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martes, 1 de diciembre de 2015

Mons. Bernard Fellay: “El acto del Papa hace que durante el Año Santo tengamos una jurisdicción ordinaria”.


A modo de entrevista, DICI, 30-Nov-2015, se hace pública una carta del Superior General de la FSSPX a los amigos y benefactores en la que se abordan varios temas, correspondiente a la carta n° 85.

Carta a los Amigos y Bienhechores n° 85

Queridos Amigos y Bienhechores,

Estas últimas semanas nos muestran – con la multiplicación de atentados asesinos en Europa y en África, con la persecución sangrienta de numerosos cristianos en Oriente Medio –, cuán profundamente convulsionada está la situación del mundo. En la Iglesia, el reciente Sínodo sobre la familia y la próxima apertura del Año Santo no dejan de provocar legítimas inquietudes. Frente a una confusión tal, nos ha parecido útil compartir nuestras reflexiones respondiendo a vuestras preguntas. Creemos que esta presentación permitirá resaltar mejor cómo nosotros, que estamos apegados a la Tradición, debemos reaccionar frente a los problemas que se plantean hoy.

El 1° de septiembre el Papa Francisco dio a todos los fieles, por propia iniciativa, la posibilidad de confesarse con los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X durante el Año Santo. ¿Cómo interpreta Ud. este gesto? ¿Aporta algo nuevo a la Fraternidad?

En efecto, fuimos sorprendidos por este acto del Santo Padre con ocasión del Año Santo, pues nos enteramos, como todo el mundo, por la prensa. ¿Cómo recibimos este acto? Permítanme recurrir a una imagen. Cuando un incendio arrecia, todo el mundo entiende que quienes tienen los medios deben esforzarse en apagarlo, sobre todo si faltan bomberos. Así han actuado los sacerdotes de la Fraternidad, durante todos los años de esta terrible crisis que sacude la Iglesia sin interrupción desde hace 50 años. En particular, frente a la trágica falta de confesores, nuestros sacerdotes se han entregado al servicio de las almas de los penitentes, utilizando el caso de urgencia previsto por el Código de Derecho Canónico.
El acto del Papa hace que durante el Año Santo tengamos una jurisdicción ordinaria. Siguiendo con la metáfora, ello consiste en darnos la insignia oficial de bomberos, a pesar de que nos la habían negado desde hace décadas. En sí, para la Fraternidad, sus miembros y sus fieles, esto no agrega nada nuevo; no obstante esta jurisdicción ordinaria tranquilizará a los que están con inquietudes y a todas las personas que hasta ahora no se atrevían a acercarse a nosotros. Pues, como dijimos en el comunicado en el que agradecimos al Papa, los sacerdotes de la Fraternidad sólo desean una cosa: “ejercer con renovada generosidad su ministerio en el confesionario, siguiendo el ejemplo de dedicación infatigable que el santo Cura de Ars dio a todos los sacerdotes”.

Con ocasión del Sínodo sobre la familia, Ud. dirigió una súplica al Santo Padre, y luego una declaración. ¿Por qué?

El objeto de nuestra súplica era exponer al Sumo Pontífice lo mejor posible la gravedad de la hora presente y el alcance decisivo de su intervención en materias morales tan importantes. El Papa Francisco tuvo conocimiento de nuestra súplica el 18 de septiembre, antes de su partida para Cuba y los Estados Unidos de Norteamérica, y nos hizo saber que no cambiaría nada a la doctrina católica del matrimonio, en particular en lo que a la indisolubilidad se refiere. Pero lo que temíamos, es que, en lo concreto, se instaurara una práctica que hiciera caso omiso de la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Y es lo que sucedió, por una parte con el Motu proprio de reforma del procedimiento de declaración de nulidad matrimonial, y por otra con el documento final de este sínodo. Por eso hice la declaración, que procura recordar la enseñanza constante de la Iglesia sobre una multitud de puntos que se discutieron y a veces se pusieron en duda durante este mes de octubre. No les oculto que el triste espectáculo que dio el Sínodo me parece particularmente vergonzoso y escandaloso por varios motivos.

¿Cuáles son esos puntos vergonzosos y escandalosos?

