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domingo, 8 de julio de 2012

La Dignitatis Humanae y el Magisterio ordinario.



Los modernistas «rinden culto a la libertad en vez de la verdad». «La velantía cristiana es una virtud cardinal que se llama fortaleza» (A. Ottaviani)

¿Culto a la libertad o a la verdad?

El 2 de marzo de 1953 el cardenal Alfredo Ottaviani impartió una conferen­cia en la Universidad Lateranense titulada Los deberes del Estado Católico para con la religión, que publicó aquel mismo año la librería de dicha universidad pontificia. Tal conferencia resumía las enseñanzas que había impartido el autor en esa universi­dad durante varios años, las cuales se re­cogieron en los tres volúmenes de las Institutiones luris Publici Ecclesiastici (Ciudad del Vaticano, ed. Typis Polyglottis Vaticanis, 1936) y luego se condensaron en el Compendium luris Publici Ecclesiastici, en un solo tomo, que fue publicado por la misma editorial en 1938 (*).
El purpurado, que había ascendido en el ínterin a proprefecto de la Sagrada Con­gregación del Santo Oficio, quiso compen­diar en la conferencia que tratamos, que se volvió celebérrima, la enseñanza católica tradicional sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Esta enseñanza fue su caballo de batalla, durante los trabajos del Concilio Vaticano II, contra la “libertad religiosa” que sostenía el cardenal Augustin Bea, a la cual Alfredo Ottaviani oponía, en conformidad con la Tradición, la “tole­rancia religiosa”. Por desgracia, el esque­ma de Bea prevaleció en virtud del apoyo de Juan XXIII primero y de Pablo VI des­pués, y se convirtió en la declaración Dignitatis personae humanae.
La cuestión no era accidental o de es­casa importancia en el conjunto de la doctri­na católica. Los Padres de la Iglesia, los doctores, los papas, los teólogos y los canonistas se habían pronunciado de modo sustancialmente idéntico al respecto hasta el Vaticano II, el cual, por eso, cuando ha­bló del “derecho a profesar religiones fal­sas”, rompió objetivamente con la Tradi­ción, que habla tocante a ellas sólo de “to­lerancia práctica, no de principio”.
Ottaviani sabía que ya en 1953 se di­fundían también en esta materia teorías an­taño condenadas por la Pascendi, y que por eso la encíclica Humani Generis de Pío XII había condenado la nouvelle théologie, el 12 de agosto de 1950, en tanto que neo-modernismo o reviviscencia del modernis­mo. Así fue como el cardenal del Santo Oficio pronunció la conferencia en cues­tión para corroborar la doctrina católica sobre las relaciones Iglesia-Estado y con­denar las novitates del catolicismo liberal o modernismo social renaciente.

Actualidad e importancia del problema.

El cardenal Ottaviani lamentaba en su conferencia que el “derecho público ecle­siástico”, o sea, la doctrina concerniente a las relaciones entre el Estado y la Iglesia, entre el poder político o temporal y el po­der religioso o espiritual, no saliera ya de las aulas de las universidades pontificias para informar las mentes de los legislado­res y de los fieles seglares. Constataba, en cambio, que «la prensa no habla de ella por principio, como que está dirigida por hombres que rinden culto a la libertad en lugar de a la verdad» (ivi).
Insistía por eso en la urgente necesidad de «divulgarla en el seno de todos los gru­pos sociales» (ibidem, p. 6). Invitaba a plantear el problema de las relaciones en­tre el Estado y la Iglesia «apertis verbis [en términos claros], ampliamente y, so­bre todo, sin miedo. La valentía cristiana es virtud cardinal que se llama fortale­za» (p. 4); y el cristiano debe imitar a Je­sús, el cual vino “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), lo único que nos hará libres. Sin verdad no hay auténtica liber­tad, sino esclavitud y timor mundanus o respetos humanos, que denotan falta de co­raje y de fortaleza.

