Páginas

martes, 27 de marzo de 2012

Ferdinand Brunetière.



Fernando Brunetière, fue el príncipe de la crítica li­teraria francesa y director de la Revista de Ambos Mundos. Después de haberse nutrido en su juventud con los estudios de Claudio Bernard, de Darwin, de Augusto Comte, Heriberto Spencer, Schopenhauer, etc., después de lento y serio examen, después de haber buscado con pro­lijos estudios la verdad, supo desligarse de las enseñanzas de esos autores, contrarías a las doctrinas de la fe, fue a llamar a las puertas de Roma, y se afirmó como apolo­gista y creyente católico.
Todo  procedió   ordenadamente,   sin  saltos  imprevis­tos. Diversas son las vías que conducen a Roma: La Bonne souffrance devuelve al catolicismo al poeta de los hu­mildes de París,  Francisco Coppée.  El estudio de las lí­neas y del arte gótico, hace entrar en el catolicismo a Huysmans. Brunetière pisó un sendero más largo y más mo­derno para llegar hasta el Vaticano. El adversario implaca­ble de la novela naturalista, el paladín de la idea de la res­ponsabilidad en el artista, el luchador de la moralidad, y ,   de una moralidad social, era   inconscientemente   cristiano, antes de decir: —Lo que yo creo, id a preguntárselo a Roma.
Su viaje al Vaticano en 1895, marca la primera etapa de su conversión.
Y en su célebre escrito Las bases de la creencia, hablando de las bancarrotas sucesivas de la ciencia, dice: “Nada más fácil que multiplicar los testimonios acerca de esto, desde quince años a esta parte[1] lo que hace en el siglo de los ferrocarriles y telégrafos un espacio de tiempo bastante largo en la historia de las ideas, algo se ha cambiado acerca de la estimación que se profesaba a la ciencia. Se la admira siempre, pero no es ya el exigente y tiránico ídolo al cual se nos pedía sacrificarlo todo. Seguimos usando de sus servicios y le quedamos agradecidos; pero ya no ponemos en ella todas nuestras esperanzas... Por todas partes vemos sus límites sin tener necesidad del microscopio o de los rayos Roentgen. La ciencia es incapaz de darnos una explicación o una interpretación aceptable del universo. Ella es incapaz de fundar una moral. Ella, por fin, es incapaz de substituir la religión en la evolución social de la humanidad”.
“Señores —hubo de decir en el Congreso de Bessançon en 1898— no he tenido otros méritos que haberme dejado hacer por la verdad”. Y la verdad fue siempre en marcha en su espíritu. Predicador laico, recorrió las principales ciudades de Francia, de Italia y de Europa. Su pensamiento científico religioso se fue robusteciendo cada vez más. Soldado de Cristo, no ocultaba ni siquiera un pliegue de su bandera.
Fue católico, católico integral, ultramontano. Léase su artículo magistral sobre el Catolicismo en los Estados Unidos y el otro no menos explícito: ¿Queremos una Iglesia Nacional? Léase su valiente conferencia sobre Calvino, pronunciada en su misma ciudadela, en Ginebra, y se verá qué sólidas raíces tenía en su alma aquel catolicismo que llevaba y defendía por doquiera, al punto que sus colegas de la Academia Francesa, le llamaban irónicamente Fernando el Católico,
Y en el fervor de la fe, abrazada después de maduro examen,  Brunetière comprendía toda la necesidad de un apostolado científico, de una apologética que respondiera a la altura del momento.
Hizo suya ¡a máxima de Bossuet: “Edifiquemos las fortalezas de Judá con las cenizas y las ruinas de Sama­ría”.
Y se dio a buscar el alma de la bondad, como decía, en las cosas malas y el alma de la verdad en las cosas fal­sas. Sobre las ruinas de la ciencia, edificó el templo de la fe.
Este Alcestes belicoso, tuvo la pluma en la mano has­ta la orilla del sepulcro.

El lº de noviembre de 1906, hacía el prefacio de las Cuestiones actuales.
La tiranía del dogma no es tiranía si nos servimos de esta palabra en materia dogmática. Y esto significa que no se sabe que ella haya jamás estorbado ni contrariado las especulaciones del geómetra o las vivisecciones del fisiologista. Ella no ha jamás contrariado ni restringido la libertad del historiador, y no hay, que yo sepa, opinión alguna católica, impuesta, ni convenida, sobre las guerras médicas o la conquista de la Galia por los Romanos. Pero si la  tiranía no se  ejerce sino en  materia dogmática —por ejemplo, sobre la cuestión de la Encarnación o de la Redención—, quién no ve que la palabra no tiene mis sentido, y que la afirmación perentoria y absoluta del dogma, en teología, equivale exactamente a lo que son en física y en fisiología,  la enunciación de ¡as leyes que do­minan la materia. ¿Es tal vez libre el geómetra de modifi­car las propiedades de la circunferencia o de la elipse? ¿Es tal vez libre el químico de definir a su talante, las del clo­ro o del alcohol? Pero las leyes del objeto, se imponen al hombre y aunque le convengan o no, está obligado a sufrir su violencia y tiranía. ¿Quién podrá por esto sostener seriamente que nuestra libertad de pensar está aherrojada? Y a este propósito, ¿no sería el caso de hablar de la banca­rrota de la ciencia? ¿Y por qué se quisiera juzgar con otro criterio en materia de religión? La pretendida tiranía del dogma no es sino una frase. El dogma para el creyente, no impone más violencia que la misma verdad. Y si se le pone afuera y como aparte de la discusión, es a la manera de esos axiomas o verdades elementales que se encuentran formando la base de todas las ciencias...[2].
La Revista de ambos mundos del 1º de diciembre de 1906, lleva todavía un artículo suyo.
Después calló esa boca de oro y se destempló esa pluma de acero. Una nube de tristeza velaba la noble fren­te del grande escritor. Sentía herida su alma por la inno­ble actitud del Estado sectario contra la Iglesia de Cristo.
A uno de sus discípulos decía, en los últimos meses, con dolor: —No nos queda más que la historia, entregué­monos a ella, hasta que también nos la prohíban.
Pero el dolor más grande que tuvo que experimentar, fue cuando vio disuelto el lazo secular del Concordato y aprobado por las dos cámaras la ley de separación de 1904.
Murió como mueren los valientes, sobre la brecha, a los 57 años, el 9 de diciembre de 1906.
Todo París rindió homenaje a la gigantesca figura del extinto, y pasó silencioso ante su féretro.
La muerte acababa de rendir a este valiente, que ba­jaba a la tumba con el fragor del roble del bosque que cae al suelo abatido por la tempestad.

P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión, Buenos Aires, 1944.


[1] El autor escribía su artículo en  1896.
[2] Questions actuelles, Préface.