Pues bien, por ejemplo esta dicotomía entre la doctrina y la moral, entre la enseñanza de la verdad y la tolerancia del pecado y las peores situaciones inmorales. Que se sea paciente y misericordioso con los pecadores, por supuesto, pero ¿cómo se convertirán si no se denuncia su situación de pecado, si ya no oyen hablar del estado de gracia y de su contrario: el estado de pecado mortal, que sumerge el alma en una muerte espiritual y la entrega a los tormentos del infierno? Si se midiera la ofensa infinita que causa el menor pecado grave al honor de Dios y a su santidad, nos moriríamos de asombro. La Iglesia debe condenar el pecado con decisión, todos los pecados, los vicios y los errores que corrompen la verdad del Evangelio. No debe pactar o mostrar una culpable comprensión por comportamientos escandalosos, ni por los pecadores públicos que atentan contra la santidad del matrimonio. ¿Por qué la Iglesia no tiene ya el valor de hablar así?

Sin embargo hubo iniciativas positivas con motivo de este Sínodo. Por ejemplo el libro de los once cardenales – luego del de cinco cardenales el año pasado –, e igualmente la obra de los prelados africanos, la de los juristas católicos, el vademécum de los tres obispos…

Las iniciativas afortunadas que aparecieron recientemente defendiendo el matrimonio y la familia cristiana dan una luz de esperanza. Hay una reacción saludable, incluso si todo no tiene el mismo valor. Esperemos que esto sea el comienzo de un despertar en toda la Iglesia que conduzca a una recuperación y a una conversión de fondo.
Antes del verano en un sermón en Saint Nicolas du Chardonnet, en Paris, Mons. de Galarreta decía que parecía que la Iglesia comenzaba a fabricar “anticuerpos” contra las proposiciones aberrantes sobre el matrimonio realizadas por los progresistas, que se acomodan a las costumbres actuales en vez de tratar de corregirlas según la enseñanza evangélica. Esta reacción en el plano moral es beneficiosa. Y como la moral está íntimamente unida con la doctrina, esto podría ser el comienzo de un retorno de la Iglesia a su Tradición. ¡Rezamos diariamente por eso!

En nombre de la misericordia hay quienes, como el Cardenal Kasper, quieren, si no cambiar la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio, al menos suavizar la disciplina de la Iglesia sobre la comunión de los “divorciados vueltos a casar”, o modificar su juicio sobre las uniones contra natura. ¿Qué se debe pensar de todas estas excepciones llamadas “pastorales”?

La Iglesia puede legislar, es decir establecer leyes propias, que son precisiones de la ley divina. Pero en el ámbito del matrimonio sobre el cual se debate hoy Nuestro Señor ya zanjó la cuestión de manera clara y evidente: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mat. 19, 6), e inmediatamente después: “El que se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mat. 19, 9). Por tanto, la Iglesia sólo tiene que hacer una cosa, recordar la ley divina y consagrarla en sus leyes eclesiásticas. En ningún caso puede ella permitirse ninguna discrepancia; eso sería faltar a su misión que consiste en transmitir el depósito revelado. Para hablar claro, en la cuestión que nos ocupa la Iglesia sólo puede comprobar que no hubo matrimonio en el comienzo, pero no podría hacer nulo o disolver un matrimonio válido en sí mismo.
Desde luego, las leyes eclesiásticas pueden agregar condiciones necesarias para la validez de un matrimonio, pero siempre en conformidad con la ley divina. De este modo la Iglesia puede declarar inválido un matrimonio por falta de forma canónica, pero nunca será la dueña de la ley divina a la que se halla sujeta. Y aún más, se debe afirmar que a diferencia de la ley humana y eclesiástica, la ley divina no admite excepciones, pues no ha sido hecha por hombres, los cuales no pueden prever todos los casos y están obligados a dejar un margen para las excepciones. Dios infinitamente sabio ha previsto todas las situaciones, como escribí en la súplica al Papa: “La ley de Dios, expresión de su eterna caridad para con los hombres, constituye en sí misma la suprema misericordia para todos los tiempos, todas las personas y todas las situaciones”.

El Motu proprio del 8 de septiembre que simplifica el procedimiento de las declaraciones de nulidad matrimonial, ¿no es una forma de ofrecer facilidades canónicas para escapar al principio de indisolubilidad del matrimonio, a pesar de que al mismo tiempo lo recuerde?

Es verdad que el nuevo Motu proprio que regula las disposiciones canónicas relativas a los procesos de nulidad pretende responder a un grave problema actual: el de muchas familias rotas por una separación. Examinar esos casos para proponer una solución más rápida, en la medida en que corresponde a la ley divina del matrimonio, ¡muy bien! Pero en el contexto actual, de la sociedad moderna, secularizada y hedonista, y de los tribunales eclesiásticos en los que ya se practica lo que está prohibido, este Motu proprio podría fácilmente convertirse en una ratificación legal del desorden. El resultado podría ser aún peor que el remedio propuesto. Me temo que uno de los puntos claves del Sínodo haya sido resuelto indirecta y ocultamente, abriendo el camino a un supuesto “divorcio católico”, pues, en los hechos, existe la posibilidad de muchos abusos, especialmente en los países donde los episcopados son poco exigentes y están imbuidos de progresismo y subjetivismo…

El Año Santo que debe abrirse el próximo 8 de diciembre, ¿acaso no ha sido puesto bajo el signo de una misericordia donde el arrepentimiento y la conversión estarían ausentes?