Los enemigos declarados, menos peligro­sos que los falsos amigos

El cardenal Ottaviani no se asombra de que los enemigos de la Iglesia combatan su misión negando sus facultades, en espe­cial el derecho a informar la legislación civil según el espíritu cristiano (p. 5), pero prosigue: «surge, en cambio, en nosotros un asombro que crece hasta el estupor y se trueca en tristeza desgarradora cuan­do son los propios hijos de la Iglesia (...) los que intentan arrancarle las armas es­pirituales de la verdad y de la justicia» (p. 5). Mas ya veremos que, como decía Hamlet, “hay mucha lógica en esta locura”.
La Iglesia que fundó Jesús es una so­ciedad espiritual perfecta, esto es, contie­ne tanto el elemento espiritual sobrenatu­ral como el jurídico. De ahí que no se deba contraponer, prosigue el cardenal, la “Igle­sia pneumática o carismática” a la “Iglesia del derecho” porque la naturaleza del de­recho eclesiástico y la estructura jerárqui­ca o societaria de la Iglesia no están en contradicción con su naturaleza espiritual y sacramental. La Iglesia es el “cuerpo [so­ciedad jurídica] místico [sobrenatural y espiritual] de Cristo” (Pío XII, encíclica Mystici Corporis, 1943), y Cristo la fundó sobre Pedro y sobre sus sucesores como «una sociedad perfecta en su género, y provista de todos los medios sociales y jurídicos necesarios para perpetuar en la tierra la obra de la redención» (p. 6).

Valor del magisterio ordinario.

El católico actual, comentaba a la sa­zón el cardenal, es parangonable al «delicatus miles [soldado afeminado] que quiere vencer sin combatir» (p. 6), o al «inge­nuo que acepta la mano tendida insidio­samente sin darse cuenta de que dicha mano lo arrastrará luego a cruzar el Rubicán hacia el error y la injusticia. El primer error de éstos no es otro que el de no aceptar plenamente las arma veritatis [armas de la verdad]» (p. 6), que son las enseñanzas del magisterio, aun del ordina­rio, referentes al derecho público eclesiás­tico. Dichas enseñanzas fueron imparti­das sobre todo por los pontífices roma­nos, en particular por los papas que se sucedieron desde Gregorio XVI a Pío XII, quienes aprovechaban para propor­cionarlas las ocasiones que les brinda­ban sus pronunciamientos contra el libe­ralismo católico.
Cierto historicismo pretende relativizar, según parece, las enseñanzas del magiste­rio constante y tradicional de los papas al ligarlas a unos momentos históricos deter­minados, los cuales, en su opinión, absor­bieron y subjetivizaron las doctrinas u ob­jetos enseñados por el magisterio. Arguye, por ejemplo, que en el siglo XIX, dada la situación particular de la Iglesia, Pío IX debió escribir el Sílabo (1864), así como León XIII tuvo que hacer lo propio con la Immortale Dei (1885); mas hoy, sigue di­ciendo, las condiciones históricas han cam­biado, y por eso lo que ayer era verdad hoy ya no lo es porque ha cambiado con la mudanza de los tiempos. ¡No!, objeta el pur­purado. La verdad y la doctrina no cam­bian como un vestido que pasa de moda con el correr de los años. La doctrina si­gue siendo la misma sustancialmente, aun­que accidentalmente pueda ser ahondada, si bien siempre eodem sensu eademque sententia, es decir, de manera homogénea, no contradictoria. Así, pues, la condena del catolicismo liberal o neomodernismo so­cial sigue siendo especulativamente ver­dadera hoy como ayer, igual que dos y dos son cuatro. Y ello aun si en la práctica no puede aplicarse el derecho público ecle­siástico del mismo modo en todas las épo­cas. Es sólo una cuestión de aplicación de principios inmutables de suyo a casos con­cretos y particulares que pueden requerir cierta prudencia así como una atenuación en la praxis, mas nunca un cambio doctri­nal.

Los deberes del estado católico.

