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viernes, 23 de marzo de 2012

La asistencia a la Santa Misa, fuente de santificación.



La santificación de nuestra alma está en la unión con Dios, unión de fe, de confianza y de amor. De ahí que uno de los principales medios de santificación sea el más excelso de los actos de la virtud de religión y del culto cristiano: la participación en el sacrificio de la Misa. La Santa Misa debe ser, cada mañana, para todas las almas interiores, la fuente eminente de la que desciendan y manen las gracias de que tanta necesidad tenemos durante el día; fuente de luz y calor, que, en el orden espiritual, sea para el alma lo que es la aurora para la naturaleza. Después de la noche y del sueño, que es imagen de la muerte, al levantarse el sol sobre el horizonte, la luz inunda la tierra, y todas las cosas vuelven a la vida. Si comprendiéramos a fondo el valor infinito de la misa cotidiana, veríamos que es a modo del nacimiento de un sol espiritual, que renueva, conserva y aumenta en nosotros la vida de la gracia, que es la vida eterna comenzada. Mas con frecuencia la costumbre de asistir a Misa, por falta de espíritu, degenera en rutina, y por eso no sacamos del santo sacrificio el provecho que deberíamos sacar.
La misa debe ser, pues, el acto principal de cada día, y en la vida de un cristiano, y, más, de un religioso, todos los demás actos no deberían ser sino el acompañamiento de aquél, sobre todo los actos de piedad y los pequeños sacrificios que hemos de ofrecer a Dios, a lo largo de la jornada.
Trataremos aquí de estos tres puntos: 1º, de dónde nace el valor del sacrificio de la Misa; 2º, que sus efectos dependen de nuestras disposiciones interiores; 3º, cómo hemos de unirnos al sacrificio eucarístico.

La oblación siempre viviente en el corazón de Cristo.

La excelencia del sacrificio de la Misa proviene, dice el Concilio de Trento [1], de que en sustancia es el mismo sacrificio de la Cruz, porque es el mismo sacerdote el que continúa ofreciéndose por sus ministros; y es la misma vícti­ma, realmente presente en el altar, la que realmente se ofrece. Sólo es distinto el modo de ofrecerse: mientras que en la Cruz fue una inmolación cruenta, en la misa la inmolación es sacramental por la separación, no física, sino sacramental del cuerpo y la sangre del Salvador, en virtud de la doble consagración. Así la sangre de Jesús, sin ser físicamente de­rramada, lo es sacramentalmente [2].
Esta sacramental inmolación es un signo [3] de la oblación interna de Jesús, a la cual nos debemos unir; es asimismo el recuerdo de la inmolación cruenta del Calvario. Aunque sólo sea sacramental, esta inmolación del Verbo de Dios he­cho carne es más expresiva que la inmolación cruenta del cordero pascual y de todas las víctimas del Antiguo Testa­mento. Un signo o símbolo, en efecto, saca todo su valor de la grandeza de la cosa significada; la bandera que nos recuerda la patria, aunque sea de vulgarísimo lienzo, tiene a nuestros ojos más valor que el banderín de una compañía o la insignia de un oficial. Del mismo modo la cruenta in­molación de las víctimas del Antiguo Testamento, remo­ta figura del sacrificio de la Cruz, sólo daba a entender los sentimientos interiores de los sacerdotes y fieles de la antigua Ley; mientras que la inmolación sacramental del Salvador en nuestros altares expresa sobre todo la obla­ ción interior perenne y siempre renovada en el corazón de “Cristo que no cesa de interceder por nosotros” (Hebr. VII, 25).
Mas esta oblación, que es como el alma del sacrificio de la Misa, tiene infinito valor, porque trae su virtud de la per­sona divina del Verbo encarnado, principal sacerdote y víctima, cuya inmolación se perpetúa bajo la forma sacramental. San Juan Crisóstomo escribió: “Cuando veáis en el altar al ministro sagrado elevando hacia el cielo la hostia santa, no vayáis a creer que ese hombre es el (principal) verda­dero sacerdote; antes, elevando vuestros pensamientos por encima de lo que los sentidos ven, considerad la mano de Jesús invisiblemente extendida”.[4] El sacerdote que con nuestros ojos de carne contemplamos no es capaz de com­prender toda la profundidad de este misterio, pero más arriba está la inteligencia y la voluntad de Jesús, sacerdote prin­cipal. Aunque el ministro no siempre sea lo que debiera ser, el sacerdote principal es infinitamente santo; aunque el ministro, por bueno que sea, pueda estar ligeramente distraído u ocupado en las exteriores ceremonias del sacri­ficio, sin llegar a su más íntimo sentido, hay alguien so­bre él que nunca se distrae, y ofrece a Dios, con pleno y total conocimiento, una adoración reparadora de infinito valor, una súplica y una acción` de gracias de alcance ilimitado.
Esta interior oblación siempre viviente en el corazón de Jesucristo es, pues, en verdad, comoel alma del sacrificio de la Misa. Es la continuación de aquella otra oblación por la cual Jesús se ofreció como víctima al venir a este mundo y a lo largo de su existencia sobre la tierra, sobre todo en la Cruz. Mientras el Salvador vivía en la tierra, esta obla­ción era meritoria; ahora continúa, pero sin esta modalidad del mérito. Continúa en forma de adoración reparadora y de súplica, a fin de aplicarnos los méritos que nos ganó en la Cruz. Aun después que sea dicha la última misa al fin del mundo, y cuando ya no haya sacrificio propiamente dicho, su consumación, la oblación interior de Cristo a su Padre, continuará, no en forma de reparación y súplica, sino de adoración y acción de gracias. Eso será el Sanctus, Sanctus, Sanctus, que da alguna idea del culto de los bienaventurados en la eternidad.
Si nos fuera dado ver directamente el amor que inspira esta interna oblación que continúa sincesar en el corazón de Cristo, “siempre viva para interceder por nosotros”, ¡cuál no sería nuestra admiración!
La Beata Angela de Foligno dice [5]: “No es que lo crea, sino que tengo la certeza absoluta de que, si un alma viera y contemplara alguno de los íntimos esplendores del sacra­mento del altar, luego ardería en llamas, porque habría visto el amor divino. Paréceme que los que ofrecen el sacrificio y los que a él asisten, deberían meditar profundamente en la profunda verdad del misterio tres veces santo, en cuya con­templación habríamos de permanecer inmóviles y absortos”.

