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lunes, 3 de enero de 2011

Práctica de la humildad.


Quien no es humilde, no puede agradar a Dios; porque el Señor no puede sufrir a los soberbios. El tiene prometido escuchar a los que imploran su auxilio; pero si el que le pide es soberbio, no le atiende, mientras que, por el contrario, concede a manos llenas sus gracias a los humildes. Dios -dice el Apóstol Santiago- resiste a los soberbios, más a los humildes les da su gracia[1].
Dos suertes hay de humildad, conviene a saber: humildad de ENTENDIMIENTO y humildad de VOLUNTAD.
La humildad de entendimiento consiste en tenernos en lo que realmente somos: ciegos e ignorantes, y juntamente incapaces de hacer cosa buena. Todo lo bueno que tenemos y hacemos nos viene de Dios.

Para practicar la humildad de entendimiento, es menester:
1º.- No fiarnos nunca de nuestras fuerzas ni de nuestros propósitos y resoluciones, sino desconfiar y temer siempre de nosotros mismos. Trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación.[2] -escribió San Pablo a los fieles de Filipos. «Quien no teme -decía San Felipe Neri- ya puede darse por perdido.»
2°.- No vanagloriarnos de nuestras cosas, como de nuestros talentos, de nuestras obras, de nuestra familia, etc.
Por eso, es bueno no hablar nunca de nosotros, como no sea para declarar nuestros defectos. Y aun es mejor no hablar de nosotros ni en bien ni en mal, porque no pocas veces, en el mismo mal que se dice, aparece el vano deseo de ser alabados o, a lo menos, ser tenidos por humildes; y de este modo la humildad sirve de máscara al orgullo.
3º.- No enojarnos ni indignarnos contra nosotros mismos después de alguna falta.
Enojarse de esta suerte no es humildad, sino soberbia y juntamente traza y ardid del demonio para hacernos desconfiar y dejar la vida santa.
Después de una falta, digamos con Santa Catalina de Génova: «Señor, estos son los frutos de mi huerto»; humillémonos, hagamos un acto de amor a Dios y de contrición, y volvamos a levantamos con el firme propósito de no recaer con el auxilio de la divina gracia. Así hemos de hacer siempre después de cada falta, sin darnos nunca por vencidos.
4º.- No admirarnos de las caídas de los otros, antes compadecerlos, dar gracias al Señor por habernos librado de caer y rogarle que nos tenga siempre de su mano; pues, obrando de otro modo, podría el Señor castigarnos con permitir que cayéramos en los mismos pecados, y quizá en otros más graves.
5º.- Tenernos por los mayores pecadores del mundo, y esto aun cuando supiéramos que otros sean más culpables que nosotros; porque nuestros pecados, cometidos después de tantas luces y gracias divinas, hácense más graves a los ojos de Dios. «No os lisonjeéis -decía Santa Teresa- de haber dado un solo paso en los caminos de la perfección, mientras no os tengáis por la más ruin y malvada de las criaturas y no ardáis en deseos de veros tratado como tal.»

La humildad de VOLUNTAD consiste en complacerse en los menosprecios.
Quien ha merecido el infierno, merece ser pisoteado eternamente por los demonios.
¿Qué lección quiso darnos sobre todo Jesucristo? - Aprended de Mí -dijo- que soy manso y humilde de corazón[3].
Muchos son humildes de boca, pero no de corazón. Les oiréis decir: «Soy el más miserable de los hombres; merezco mil infiernos.» Y luego si alguno los reprende o les dirige una palabra picante, veréis que al punto se alzan altaneros: son como los erizos, que, apenas se les toca, no muestran sino espinas ¡Cómo! Acabas de decir que eres el más miserable de los hombres, y ¡ahora una palabrita lo convierte en un volcán de ira! «El que es verdaderamente humilde -dice San Bernardo se tiene por vil y despreciable y quiere que los demás le tengan por tal.»

* * *

Para practicar la humildad de voluntad, es menester:
1º.- Recibir con paz y agradecimiento cualquiera amonestación. «Cuando se reprende al justo –decía San Juan Crisóstomo- duélese de su falta; mas, si se reprende al soberbio, sólo se aflige porque es conocida su falta.» Por injusta que sea una acusación, los Santos no se disculpan ni defienden, sino que se callan contentándose con ofrecerlo todo a Dios, a menos que se trate de evitar un escándalo.
2º.- Sobrellevar con paciencia las injurias y baldones que se reciben y amar aún más a los que nos menosprecian.
Ésta es la piedra de toque para distinguir a una persona verdaderamente humilde y Santa: a la que se enoja en tales ocasiones, tenía por una caña vacía, aun cuando obre las más estupendas maravillas.
«El tiempo de las humillaciones -decía el Padre Baltasar Álvarez- es el más a propósito para atesorar méritos.» Ganarás más recibiendo sin alterarte un menosprecio que ayunando diez días a pan y agua.
Bien hace el que se humilla; pero hace mucho mejor el que acepta la humillaciones que le vienen de los demás; porque en éstas hay más de Dios que de nosotros, y, por lo mismo, nos son más provechosas.
Y ¿qué sabrá hacer un cristiano que no sabe sufrir una humillación por Dios? ¡Ah! Y ¡qué no sufrió Jesucristo por nosotros! ¡Fue abofeteado, escarnecido, golpeado, escupido al rostro!... Si amamos, pues, a Jesucristo, lejos de indignaros, nos gozaremos en los desprecios, que nos hacen semejantes a Él.

San Alfonso María de Ligorio, tomado de su obra “El camino de la salvación”.


[1] Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam. (Jac., IV. 6.)
[2] Cum metu et tremore vestram salutem operamini, (Phil., II, 12).
[3] Discite a Me, quia mitis sum et humilis corde. (Mt., XI, 29.)