En los países de población de absoluta mayoría católica, el estado debe procla­mar en la constitución a la religión católi­ca como religión única del Estado (p. 10), tal y como sucedía en España e Italia. Por desgracia, se lamentaba el purpurado, al­gunos católicos consideran “anacrónica” esta doctrina (p. 8). Son éstos los católi­cos liberales o modernistas sociales, que consideran, contrariamente al magisterio constante de la Iglesia compendiado en el derecho público eclesiástico, que «el Es­tado, hablando con propiedad, no puede realizar un acto de religión (...) y que la obligación para el Estado de rendir culto a Dios no puede entrar nunca en la esfe­ra constitucional» (p. 8). Ahora bien, tal doctrina pugna con la tradición apostólica de la Iglesia, con el magisterio tradicional de los papas y con la enseñanza y la unani­midad de pareceres de los Padres eclesiás­ticos al interpretar los pasajes de la Sa­grada Escritura que hablan del poder tem­poral y del espiritual. Además, la nueva y heterodoxa doctrina católico-liberal y socialmodernista contradice también a la recta y sana razón humana, que prueba que el hombre es por naturaleza un “animal so­cial” (Aristóteles y Sto. Tomás); de ahí que la sociedad esté obligada, como el indivi­duo, a tributar a Dios el culto que se le debe, según la manera en que el mismo Dios quiere que se le adore (Gregorio XVI y León XIII). Por eso escribe Ottaviani que es «del deber de los gobernantes de un estado compuesto de católicos en su casi totalidad y, por lógica consecuencia, re­gido por católicos, informar la legisla­ción en sentido católico» (p. 8).
Se echa de ver que tal doctrina, no sólo se ignora hoy, sino que tanto los gobernan­tes temporales como los espirituales la combaten adrede, como que consideran que la mejor forma de gobierno estriba en la separación de la Iglesia y el Estado. Las consecuencias prácticas son enormes y devastadoras: divorcio, aborto, eutanasia, matrimonios homosexuales legalizados, etc.
Asistimos a la subversión teórica del primer principio de la moral: malum faciendum, bonum vitandum est! ¡Hay que hacer el mal y evitar el bien! Parece una locura. Parece una locura si bien no es otra cosa que la perversión diabólica de los primeros principios, evidentes de suyo, tan­to especulativos (el principio de no con­tradicción) como prácticos (la sindéresis o primer principio de la moral). Así que con razón se cita a Hamlet: “¡Hay mucha lógica en esta locura!” Es la misma “lógi­ca” que empujó a Lucifer a gritar: non serviam! (“¡no obedeceré!”); a la serpien­te del paraíso a decir: Eritis sicut dei (“Se­réis como dioses”), y a las turbas desal­madas de los tiempos de Jesús a blasfe­mar: Nolumus Hunc regnare super nos (“No queremos que Éste reine sobre noso­tros”).
La doctrina católica inmutable es «la profesión social, no sólo privada, de la religión; la inspiración cristiana de la legislación; la defensa del patrimonio re­ligioso contra todo asalto de los que que­rrían arrancarle al pueblo el tesoro de su fe y de la paz religiosa» (p. 8). Hoy, en cambio, los prelados enseñan que es me­nester acoger a los que son “diferentes” para hacer de la Iglesia antaño católica una sociedad multiétnica, multicultural y multirreligiosa.
La consecuencia de esta doctrina dia­bólicamente falaz será la guerra civil, cul­tural y religiosa. Europa e Italia se ven “in­vadidas” por millones de moros a los que no se hace entrar a escondidas en nuestros países, dentro de algún “caballo de Troya”, sino que se les acoge con los brazos abier­tos en las estructuras de la “caritas internationalis” por quien debería defender a las ovejas del lobo en vez de entregárselas. León XIII (Immortale Dei y Libertas) y Pío XII (Summi Pontificatus) enseñaron que «no es justo atribuir los mismos de­rechos al bien y al mal, a la verdad y al error. La razón se rebela contra el pen­samiento de que, por condescender con las exigencias de una pequeña minoría, se lesionen los derechos, la fe y la con­ciencia de la casi totalidad del pueblo, y de que se traicione a éste permitiendo a los que asechan su fe crear en su seno una escisión con todas las consecuencias de la lucha religiosa».
¡Qué actuales son estas palabras cin­cuenta años después! Belenes prohibidos en Navidad, crucifijos escondidos o eli­minados para no herir la sensibilidad de la morisma, que en un futuro acaso cercano nos cortará la mano que hoy finge besar. Los jerarcas temporales y espirituales, que hoy se hallan unidos en la formación del “nuevo orden mundial”, bien merecen la calificación de “¡traidores!” que les dio el cardenal Ottaviani ya en 1953. Pero, aten­ción, queridos ministros, obispos y pontí­fices: «Con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos de este mundo sufrirán grandes tormentos», recuerda el cardenal Ottaviani citando la Mystici Corporis, que cita a su vez a la Sagrada Escri­tura [Sap 6, 4-10].