Efectos del Santo Sacrificio de la Misa y cómo debemos oírla.

La oblación interior de Cristo Jesús, que es el alma del sacrificio eucarístico, tiene los mismos fines e idénticos efec­tos que el sacrificio de la Cruz; mas importa que de entre tales efectos, nos fijemos en los que se refieren a Dios y en los que nos conciernen a nosotros mismos.
Los efectos de la Misa que inmediatamente se refieren a Dios, como la adoración reparadora y la acción de gracias, prodúcense siempre infalible y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque la Misa fuera celebrada por un sacerdote indigno, con tal que sea válida. Así, de cada Misa elévase a Dios una adoración y acción de gracias de ilimitado valor, en razón de la dignidad del Sacerdote principal que la ofrece y del valor de la víctima ofrecida. Esta oblación "agrada a Dios más que lo que son capaces de desagradarle todos los pecados juntos"; en eso está, en cuanto a la satisfacción, la esencia misma del misterio de la Redención [6].
Los efectos de la Misa, en cuanto dependen de nosotros, no se nos aplican sino en la medida de nuestras disposiciones interiores.
Por eso, la Santa Misa, como sacrificio propiciatorio, les merece, ex opere operato, a los pecadores que no le oponen resistencia, la gracia actual que les inclina a arrepentirse y les mueve a confesar sus culpas [7], Las palabras Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, paree nobis, Domine, hacen nacer en esos pecadores sentimientos de contrición, como en el Calvario le aconteció al buen ladrón. Esto se entiende, principalmente, de los pecadores que asisten a la Misa .y de aquellos por quienes se aplica.
El sacrificio de la Misa, como sacrificio satisfactorio, perdona también -infaliblemente a los pecadores arrepentidos parte al menos de la pena temporal debida por los pecados, y esto según las disposiciones con que a ella asisten, Por eso dice el Concilio de Trento que el sacrificio eucarístico puede también ser ofrecido para aliviar de sus penas a las almas del purgatorio [8].
En fin, como sacrificio impetratorio o de súplica, la Misa nos obtiene ex opere operato todas las gracias de que tenemos necesidad para nuestra santificación. Es que la oración de Jesucristo, que vive eternamente, sigue intercediendo en nuestro favor, junto con las súplicas de la Iglesia, Esposa de nuestro divino Salvador. El efecto de esta doble oración es proporcionado a nuestro propio fervor, y aquel que con buenas disposiciones se une a ellas, puede tener la seguridad de obtener para sí y para las almas a quienes encomienda, las gracias más abundantes.
Santo Tomás y otros muchos teólogos enseñan que estos efectos de la Misa, en cuanto de nosotros dependen, se nos hacen efectivos en la medida de nuestro fervor [9]. La ra­zón es que la influencia de una causa universal no tiene más límites que la capacidad del sujeto que la recibe. Así el sol alumbra y da calor lo mismo a una persona que a mil que estén en una plaza. Ahora bien, el sacrificio de la Misa, por ser sustancialmente el mismo que el de la Cruz, es, en cuanto a reparación y súplica, causa universal de las gracias de iluminación, atracción y fortaleza. Su influencia sobre nos otros no está, pues, limitada sino por las disposiciones y el fervor de quienes la reciben. Así una sola Misa puede aprovechar tanto a un gran número de personas, como a una sola; de la misma manera que el sacrificio de la Cruz aprovechó al buen ladrón lo mismo que si por él solo se hubiera realizado. Si el sol ilumina lo mismo a una que a mil personas, la influencia de esta fuente de calor y fervor espiritual, como es la Misa, no es menos eficaz en el orden de la gracia. Cuanto es mayor la fe, confianza, religión y amor con que se asiste a ella, mayores son los frutos que en las almas produce.
Esto nos da a entender por qué los santos, ilustrados por el Espíritu Santo, tuvieron en tanta estima el Santo Sacrificio. Algunos, estando enfermos y baldados, se hacían llevar para asistir a la Misa, porque sabían que vale más que todos los tesoros, Santa Juana de Arco, camino de Chinon, importu­naba a sus compañeros de armas a que cada día asistiesen a misa; y, a fuerza de rogárselo, lo consiguió. Santa Germa­na Cousin, tan fuertemente atraída se sentía hacia la iglesia, cuando oía la campana anunciando el Santo Sacrificio, que dejaba sus ovejas al cuidado de los ángeles y corría a oír la Misa; y jamás su rebaño estuvo tan bien guardado. El santo Cura de Ars hablaba del valor de la Misa con una convic­ción tal que llegó a conseguir que todos o casi todos sus feligreses asistiesen a ella diariamente. Otros muchos santos derramaban lágrimas de amor o caían en éxtasis durante el Santo Sacrificio; y algunos llegaron a ver en lugar del cele­brante a Nuestro Señor. Algunos, en el momento de la elevación del cáliz, vieron desbordarse la preciosa sangre, como si fuera a extenderse por los brazos del sacerdote y aun por el santuario, y venir los ángeles con cálices de oro a recogerla, como para llevarla a todos los lugares donde hay hombres que salvar. San Felipe de Neri recibió no po­cas gracias de esta naturaleza y se ocultaba para celebrar, por los éxtasis que tenía en el altar.