Es verdad que en el clima actual, el llamado a la misericordia predomina demasiado fácilmente sobre la indispensable conversión, que exige la contrición de las propias faltas y el horror del pecado, ofensa hecha a Dios. Como yo lo deploraba en la última Carta a los amigos y bienhechores (n° 84), de este modo el Cardenal hondureño Maradiaga complacientemente se hace eco de una nueva espiritualidad en la que la misericordia se ve truncada y amputada de la necesaria penitencia, que no se recuerda casi nunca.
Sin embargo, leyendo detenidamente los diferentes textos publicados con respecto al Año Santo, y sobre todo la bula de indicción del Jubileo, se ve que está presente la idea fundamental de la conversión y de la contrición de los pecados para obtener el perdón. A pesar de la referencia a una misericordia equívoca que consistiría en devolver al hombre más su “dignidad incomparable” que el estado de gracia, el Papa quiere favorecer el retorno de los que abandonaron la Iglesia y multiplica las iniciativas concretas para facilitar el recurso al sacramento de la penitencia. Desgraciadamente no se pregunta por qué tantas personas han abandonado la Iglesia o han dejado de practicar, y si no hay una relación con cierto Concilio, su “culto del hombre” y sus reformas catastróficas: ecumenismo desbocado, liturgia desacralizada y protestantizada, relajamiento de la moral, etc.

¿Los fieles apegados a la Tradición pueden, en consecuencia y sin riesgo de confusión, participar en el Jubileo extraordinario decidido por el Papa? Sobre todo porque este Año de la Misericordia pretende celebrar el 50º aniversario del Concilio Vaticano II, que habría derribado las “murallas” en las cuales estaba encerrada la Iglesia…

Evidentemente se plantea el tema de nuestra participación en este Año Santo. Para dar una respuesta, se requiere una distinción: las circunstancias en las que se convoca un Año Santo jubilar y la esencia de un Año Santo.
Las circunstancias son históricas y están vinculadas con los grandes aniversarios de la vida de Jesús, en particular su muerte redentora. Cada 50 años, o incluso 25, la Iglesia instituye un Año Santo. Esta vez, el acontecimiento de referencia para la apertura del Jubileo no es solamente la Redención – el 8 de diciembre está necesariamente vinculado con la obra redentora iniciada con la Inmaculada, Madre de Dios –, sino también con el Concilio Vaticano II. Resulta chocante y es algo que rechazamos formalmente, pues no podemos alegrarnos, antes bien debemos llorar sobre las ruinas ocasionadas por este Concilio, con la caída vertiginosa de las vocaciones, la disminución dramática de la práctica religiosa y sobre todo la pérdida de la fe, que el propio Juan Pablo II calificó de “apostasía silenciosa”.
De todos modos sigue estando lo que es esencial en un Año Santo: se trata de un año particular en el que la Iglesia, según la decisión del Sumo Pontífice que detenta el poder de las llaves, abre de par en par sus tesoros de gracias para acercar a los fieles a Dios, especialmente mediante el perdón de las faltas y la remisión de las penas debidas por el pecado. La Iglesia realiza esto por medio del sacramento de la penitencia y de las indulgencias. Esas gracias no cambian. Siguen siendo siempre las mismas, y sólo la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, dispone de ellas. Se puede igualmente indicar que las condiciones para obtener las indulgencias del Año Santo siguen siendo las mismas: confesión, comunión y oración por las intenciones del Papa – las intenciones tradicionales y no las intenciones personales. Al recordar estas condiciones habituales, no se hace referencia en ninguna parte a la adhesión a las novedades conciliares.
Cuando Mons. Lefebvre fue con todo el seminario de Ecône a Roma, con motivo del Año Santo de 1975, no fue para celebrar los 10 años del Concilio, aunque Pablo VI había recordado este aniversario en la bula de indicción. Fue, en cambio, la ocasión de manifestar nuestra romanidad, nuestro apego a la Santa Sede, al Papa que – como sucesor de Pedro – posee el poder de las llaves. Imitando a nuestro venerado fundador, durante este Año Santo, nos concentraremos en lo que es esencial: la penitencia para alcanzar la misericordia divina por el intermedio de su única Iglesia, a pesar de las circunstancias que se creyó necesario invocar para celebrar este año, como ya fue el caso en 1975, e incluso en 2000.
Se podrían comparar estos dos elementos, lo esencial y las circunstancias, con el contenido y el envoltorio en el que viene. Sería erróneo rechazar las gracias propuestas en un Año Santo porque es presentado en un envoltorio defectuoso, salvo que se considere que este envoltorio altera el contenido, que las circunstancias absorben lo esencial, y que en el caso presente, la Iglesia ya no dispone de las gracias propias del Año Santo debido a los daños ocasionados por el Concilio Vaticano II. ¡Pero la Iglesia no nació hace 50 años! Y por la gracia de Cristo, que es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13, 8), la Iglesia sigue y seguirá siendo la misma, a pesar de este Concilio de apertura a un mundo en perpetuo cambio…

