ni la mujer una forma desarrollada del hombre, ni la gracia una forma evolucionada de la natu­raleza. La evolución "católica" es, en realidad, una res­puesta que no responde a nada.
Damos por supuesto que un evolucionista que se precie nunca aceptará las premisas y limitaciones im­puestas por una óptica “católica”, y se reirá a carcajadas de las explicaciones que un evolucionista “católico” tra­te de dar a la evolución para “catolizarla”. Y es que la evolución es, en última instancia, una hipótesis forjada por el hombre moderno, incrédulo y ateo, para excluir a Dios de la creación; es su única alternativa frente a la creación, frente a la visión de un mundo producido por Dios y regido por sus leyes. Pretender purificar dicha hipótesis para asimilarla y armonizarla con la doctrina católica es querer conciliar dos cosmovisiones irreducti­bles, o dicho en criollo, una pura quimera.


R.P. José María Mestre, Revista “Iesus Christus”, Nº 124, Agosto de 2009.


[1] Versión castellana de la Biblia, revisada y anotada por el Padre García Cordero, al alcance de casi todos los líeles por la difusión que ha tenido en el mundo hispano.
[2] Maximiliano García Cordero, Problemática de la Biblia, pp. 71,74-75,76-77. B.A.C. 318, Madrid 1971.
[3] Maximiliano García Cordero, Problemática de la Biblia, pp. 78-79.
[4] Pío XII recuerda que “el magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del «evolucionismo», en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios. Pensamos que el Papa Pío XII dejó esta libertad de investigación a los sabios católicos (como medida prudencial) por el empuje con que se debatía en ese momento (año 1950) el tema de la evolución, que, en realidad, no puede demostrarse con argumentos serios y pruebas contundentes ni filosófica, ni teológica, ni científicamente.
[5] Pío XII, Humani generis, Dz 2327 (DS 3896).
[6] Dz. 2121-2128 (DS 3512-3519).
[7] I Corintios, 11, 8-9.
[8] Génesis, 2, 7.
[9] Génesis, 3,19.
[10] I Corintios, 15, 47.
[11] Precisemos de todos modos que estas voces discordantes eran anteriores al decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, que zanjó lo que antes pudieran discutir o entender de otro modo algunos autores.
[12] Lessons from nature, Genesis of Species.
[13] Évolution restreinte aux espéces organiques.