Cómo debemos unirnos al Santo Sacrificio de la Misa.

Puede aplicarse a esta materia lo que Santo Tomás [10] dice de la atención en la oración vocal: “Puede la atención referirse a las palabras, para pronunciarlas bien; al sentido de esas palabras, o bien al fin mismo de la oración, es decir a Dios y a la cosa por la cual se ruega... Esta última clase de atención que aun los más simples e incultos pueden tener, es tan intensa a veces que el espíritu está como arrobado en Dios y olvidado de todo lo demás.”
Asimismo para oír bien la Misa, con fe, confianza, ver­dadera piedad y amor, se la puede seguir de diferentes maneras. Puédese escuchar prestando atención a las oraciones litúrgicas, tan bellas y llenas de unción, elevación y sencillez. O meditando en la Pasión y muerte del Salvador, y considerarse al pie de la Cruz con María, Juan y las santas mujeres. O cumpliendo, en unión con Jesús, los cuatro de­beres que tenemos para con Dios, y que son los fines mismos del sacrificio: adoración, reparación, petición y acción degracias. Con tal de ocuparse de algún modo en la oración, por ejemplo, rezando el rosario, la asistencia a la Misa es provechosa. También se puede, y con, mucho provecho, como lo hacía Santa Juana de Chantal y otros muchos santos, continuar en la Misa la meditación, sobre todo si despierta en nosotros intenso amor de Dios, algo así como San Juan estuvo en la Cena, cuando reposaba sobre el corazón del divino Maestro.
Sea cualquiera la manera como oigamos la Santa Misa, hase de insistir en una cosa importante. Y es que sobre todo hemos- de unirnos íntimamente a la oblación del Salvador, sacerdote principal del sacrificio; y ofrecer, con él, a él mis­mo a su eterno Padre, acordándonos que esta oblación agrada más a Dios que lo que pudieran desagradarle todos los pecados del mundo. También hemos de ofrecernos a nosotros mismos, y cada día con mayor afecto, y presentar al Señor nuestras penas y contrariedades, pasadas, presentes y futuras. Así dice el sacerdote en el ofertorio: “In spiritu humili­tatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine: Con espíritu humillado y contrito corazón te suplicamos, Señor, que nos quieras recibir en ti.”
El autor de la Imitación, I. IV, c. VIII, insiste sobre esta materia: “Voz de Cristo: Así como Yo me ofrecí a mí mismo por tus pecados a Dios Padre con voluntad y extendí las manos en la Cruz, desnudo el cuerpo de modo que no me quedaba cosa alguna que no fuese sacrificada para aplacar a Dios, así debes tú, cuanto más entrañablemente puedas, ofrecerte a ti mismo, de toda voluntad, a mí, en sacrificio puro y santo cada día en la Misa, con todas tus fuerzas y deseos... No quiero tu don, sino a ti mismo... Mas si tú estás en ti mismo y no te ofreces de muy buena gana a mi voluntad, no es cumplida ofrenda la que haces, ni será entre nosotros entera la unión”.
Y en el capítulo siguiente: “Voz del discípulo: Yo deseo ofrecerme a Ti de voluntad, por siervo perpetuo, en servicio y sacrificio de eterna alabanza, Recíbeme con este Santo Sacrificio de tu precioso Cuerpo... También te ofrezco, Señor, todas mis buenas obras, aunque son imperfectas y pocas, para qué tú las enmiendes y santifiques, para que las hagas agradables y aceptas a ti. También te ofrezco todos los santos deseos de las almas devotas, y la oración por todos aquellos que me son caros, También te ofrezco estas oraciones y sacrificios agradables, por los que en algo me han enojado o vituperado... por todos los que yo alguna vez enojé, turbé, agravié y escandalicé, por ignorancia o adverti­damente, para que tú nos perdones las ofensas que nos hemos hecho unos a otros... y haznos tales que seamos dignos de go­zar de tu gracia y de que aprovechemos para la vida eterna”.