En varias declaraciones recientes parece que Ud. quiere anticipar el centenario de Fátima, invitando a la gente a prepararse desde ahora. ¿Por qué?

Dadas las perspectivas que aquí hemos evocado y para insistir sobre la urgencia de la conversión, hemos pensado unir estas buenas obras de misericordia corporal y espiritual, a las que se nos invita en este año, con el centenario de las apariciones de Fátima, donde Nuestra Señora insistió tanto en la necesidad de la conversión, de sí mismo y del mundo, y en la necesidad de las obras de penitencia y de la oración, especialmente del rosario. La imploración de la misericordia divina está estrechamente ligada a las apariciones de Fátima: la Santísima Virgen nos ha invitado a rezar y a hacer penitencia: así alcanzaremos misericordia, y no de otro modo. Me parece muy conveniente unir así los dos próximos años, dedicando dos años a esforzarnos en acercarnos tanto a la Santísima Virgen como a Nuestro Señor, tanto al Corazón Inmaculado de María como al Sagrado Corazón misericordioso.
La Fraternidad San Pío X organizará una peregrinación internacional a Fátima los días 21 a 23 de agosto del año 2017. Pero desde ahora podemos, e incluso debemos, prepararnos, sobre todo cuando se está menoscabando gravemente la moral católica.
Más que nunca, en este 21 de noviembre, que es un gran aniversario para nosotros, el de la declaración de Mons. Lefebvre en 1974 – verdadera Carta Magna de nuestro combate por la Iglesia de siempre –, conservemos en toda circunstancia, y cualesquiera sean las dificultades y las pruebas, una actitud católica. Tengamos los pensamientos de la Iglesia, seamos fieles a Nuestro Señor, permanezcamos aferrados a su Santo Sacrificio, a sus enseñanzas y a sus ejemplos. Leía ayer que el Cardenal Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, temía una “protestantización de la Iglesia”. Y tiene razón. Pero, ¿qué es la misa nueva, sino una protestantización de la misa de siempre? ¿Y qué pensar del Papa que, como sus predecesores, visita un templo luterano? ¿Cómo no quedarnos confundidos al ver cómo se está preparando el 5º centenario de la Reforma protestante, en el año 2017, y cómo se está alabando ahora la figura de Lutero, él que fue uno de los mayores heresiarcas y cismáticos de la historia, ferozmente opuesto a la Iglesia católica y romana? Realmente Mons. Lefebvre veía bien cuando afirmaba que “la única actitud de fidelidad a la Iglesia y a la doctrina católica, para nuestra salvación, es el rechazo categórico a aceptar la Reforma”, porque entre la reforma emprendida por el Concilio Vaticano II y la de Lutero hay más de un punto en común. Y siguiéndolo, repetimos que “sin ninguna rebelión ni amargura ni resentimiento alguno, proseguimos nuestra obra de formación sacerdotal a la luz del magisterio de siempre, convencidos de que no podemos rendir mayor servicio a la Santa Iglesia católica, al Sumo Pontífice y a las generaciones futuras”.
Es lo que ustedes, queridos amigos y bienhechores de la Fraternidad San Pío X, comprenden bien. Sus oraciones fervorosas, su generosidad admirable y su entrega constante son para nosotros un valioso apoyo. Gracias a ustedes la obra de Mons. Lefebvre se desarrolla en todas partes. Les agradezco de todo corazón.
Roguemos a Nuestra Señora que nos alcance todas las gracias que necesitamos. Pedimos a Dios que les conceda sus bendiciones, a ustedes y sus familias, para que se preparen a la gran fiesta de Navidad por medio de un santo Adviento, y que encomienden el año próximo, con sus alegrías y sus cruces, a nuestra Madre del Cielo.


En la fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen, 21 de noviembre de 2015
+ Bernard Fellay