La condena del falso ecumenismo.

El purpurado recuerda en su conferen­cia que en 1949 se celebró en Amsterdam «una reunión de varias iglesias hete­rodoxas para hacer progresar el movi­miento ecuménico. (...) La Iglesia Católi­ca, que se sabe en la posesión tranquila de la verdad y de la unidad, lógicamente no debía estar presente para buscar allí la unión que los demás no tienen» (p. 12).
¿Cómo conciliar Asís I, II y III con tal frase, que es el eco fiel de la doctrina y de la práctica constante de la Iglesia? ¿Qué hermenéutica de la “continuidad” se podrá invocar sin cubrirse de ridículo?

En el templo y fuera del templo.

El cristianismo y la Iglesia desempeñan una función religiosa no sólo individual, sino también social. El modernismo social, en cambio, quiere, según parece, «encerrar a la Iglesia entre las cuatro paredes del templo, separando entre sí la religión y la vida social, la Iglesia y el mundo» (p. 17). El cardenal recuerda, contra esta des­viación, que la doctrina católica enseña que «la Buena Nueva se refiere a toda la re­velación, con todas las consecuencias que comporta para la conducta moral del hombre respecto de sí mismo, en la vida doméstica y en el sentido del bien de la sociedad» (p. 17). Éste es el alcance so­cial o político (no partidista) de la Iglesia.

Per crucem ad lucem! [¡Por la cruz a la luz!]

El cardenal Ottaviani concluye citando a Pío XII: «Religión y moral constituyen un todo indivisible: el orden moral, los mandamientos de Dios valen igualmente para todos los campos de la actividad humana, sin excepción alguna; la misión de la Iglesia se extiende hasta allí a don­de llegan»; por eso, «¡la Iglesia Católica no se dejará encerrar nunca entre las cua­tro paredes del templo! La separación entre la religión y la vida, entre la Igle­sia y el mundo, es contraria a la idea cristiana y católica» (p. 17; Pío XII, Discurso a los párrocos, AAS, XXXVIII, p. 187).
No por ambición de ventajas terrena­les, sino por el reinado de Cristo, prosigue el purpurado, la Iglesia «sufre, llora y vier­te su sangre. Mas la senda del sacrificio es precisamente aquella por la cual la Iglesia suele llegar al triunfo»; y cita una vez más a Pío XII: «Nos miramos hoy, amados hijos, al Hombre-Dios, nacido en una gruta para levantar de nuevo al hom­bre a aquella grandeza de la que había caído por su culpa, para volverlo a colo­car en el trono de libertad, de justicia y de honor que los siglos de los dioses fal­sos le habían negado. El fundamento de dicho trono será el Calvario; su ornamen­to no será el oro o la plata, sino la sangre de Cristo, sangre divina que hace veinte siglos que corre por el mundo (...).
¡Oh Roma cristiana! esa sangre es tu vida».

Laurentius, revista “Si Si No No” año XXII, nº 236, marzo 2012.

* [N. del E.]: esta conferencia está disponible en nuestra colección de Cuadernos Fides, n° 14, a que hacen referencia las páginas citadas. Pedidos a: Si Si No No. Aptdo. de correos 156. 28600 -Navalcarnero (Madrid). Precio: 4 • (gastos de envío incluidos).