La Misa así comprendida es fecundísima fuente de santificación, y de gracias siempre renovadas; por ella puede ser realidad en nosotros, cada día, la súplica de Nuestro Señor: “Yo les he dado de la gloria que tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros, yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me has enviado y amádoles a ellos como a mí me amaste” (Joan., XVII, 2 3).
La visita al Santísimo Sacramento ha de recordarnos la Misa de la mañana, y hemos de meditar que en el taber­náculo, aunque propiamente no hay sacrificio, Jesús sin em­bargo, que está realmente presente, continúa adorando, pi­diendo y dando gracias. En cualquier momento, a lo largo del día, deberíamos unirnos a esta oblación del Salvador. Como lo expresa la oración al Corazón Eucarístico: “Es paciente para esperarnos y dispuesto siempre a escucharnos; es centro de gracias siempre renovadas, refugio de la vida escondida, maestro de los secretos de la unión divina”. Junto al tabernáculo, hemos de “callar para escucharle, y huir de nosotros para perdernos en él” [11].

R. Garrigou-Lagrange O.P., tomado de Las tres edades de la vida interior. De nuestra sección dedicada a la Santa Misa.

Notas:
[1] Sesión XXII, c. I y II.
[2] Del mismo modo la humanidad del Salvador permanece numé­ricamente la misma, pero después de la resurrección es impasible, mientras que antes estaba sujeta al dolor y a la muerte.
[3] “Sacrificium externum est in genere signi, ut signum interioris sacrificii”.
[4] Homilía LX al pueblo de Antioquía.
[5] Libro de las visiones e instrucciones, c. LXVII
[6] Santo Tomás, III, q. 48, a. 2: “Ille proprie satisfacit pro offen­sa, qui exhibet offenso id quod aeque vel magis diligit quam oderit offensam”.
[7] Concilio de Trento, ses. XXII, c. n: “Hujus quippe oblatione pla­catus Dominus, gratiam et donum poenitentiae concedens, crimina et peccata etiam ingentia dimittit”.
[8] Ibidem.
[9] SANTO TOMÁS, III, q. 79, a. S y 7, ad 2, donde no se indica otro límite que el de la medida de nuestra devoción: “secundum quantitatem seu modum devotionis eorum” (id est: fidelium). Cayetano, in III, q. 79, a. S. Juan de Santo Tomás, in III, dise. 32, a. 3. Gonet, Clypeus... De Eucharistia, disp. II, a. S, n. 100. Salmanticen­ses, de Eucharistia, disp. XIII, dub. VI. Disentimos en absoluto de lo que sobre esta materia ha escrito el P. de la Taille, Esquisse du mystére de la f os, París, 1924, p. 22.
[10] II II, q. 82, a. 13.
[11] Recomendamos como lectura durante la visita al Santísimo Sacramento o para la meditación, Les Élévations sur la Priére au Coeur Eucharistique de Jésus, compuestas por una alma interior muy piadosa, que han sido publicadas por primera vez en 1926, ed. de “La Vie Spirituelle”. También recomendamos un excelente libro escrito por una persona muerta recientemente en Méjico en olor de santidad: Ante el altar (Cien visitas a Jesús sacramentado).